Una lectura del Evangelio para comprender el tiempo presente, como dice el Papa Francisco, tras los pasos del último Concilio: este es el tiempo de la misericordia, aunque el hombre de hoy −como afirmaba san Juan Pablo II− parezca oponerse a esta palabra
Este año se celebran los 20 años de la canonización de santa Faustina Kowalska, apóstol de la Divina Misericordia, y los 40 años de la Encíclica Dives in misericordia. El Papa Wojtyla recorrió proféticamente la senda de la misericordia, “siguiendo −como escribe en ese texto− la doctrina del Concilio Vaticano II” y movido, “en estos tiempos críticos y nada fáciles”, por la exigencia de descubrir “una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es misericordioso y Dios de todo consuelo (…) Por esto mismo, es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio: lo están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y expectación”.
San Juan Pablo II en aquella Encíclica lanza “una vibrante llamada” para que la Iglesia dé a conocer cada vez más la misericordia de Dios “de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen necesidad, aunque con frecuencia no lo saben”. También porque “la mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado −subraya−, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de «misericordia» parecen producir una cierta desazón en el hombre”.
Francisco, siguiendo el Concilio Vaticano II y a sus predecesores, afirma con fuerza que este es el tiempo de la misericordia (Carta apostólica Misericordia et misera, 2016). Un anuncio proclamado con pasión que llena de alegría los corazones de muchas personas, pero que no deja de suscitar en algunos, incluso dentro de la Iglesia, dudas y perplejidades, cuando no abierta hostilidad. Nos volvemos a encontrar en la misma situación descrita por los Evangelios hace 2000 años: la misericordia se vuelve palabra “buenista” y vacía para quien no siente necesidad de ella, una palabra enemiga de tantas “justicias” nuestras que solo saben acusar y condenar de modo sumario: la justicia de Dios, en cambio, salva.
Para Benedicto XVI “la misericordia es en realidad el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el cual Él se reveló en la antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor” (Regina Cœli, 30-III-2008). Los evangelistas nos dicen que los primeros en oponerse a Jesús eran los escribas y los fariseos, que no soportaban que el Señor se comportase de modo misericordioso con los pecadores, incluso los más conocidos y odiados, y fuese particularmente duro con ellos, que se consideraban justos, auténticos observantes y defensores de la Ley trasmitida por los padres, que ya hablaba también del “Dios misericordioso y piadoso” (Ex 34,6). Pero ellos sabían ver solo un Dios juez y castigador de los pecadores, los demás, y acusaban a Jesús de transgredir la Ley, de blasfemar e incluso de ser un endemoniado. Es comprensible su rabia: creían ser justos y se sentían criticados con aspereza. Creían defender a Dios y Dios les corregía con palabras duras.
Las palabras más duras son las siete maldiciones dirigidas por Jesús a los escribas y fariseos. Leamos una parte del texto de Mateo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que vais dando vueltas por mar y tierra para hacer un solo prosélito y, en cuanto lo conseguís, le hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros! (…) ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro quedan llenos de rapiña y de inmundicia! (…) ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! Así también vosotros por fuera os mostráis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad. (…) ¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo podréis escapar de la condenación del infierno?” (Mt 23,13-33).
Cuando los escribas y fariseos le preguntan por qué sus discípulos quebrantan la tradición de los mayores, Jesús responde: “¿Y por qué vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? (…) Así habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí. Inútilmente me dan culto, mientras enseñan doctrinas que son preceptos humanos” (Mt 15,3-9).
Son desconcertantes también las palabras que Jesús anuncia que un día se dirigirán a algunos que se tienen por creyentes: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Muchos me dirán aquel día: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y hemos expulsado los demonios en tu nombre, y hemos hecho prodigios en tu nombre? Entonces yo declararé ante ellos: Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que obráis la iniquidad” (Mt 7,21-23).
En aquel tiempo se llegaron a acumular tantas normas religiosas, tan detalladas, que podían dar seguridad, pero que habían hecho perder lo esencial. Jesús, criticado por los fariseos porque comía con publicanos y pecadores, dice: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: Misericordia quiero y no sacrificio; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mt 9,12-13).
Los fariseos solían plantear preguntas trampa a Jesús para que respondiese un sí o un no a secas para ponerlo entre la espada y la pared. Otras veces simplemente lo ponían a prueba. A uno de ellos que le preguntó cuál era el mandamiento más grande de la ley, Jesús revela con claridad que la esencia del cristianismo es la caridad: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,37-40).
Sabemos que seremos juzgados sobre el amor y ya conocemos las preguntas para el examen del juicio final. Son las obras de misericordia: “Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: 'Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25,31-36).
Nuestra tentación perenne es la de encerrar a Jesús en nuestros esquemas, pero Él va más allá como nos recuerda la parábola del buen samaritano (Lc 25,10-37): un hombre considerado herético que realiza un gesto de caridad, a diferencia del sacerdote y del levita que ven a un hombre abandonado medio muerto por unos bandidos pero no intervienen. El samaritano, en cambio, tiene compasión, se detiene y cuida de aquel hombre. El juicio de Dios es distinto que nuestros juicios. Las palabras de mayor estima pronunciadas por Jesús son para dos personas aparentemente alejadas que se acercan a Él no pidiendo por ellas mismas sino por la curación de una hija y de un siervo. A una cananea le dice: “¡Mujer, qué grande es tu fe!” (Mt 15,28). Y a un centurión le dice: “En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande” (Mt 8,10). El amor supera toda barrera o etiqueta.
A nadie le gusta ser llamado fariseo. Pero dentro de cada uno de nosotros hay un “doctor de la ley” que juzga al prójimo y se siente mejor que el publicano de turno, como cuenta la célebre parábola (Lc 18,9-14): Necesitamos ser corregidos, a veces incluso de manera fuerte para ser sacudidos de nuestra dureza. A todos, Jesús dice: “Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20). La justicia de Jesús es esa misericordia que llega a amar al enemigo. La justicia de Jesús es salvación.
El Señor en el Evangelio nos invita a leer los signos de los tiempos para saber reconocer lo que viene (cfr. Lc 12,54-59). Con el último Concilio, la Iglesia ha continuado su camino en la comprensión de la verdad de la misericordia de Dios. Francisco sigue recorriendo ese camino, como indicó san Juan Pablo II: “Fuera de la misericordia de Dios no hay ninguna otra fuente de esperanza para los seres humanos” (Homilía en el Santuario de la Divina Misericordia, Cracovia, 17-VIII-2002).
Sergio Centofanti
Fuente: vaticannews.va.
Traducción de Luis Montoya
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