Sin minimizar la importancia de las críticas, este artículo da cuenta de un registro histórico envidiable que destaca la preocupación que la Iglesia siempre ha tenido por las mujeres
A mediados de 1950, una amiga escribió a la novelista católica estadounidense Flannery O'Connor para quejarse por las declaraciones sexistas de un sacerdote olvidado desde hace tiempo. La autora de la carta debió haber exigido que le explicara cómo puede una persona pertenecer a una iglesia que exterioriza semejantes actitudes, dado que la respuesta de Flannery O'Connor fue rápida y contundente: "No debes decir que la Iglesia arrastra esa pesada carga, es el Padre mengano el que la arrastra o muchos Padres menganos. La Iglesia canonizaría tanto a una mujer como a un hombre y supongo que ha hecho mucho más que cualquier otra fuerza en la historia para liberar a las mujeres".
No hay dudas de que Flannery O'Connor estaba pensando de las muchas maneras en que el avance del cristianismo ha fortalecido la posición de las mujeres en el pasado. Es realmente notable que la Iglesia primitiva haya logrado que se aceptara ampliamente el ideal de mantener la monogamia en culturas en las que la poligamia era común y en las que la costumbre permitía a los hombres que dejaran de lado a sus mujeres.
Más tarde, a pesar de las presiones de los príncipes y mercaderes, el Concilio de Trento se manifestó firmemente en contra de los matrimonios arreglados sin el consentimiento de los esposos. Aún más tarde, las políticas que la Europa continental implementó para proteger a madres y niños se vieron fuertemente influenciadas por el pensamiento social católico.
Tal vez la novelista también tuvo en cuenta la actitud de Jesús hacia las mujeres. Cuando leemos los relatos apostólicos, podemos observar con facilidad de qué manera tan radical nuestro Señor se apartó de la cultura de sus tiempos cuando trabó amistad con mujeres, incluso pecadoras públicas. Resulta llamativo que Jesús haya mantenido tantas conversaciones importantes con mujeres y que haya confiado sus enseñanzas más significativas en primer lugar a sus amigas mujeres.
Aún así, uno podría imaginar a la joven que escribió la carta respondiendo con impaciencia "Está bien, pero ¿qué hizo la Iglesia últimamente por nosotras?" Ni siquiera Flannery O'Connor pudo prever, en aquellos días preconciliares, que la Iglesia Católica estuviera a punto de ser una de las instituciones mundiales que defendió más enérgicamente la libertad y dignidad de las mujeres.
El Concilio Vaticano II señaló el camino hacia una nueva toma de conciencia de las preocupaciones de las mujeres con unas pocas declaraciones enigmáticas repletas de insinuaciones. El Concilio habló con calidez de la idea de que los órdenes políticos y económicos debían extender los beneficios de la cultura a todos, ayudando tanto a los hombres como a las mujeres para que pudieran desarrollar sus dones según su dignidad innata, (Gaudium et Spes, 1). En su "Mensaje final", los padres del Consejo proclamaron lo siguiente: "Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora".
El hecho de que la Iglesia no sería un mero observador pasivo del progreso de las mujeres en el mundo secular se volvió evidente durante los años setenta cuando surgió como una defensora acérrima de las mujeres, especialmente de las mujeres pobres, en los entornos internacionales de justicia social y económica. Desde el inicio, la Iglesia tuvo una voz distintiva en aquellas discusiones. Fue una defensora incansable de aquellas voces que pocas veces se escuchan en los corredores del poder: la de refugiadas, inmigrantes y madres de todo el mundo. Muchas veces fue prácticamente la única institución que insistió en que no puede existir un progreso auténtico para las mujeres si no se respetan sus roles en la familia. Dicha preocupación por el rol de las mujeres en la familia no se opone de ninguna manera a la forma en que la Iglesia apoya las aspiraciones de las mujeres de participar en la vida económica, social y política.
