Conferencia del Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, en el Centre Saint-Louis (Roma), el 14 de mayo de 2019
Señora Embajadora, Eminencias, Excelencias, Señoras, Señores, Queridos amigos: permitidme, ante todo, agradecer esta invitación en la cátedra tan prestigiosa del Instituto francés Centre Saint-Louis con ocasión de la publicación en francés de mi libro «Le soir approche et déjà le jour baisse» (Se acerca la noche y ya cae el día). El libro analiza la crisis de la fe, la crisis sacerdotal, la crisis de la Iglesia, la crisis de la antropología cristiana, el colapso espiritual y la decadencia moral de Occidente y todas sus consecuencias. Me siento muy honrado de poder unirme humildemente al linaje de los teólogos y pensadores católicos franceses que han ilustrado la vida intelectual romana. Sin embargo, esta noche no hablaré de ese libro. De hecho, las ideas fundamentales que en él desarrollo han sido ilustradas, expuestas y demostradas brillantemente el pasado abril por el Papa Benedicto XVI en las notas que escribió para la reunión de los Presidentes de las Conferencias Episcopales sobre los abusos sexuales, convocado en Roma por el Papa Francisco del 21 al 24 de febrero. El Papa emérito publicó esas notas en una revista bávara, con el acuerdo del Santo Padre y del Cardenal Secretario de Estado.
Su reflexión ha sido una verdadera fuente de luz en la noche de la fe que afecta a toda la Iglesia. Ha provocado reacciones que a veces rozan la histeria intelectual. Personalmente, me sorprendió la pobreza y sandez de muchos comentarios. Hay que admitir que, una vez más, el teólogo Ratzinger, cuya estatura es la de un verdadero Padre y Doctor de la Iglesia, atinó en el blanco y tocó el corazón nuclear de la crisis de la Iglesia.
Así que esta noche me gustaría que nos dejemos iluminar por este pensamiento exigente y luminoso. ¿Cómo podríamos resumir la tesis de Benedicto XVI? Permitidme simplemente citarlo: “¿Por qué la pedofilia ha alcanzado tales proporciones? En última instancia, la razón es la ausencia de Dios” (III, 1). Ese es el principio arquitectónico de toda la reflexión del Papa emérito. Esa es la conclusión de su larga demostración. Ese es el punto desde el cual cualquier investigación sobre el escándalo de abusos sexuales cometido por sacerdotes debe partir para proponer una solución efectiva.
La crisis de la pedofilia en la Iglesia, la escandalosa y aterradora multiplicación de abusos tiene una única causa última: la ausencia de Dios. Benedicto XVI lo resume en otra fórmula igualmente clara, y cito: “Solo cuando la fe ya no determina las acciones del hombre dichos crímenes son posibles” (II, 2).
Señoras y señores, el genio teológico de Joseph Ratzinger se une aquí no solo a su experiencia como pastor de almas y obispo, padre de sus sacerdotes, sino también a su experiencia personal, espiritual y mística. Se remonta a los fundamentos, nos permite comprender cuál será la única manera de salir del escándalo espantoso y humillante de la pedofilia. La crisis de los abusos sexuales es el síntoma de una crisis más profunda: la crisis de la fe, la crisis del sentido de Dios.
Algunos comentaristas, por maldad o incompetencia, pretenden creer que Benedicto XVI afirma que solo los clérigos desviados doctrinalmente se convirtieron en abusadores de niños. Es evidente que no se trata de ese tipo de atajos simplistas. Lo que el Papa Ratzinger quiere mostrar y demostrar es mucho más profundo y radical. Afirma que un clima de ateísmo y ausencia de Dios crea las condiciones morales, espirituales y humanas para una proliferación de los abusos sexuales. Las explicaciones psicológicas ciertamente tienen su interés, pero solo hacen posible identificar los sujetos frágiles, dispuestos a actuar. Solo la ausencia de Dios puede explicar una situación de proliferación y multiplicación tan terrible de abusos.
Vayamos a la demostración del Papa Benedicto.
En primer lugar, hay que ajustar cuentas con los comentarios vagos y superficiales que han intentado descalificar esta reflexión teológica acusándola de confundir el comportamiento homosexual y el abuso de menores. Benedicto XVI no afirma en ninguna parte que la homosexualidad sea la causa del abuso. No hace falta decir que la abrumadora mayoría de los homosexuales no son sospechosos de querer abusar de nadie. Pero hay que decir que las investigaciones sobre el abuso de menores revelaron el alcance trágico de las prácticas homosexuales o simplemente contrarias a la castidad entre el clero. Y ese fenómeno es también una manifestación dolorosa, como veremos, de un clima de ausencia de Dios y pérdida de fe.
