“La educación está en el corazón de la misión de la Iglesia”
Conferencia del Cardenal Sarah: “La importancia de la educación en la misión de la Iglesia” (1:00:50)
Con motivo de la presentación del 21 Congreso Católicos y Vida Pública, el Cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, ha abordado la importancia de la educación en la misión de la Iglesia, en un momento en el que “la escuela y la universidad atraviesan una crisis muy profunda, la de una sociedad laicista, secularizada, sin Dios”. Una crisis que proviene del “constante cuestionamiento de los valores fundamentales que durante miles de años han apoyado, enseñado, educado y estructurado al hombre internamente”.
Eminencias, Excelencias, queridos hermanos sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Siento una gran alegría por estar presente en esta prestigiosa Universidad San Pablo-CEU de Madrid para participar en el XXI Congreso de Católicos y Vida Pública, al que han tenido la bondad de invitarme para hablarles de «la importancia de la educación en la misión de la Iglesia hoy». Querría expresar mi más profunda gratitud al Excelentísimo señor don Alfonso Bullón de Mendoza, presidente de la Asociación Católica de Propagandistas y de la Fundación Universitaria San Pablo CEU, así como a don Rafael Sánchez Saus, Director de este Congreso, y a sus colaboradores, en particular a don José Francisco Serrano Oceja, por su acogida tan calurosa y delicada.
Es también una gran alegría para mí saludar, muy particularmente, a sus Eminencias los señores cardenales Carlos Osoro Sierra, arzobispo de Madrid; Antonio Cañizares Llovera, arzobispo de Valencia, y Antonio María Rouco Varela, arzobispo emérito de Madrid, así como a los rectores de las distintas universidades católicas, por su presencia y su buena disposición, tan cordiales.
También querría saludar y agradecer muy cordialmente a los sacerdotes, religiosos, y a todos ustedes, hermanos y hermanas, que han venido a honrarme con su presencia y con su amistad, participando en este encuentro.
La Iglesia es Mater, pero también es Magistra. Esto es una forma de comprender uno de sus aspectos esenciales. Pío XI llega a afirmar que «todo este conjunto de tesoros educativos de infinito valor pertenece de una manera tan íntima a la Iglesia, que viene como a identificarse con su propia naturaleza, por ser la Iglesia el Cuerpo místico de Cristo, la Esposa inmaculada de Cristo y, por lo tanto, Madre fecundísima y educadora soberana y perfecta. También el grande y genial san Agustín, de quien pronto celebraremos el decimoquinto centenario de su muerte, pronunció, llevado por un santo amor a tal madre, con estas palabras: “¡Oh Iglesia católica, Madre verdadera de los cristianos! Con razón predicas no solo que hay que honrar pura y castamente a Dios, cuya posesión es vida dichosa, sino que también abrazas el amor y la caridad del prójimo, de tal manera que en ti hallamos todas las medicinas eficaces para los muchos males que por causa de los pecados aquejan a las almas. Tú adviertes y enseñas puerilmente a los niños, fuertemente a los jóvenes, delicadamente a los ancianos, conforme a la edad de cada uno, en su cuerpo y en su espíritu… Tú con una libre servidumbre sometes a los hijos a sus padres y pones a los padres delante de los hijos con un piadoso dominio. Tú, con el vínculo de la religión, más fuerte y más estrecho que el de la sangre, unes a hermanos con hermanos… Tú, no solo con el vínculo de la sociedad, sino también con el de una cierta fraternidad, ligas a ciudadanos con ciudadanos, a naciones con naciones; en una palabra, unes a todos los hombres con el recuerdo de los primeros padres. Enseñas a los reyes a mirar por los pueblos y amonestas a los pueblos para que obedezcan a los reyes. Enseñas diligentemente a quién se debe honor, a quién afecto, a quién reverencia, a quién temor, a quién consuelo, a quién aviso, a quién exhortación, a quién corrección, a quién represión, a quién castigo, mostrando cómo no todo se debe a todos, pero sí a todos la caridad y a ninguno la ofensa”»[1]. Toda madre es educadora, pero no toda educadora es madre. Por tanto, la Iglesia debe ejercer su misión educadora según una modalidad maternal.