El hecho de que la Iglesia no sería un mero observador pasivo del progreso de las mujeres en el mundo secular se volvió evidente durante los años setenta cuando surgió como una defensora acérrima de las mujeres, especialmente de las mujeres pobres, en los entornos internacionales de justicia social y económica.
En los años 90, el Santo Padre abrazó la causa de los derechos de las mujeres en términos específicos. Su Carta apostólica a las mujeres previa a la Conferencia Mundial sobre la Mujer en Pekín de 1995 decía que: "Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático".
Su respaldo no se limitó solamente a palabras alentadoras. El Papa fue el primer líder mundial que asumió un compromiso concreto frente a las metas -igualdad, desarrollo y paz- de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Mujer de 1995. Unos pocos días antes de la reunión de Pekín, comprometió a las trescientas mil organizaciones católicas educativas, de salud y socorro para que implementaran una estrategia prioritaria para niñas y mujeres jóvenes, especialmente las más pobres, con especial hincapié en la educación. Incluyó deliberadamente una estrategia sobre la educación de los niños "en el sentido de la dignidad y el valor de la mujer". Hizo un llamamiento especial a las mujeres de la Iglesia para que adoptaran "nuevas formas de liderazgo en el servicio... y a todas las instituciones de la Iglesia, para que acogieran ese aporte de las mujeres".
A mediados de los noventa, fue claro que uno de los grandes logros del papado de Juan Pablo II consistió en darle mucha más vida y vigor a las declaraciones fecundas del Concilio Vaticano II sobre las mujeres. En una notable serie de escritos, meditó con mucha más profundidad que cualquiera de sus predecesores sobre los roles de mujeres y hombres a la luz de la palabra de Dios. El vocabulario que empleó en tales escritos sorprendió a varios. El Papa no sólo se alineó con las mujeres en la búsqueda de la libertad, sino que adoptó muchos de los términos que suelen emplear los movimientos feministas, hasta incluso exigió un "nuevo feminismo" en la Evangelium Vitae. En su "Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz" de 1995 observó que, "mirando este gran proceso de liberación de la mujer", se puede decir que ha sido un camino difícil "no exento de errores" aunque dirigido a un mejor futuro para las mujeres. En Mulieris Dignitatem (1988), que incluye la base teológica principal de sus mensajes a las mujeres, calificó de pecaminosa la discriminación de las mujeres y resaltó en repetidas oportunidades que no hay lugar en la visión del cristiano para la opresión de las mismas.
Todos los escritos están redactados en forma de diálogo. Su autor invita a las mujeres a reflexionar y meditar con él acerca de la búsqueda de la igualdad, la libertad y la dignidad a la luz de la fe y en el contexto de una sociedad cambiante en la que la Iglesia y los fieles se enfrentan a retos nuevos y complejos. Nadie que lea estos mensajes puede no sentirse impresionado por el amor, empatía y respeto evidente que Juan Pablo II tiene por las mujeres. Ello se advierte más que nada en sus palabras compasivas a madres solteras y mujeres que se sometieron al aborto. La imagen que viene a la mente es la de un hombre que está cómodo con las mujeres y que escucha atentamente sus inquietudes más profundas. Luego de reunirse con el Papa antes de la conferencia de Pekín, la Secretaria General Gertrude Mongella les dijo a los periodistas "Si todos pensaran como él lo hace, no sería necesaria una conferencia sobre la mujer".
En lo que respecta a los roles cambiantes de las mujeres, los escritos del Papa no contienen rastros del dogmatismo que suele caracterizar a la retórica tanto del feminismo organizado como de los conservadores culturales. Afirma la importancia de la identidad sexual biológica, pero no consuela a los que creen que los roles de hombres y mujeres están fijados para siempre a un patrón estático. Por el contrario, celebró que las mujeres asumieran nuevos roles e hizo hincapié en la medida en que el condicionamiento cultural ha sido un obstáculo para el progreso de las mujeres.