Por otro lado, otros lectores, demasiado rápidos o demasiado estúpidos −no sé−, han tachado a Benedicto XVI de ignorancia histórica con el pretexto de que su demostración comienza evocando la crisis de 1968. Pero los abusos comenzaron antes −es bien sabido−, y Benedicto XVI lo sabe y lo afirma. Lo que quiere mostrar es precisamente que la crisis moral de 1968 ya es en sí misma una manifestación y un síntoma de la crisis de fe y no su causa última. Desde esa crisis de 1968 pudo decir: “Solo cuando la fe ya no determina las acciones del hombre dichos crímenes son posibles”.
Sigamos, pues, paso a paso su demostración. Ocupa la primera parte de su texto. Quiere mostrar el profundo proceso que está aquí en marcha. Afirma −lo subrayo−que ese proceso está “preparado desde hace tiempo” y que “todavía está en curso”.
El Papa Benedicto usa aquí un ejemplo, la evolución de la teología moral, para remontarse al origen de esta crisis. Identifica tres etapas en la crisis de la teología moral.
La primera etapa es el abandono completo de la ley natural como fundamento de la moralidad con la intención −que es loable− de fundar más la teología moral en la Biblia. Ese intento acabó en fracaso, ilustrado por el caso del moralista alemán Schüller.
Esto lleva inevitablemente a la segunda etapa, a saber, “una teología moral determinada exclusivamente para los fines de la acción humana” (I, 2). Aquí reconocemos el teleologismo actual cuyo consecuencialismo fue el ejemplo más dramático. Esta corriente, que se caracteriza por el desconocimiento de la noción del objeto moral, viene a afirmar que, según los mismos términos de Benedicto XVI: “nada es intrínsecamente malo”, “el bien no existe sino solamente lo mejor relativo, según el momento y las circunstancias” (I, 2).
Finalmente, la tercera etapa consiste en la afirmación de que el magisterio de la Iglesia no sería competente en materia moral. La Iglesia solo podría enseñar infaliblemente en asuntos de fe. Sin embargo, como dice Benedicto XVI, existen “principios morales indisolublemente vinculados a los principios fundamentales de la fe”. Al rechazar el magisterio moral de la Iglesia, se quita a la fe cualquier vínculo con la vida concreta. En definitiva, es la fe la que se vacía de su significado y realidad.
Me gustaría subrayar que, desde el principio de este proceso, lo que está en marcha es la ausencia de Dios. Desde la primera etapa, el rechazo de la ley natural manifiesta el olvido de Dios. De hecho, la naturaleza es el primer don de Dios. De alguna manera, es la primera revelación del Creador. Rechazar la ley natural como base de la moralidad para oponerla a la Biblia manifiesta un proceso intelectual y espiritual que ya está maquinando en la mente. Es la negativa del hombre a recibir de Dios el ser y las leyes del ser que manifiestan su coherencia.
La naturaleza de las cosas, dice Benedicto XVI, es “la obra admirable del Creador, que lleva en sí una ‘gramática’ que indica un propósito y un criterio”. “El hombre también posee una naturaleza que debe respetar y que no puede manipular a su voluntad. El hombre no es solo una libertad que se crea a sí misma. Es espíritu y voluntad, pero también es naturaleza, y su voluntad es justa cuando respeta la naturaleza, la escucha y cuando se acepta a sí mismo por lo que es, que es aceptar que no ha sido creado por sí mismo”. Descubrir la naturaleza como sabiduría, orden y ley lleva a encontrar al autor de ese orden. “¿Realmente carece de sentido pensar si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no supone una Razón Creativa, un ‘Creator Spiritus’?”, pregunta también Benedicto XVI.
Creo, con Joseph Ratzinger, que el rechazo de ese Dios creador ronda desde hace tiempo en el corazón del hombre occidental. Desde mucho antes de la crisis de 1968, ese rechazo de Dios está en marcha.