La preocupación ecológica actual por el medio ambiente en el que el hombre vive es legítima, pero no debe concernir solo al medio natural. Debe llevarse también al ambiente social y cultural en el que los hijos son educados. En la Antigüedad Aristóteles señalaba la importancia de las disposiciones de la vida común en la adquisición de las virtudes o los vicios. Más cercano a nosotros, Montesquieu afirmaba: «Más estados han perecido por la corrupción de la moral que por la violación de las leyes». La contaminación está en el aire que respiramos, pero también en el ambiente cultural, está también en lo que dejamos que los niños vean y oigan, está también en las exigencias escolares y a veces en los mandatos de los padres, que hacen que los niños no anden por el camino de la realización de sus dones naturales y sobrenaturales, sino que estén bloqueados en callejones sin salida que los alienan dolorosamente.
¿Cuál es la responsabilidad de la Iglesia en este contexto? ¿Cuál es la responsabilidad de cada bautizado, obispo, sacerdote, padre, educador y maestro?
En las últimas décadas, algunos en la Iglesia han abandonado el campo de la educación, influidos e impresionados por la crisis de transmisión y por la revolución cultural que hemos conocido en muchos de nuestros países.
Hoy, a algunas personas les gustaría que la Iglesia se centrara exclusivamente en el ejercicio de la misericordia, en el trabajo de reducir o incluso erradicar la pobreza, en la acogida de migrantes, en la acogida y acompañamiento de los «heridos de la vida». Ciertamente es necesario invertir en la solución de problemas sociales, pero también es necesario, y quizás incluso más que nada, trabajar contra corriente para evitar que tantos hombres y mujeres resulten heridos en sus cuerpos, sus almas, su inteligencia, su afectividad, etc. ¿No es la educación la mejor prevención? Se trata del ejercicio de la justicia y de la misericordia. Entre las siete obras de misericordia espirituales, la tradición menciona: «dar buen consejo al que lo necesita», «enseñar al que no sabe», «corregir a los pecadores». ¿No son estas tareas en las que se reconoce todo padre y pastor?
Por lo tanto, es importante entender cómo la educación está en el corazón de la misión de la Iglesia para comprender los problemas antropológicos más importantes y sin precedentes a los que se enfrentan todos los educadores en la actualidad; finalmente, debemos considerar que la educación con virtudes intelectuales y morales es el camino de una verdadera realización del hombre.
Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, que no es nuevo, pero que se percibe hoy con agudeza excepcional, es que cada hombre tiene una necesidad insondable de ser comprendido, una necesidad inagotable de ser amado. Nadie puede vivir sin amar y sin el deseo visceral de ser amado. La familia es la primera célula que puede proporcionar esta fantástica carga emocional, sin la cual los hombres que padecen «la enfermedad de nuestro tiempo» están asfixiados. Pero esto supone que la familia siga subsistiendo. Hoy en día, por desgracia, está desestructurada, demolida, desmantelada. Con frecuencia, en nuestros días, pide ser reemplazada por la escuela. En cualquier caso, la influencia educativa de los padres necesita ser complementada, prolongada y amplificada por la de los maestros. Sería mejor hablar de maestros y profesores, porque su misión no es solo enseñar. Los maestros y los profesores tienen la tarea de educar. Y educar, según la etimología del verbo latino «e‑ducere» significa: elevar, levantar, afinar. Hoy, debido a un fraude lingüístico, la palabra «educación» se refiere especialmente a la instrucción, a la enseñanza.
Las inversiones en educación incluyen ayudas audiovisuales, ordenadores y otras «máquinas para enseñar». Pero los educadores no tienen solo una función de comunicación o de trasmisión de la ciencia. Martin Heidegger los llamó los «pastores del ser». En realidad, son «delegados de los valores permanentes». Sin embargo, la escuela y la universidad atraviesan una crisis muy profunda, la de una sociedad laicista, secularizada, sin Dios, una sociedad civil que, como dice el Papa Benedicto XVI, es «arreligiosa y no tolera ya ninguna referencia a Dios en su constitución, una sociedad que ha elegido un ateísmo radical que combate virulentamente los valores de la cultura judeocristiana». El enseñante se esfuerza por ignorar las cuestiones fundamentales de los hombres, ya que el secularismo ha generado un ambiente de neutralidad e indiferencia hacia Dios, la religión y la moral. Hoy, muchos de los alumnos de colegios e institutos son desorientados por su propia escuela. En medio de la confusión de ideas, de ideologías, del desorden de información e impresiones que los asaltan por todos lados, ¿cómo pueden lograr cierta unidad y cierta estructura humana sólida en ellos? ¿Cómo hacer que sus capacidades humanas se solidaricen entre sí? Por eso, critican todo, rechazan todo. Muchos jóvenes rechazan toda herencia y todo modelo. Cuestionan la autoridad de una moral que les da la impresión de no ser su contemporánea. Toda autoridad la consideran represiva. En general, el Occidente posmoderno, antiguamente cristiano, ha optado por el abandono sistemático de la herencia moral del cristianismo y de sus raíces cristianas.
