«Si el siglo XXI va a funcionar es porque la mujer va a estar mucho más presente en las estructuras sociales, que se encuentran en un estado lamentable, mal diseñadas, consecuencia de un racionalismo decadente y absurdo»
«Pero esta misión solo puede ser aceptada por la mujer si no conlleva su deshumanización, si no pierde su feminidad, porque ella es el núcleo de la familia, y la familia, la base de la sociedad». Esta es una de las múltiples sentencias que acuñó el profesor Juan Antonio Pérez López, hace más de dos décadas.
Vivimos en una sociedad donde cada día se acentúa más la importancia y la urgencia de cuidar la ecología humana como condición sine qua non para salvaguardar nuestra casa común y sus habitantes.
Hoy la sociedad está ya sensibilizada por la contaminación de ríos, mares y aire, por los agujeros en la capa de ozono; por los abusos en la pesca o en la tala de bosques, o por la destrucción de las costas ocasionada por los excesos en la construcción de viviendas. Sin embargo, aún cuesta admitir que el ecosistema humano en el que se vive también está contaminado.
La cultura contaminante, donde priman contenidos e ideas tóxicas, provoca una sociedad desvinculada, individualista y relativista, que produce empresas cortoplacistas, familias débiles y personas solas, deshumanizadas y descentradas.
Ante esta contaminación social y humana, tenemos que actuar ya, a fin evitar un declive irreversible. Pero, ¿cómo? ¿Quién puede regenerar esta sociedad? ¿Los sistemas? ¿Las estructuras? La respuesta evidente es que son las personas, líderes equilibrados e integrados que, desde el núcleo del ecosistema humano vivan y contagien valores que regeneren la sociedad. Hasta ahora, el mundo empresarial ha estado pensado y dominado por hombres, y algo parecido puede afirmarse de otros ámbitos de la sociedad. Es ya perentoria la necesidad de introducir valores femeninos en la toma de decisiones. La mujer, dotada desde la genética y la biología de características únicas para el cuidado del ser humano, es el agente de cambio necesario para esta regeneración.
Varones y mujeres somos iguales desde un punto de vista antropológico; participamos de una misma naturaleza humana y de una misma misión: crecer, multiplicarnos y ser felices. Sin embargo, hay diferencias. Aparecen, en primer lugar, en lo biológico y se plasman en lo psicológico: en distintos modos de conocer y de sentir. Por eso existe una cierta especialización en las capacidades de unos y de otras.
El dimorfismo sexual es un hecho necesario para la transmisión de la vida y la variabilidad biológica, que es riqueza. También es un hecho mil veces constatado que el cerebro humano no es unisex, ni genética, ni anatómica, ni funcionalmente. La diferencia en la concentración de hormonas parece ser la base molecular de las pequeñas pero significativas diferencias anatómicas del cerebro de los varones y las mujeres.
En la etapa prenatal, la llegada de la testosterona al cerebro del feto varón a las 8 semanas cambia el tamaño de las estructuras cerebrales, destruyendo células de áreas relacionadas con la comunicación, e induce la proliferación de células en áreas relacionadas con impulsos sexuales y centros de agresión. En la etapa infantil, los estrógenos activan en las niñas las áreas dedicadas a la observación, comunicación oral y cerebro maternal (motivación, atención, protección). La testosterona hace al niño menos sensible a las emociones y a la relación social. También en la pubertad ocurren cambios en el cerebro XX o XY.
El funcionamiento del cerebro femenino es simétrico, es decir, activa ambos hemisferios a la vez (el izquierdo y el derecho). El funcionamiento del cerebro masculino es asimétrico. Poner en marcha un razonamiento no supone en los varones activar al mismo tiempo las emociones. Consiguientemente, unos y otros desarrollan diferentes habilidades. La estrategia femenina en temas visoespaciales es predominantemente de recuerdo y reconocimiento, mientras que la masculina es la de construir, manipulando mentalmente el objeto con el fin de reorientarlo en el espacio. Las mujeres aventajan a los hombres en fluidez verbal y superan a los hombres en los movimientos finos y secuenciales de los dedos. Los hombres son más hábiles arrojando objetos con precisión y más rápidos al tomar decisiones. Las mujeres están más en los detalles y tienen mejor memoria a corto plazo.
También existen diferencias específicas en el procesamiento de las emociones, lo que lleva a que las mujeres sean más vulnerables que los hombres a la presión psicológica que suponen los conflictos interpersonales, más susceptibles a la depresión, desórdenes de ansiedad y trastornos de la alimentación. El cerebro femenino predispone a la empatía y el masculino a la sistematización, porque las mujeres recuerdan más emociones y los varones más acontecimientos.
