Una gran gracia, una auténtica profecía para la vida de la Iglesia, una nueva Pentecostés: así calificaron san Juan Pablo II y Benedicto XVI el último Concilio
Una pequeña semilla transformada en árbol que sigue dando frutos por obra del Espíritu Santo. El próximo 8 de diciembre se cumple el 55º aniversario del final del Concilio Vaticano II. Un evento que en este momento está suscitando un nuevo debate en la comunidad eclesial, entre quienes se distancian cada vez más de él y quienes quieren redimensionar su alcance y significado.
Benedicto XVI empleó una palabra fuerte: habló de una “nueva Pentecostés”. Él fue testigo directo del Concilio, participando como experto, al servicio del cardenal Frings, y luego como perito oficial: “Esperábamos que todo se renovase −dijo a los sacerdotes de Roma el 14 de febrero de 2013−, que viniese verdaderamente una nueva Pentecostés, una nueva era en la Iglesia (…). Se sentía que la Iglesia no avanzaba, se reducía, que parecía más bien una realidad del pasado y no la portadora del futuro. Y en aquel momento, esperábamos que esa relación se renovase, cambiase; que la Iglesia fuese de nuevo fuerza del mañana y fuerza de hoy”. Y citando a Juan Pablo II en la Audiencia general del 10-X-2012, hace suya la definición del “Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX: en él se nos ofrece una segura brújula para orientarnos en el camino del siglo que se abre” (Novo millennio ineunte, 57): el “verdadero motor” del Concilio −añade− fue el Espíritu Santo. Por tanto, una nueva Pentecostés: no para crear una nueva Iglesia, sino para “una nueva era en la Iglesia”.
Lo que el Concilio mostró con más evidencia es que el auténtico desarrollo de la doctrina, que se trasmite de generación en generación, se realiza en un pueblo que camina unido guiado por el Espíritu Santo. Es el núcleo del célebre discurso de Benedicto XVI a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005. Benedicto habla de dos hermenéuticas: la de la discontinuidad y de la ruptura y la de la reforma y la renovación en la continuidad. La “hermenéutica correcta” es la que ve la Iglesia como “un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo y único sujeto del Pueblo de Dios en camino”. Benedicto habla de una “síntesis de fidelidad y dinámica”. La fidelidad está en movimiento, no es estancamiento, es un camino que avanza por la misma senda, una semilla que se desarrolla y se hace árbol que amplía cada vez más sus ramas, florece y da fruto: como una planta viva, por una parte crece, por otra tiene raíces que no se pueden cortar.
Pero, ¿cómo justificar una renovación en la continuidad ante ciertos cambios fuertes ocurridos en la historia de la Iglesia? Desde que Pedro bautiza a los primeros paganos sobre los que descendió el Espíritu Santo y dice: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier pueblo le es agradable todo el que le teme y obra la justicia” (Hch 10,34-35). Los que le rodean se lo reprochan, pero cuando Pedro explica lo que pasó, todos glorifican a Dios diciendo: “Luego también a los gentiles les ha concedido Dios la conversión para la Vida” (Hch 11,18). Es el Espíritu quien indica qué hacer y el que mueve, hace avanzar. En 2000 años de historia, ha habido muchos cambios en la Iglesia: la doctrina sobre la salvación de los no bautizados, el uso de la violencia en nombre de la verdad, la cuestión de la mujer y los laicos, la relación entre fe y ciencia, la interpretación de la Biblia, el trato con los no católicos, con judíos y de otras religiones, la libertad religiosa, la distinción entre esfera civil y religiosa, solo por citar algunos temas. Benedicto XVI, en el mismo discurso a la Curia, lo reconoce: sobre ciertos temas se ha “manifestado de hecho una discontinuidad”. Por ejemplo, más allá de razonamientos filosóficos, teológicos o de contextualización histórica para demostrar una cierta continuidad, antes se decía no a la libertad de culto para los no católicos en un País católico y luego se dijo que sí: una indicación muy diversa en la práctica.
Benedicto XVI usa palabras significativas: “Teníamos que aprender a comprender más concretamente que antes”, “se requería un amplio replanteamiento”, “aprender a reconocer”. Como Pedro que, después de Pentecostés, todavía tiene que entender cosas nuevas, todavía tiene que aprender, todavía tiene que decir: “Me estoy dando cuenta de que…”. No llevamos la verdad en el bolsillo, no “poseemos” la verdad como una cosa, sino que pertenecemos a la Verdad: y la Verdad cristiana no es un concepto, es el Dios vivo que continúa hablando. Y refiriéndose a la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa, Benedicto XVI afirma: “El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo con el Decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó nuevamente el patrimonio más profundo de la Iglesia. Y es consciente de estar en plena sintonía con la enseñanza del mismo Jesús (cfr. Mt 22,21), como también con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos”. Y añade: “El Concilio Vaticano II (…) revisó e incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esa aparente discontinuidad, en cambio, mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad. La Iglesia es, tanto antes como después del Concilio, la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos”.
Entonces se ve mejor que la continuidad no es simplemente una dimensión lógica, racional o histórica, es mucho más: es una continuidad espiritual en la que el mismo y único Pueblo de Dios camina unido, dócil a las indicaciones del Espíritu. La hermenéutica de la ruptura la hacen los que en ese camino se separan de la comunidad, rompen la unidad, porque o se paran o se pasan. Benedicto habla de los dos extremos: los que cultivan “nostalgias anacrónicas” y los de las “carreras hacia adelante” (Homilía, 11-X-2012). Ya no escuchan al Espíritu que pide una fidelidad dinámica, sino que siguen sus propias ideas, se apegan solo a lo antiguo o solo a lo nuevo, y ya no saben unir las cosas viejas y las cosas nuevas, como hace el discípulo del reino de los cielos (cfr. Mt 13,52).