La educación y las estructuras escolares están impregnadas de esta atmósfera atea o de indiferencia hacia las cuestiones religiosas o morales y de rechazo de la Trascendencia, del Absoluto y de Dios. En este marco laicista la universidad es la responsable de preparar a los funcionarios, científicos, médicos, administradores, periodistas del mundo de mañana. Tiene como misión formar a los hombres que ocuparán los puestos clave de la sociedad. Sin embargo, cuando vemos el clima que reina actualmente en la mayoría de estudiantes, un clima infectado por la ideología de género, la ideología prometeica del transhumanismo, con la pretensión del hombre de ocupar el lugar de Dios, debemos ser capaces de medir la gravedad de la crisis.
Pero si la escuela está experimentando tal crisis de credibilidad hoy, es, en parte, porque la juventud ahora tiene una «escuela paralela» a su disposición, que ejerce sobre ella una influencia a menudo más viva y más fuerte. La pluralidad de fuentes de información que siempre han solicitado los jóvenes, ahora es prodigiosa: por ejemplo, la televisión, que presenta debates literarios o científicos, películas, historias de viajes, etc. La gran escuela de los medios de comunicación es un competidor serio y poderoso para la institución escolar. Ésta última, especialmente la educación secundaria y superior, padece una enfermedad grave, y la buena voluntad de muchos no es suficiente por el momento para remediarla.
Pensemos en un acuario con peces. Regularmente se les da comida fresca. Pero el agua del acuario está sucia y es poco saludable. A medida que entra en el cuerpo de los peces, estos, a pesar de la buena comida que se les da regularmente, se envenenan poco a poco y mueren. Algo parecido ocurre en las escuelas y en las universidades. Aunque puede haber estudiantes bien dispuestos y maestros dedicados, hay sustancias en la atmósfera que son tóxicas para la salud del juicio de los estudiantes.
En este contexto de secularización muy avanzada e incluso completa que acabamos de describir es donde se sitúan la Iglesia y su proclamación del Evangelio en el marco de la educación católica.
A lo largo del siglo XX, el Magisterio de la Iglesia, en varias ocasiones, se pronunció a favor de la educación católica en las escuelas. Y esto no solo por los repetidos ataques que sufrió en los siglos anteriores, sino especialmente porque los Romanos Pontífices vieron claramente que la tendencia hacia un control absoluto de la educación por parte de los estados podría convertirse en una herramienta ideológica que sería una amenaza para la libertad de la Iglesia y de la sociedad. Así, en 1929, en pleno auge del totalitarismo en Europa, el Papa Pío XI afronta la cuestión en términos que podrían responder perfectamente a los desafíos actuales. En primer lugar, señala que la educación es necesariamente obra del hombre en la sociedad, no del hombre aislado. Hay tres sociedades necesarias, establecidas por Dios, a la vez distintas y armoniosamente unidas entre sí, en el seno de las cuales el hombre nace. Dos sociedades son de orden natural: la familia y la sociedad civil. La tercera, la Iglesia, es de orden sobrenatural (Pío XI, Divini illius Magistri, n. 8).
Las tres sociedades se coordinan jurídicamente en función de sus propios fines. Primero, la familia, instituida inmediatamente por Dios, para la procreación y educación de los niños. Por esta razón, tiene una prioridad de naturaleza y, en consecuencia, una prioridad de derechos con respecto a la sociedad civil. Sin embargo, la familia es una sociedad imperfecta porque no tiene en sí misma todos los medios necesarios para alcanzar su propia perfección, mientras que la sociedad civil tiene, en sí misma, todos los medios necesarios para su propio fin, que es el bien común temporal. Tiene, por lo tanto, en este aspecto, es decir, en relación con el bien común temporal, la preeminencia sobre la familia, que encuentra precisamente en la sociedad civil la perfección temporal que le conviene. La tercera sociedad es la Iglesia. Es una sociedad de orden sobrenatural y universal, una sociedad perfecta porque tiene en sí misma todos los medios necesarios para su fin, que es la salvación eterna de los hombres. Tiene, por tanto, la supremacía en su orden.