Pero debemos mostrar con el Papa Benedicto XVI todas las manifestaciones sucesivas. El rechazo de la naturaleza como un don divino deja al sujeto humano desesperadamente solo. Entonces sólo contarán sus intenciones subjetivas y su conciencia solitaria. La moral se reduce a tratar de comprender los motivos e intenciones de los sujetos. Ya no puede guiarlos a la felicidad según un orden objetivo natural que le permita descubrir la bondad y evitar el mal. El rechazo de la ley natural conduce inevitablemente al rechazo de la noción de objeto moral. Por tanto, ya no hay actos objetiva e intrínsecamente malos, siempre y en todas partes, independientemente de las circunstancias.
Ante tal pensamiento, San Juan Pablo II quiso recordar en Veritatis Splendor la objetividad del bien. Benedicto XVI nos deja adivinar el trabajo de colaboración que representó esa encíclica magistral entre el Santo Papa polaco y él mismo, y también muchos otros colaboradores que no pueden reducirse a una escuela de teología en particular.
De ese modo, Veritatis Splendor puede afirmar con fuerza que hay actos “intrínsecamente malos, siempre, y en sí mismos, debido a su objeto, independientemente de las intenciones posteriores de quien actúa y de las circunstancias” (n. 80) porque esos actos están “en contradicción radical con el bien de la persona”.
Me gustaría subrayar con Benedicto XVI que esta afirmación es solo la consecuencia de la objetividad de la fe y, en última instancia, la objetividad de la existencia de Dios. Si Dios existe, si no es una creación de mi subjetividad, entonces hay, en palabras del Papa Emérito, “valores que nunca deben abandonarse” (II, 2). Para la moral relativista, todo se reduce a una cuestión de circunstancias. Nunca es necesario sacrificar la vida por la verdad de Dios, el martirio es inútil. Al contrario, Benedicto XVI afirma que “el martirio es una categoría fundamental de la existencia cristiana. El hecho de que el martirio ya no sea moralmente necesario en esta teoría muestra que es la esencia misma del cristianismo lo que aquí está en juego” (I, 2). En pocas palabras: si ningún valor es tan objetivo como para morir por él, entonces Dios ya no es una realidad objetiva digna de martirio.
En el centro de la crisis de la teología moral, hay pues un rechazo del absoluto divino, de la irrupción de Dios en nuestras vidas que sobrepasa todo, que gobierna todo, que gobierna nuestra manera de vivir. La demonstración de Benedicto XVI es clara y definitiva, y se resume con las palabras del escritor Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Si la objetividad del absoluto divino es cuestionada, entonces las transgresiones más contrarias a la naturaleza son posibles, incluso los abusos sexuales sobre menores. Además, la ideología de 1968 a intentado a veces hacer admitir la legitimidad de la pedofilia. Todavía tenemos en la mano los textos de esos héroes libertarios que se jactaban de amores transgresores con menores. Si cualquier acto moral depende de las intenciones y circunstancias del sujeto, entonces nada es definitivamente imposible y radicalmente contrario a la dignidad humana. Es la atmósfera moral del rechazo a Dios, el clima espiritual de rechazo a la objetividad divina lo que hace posible la proliferación del abuso de menores y la trivialización de actos contrarios a la castidad entre clérigos.
Según las palabras de Benedicto XVI, “un mundo sin Dios solo puede ser un mundo sin significado. ¿De dónde viene todo eso? (...) El mundo simplemente está ahí, no sabemos ni cómo ni si tiene principio ni sentido. A partir de entonces, ya no hay una norma de lo bueno y lo malo, por lo que solo el que es más fuerte que el otro puede autoafirmarse. Entonces el poder es el único principio. La verdad no cuenta, ni siquiera existe” (II, 1). Si Dios no es el principio, si la verdad no existe, solo cuenta el poder. Entonces, ¿quién previene el abuso de ese poder por parte de un adulto sobre un menor? La demostración de Benedicto XVI es clara: “En último análisis, la razón [de los abusos] es la ausencia de Dios”, “solo cuando la fe ya no determina las acciones del hombre dichos crímenes son posibles”.
Después de haber establecido este principio, el Papa emérito muestra las consecuencias. Personalmente, me impresionó mucho el hecho de que, para él, la primera consecuencia se manifiesta en la “cuestión de la vida sacerdotal” (II, 1) y la formación de los seminaristas. Me refuerza en una de las intuiciones fundamentales de mi último libro. Benedicto XVI escribe: “En el contexto de la reunión de los Presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo con el Papa Francisco, la cuestión de la vida sacerdotal y la de los seminarios es de interés primordial”. Señala aquí la consecuencia inmediata del olvido de Dios: la crisis del sacerdocio. Se puede afirmar que los sacerdotes son los primeros afectados por la crisis de la fe y que arrastraron consigo al pueblo cristiano. La crisis de los abusos sexuales es el punto culminante y particularmente repugnante de una profunda crisis del sacerdocio.