El mayor peso del conocimiento abstracto, más extensivo en el hombre, y del conocimiento experimental, más intensivo en la mujer, conlleva dos maneras de enfocar las decisiones. Ambas resultan muy necesarias, porque inciden en momentos distintos del proceso de toma de decisiones y porque, a lo largo de la vida, cada persona necesita la ayuda de los demás para desarrollar una personalidad madura con el cultivo de todas las virtudes humanas.
Los varones son muy buenos generando alternativas, y las mujeres, fijando los criterios o límites a la decisión. Así, el modo de ser masculino aporta cualidades como la capacidad de proyectos a largo plazo, cierta tendencia a la sistematización, la exactitud, la inclinación hacia la técnica... Según Blanca Castilla, «así como para traer un hijo al mundo y ayudarle a que se integre equilibradamente en él hace falta la colaboración imprescindible del varón y de la mujer, de un modo análogo, para construir un mundo humano en el terreno de la empresa, de las finanzas, de la política o de las relaciones internacionales, es imprescindible la colaboración de los dos. La aportación específica de la mujer podría llegar a resumirse en un solo aspecto: la sensibilidad por lo humano, que comporta la delicadeza en el trato, la generosidad y una capacidad peculiar para estar en lo concreto, conocer a las personas, acogerlas como son, quererlas por sí mismas y advertir lo que necesitan».
Para San Josemaría Escrivá, «la mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico que le es propio y que solo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad».
San Juan Pablo II escribió que Dios ha confiado a la mujer de una manera especial el hombre, es decir, el ser humano, y añade que la sociedad tecnificada, materializada y, en cierto modo, deshumanizada en la que vivimos, requiere la manifestación del «genio» de la mujer.
Las capacidades específicas de la mujer, tales como su predisposición a recordar y reconocer, su mayor capacidad verbal, su atención a los detalles, su empatía, definen por qué la mujer es el agente de cambio que puede regenerar la sociedad actual, actuando desde su feminidad en los diferentes ámbitos del ecosistema humano: la familia, la empresa y la sociedad.
Familia, empresa y sociedad son tres ámbitos vitales que pueden visualizarse como un triángulo imaginario en cuyo centro está la persona, que es una y se va desarrollando en cada una de esas áreas al ir tomando decisiones. La mujer, de la mano del varón, es el líder necesario en todos los ámbitos, capaz de construir puentes, de cooperar y de cuidar de los demás.
Cuando una de las autoras (Chinchilla) fue representante de España en el CEDAW en 2012, propuso la necesidad de utilizar una triple «F» como criterio en la toma de decisiones políticas y económicas, a fin de construir una sociedad más humana y sostenible:
Pensando hoy en la mujer, es necesario referirnos a una cuarta «F», la de Fidelidad. Numerosos estudios avalan que es una cualidad con mayor presencia en la mujer, tanto en los compromisos personales (matrimonio, familia, amistades) como en los profesionales.
Al igual que las mujeres han aprendido de los hombres, los hombres deben y pueden aprender del estilo femenino. No se trata de que un sexo imite al otro, sino que aprenda del otro encarnando las cualidades a su estilo. Un varón, sin perder su masculinidad, puede ser delicado y captar detalles concretos. Hoy lo que se quiere borrar es la diferencia, porque se considera sinónimo de subordinación; sin embargo, lo que hay que hacer es partir de las diferencias, y sobre ellas construir un entorno más inclusivo. La mujer no debe dejar de ser mujer cuando sale a trabajar o actúa en sociedad, porque esa es su mejor aportación al terreno público, aunque no siempre sea fácil.
El ámbito de humanización de las personas, por antonomasia, es la familia. Esta es la primera estructura de ecología humana, donde se nos quiere por nosotros mismos y donde la ley básica es la de compartir. Y aunque el hombre parece irse adaptando a las nuevas circunstancias, la mujer sigue siendo la variable estratégica en la familia.
La estabilidad social es imposible con familias inestables. Y la economía solo funciona si hay confianza, lealtad y demás virtudes que se aprenden en el ámbito familiar (las llamadas «externalidades» en la ciencia económica).