Pío XI afirma que la Iglesia lleva a cabo su misión educativa en todos los campos y defiende firmemente que «es derecho inalienable de la Iglesia, y al mismo tiempo deber suyo inexcusable, vigilar la educación completa de sus hijos, los fieles, en cualquier institución, pública o privada, no solamente en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino también en lo relativo a cualquier otra disciplina y plan de estudio, por la conexión que estos pueden tener con la religión y la moral» (Divini illius Magistri, n. 18).
Siguiendo la enseñanza magisterial de Pío XI, el Concilio Vaticano II recordó en términos solemnes que la educación de «todos los hombres y de todo el hombre» está en el corazón de la misión de la Iglesia: «Debiendo la Santa Madre Iglesia atender toda la vida del hombre, incluso la material en cuanto está unida con la vocación celeste para cumplir el mandamiento recibido de su divino Fundador, a saber, el anunciar a todos los hombres el misterio de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, le toca también una parte en el progreso y en la extensión de la educación» (Proemio de la Declaración Gravissimum Educationis, sobre la educación cristiana). Y en el n. 3 de esta misma Declaración, el Concilio reitera que la familia es la primera responsable de la educación de los hijos: «Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, están gravemente obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y principales educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, obligación de los padres formar un ambiente familiar animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, de las que todas las sociedades necesitan» (Gravissimum educationis, n. 3).
La educación está intrínsecamente ligada a la evangelización. Un anuncio del Evangelio que descuidara la dimensión humana no sería fiel a la lógica del Verbo encarnado. La Iglesia siempre ha querido que aquellos a quienes bautizó sean acompañados en su crecimiento humano. El culto y la cultura están íntimamente vinculados porque honrar a Dios requiere e implica cuidar a los hombres. Lo que se juega en la educación es, por lo tanto, uno de los nudos de la vida cristiana: el encuentro entre la gracia divina y la naturaleza humana. «La gracia no destruye la naturaleza, sino que la cura y la eleva» (santo Tomás de Aquino). Como dice admirablemente el poeta francés Charles Péguy:
«Porque lo sobrenatural es en sí mismo carnal
Y el árbol de la gracia está profundamente enraizado
Y se sumerge en el suelo y busca hasta el fondo
Y el árbol de la raza es en sí mismo eterno».
(Péguy Eve, Ed. Gallimard, col. La Pléiade, Œuvres poétiques complètes, p. 1041).
Esta lógica de la Encarnación impregna el genio del humanismo católico. Rechaza el naturalismo laicista y el sobrenaturalismo «devoto». El naturalismo siempre desemboca en la negación de la naturaleza humana y las prácticas alienantes. Volveremos sobre ello. El «sobrenaturalismo» designa esta huida fuera del mundo humano como fue deseado y creado por Dios. Este rechazo gnóstico de la condición humana ha sido, además, en la historia el mejor caldo de cultivo para el naturalismo.
La Iglesia Mater y Magistra, por lo tanto, debe ser fiel al «principio calcedonense» para pensar en las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina: «unión sin confusión ni separación». Esta es la clave para una actitud educativa justa para toda persona bautizada. Esto requiere ser capaz de hacer un discernimiento crítico sobre los espíritus que se mueven en nuestro tiempo. Ustedes lo saben, todos no son de Dios. Por lo tanto, es conveniente que cualquier educador y cualquier padre formen su inteligencia y conciencia moral para poder cumplir su misión en el contexto de nuestro mundo posmoderno. Uno de los obstáculos más preocupantes hoy en día es la confusión sobre la identidad sexual de la persona humana y el desenfoque de la diferencia y la complementariedad entre el hombre y la mujer. Esta crisis antropológica es el resultado de una crisis de transmisión, pero también es la causa de un gran desastre en el campo educativo. Es necesario detenerse un poco en ello, ya que socava el vínculo conyugal, base de la familia y primer lugar de educación.