¿En qué consiste? Aquí retomamos las palabras del Papa emérito. Hemos visto, durante mucho tiempo, difundirse una “vida sacerdotal” que no está “determinada por la fe”. Ahora bien, si hay una vida que debe ser determinada de manera total y absoluta por la fe, es la vida sacerdotal. Es y debe ser una vida consagrada, es decir, entregada, reservada y ofrecida solo a Dios y totalmente sumergida en Dios. Pero a menudo hemos visto sacerdotes viviendo como si Dios no existiera.
Benedicto XVI cita las palabras del teólogo Balthasar: “No hagamos de Dios un presupuesto” (III, 1). Es decir, no lo conviertas en una noción abstracta. Al contrario, en palabras del Papa Benedicto XVI, “sobre todo, debemos aprender a reconocer a Dios como el fundamento de nuestra vida en lugar de dejarlo de lado como una palabra inoperante” (III, 1).
“El tema de Dios −continúa− parece tan irreal, tan alejado de las cosas que nos preocupan”. En el fondo, con estas palabras, Benedicto XVI describe un estilo de vida sacerdotal secularizado y profano. Una vida donde Dios ocupa a segundo plano. Y da algunos ejemplos. Se ha querido que la primera preocupación de los obispos ya no fuera Dios mismo sino “una relación radicalmente abierta al mundo” (II, 1), dice. Los seminarios se han transformado en lugares secularizados, según Benedicto XVI, cuyo clima “no podía dar apoyo a la vocación sacerdotal”. De hecho, la vida de oración y adoración se descuidó, el significado de consagración a Dios se olvidó. El Papa emérito cita los síntomas de ese olvido: la mezcla con el mundo secular que introduce el ruido y niega el hecho de que todo sacerdote es un hombre separado del mundo por su sacerdocio, apartado por Dios (II, 1). También cita la constitución de clubes homosexuales en los seminarios. Este hecho no es la causa sino señal de un olvido de Dios ya ampliamente instalado. De hecho, los seminaristas que viven abiertamente en contradicción con la moral natural y revelada demuestran que no viven para Dios, que no pertenecen a Dios, que no buscan a Dios. Quizás estén buscando un trabajo, quizás aprecien los aspectos sociales del ministerio. Pero han olvidado lo esencial: un sacerdote es un hombre de Dios, un hombre para Dios.
Quizás lo más serio es que sus maestros no dijeron nada o promovieron deliberadamente la concepción horizontal y mundana del sacerdocio. Como si los obispos y los formadores de los seminarios también hubieran renunciado a la centralidad de Dios. Como si ellos también hubieran puesto la fe en segundo plano, volviéndola inoperante. Como si también ellos hubieran reemplazado la primacía de una vida para Dios y según Dios por el dogma de la apertura al mundo, el relativismo y el subjetivismo. Es sorprendente ver que la objetividad de Dios haya sido eclipsada por una forma de religión de la subjetividad humana. El Papa Francisco habla acertadamente de autorreferencialidad. Creo que la peor forma de autorreferencialidad es la que niega la referencia a Dios, a su objetividad, para mirar solo la referencia al hombre en su subjetividad.
¿Cómo vivir en semejante clima una vida auténticamente sacerdotal? ¿Cómo poner un límite a la tentación del poder? Un hombre que solo se tiene a él como referencia, que no vive para Dios sino para sí mismo, no según Dios sino según sus deseos, acabará por caer en la lógica del abuso del poder y del abuso sexual. ¿Quién pondrá freno a sus deseos, a los más perversos, si solo cuenta su subjetividad? El olvido de Dios abre la puerta a todo abuso. Ya lo habíamos visto en la sociedad. Pero el olvido de Dios se ha metido hasta en la Iglesia, e incluso en los sacerdotes. Inevitablemente los abusos de poder y los abusos sexuales se extendieron entre los sacerdotes. Desgraciadamente hay sacerdotes que prácticamente ya no creen, no rezan, o muy poco, ya no viven los sacramentos como una dimensión vital de su sacerdocio. Se han vuelto tibios y casi ateos. El ateísmo práctico hace la cama a las psicologías de los abusadores. La Iglesia se ha dejado invadir desde hace mucho tiempo por ese ateísmo líquido. No debería sorprendernos encontrar en su seno abusadores y pervertidos. ¡Si Dios no existe, todo está permitido! ¡Si Dios no existe concretamente, todo es posible!
