La alegría pascual de un discípulo de Cristo, tiene su origen en unas fuentes
Es necesario acercarse a las fuentes de la verdadera alegría pascual porque así no la confundiremos con otras alegrías con las que no tiene nada que ver. El hombre tiene hoy muchas posibilidades de distraerse, de vivir en la superficialidad; posiblemente nunca como hoy esté tan necesitado de la Pascua del Señor resucitado. Pero tiene que ir a unas fuentes para tener esta experiencia de Cristo resucitado, para sentir la alegría de la novedad total y absoluta, para sentirse a gusto consigo mismo, para ver cada día mejor los horizontes de la vida y las profundidades de Dios. Precisamente por esta necesidad nos urge a los discípulos del Señor dar testimonio de la novedad pascual.
La novedad de la Pascua está en haberse puesto el hombre en manos de Dios un Dios que se hace hombre y que en los momentos más radicales de su vida, en los momentos en que más necesitado está, siente la tentación como todo hombre de querer situarse en sus propias manos, pero inmediatamente se pone en manos de Dios, en manos del Padre. En el seguimiento existencial de Jesucristo descubrimos esta necesidad para dar coherencia y sentido a la vida. Por tanto, el cristiano es un hombre que se pone en manos de Dios, como su Maestro, ya que ningún discípulo puede ser más grande que el Maestro. El discípulo tiene necesidad de imitar al maestro. En la novedad del Nuevo Testamento podemos entender las palabras de Abraham y su existencia puesta en manos de Dios. Una existencia que se realiza más y más en la medida en que se pone en Dios, pues es cuando más somos nosotros mismos ya que volvemos a las manos de quien salimos. Pudiera parecer todo esto una contradicción: cuando más se habla de realizaciones, de sentirse realizado, nosotros tenemos que decir desde Cristo que lo estamos en la medida en que desarrollamos lo que somos. Y para poder hacerlo hay que ponerse en manos de Dios. Entonces resuenan de un modo nuevo estas palabras: “En aquellos días, Dios puso a prueba a Abraham llamándole: ¡Abraham! El respondió: Aquí me tienes (Gn 22, 1).”
Desde la luz pascual, un hombre es hombre en la medida en que dice a Dios en todas las circunstancias de la vida: aquí me tienes. Cuando lo dice en la facilidad y en la dificultad, sobre todo en la dificultad, que es cuando más cuesta. En ese momento en que nos quitan algo, es cuando nos revelamos, cuando sentimos la tentación de huir de Dios y ponernos en nuestras propias manos o en las de otros que nos den la facilidad para hacer lo que a nosotros nos gusta. Pero el hombre de verdad, según el Evangelio, es el que en toda circunstancia se pone en manos del Padre. Ponerse radicalmente en Dios es una fuente de alegría ¿Cómo vamos a estar fuera de Dios? ¿Cómo vamos a estar contentos en manos distintas a las que nos hicieron? ¿Cómo sentiremos ponernos en otras manos? Sólo cuando Abraham se confió plenamente en Dios vivió la alegría de la fidelidad y pudo escuchar aquellas palabras de Dios:
“Por mí mismo juro, oráculo de Yahvéh, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único hijo, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia, como las estrellas del cielo y las arenas de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus enemigos. Por tu descendencia se
bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz (Gn 22, 16-18)”. Cuando el Hijo, Cristo, se puso en manos de Dios, los hombres pudimos experimentar la realidad de aquellas palabras: “Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado (Mc 16, 6)”. La novedad de la Pascua está en ver la arción de Dios de una vez por siempre en todas las cosas ¡Qué cantidad de sucesos acaecen en el mundo y qué pocas veces sabemos leerlos desde la luz de Dios, desde la novedad que trae Jesucristo. Desde la resurrección del Señor todas las cosas y sucesos tienen un sentido diferente, nuevo, distinto. Todo lo que sucede tiene sentido de verdad, en la medida en que es leído y vivido desde la novedad que trae Jesucristo para los hombres y para todas las cosas. El paso del mar Rolo por los israelitas puede verse como un suceso afortunado del pueblo de Israel o como una acción de Dios que quiere decir algo a los hombres. El pueblo de Israel lo supo leer así (cfr. Ex 14, 15-17): como una acción de Dios en medio de su pueblo y para todos los hombres. También nosotros debemos acostumbrarnos a leer los sucesos desde esa acción de Dios con todos los hombres y en favor de ellos. En cualquier acontecimiento, en cualquier circunstancia, Dios nos está hablando. Pero urge que creamos que Dios actúa en medio de los hombres, de la historia. Necesitamos escuchar una vez más aquellas palabras de Dios a Moisés, en las que descubrimos a un Dios compartiendo y dirigiendo la historia de su pueblo: “Dijo Yahvéh a Moisés: ¿Por qué sigues clamando a mí? Di a los israelitas que se pongan en marcha (Ex 14, 15)”. Nosotros tenemos necesidad también de ponernos en marcha para leer y ver a Dios en todo y en todos, para no vivir de recuerdos que obstaculizan nuestro crecimiento, para vivir la novedad de la resurrección de Cristo, para descubrir que todo tiene un sentido desde la resurrección de Cristo, para gritar a los hombres que no tenemos miedo a nada, ni a nadie, excepto a no ser fieles a la lectura de la vida con Cristo y para Cristo.