La desestructuración de la identidad sexual que a menudo se llama «teoría de género», contra la que el papa Francisco tiene palabras durísimas y una actitud de intolerancia absoluta, puede entenderse como la consecuencia antropológica de una mutación práctica. El primer eslabón del proceso involucró a la mujer. De hecho, la mentalidad anticonceptiva que se ha extendido fuertemente después de 1950 ha hecho posible una profunda desconexión entre la mujer y su cuerpo, desconexión que ha cambiado radicalmente la forma de entender la sexualidad humana, el matrimonio, la filiación y por supuesto la educación. Es preciso recordar aquí la frase de Simone de Beauvoir (1908-1986), que ha dado la vuelta al mundo: «no naces mujer, te conviertes en mujer». La teoría de género se ha referido ampliamente a ella. Añadamos que para de Beauvoir, la familia, el matrimonio y la maternidad son la fuente de la «opresión» y de la dependencia femeninas. La píldora habría «liberado» a las mujeres al darles «el control de su cuerpo» y la posibilidad de «disponer libremente» de él[2]. Bajo el lema feminista «mi cuerpo me pertenece» en realidad se oculta una profunda alienación del sujeto encarnado. De hecho, detrás de esta afirmación de «libertad» yace una instrumentalización del propio cuerpo como material a disposición de los deseos más indeterminados. La mentalidad anticonceptiva ha engendrado un dualismo entre la libertad individual vista como ilimitada y todopoderosa, por un lado, y el cuerpo como instrumento de disfrute, por otro. En esa perspectiva, el cuerpo sexuado ya no puede ser vivido como signo e instrumento del don de sí, cuya finalidad es la comunión de los esposos. El vínculo intrínseco entre los dos significados del acto conyugal, la dimensión procreadora y la dimensión unitiva, se rompe[3]. Este vínculo se vuelve opcional y lógicamente la sexualidad termina siendo considerada solo en su dimensión relacional y agradable. Los efectos desestabilizadores de tal mentalidad no se han hecho esperar.
En unos pocos años, esta desconexión engendró simultáneamente la tecnificación de la procreación (reproducción asistida) y la legitimación social de la homosexualidad. De hecho, si la sexualidad ya no se percibe a la luz del don de la vida, ¿cómo se puede considerar la homosexualidad como una perversión, un desorden objetivo y grave? Pero junto a estos cambios importantes va una redefinición de la identidad sexual, considerándola como puramente construida. Si se niega el vínculo intrínseco entre los dos significados del acto conyugal, la diferencia de los sexos pierde el primer fundamento de su inteligibilidad. A partir de entonces, el cuerpo sexuado se niega en su naturalidad para ser considerado como un simple material que la conciencia individual puede modelar a su agrado. En nombre de la lucha contra las «discriminaciones» de las que serían víctimas las «minorías sexuales», los agentes de la subversión antropológica toman como rehenes en sus revindicaciones a las autoridades públicas y al legislador. En nombre de la «igualdad» y la «libertad», exigen que todo discurso social, especialmente en las escuelas y los medios de comunicación, sea «respetuoso» con la indeterminación sexual de los individuos y la libre elección de su identidad. Entonces, cada uno puede afirmar que es por auto-designación y proclamar: «Yo hago mi propia elección. Estoy orgulloso de ello y me afirmo en esa elección. No admito que otro o la sociedad me digan lo que yo soy. No recibo mi ser y mi existencia de nadie más que de mí mismo. Yo decido por mí mismo quien soy. La sociedad debe asumir mi elección y adaptarse a mis cambios de orientación. Yo soy el dueño del mundo”[4].
Así, ya no se trata de reclamar tolerancia, se trata de imponer una nueva concepción del ser humano. Bajo la apariencia de libertad, esta deconstrucción al servicio de un constructivismo radical se puede comparar con los intentos totalitarios de producir un «hombre nuevo» que conoció el siglo pasado. Sus víctimas inocentes son principalmente niños, cuyos padres, permeables a los lemas libertarios y embrujados por las sirenas contemporáneas, no apoyan el crecimiento humano y la formación de su afectividad sexual. Todo esto presupone una concepción errónea de la libertad, entendida como el hecho de no ser impedido de seguir sus deseos inmediatos. ¡Qué lejos estamos de la verdadera libertad, que es la realización de la persona cuando usa su libre albedrío para buscar la verdad y elegir su verdadero bien, es decir, para realizar actos de conformidad con su naturaleza como ser humano creado por Dios!