Las mujeres deben promocionar y proteger esa ecología humana que incluye crear «un ambiente en que los niños aprendan a amar y apreciar a los demás, a ser honrados y respetuosos con todos, a practicar las virtudes de la misericordia y del perdón». Todo eso se aprende en el hogar, sobre todo de la mano de la madre. Por su naturaleza, la mujer puede acoger la diversidad de cada persona única e irrepetible. El hombre, para amar, sale de sí mismo. La mujer abre su interior y, si es necesario, lo adapta al acogido. La mujer abierta a la vida representa, junto con el padre, el núcleo del que surge el capital humano −los hijos− y desarrolla el capital social: hijos formados en la escuela de valores familiares, del cuidado a los demás, de la sensibilidad, de compartir encargos...
En la sociedad actual, la natalidad ha pasado de ser un don a ser un problema que hay que evitar (aborto, anticoncepción), o un objetivo que se quiere conseguir (reproducción asistida). El invierno demográfico sigue avanzando incluso en sociedades como la finlandesa, donde se garantizan todas las ayudas imaginables a la maternidad y paternidad, y a la integración de todos los ámbitos de la vida. El hedonismo y el materialismo están en la raíz de ello. La mujer, de naturaleza más colaborativa, puede revertir esta situación, ayudando al hombre a superar tendencias más individualistas.
Hay modos naturales de vivir y otros, en cambio, que degradan a las personas. Hacer bien la síntesis entre familia y trabajo es un problema de ingenio y de disciplina personal. Aun siendo las mujeres el comodín de la familia, no deberían permitir que el hombre sea el comodón.
La mujer debe ayudar a que el hombre se implique en el hogar, priorizando acertadamente y delegando lo delegable. La mujer puede mostrar al hombre cómo el hogar familiar es su mejor y más importante empresa.
«Mirar al mundo con ojos de mujer» fue el lema de la IV Conferencia Mundial de la Mujer que tuvo lugar en China en 1995. Lo que se estaba pidiendo era introducir criterios más humanos en las distintas instancias de decisión.
Hoy, el cambio necesario es hacia un modelo en el que hombres y mujeres compartan un proyecto común: construir una sociedad justa, inclusiva, cohesionada y feliz, donde se desarrolle el mejor capital humano y social. El entorno V.U.C.A. (en inglés: Volátil, Incierto, Complejo y Ambiguo), que hoy impregna todos los ámbitos, requiere de una presencia femenina, mucho más flexible, que sepa extrapolar la organización familiar y sus valores al mundo empresarial.
El modelo de empresa que puede aportar la mujer desde una verdadera concepción humanista está mucho más acorde con lo que requieren los tiempos actuales: aplicando una serie de políticas empresariales rediseñadas estructuralmente, para que las empresas encarnen unos valores sólidos que permitan el desarrollo profesional y personal de los que en ella trabajan. Ellas no perciben la participación y la delegación como pérdida de autoridad −lo cual sí sucede con bastantes varones−, sino como parte integrante de su función directiva. Por eso tienden a fomentar el trabajo en equipo entre sus colaboradores.
El estilo directivo en femenino se caracteriza, ante todo, por ser participativo y dar un gran valor al compromiso en las relaciones interpersonales, percibiendo posibles conflictos y afrontándolos con mayor tacto que el varón. La mujer puede aportar la humanización del ambiente de trabajo, el trato amable de las personas y el uso flexible, ad hoc, de los sistemas formales, tantas veces inhumanos, buscando la cooperación y el consenso más que la competición. Por otro lado, la maternidad supone un enriquecimiento no solo personal, sino también para la empresa, porque se desarrollan competencias muy útiles para el trabajo: mayor sensibilidad hacia los demás, capacidad de negociar, de organizarse, delegar...
Es tan cierto que las mujeres han estado históricamente infrarrepresentadas, como que ahora hemos pasado a un feminismo ultra excluyente que pretende poco menos que hacer una víctima de cada mujer y un agresor de cada hombre.
En el entorno social, se ha producido una ocultación de la diferencia sexual bajo la neutralidad del lenguaje, utilizando progresivamente el término «género» cuando se quiere decir «mujer», anulando así la especificidad femenina en la aportación a la comunidad. Pero numerosos estudios avalan que las mujeres han desarrollado más la empatía y la capacidad de utilizar el poder en colaboración.
Recordaba Vandana Shiva, activista medioambiental que recibió en 1993 el Premio al Sustento Bien Ganado, también llamado Premio Nobel Alternativo, que «a las mujeres se les dejó haciendo el trabajo que no era considerado importante pero que eran las cosas reales: proveer el agua y el alimento, y cuidar de la familia. Los valores que necesitamos son los de cómo vivir con la naturaleza, cómo cuidar, cómo compartir. Eso es conocimiento de mujeres. Ahora se le llama inteligencia emocional».