Después de los grandes Papas que le precedieron, llegó Francisco. Está siguiendo la senda de sus antecesores: es la semilla que se desarrolla y crece. La Iglesia avanza. Muchas noticias distorsionadas o falsas se ponen en circulación sobre Francisco, como también pasó con su predecesor Benedicto y con tantos otros Sucesores de Pedro. No han cambiados los dogmas o los mandamientos ni los sacramentos ni los principios sobre la defensa de la vida, la familia, la educación. No han cambiado las virtudes teologales o las cardinales ni tampoco los pecados capitales. Para entender mejor la novedad en la continuidad de Francisco, yendo más allá de las distorsiones y las falsedades obvias, hay que leer la exhortación apostólica “Evangelii gaudium”, el texto programático del pontificado. Empieza así: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”. Lo primero es la alegría del encuentro con Jesús, nuestro Salvador.
El Papa invita a “recuperar la frescura original del Evangelio” y a trasmitirla a todos. Pide concentrarse en lo esencial, el amor a Dios y al prójimo, evitando un modo de anuncio obsesionado “por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia (…) En este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado”. En cambio, pasa que “se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios”. Anima a que suene siempre el primer anuncio: “Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte”. Pide un estilo de “cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena”. Indica el arte del acompañamiento, “para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cfr. Ex 3,5)” al que hay que ver “con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana”.
Desea una Iglesia de puertas abiertas: “tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera”. Así “la Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles. Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”. De ahí la sugerencia de iniciar caminos de discernimiento, caso a caso, que valoren la posible admisión a los sacramentos para quienes viven en situaciones irregulares, como se insinúa en la exhortación Amoris laetitia. Es un paso que tiene como objetivo acercarse y acompañar mirando la salvación de las personas y la misericordia de Jesús. Las normas pueden convertirse en piedras como le sucedió a la mujer atrapada en el adulterio. E incluso ciertas preguntas de hoy nos recuerdan lo que los escribas y fariseos le plantearon a Jesús hace 2000 años: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices?” (Jn 8,4-5). La respuesta de Jesús la conocemos.
Francisco no hace nada más que continuar el viaje camino del Concilio. Una continuidad espiritual, porque el Espíritu sigue hablando. “La pequeña semilla que puso Juan XXIII −afirmaba San Juan Pablo II el 27 de febrero de 2000− ha crecido dando vida a un árbol que ya extiende sus ramas majestuosas y poderosas en la Viña del Señor. Ya ha dado muchos frutos (…) y aún dará muchos en los años venideros. Una nueva estación se abre ante nuestros ojos (…). El Concilio Ecuménico Vaticano II ha sido una auténtica profecía para la vida de la Iglesia; continuará siéndolo muchos años del tercer milenio recién iniciado”.
Hoy como ayer. Al abril el Concilio el 11 de octubre de 1962, San Juan XXIII afirmaba: “En el diario ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y la medida. No ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida, y como si en tiempo de los precedentes Concilios Ecuménicos todo hubiese procedido con un triunfo absoluto de la doctrina y de la vida cristiana, y de la justa libertad de la Iglesia. Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia”.
En la clausura del Concilio, el 8 de diciembre de 1965, San Paolo VI en su “saludo universal” afirmaba: “Para la Iglesia Católica, nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos... este saludo nuestro universal también lo dirigimos a vosotros, hombres que no nos conocéis; hombres que no nos comprendéis; hombres para quienes no os parecemos útiles, necesarios y amigos; ¡y también a vosotros, hombres, que, tal vez pensando que hacéis bien, os oponéis a nosotros! Un saludo sincero, un saludo discreto, pero lleno de esperanza; y hoy, créelo, lleno de estima y amor... Este es nuestro saludo: que encienda esa nueva chispa de caridad divina en nuestros corazones; una chispa que puede dar fuego a los principios, doctrinas y propósitos que el Concilio ha preparado, y que, tan encendidos en caridad, realmente pueden obrar en la Iglesia y en el mundo esa renovación de pensamientos, actividades, costumbres, y de fuerza moral, alegría y esperanza, que era el propósito mismo del Concilio”.
En este tiempo en que la Iglesia Católica atraviesa de modo particular por contrastes y divisiones, nos hace bien recordar las exhortaciones de San Pablo a las primeras comunidades cristianas. A los gálatas les recuerda que “toda la ley (...) encuentra su plenitud en un precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Y si os mordéis y os devoráis unos a otros −advierte−, mirad que acabaréis por destruiros. Por eso os digo: caminad según el Espíritu” (Gal 5,14-16). Y a los Efesios añade: “Que no salga de vuestra boca ninguna palabra mala, sino lo que sea bueno para la necesaria edificación y así contribuya al bien de los que escuchan. Y no entristezcáis al Espíritu Santo de Dios con el que habéis sido sellados para el día de la redención. Que desaparezca de vosotros toda amargura, ira, indignación, griterío o blasfemia y cualquier clase de malicia. Sed, por el contrario, benévolos unos con otros, compasivos, perdonándoos mutuamente como Dios os perdonó en Cristo” (Ef 4,29-32). ¿Qué pasaría si pusiéramos en práctica estas palabras “sine glossa”?
Sergio Centofanti
Fuente: vaticannews.va.
Traducción de Luis Montoya
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