La revolución antropológica perturba violentamente la educación intelectual y moral, porque crea disposiciones mentales y sociales que separan a las personas de sí mismas. Por lo tanto, el cuerpo es más difícil de vivir en su dimensión personal, y la dignidad humana en la que participa no es honrada en el sentido que el hombre debe a sí mismo.
La responsabilidad de la Iglesia está más comprometida que nunca en promover la verdad de la persona. Tiene un rico magisterio sobre la dignidad de la mujer, sobre la grandeza y el significado divino de la diferencia entre hombre y mujer, sobre la belleza y la bondad del matrimonio y la familia en el designio divino. San Juan Pablo II desarrolló proféticamente los presupuestos de la doctrina moral y sacramental de la Iglesia (pensemos en su teología del cuerpo, en Veritatis splendor, en Familiaris consortio, en su carta sobre la dignidad de la mujer, etc.). En el contexto actual, es imposible que un educador cristiano no medite sus textos. Son para él preciosos mediadores para que su inteligencia y su corazón sean modelados por la voluntad educativa y salvadora de Dios. La dignidad de la persona humana proviene de su capacidad de ser sujeto libre de sus propios actos, es decir, de su capacidad de determinarse a sí misma conformándose libremente a la verdad que le dicta su conciencia. Como dice la Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual «Cuando el Señor Jesús ruega al Padre que “todos sean uno…, como nosotros también somos uno” (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (n. 24). La dignidad del ser humano se basa, por tanto, en su finalidad, que es la comunión interpersonal y, en última instancia, con y en Dios. Esto solo puede suceder si nos damos a nosotros mismos, de manera plenamente libre. ¡Este es el propósito que debe medir todo el trabajo de un educador plenamente consciente de su responsabilidad!
La educación presupone una concepción sana del ser humano, pero esto no es suficiente para educar. En efecto, la educación es una tarea eminentemente práctica y la práctica no consiste en aplicar automáticamente una doctrina, ¡aunque sea cierta! El eje central de toda educación es que el educado adquiera virtudes morales e intelectuales que le permitan alcanzar su verdadero bien.
Si el objetivo del educador es permitir que el niño elija y realice su verdadero bien, hay dos obstáculos que hay que evitar: la laxitud y el paternalismo. En el primer caso, el educador desea tanto respetar la «libertad» del niño que termina por no educarlo, sino solo acompañarlo y caminar con él en el descubrimiento y la realización más o menos anárquicos de sus propios deseos. Esta educación «rousseauniana» se basa en una visión ingenua y falsa del ser humano, según la cual éste no estaría herido por las consecuencias del pecado original. Así, al niño se le deja solo frente a las influencias a menudo nocivas de la sociedad, que entra en contacto con sus propias heridas y debilidades. El educador no asume su misión de protector y tutor.
El otro extremo es cuando el educador, preocupado por el verdadero bienestar del niño, olvida que el propósito de la educación es que el niño, una vez que se ha convertido en adulto, elija por sí mismo su verdadero bienestar. Este es un objetivo eminentemente práctico que debe estar atento a los peligros de las circunstancias y de los condicionamientos. Esta actitud, que podría llamarse paternalismo, no percibe que la educación no consiste en dar forma a un niño como un artista da forma a su trabajo. La escultura no es una persona humana. Es el resultado del trabajo del artista, que impone una forma a un material. El niño no es un material indeterminado, maleable ante cualquier proyecto del educador. El paternalismo olvida que el niño no pertenece a quien lo educa. Los padres reciben a su hijo de Dios y cualquier otro educador recibe al hijo de sus padres y, en última instancia, de Dios. ¡A Él es a quien todo educador deberá responder de sus actitudes y de sus elecciones!