A pesar de las declaraciones del Papa y del rol incuestionable, y muy poco reconocido, de la Iglesia como defensora de los intereses de las mujeres en la sociedad, muchas de ellas han sentido que la Iglesia tardó en examinar sus propias estructuras y el comportamiento de sus propios representantes a la luz de las meditaciones del Santo Padre. Sin embargo, una mirada hacia los desarrollos recientes demuestra que han surgido cambios sorprendentes bajo su liderazgo. Lo que es más importante a la larga es que estipuló un importante conjunto de pautas para lograr una cantidad mayor de transformaciones más profundas. Tampoco dejó de enfrentarse a las injusticias del pasado y a todos los Padres fulano de tal que existieron a lo largo de la historia: "Pero si la culpa objetiva [de poner obstáculos en el progreso de la mujer], especialmente en determinados contextos históricos, no ha sido tan sólo de unos pocos miembros de la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica".
Modelando esta nueva entrega a la inspiración evangélica desde su propia esfera, el Papa Juan Pablo II ha tomado medidas históricas para incrementar el nivel de participación de religiosas y laicas en todos los niveles de la Iglesia. En 1995, exhortó en términos fuertes "a todos los hombres en la Iglesia a realizar, donde sea necesario, un cambio de corazón, y a tener, como exigencia de su fe, una visión positiva de la mujer. Les pido que tomen cada vez más conciencia de los inconvenientes que las mujeres, especialmente las niñas, han tenido que afrontar, y observen si la actitud de los hombres, su falta de sensibilidad o de responsabilidad pueden haber sido la causa". Fue él mismo quien designó a una cantidad sin precedentes de mujeres laicas y religiosas para ocupar cargos en consejos y academias pontificias, dando el ejemplo a los cardenales, obispos y demás sacerdotes de todo el mundo.
Evidentemente no podemos esperar que la totalidad de la Iglesia coincida en la visión evangélica un año después de la conferencia de Pekín o incluso treinta años después del Concilio Vaticano II. Las actitudes culturales, la costumbre y el pecado son aún más testarudos. No hay dudas de que el progreso ocurrirá a distintas velocidades en diferentes partes de la Iglesia y en sus instituciones remotas. El viaje tendrá sus vaivenes, sus intentos fallidos y sus callejones sin salida. El cambio institucional, después de todo, requiere cambios de mentalidad y corazón en las personas. Como una vez dijo el Papa Pablo VI sobre la curia romana: "no nos hará bien cambiar las caras si no cambiamos los corazones". Sin embargo, es evidente que una transformación histórica está en camino.
Los que adoptan un enfoque legalista y formal para el estudio de las instituciones podrían fácilmente subestimar la profundidad de este proceso de cambio. Las normas formales de una organización muchas veces ofrecen una imagen ambigua de la situación actual de la mujer dentro del grupo. (¡Tan sólo debemos pensar en las Naciones Unidas como el ejemplo de una organización cuya práctica ha fallado en su compromiso oficial con la igualdad sexual!) En el entorno de la Iglesia Católica y a partir del Concilio Vaticano II, se ha observado que una cierta diversidad formal en los roles estuvo acompañada, en la práctica, de un incremento extraordinario de la participación femenina en la vida de la Iglesia. En todo el mundo, mujeres laicas y religiosas están ayudando en muchas funciones que se limitaban principal o exclusivamente a los sacerdotes, hombres y niños. Las mujeres están a cargo de varias tareas pastorales en las parroquias y están engrosando las filas de misioneros. Tal vez desde el primer siglo A.D. que las mujeres no se han comprometido tan activa y visiblemente en la vida de las personas llamadas por Jesucristo.