Esas cualidades de la mujer deben hacerse presentes también en el ámbito de la política, donde la especificidad femenina les permite comportarse como líderes compasivos, más que los hombres. Si lo sumamos a su capacidad para tender puentes, derivada de su empatía natural, podemos apreciar cuánto está perdiendo la sociedad que no incluye la voz genuinamente femenina en el gobierno de sus instituciones.
La propia ONU insta a «los Estados Miembros a velar por que aumente la representación de la mujer en todos los niveles de adopción de decisiones de las instituciones y mecanismos nacionales, regionales e internacionales para la prevención, la gestión y la solución de conflictos».
También la mujer conforma redes de apoyo en distintos ámbitos (profesionales, sociales, de amistad), desde los que fortalecer los vínculos entre ellas, a fin de seguir desarrollando sus competencias y poniéndolas al servicio de la comunidad.
En la Iglesia, la mujer ha aportado el «genio» femenino a través de las santas, verdaderas agentes de cambio que, sin tener ningún tipo de poder formal, ejercieron y ejercen una enorme influencia positiva en la sociedad. Si analizamos sus trayectorias, aportan unos valores comunes a todas ellas: unidad de vida, sentido de misión propia, realización personal…
También hoy las que más pueden regenerar la sociedad son mujeres laicas que luchan por vivir la unidad de vida. Ellas construyen Iglesia inyectando oxígeno en su torrente circulatorio, santificando el trabajo cotidiano, santificándose en dicho trabajo y santificando a otros a través del mismo, una nueva vocación refrendada por el Concilio Vaticano II, predicada y extendida por san Josemaría Escrivá desde muchos años antes.
Se cumplen 30 años desde que san Juan Pablo II publicara la carta apostólica Mulieris Dignitatem, documento de referencia en la Iglesia a día de hoy sobre la mujer, donde defiende la lucha de la mujer por sus derechos y por el reconocimiento de su dignidad, pero advierte del peligro de una cierta masculinización, igualarse en todo, arriesgándose a perder su originalidad propia.
Afirmaba Jutta Burgraff que cada persona tiene una misión original en este mundo. Está llamada a hacer algo grande de su vida, y solo lo conseguirá si cumple una tarea previa: vivir en paz con la propia naturaleza. Se trata de descubrir y desgranar esa misión original, haciéndola operativa con prioridades claras desde la feminidad. ¿Dónde soy insustituible en cada etapa de la vida? ¿Qué puedo delegar? Establecer las prioridades de nuestra vida completa, con todos los roles que nos toca desplegar: madre, hija, esposa, amiga, profesional... Ordenar y gestionar nuestro tiempo según esas prioridades… reconocer que solas no podemos llegar a todo y que habrá que delegar todo lo posible, tanto en casa como en el trabajo.
La mujer tendrá una función regeneradora mientras no pierda su feminidad y, desde ella, trabaje en todos los ámbitos, desde la ternura, el cuidado, la acogida, aportando su saber estar en los detalles. En la familia, acompañando el crecimiento de cada uno hacia su mejor versión. En la empresa, gestionando los conflictos y suavizando las relaciones. En la política, gracias a su empatía e inteligencia emocional, será más consciente de las necesidades reales de distintos colectivos. En general, ayudará a descubrir carencias y a que se humanicen las estructuras políticas y empresariales, incluyendo los valores familiares como criterios a la hora de legislar.
En definitiva, la mujer puede ayudar a construir ese marco sociopolítico que permita a cada uno decidir en qué ámbito vital conviene poner más énfasis en las distintas etapas de la vida.
Tenemos ya incontables ejemplos de mujeres que no están dispuestas a sacrificar su ámbito privado a favor del profesional, o viceversa, y que se están convirtiendo en catalizadoras de todas las transformaciones que esta sociedad necesita. La superwoman de los noventa no es más que una caricatura. Entendemos que en el cambio de cultura que hay que promover deben tener un papel relevante las mujeres que lideran su vida integrando las distintas áreas con cabeza y corazón. Entonces y solo entonces viviremos un nuevo siglo de oro para mujeres y hombres. Si no es así, el siglo será de hierro.
Nuria Chinchilla es profesora y Titular de la Cátedra “Carmina Roca y Rafael Pich-Aguilera” de Mujer y Liderazgo, IESE Business School.
Cristina Moreno es coordinadora de IESE Women in Leadership, IESE Business School.
Fuente: temesdavui.org.
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