Para escapar del laxismo y el paternalismo, debe entenderse que el núcleo del acto educativo es que la persona educada adquiera las virtudes que le permitan desplegar y estructurar su humanidad y su personalidad de acuerdo con la verdad que les es intrínseca. Una educación lograda es aquella en la que el educador, iluminado por la virtud de la prudencia, confía gradualmente la dirección del crecimiento y la maduración humana e interna al educando, de tal manera que este se convierte verdaderamente en actor de su propia realización. Aquí verdad y libertad están íntimamente ligadas en la libre realización del verdadero bien. La meta es, por tanto, lo que Karol Wojtyla (¡san Juan Pablo II!) llama en su gran libro de filosofía Persona y acción (1969) «la adecuada subjetivación». Esta es la apropiación plena por parte del sujeto actuante de la verdad objetiva de su ser cuando lo recibe de Dios; de tal manera que la persona se vuelve adecuada, conforme con el plan de Dios para ella, tanto como persona humana como persona única. Por lo tanto, toda su vida consiste en responder de manera práctica a estas dos preguntas: «¿qué soy yo?» y «¿quién soy yo?».
¿Qué soy yo, si no una persona humana con una dignidad a la que debo ser fiel, a la que debo elevarme en mis acciones? Por eso, la educación para la libertad no puede prescindir de la formación de la conciencia moral, que debe basarse en la objetividad del bien moral (cf. Veritatis splendor). Encontramos un gran contrasentido sobre lo que es la verdadera autonomía de la conciencia, contrasentido que impide toda educación moral. La autonomía de la conciencia no se refiere a la libertad del individuo para decidir por sí mismo, en última instancia, la manera aplicar la ley moral a tal situación concreta. Esta concepción «creativa» de la conciencia fue claramente rechazada por san Juan Pablo II en su gran encíclica (n. 57-64). En efecto, escribe: «El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana: “La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano”». (Veritatis Splendor, n. 60). «Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de juicio, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como decisiones arbitrarias». (Veritatis Splendor, n. 61). La verdadera autonomía designa el hecho que debe ser el testimonio de la verdad sobre el bien humano integral, cuyo fundamento último es Dios mismo. Autonomía significa, por tanto, irreductibilidad a cualquier influencia cultural y social que pueda distorsionar la percepción del bien. Quien solo ve la educación de la conciencia se ve obligado a conservar esta luz y a difundirla en las diferentes situaciones que un niño y luego un joven encuentran en su vida más concreta. La conciencia moral está en el corazón mismo del ser humano, en esta mediación del Absoluto; su dignidad consiste en ser relativo a él, en dejarse informar por esta voz interior y en obedecerlo en el más pequeño de sus actos.
La crisis en la educación proviene evidentemente del constante cuestionamiento de los valores fundamentales que durante miles de años han apoyado, enseñado, educado y estructurado al hombre internamente. Si los resultados no han sido mejores, ¿no es porque, en concreto, los hombres no han tenido el valor, la energía y la generosidad necesarios para ser fieles a esta jerarquía de valores? ¿Qué importa, en última instancia, que los jóvenes estén altamente educados si no tienen razón para vivir? ¿Qué importa que estén informados de todo si no se forman su juicio y su conciencia, si no saben discernir lo que es sano para el hombre de lo que no lo es, si no han aprendido a ser hombres plenamente libres, leales y conscientes, a controlar sus apetitos, a renunciar a su egoísmo, a reaccionar contra el mal del siglo que es el consumo desenfrenado de todos sus deseos, de cualquier apetito en libertad absoluta y desenfrenada? El educador debe asegurarse que el niño entre en un círculo virtuoso mediante el cual se actualicen sus inclinaciones naturales a lo bueno, a lo justo y a lo verdadero. Estas inclinaciones naturales forman el contenido de lo que se llama ley natural, expresión en la que «natural» no significa infrahumano, sino que, por el contrario, corresponde a la verdad profunda de la humanidad en tanto que humanidad. Como dice Aristóteles (Ética a Nicómaco, L. II), es haciendo actos justos como uno se vuelve justo, y haciendo cosas valientes como uno se vuelve valiente. Los primeros actos justos o valientes solo los hace el niño porque la orientación que le dan sus maestros le anima a hacerlos. ¿Quién no puede ver que si el niño está inmerso en disposiciones sociales opuestas a sus inclinaciones estrictamente humanas, será incitado a hacer actos malos para sí mismo y para los demás (círculo vicioso)? El educador tiene el noble e importante papel de ser el mediador entre la verdad (universal y objetiva) del ser humano inmanente a este niño y el niño mismo como ser singular. Es el papel por el cual la atracción hacia lo bueno, lo justo, lo verdadero, lo bello puede resonar efectivamente en la subjetividad del niño, de manera que pueda hacerlos suyos.