En lo que respecta a los roles de liderazgo, la administración del sistema de salud de la Iglesia, el segundo más importante del mundo, está a cargo, casi en su mayoría, de mujeres ejecutivas católicas. Las mujeres católicas, religiosas y laicas son directoras, rectoras y miembros del consejo de administración del proveedor mundial más importante de educación privada elemental y secundaria. (Hace mucho tiempo que la Iglesia Católica promueve la educación de las mujeres, ofreciendo nuevas oportunidades a mujeres jóvenes en países en los que otras instituciones prestaron poca o nada de atención al desarrollo intelectual de las chicas.) La Iglesia Católica no tiene una necesidad comparativa de pedir disculpas en este sentido.
Las instituciones de la Iglesia también pueden compararse favorablemente, en lo que respecta al progreso de las mujeres, con instituciones seculares importantes, tales como corporaciones, administraciones públicas, universidades y las Naciones Unidas. Las mismas siguen rehusándose un tanto a recibir los aportes de las mujeres, especialmente en los niveles más elevados. Además, a diferencia de muchas instituciones seculares, la Iglesia no espera que las laicas sacrifiquen sus vidas familiares. Cuando al doctora Jane Matlary, miembro de la delegación de Pekín de la Santa Sede, anunció que debía regresar a Noruega antes de que termine la conferencia para ocuparse de un problema familiar, se marchó llena de bendiciones y buenos deseos. Mucho del progreso de las mujeres en el mundo de los negocios se vio permanentemente afectado por resolver ese tipo de conflictos en favor de su familia. Sin embargo, la Iglesia tiene una visión diferente. El Papa Juan Pablo II luego designó a la doctora Matlari como miembro del Consejo Pontificio Justicia y Paz.
Dado que la Iglesia se encuentra en un período de tanta vitalidad para las mujeres (y para el laicado), es desconcertante que quienes afirman desear el avance de la mujer dentro de la Iglesia se hayan centrado particularmente en el sacerdocio masculino. En la mayoría de los casos, la explicación trae aparejada una confusión acerca del carácter de la Iglesia y del sacerdocio: lo cual lleva a analogías fuera de lugar desde la esfera secular. La Iglesia no es una corporación ni un gobierno. Su terreno no es la ganancia ni el poder, sino el cuidado de las almas. Obviamente, la Iglesia no puede regirse por los mismos principios que General Motors o un municipio.
El sacerdocio no es un trabajo, sino un llamado de Dios. No se trata de poder, sino de servicio. Por cierto, este tipo de llamado se reserva a los hombres, pero el llamado a la santidad es universal. ¿Quién puede sostener que el llamado de la Madre Teresa a la santidad tiene menor valor, por ser diferente, que el llamado del arzobispo de Calcuta? La comprensión del tema de la ordenación ha quedado aún más enturbiada por un falta generalizada de distinción entre los roles sacramentales que se reservan a los sacerdotes y un rango mucho más amplio de roles pastorales y ministeriales que pueden estar a cargo de personas no ordenadas. Los roles pastorales y ministeriales están más abiertos que nunca a las mujeres. De hecho, la Iglesia necesita y busca con desesperación en muchos lugares los aportes de laicos, tanto hombres como mujeres, en estas áreas. Dado que "la Iglesia canonizaría tanto a una mujer como a un hombre" y que tantos roles cruciales en la Iglesia no solo están abiertos a las mujeres sino que a nadie les interesa, ¿por qué algunas personas continúan sintiéndose ofendidas por el sacerdocio masculino? Tal como lo mencionara recién, lamentablemente, los malentendidos de buena fe son comunes. En algunos casos, lamento decirlo, la preocupación por la ordenación tiene un lado más oscuro. La discusión en la conferencia de 1995 de un grupo estadounidense fundado en los años setenta para promover la causa de la ordenación de mujeres es ilustrativa. Fue doloroso leer en The New York Times que algunas mujeres en la reunión sostuvieron que ya no deberían insistir en la ordenación de mujeres, pero no porque la Iglesia haya puesto fin al debate sino que, en las palabras de un profesor de divinidad de la escuela, porque "ordenación significa subordinación a una orden de dominación elitista, dominada por hombres, sagrada y jerárquica". Otros hablaron a favor de perseverar en el objetivo original del grupo, pero el tono de sus comentarios fue más en contra de la Iglesia que a favor de las mujeres: "Necesitamos personas con cinceles dentro", dijo una hermana religiosa, "quitándole sus instituciones, o nunca se vendrá abajo." Un profesor de estudios religiosos metió la cuchara: "Ordenar a las mujeres es dar a este sistema totalitario podrido en que se ha convertido la Iglesia católica romana un empujoncito para caer en su tumba". De más está decir que la gran mayoría de mujeres católicas estadounidenses no comparten estos sentimientos, pero se les da amplia publicidad en los medios.