Un texto del Evangelio que siempre me ha impresionado es el de Jn 5, 1-18: el enfermo de la piscina de Betsaida. Cree en la acción de Dios en la vida, en la historia y la prueba es que está esperando aver si alguno le mete en la piscina para ser curado. Allí le encuentra Jesús: “Señor no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando seagita el agua; y mientras yo voy otro baja antes que yo. Jesús le dice: Levántate, toma tu camilla y anda. Y al instante el hombre quedó curado, tomó su camilla y se puso a andar (Jn 5, 8-9)”. Y todo porque estaba esperando la acción de Dios. Tenemos necesidad de ser enfermos como el de la piscina de Betsaida, para descubrir y sentir la acción de Dios en la vida. Tenemos que ponernos en la actitud del enfermo de Betsaida y decir: Señor, queremos ser como aquel paralítico que estaba esperando junto a la piscina para ser curado. Y lo fue porque vio la acción, el paso, de Dios por la vida. Solamente estamos contentos y alegres cuando vemos cosas grandes. Solamente nos admiramos ante cosas grandes. Los hombres de hoy hemos perdido la capacidad de admiración, nos parece normal todo y por eso no nos admiramos de casi nada. ¿Podemos ver tan
normal la cercanía de quien hizo todo lo que existe? ¿Podemos quedarnos sin admiración alguna ante él? ¿Podemos vivir sin admirarnos? Cristo ha sido y tiene que seguir siendo nuestra gran admiración: el Hijo de Dios hecho hombre, cercano a nosotros, haciéndonos leer todo desde sus ojos, con sus palabras, haciéndonos sentir que también nosotros tenemos necesidad de escuchar aquellas palabras y de repetirlas: Señor quiero meterme en la piscina y así leer la vida desde ti, desde tu acción. Lo más grande que ha podido suceder es que Dios se haya puesto nuestros propios ojos para ver y para enseñarnos a leer desde esa identificación con nosotros en todo y a todos.
La novedad de la Pascua está en descubrir de una vez por todas que la salvación está en Dios y solamente en Él. Los hombres buscamos salvaciones diversas. La novedad de la Pascua está en que la salvación es Cristo, está en Cristo. Vemos
buscar a los hombres salvaciones muy diversas y necesariamente tenemos que hacer que descubran la salvación, que se acerquen a Jesucristo. Pero esto solamente se puede dar testimonialmente cuando los hombres vean que nuestra salvación de verdad es Jesús, que en él ponemos nuestra seguridad, que confiamos en su persona, que a diferencia del joven rico, queremos seguir al Señor, vender las demás salvaciones o apariencias de salvación y situarnos en la única salvación que es Cristo (cfr. Lc 18). Nosotros no sólo no queremos irnos tristes al oír que tenemos que vender todo, sino que nuestra tristeza estaría en marchar sin seguir verdaderamente al Señor. Es decir, nuestra tristeza está en marcharnos con nuestras cosas, en vez de con Cristo.
Esto lo han entendido mejor que nadie los contemplativos, que han experimentado que la mejor parte es estar con Dios, vivir poseídos por él, despreocupados de otras cosas que pudieran distanciarnos. Ellos han entendido que cuando un hombre descubre la salvación, no puede hacer otra cosa que dejarse poseer por ella. Por esto, el contemplativo es el hombre que centra su vida en Cristo porque le llena. No siente necesidad de más. Todo lo que no le ayuda a poseer esa salvación no lo necesita. El contemplativo está en el origen de todas las cosas, pues está en Dios mismo, está más cercano que nadie a quien es origen de todo y de todos, porque es el hombre más original, el que sabe más de la vida, el que mejores noticias y más verdaderas tiene de la vida y de la historia. Esto lo podemos decir desde la novedad que Cristo trae a nuestras vidas porque para nosotros se hicieron realidad aquellas palabras del Señor: “¡Dichosos los ojos que ven lo que véis! Porque muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no vieron, y oír los que vosotros oís, pero no lo oyeron (Lc 10, 23-24).”
La novedad de la Pascua está en sentirse del grupo del Señor y vivir como miembro de su Iglesia. La experiencia de la Resurrección lleva consigo la necesidad de
comunicar a los demás esta grata noticia: “Pero id a decir a los discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea (Mc 16, 7).”