Por lo tanto, la educación solo es adecuada a su misión si se centra en ese niño en concreto. ¡El educador no educa a un niño en sí! Educa a aquel que le ha sido confiado por Dios para que se convierta en sujeto pleno de sus actos. Hay que estar atentos a su carácter, a sus dones, a los talentos que le son propios. En definitiva, el educador ha de estar al servicio de la vocación de ese niño; como tal, es el propio mediador de Dios; no suele ser el único, porque el niño está inmerso en un contexto educativo complejo y recibe también de otros educadores. Sabemos lo valioso que a veces es para los padres confiar en otros para algún aspecto del crecimiento de sus hijos. Esta delegación a un tercero se ejerce siempre bajo su responsabilidad, porque en última instancia se basa en el hecho de que tendrán que responder ante Dios mismo por la forma en que han asumido su misión. Por lo tanto, la verdadera educación es siempre «a medida», lo que no significa que sea relativista, sino todo lo contrario. La medida del acto educativo es el verdadero bien de este niño, percibido en su doble dimensión humana y personal.
Pero todo educador debe presentarse como modelo y ejemplo a imitar. San Pablo, el gran pedagogo y educador, escribe a los Filipenses con el empeño de educar su conciencia: «Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis, visteis en mí, ponedlo por obra» (Flp 4, 8-9).
Es la profundidad constitutiva de la humanidad la que es tocada por la profundidad de la persona en su inteligencia y en su corazón. La seriedad de la educación requiere considerar lo humano en toda su rectitud.
Es ahí donde se encarnan las virtudes y el evangelio. Lo que los Filipenses han «aprendido y recibido, visto y oído» de Pablo no es más que la Buena Nueva, cuya recepción a través de la enseñanza, la educación, la transmisión y la experiencia personal está perfectamente sintetizada por esos cuatro verbos[5].
Es obvio que esta educación en virtudes intelectuales y morales se hace particularmente delicada cuando la sociedad no desempeña su papel como causa primera. Como acabamos de ver, la crisis antropológica y moral sin precedentes que atraviesa nuestro tiempo exige que la Iglesia asuma una mayor responsabilidad y compromiso para proponer su enseñanza doctrinal y moral de modo claro, preciso y firme. En efecto, «los cristianos tienen −como afirma el Concilio− en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia: “Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana”. Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no solo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y solo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone solo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella» (Veritatis Splendor, n. 64).
Es tiempo de que la Iglesia, Mater y Magistra, reflexione sobre el desconcierto y la confusión inoculados hoy en el espíritu de muchos fieles cristianos y personas de buena voluntad por la cacofonía que reina en las enseñanzas de los Obispos y los sacerdotes. Pues, «si una trompeta emitiera un sonido indefinido – dice san Pablo en la primera carta a los Corintios -, ¿quién se preparía para la batalla?» (1 Cor 14, 8).
Como ya ha sido el caso varias veces en la historia, la Iglesia tiene el deber de asumir un papel sustitutivo para compensar el colapso de sectores enteros de la sociedad civil y de las autoridades públicas. ¡Pensemos que en muchos países son los ministerios los que promueven una visión nihilista de la persona humana y un relativismo moral mortal! La Iglesia asume esta función de sustitución a través de todos sus hijos que están presentes en esta magnífica tarea educativa. Más que nunca, los bautizados deben ser conscientes de que la educación está en el corazón de la nueva evangelización. La Iglesia posee tesoros sobre el arte de educar. ¿Nos atrevemos a recurrir a Ella para responder a los desafíos de nuestro tiempo y, sobre todo, para responder a las llamadas de Dios?
Fuente: iglesiaactualidad.wordpress.com / matermundi.tv
[1] San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae I 30, PL XXXII 1336, en Divini illius magistri, 31 décembre 1929.
[2] Marguerite a. Peeters, Le gender: une norme politique et culturelle mondiale, Edit Dialogue Dynamics asbl 2012, p. 25.
[3] Pablo VI: Encíclica Humanae Vitae, julio de 1968, n° 12.
[4] Marguerite a. Peeters, Le gender: une norme politique et culturelle mondiale, Edit Dialogue Dynamics asbl 2012, p. 33.
[5] Chantal Reynier-Michel Trimaille, Les Epitres de Paul, Tomo III, Bayard Editions/ Centurion, Paris 1997, pp. 116-117.
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