La Iglesia, ¿ha hecho lo suficiente para ajustar sus propias estructuras al principio de que no hay distinción entre el hombre y la mujer en el misterio de la redención? Claro que no. Una vez más, Flannery O'Connor estuvo en lo cierto. Cuarenta años atrás, cuando su amiga protofeminista clamó en contra de los defectos de la Iglesia, Flannery O'Connor le contestó "lo que parece que en verdad estás reclamando es que la Iglesia debería traer el reino de los cielos a la tierra en este preciso instante". Continuó diciendo:
Cristo fue crucificado en la tierra y todos nosotros, más específicamente sus miembros, crucificamos a la Iglesia, porque es una iglesia de pecadores. Cristo nunca dijo que la Iglesia se manejaría de una manera inteligente o sin cometer pecados, sino que no enseñaría nada erróneo. Ello no significa que ninguno de los sacerdotes enseñará nada erróneo, sino que la Iglesia, en su totalidad y hablando a través del Papa, no enseñará nada que sea erróneo en materia de fe. La Iglesia se fundó en Pedro, quien negó a Cristo tres veces y no fue capaz de caminar por sí mismo sobre las aguas. Ustedes están esperando que sus sucesores caminen sobre las aguas.
Cuatro décadas después de que se escribieran esas sabias palabras, una mujer católica, impaciente con el ritmo del cambio, podría considerar preguntarse: En la sociedad contemporánea, ¿dónde me siento más respetada como mujer, cualquiera sea el camino que elija en mi vida? ¿Qué tipo de pensamiento toma con mayor seriedad mis preocupaciones más profundas? ¿Qué organización habla más claramente en nombre de todas las mujeres, incluso de aquellas que viven en la pobreza? Las madres católicas también podrían considerar preguntarse: ¿Dónde me siento más respaldada y alentada en la dificultosa tarea de educar a mis hijos en las condiciones actuales? Por mi parte, no puedo pensar en ninguna otra institución que supere a la Iglesia católica en estos aspectos.
Como así tampoco puedo pensar en principios más fructíferos para guiar y promover un mayor progreso para las mujeres que los comprendidos en las Sagradas Escrituras y en la doctrina social de la Iglesia. En especial, las consecuencias de combinar los escritos de Juan Pablo II sobre las mujeres con sus escritos sobre la familia, el laicado, el trabajo humano y la justicia social son verdaderamente revolucionarias −y en su mayor parte aún objeto de exploración. Estos grandes escritos están abiertos al futuro.
En una gran medida, dependerá de los fieles, tanto hombres y mujeres que peregrinan juntos en este viaje terrenal, que avancen más allá de Pekín. Como "compañeros en el misterio de la redención", mujeres y hombres deben unirse para aplicar las enseñanzas "siempre viejas y siempre nuevas" a la tarea de construir la "civilización de la vida y del amor". Debemos conocer las consecuencias para un feminismo moderno de una visión de la persona humana que comprenda la individualidad única de cada uno de nosotros, nuestra solidaridad con nuestros congéneres y nuestra unidad en el cuerpo místico de Cristo.
Mary Ann Glendon
Fuente: catholiceducation.org/es.
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