Es un mandato de Dios comunicar a los demás esta noticia y esta novedad. Todo ello hizo que los primeros discípulos se juntasen y esperasen juntos la promesa, iniciándose así la Iglesia que sigue en la actualidad: nosotros.
El mundo en el que estamos viviendo siente la urgencia de una Iglesia comunidad evangélica, de comunidades nutridas en la Palabra de Dios y en la Eucaristía. Comunidades abiertas al Espíritu, e impulsadas por él a la sencillez, a la alegría, a la caridad fraterna, a la misión, al servicio. La Iglesia histórica a la cual nosotros pertenecemos tiene necesidad de mostrarse a los hombres de tal modo que todos
sus miembros tengan sus corazones llenos del Espíritu Santo, de tal modo que se reúnan en el nombre del Señor Jesús y no en nombre de otras cosas, ya sean sus ideologías, sus puntos de vista, etc. Si se reúnen así, esa Iglesia deja de ser interrogante y dadora de la Buena Noticia. Solamente las comunidades abiertas al Espíritu evangelizan. El mundo de hoy quiere unas comunidades fraternas, porque siente la necesidad de fraternidad universal; esto supone unos corazones fraternales que no se consiguen viviendo en un mismo lugar o apareciendo más o menos miembros, sino por la presencia del Señor.
Hay fraternidad allí donde dejamos actuar al Señor. Esto nos exige una profunda visión de fe y una generosa capacidad de dar la vida.
Quien acepta con sencillez y alegría, como Cristo, desaparecer y morir, puede ser apto para formar una auténtica comunidad. Es doloroso ver a muchos cristianos viviendo años en una comunidad y oírles decir que su comunidad auténtica está en el grupo en el que oran o en el grupo en el que se ven en tal o cual reunión. Es doloroso ver cómo algunos cristianos después de estar viviendo en una comunidad y asistiendo a otros grupos de reunión se preguntan ¿cuál es mi verdadera comunidad? Tenemos que ver si el Señor está presente y si estoy dispuesto a dar la vida. Tengo que estar dispuesto a preguntarme siempre en mi comunidad qué puedo dar en vez de hacerme la pregunta que muchas veces nos hacemos: qué puedo recibir. Como casi siempre pueden darme poco sus miembros,
entonces opto por marcharme.
La alegría de mi pertenencia a la Iglesia ha de venir de saber y experimentar en mi propia vida, que la Iglesia es el grupo del Señor, que el Señor vive en ella, que El la guía, que es la Cabeza. Para esta alegría es necesaria una profunda y cotidiana experiencia con Dios, conseguida como aquellos primeros hermanos nuestros: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles, y participaban en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones (Hch 2, 42).”
En esta Iglesia, en este grupo del Señor, es donde pongo mi vida en manos de Dios, desde donde leo y percibo la acción de Dios en la historia, en donde encuentro la salvación. A esta Iglesia es a la que amo y entrego mi vida, pues en ella está el tesoro más grande que un hombre puede tener: Cristo, el Señor, el Resucitado, el que es Camino, Verdad y Vida. La alegría pascual vivida desde la aceptación de María como Madre Señor, quiero verte en el momento más importante de tu vida en la tierra, cuando has dado todo: te han ridiculizado, te han quitado las ropas y vas a entregar la vida a Dios. Pero antes de hacer esto, quieres entregarnos lo mejor que te queda, lo más importante para ti, quien te ha acompañado durante la vida sin pedirte explicaciones de nada pero fiándose enteramente de ti: “Mujer ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa (Jn 19, 26-27).”
También nosotros la queremos acoger como madre, tal como tú has querido que fuese para nosotros. Una madre cercana que sin dar explicaciones de nada, con su silencio nos hace entenderlo todo. Una madre paciente, que siempre sabe decir sí, que no se cansa de ver lo mejor que tiene la vida y los hombres. Por eso comprende la cobardía de los discípulos, cuando llega el momento de la dificultad y ellos desaparecen; sin embargo, ella sigue junto a ellos y junto a nosotros. Necesitamos de ti, María, para vivir la Pascua. Necesitamos de ti lo mismo que cuando Dios quiso hacerse presente en el mundo y contó contigo. Para vivir la Pascua, también necesitamos de tu presencia, de tu cercanía, de tu aliento, de tu paz. A ti María, cercana a Cristo en la vida, en la muerte y en la resurrección, te pedimos que nos ayudes a entender la novedad de la
Pascua. Queremos estar junto a ti como los primeros cristianos. Sabemos que junto a ti viviremos la cercanía y la presencia de tu Hijo Jesucristo:
“Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de sus hermanos (Hch 1, 14).”
CARLOS OSORO, en mercaba.org
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