Al respecto, me gustaría recoger la hermosa reflexión del Papa Benedicto XVI a propósito del derecho canónico en general y del derecho penal en particular. En efecto, el derecho canónico es fundamentalmente una estructura que mira a proteger la objetividad de nuestra relación con Dios. Como subraya Benedicto XVI, el derecho debe “proteger la fe, que es también un bien legal” (II, 2). La fe es nuestro primer bien común. Por ella, nos hacemos hijos de la Iglesia. Es un bien objetivo, y el primer deber de la autoridad es defenderla. Ahora bien, como recuerda el Papa emérito, “en la conciencia general que se tiene de la ley, la fe ya no parece tener el rango de un bien que debe ser protegido. Se trata –dice– de una situación alarmante que debe ser seriamente tomada en consideración por los pastores de la Iglesia” (II, 2). Los obispos tienen el deber y la obligación de defender el depósito de la fe católica, la doctrina y la enseñanza moral que la Iglesia ha enseñado siempre y fielmente.
Este es un punto capital. La crisis de los abusos sexuales ha revelado una crisis de la objetividad de la fe que también se manifiesta en la autoridad en la Iglesia. De hecho, al igual que los pastores se niegan a castigar a los clérigos que enseñan doctrinas contrarias a la objetividad de la fe, también se niegan a castigar a los clérigos culpables de prácticas contrarias a la castidad o incluso de abusos sexuales. Es la misma lógica. Es una expresión distorsionada del ‘garantismo’, que el Papa Benedicto define así: “solo los derechos del acusado deben garantizarse, tanto que, de hecho, se excluye toda condena” (II, 2).
Nos encontramos de nuevo con la misma ideología. El sujeto, sus deseos, sus intenciones subjetivas, las circunstancias se convierten en la única realidad. La objetividad de la fe y de la moral pasa a segundo plano. Tal idolatría del sujeto excluye de hecho toda pena o castigo, tanto por los teólogos heréticos como por los clérigos abusadores. Cuando se rechaza considerar la objetividad de los actos, como señala Benedicto XVI, se abandona a los “pequeños” y a los débiles a los delirios de todo poder de los verdugos. Sí, por la llamada misericordia, hemos abandonado la fe de los débiles y los pequeños. Les dejaron en manos de los intelectuales que jugaron a la idea de deconstruir la fe con sus teorías confusas que rechazaron condenar. Del mismo modo, fueron abandonadas las víctimas de los abusos. Hemos olvidado condenar a los abusadores, a los verdugos de la inocencia y la pureza de los niños, y algunas veces de los seminaristas o religiosas. Todo esto bajo el pretexto de comprender a los sujetos, rechazando la objetividad de la fe y la moral. Creo que condenar e imponer una pena, tanto en el orden de la fe como en el de la moral, es una prueba de gran misericordia por parte de la autoridad.
Como subraya Benedicto XVI, los abusos sexuales son objetivamente un “delito contra la fe”. Esta calificación, dice, no es “un paso sino una consecuencia de la importancia de la fe para la Iglesia. En realidad, es importante comprender que dichas transgresiones por parte de los clérigos dañan en última instancia a la fe” (II, 2).
Creo que la actitud de los clérigos que juegan, ya sea con la fe de los fieles o con su vida moral, con sentimiento de impunidad, es el verdadero clericalismo. Sí, el clericalismo es esa actitud de rechazo a la pena y al castigo en casos de faltas contra la fe y la moral. El clericalismo es la negación de la objetividad de la fe y la moral por parte de los clérigos. ¡El clericalismo que el Papa Francisco nos llama a erradicar consiste en definitiva en ese subjetivismo impenitente de los clérigos!
Me queda abordar una última consecuencia del olvido de Dios y de la objetividad de la fe. Si la fe ya no moldea nuestro comportamiento, entonces la Iglesia es para nosotros no una realidad divina y recibida como un don, sino una realidad que debe construirse de acuerdo con nuestras ideas y nuestro programa. Me sorprendió profundamente y me dolió la recepción del texto de Benedicto XVI por algunos. Se ha dicho que “ese mensaje no es audible”, no es lo que la Iglesia necesita para ser de nuevo creíble. Señoras y señores, la Iglesia no necesita expertos en comunicación. ¡No es una ONG en crisis que necesite volver a ser popular! ¡Su legitimidad no está en las encuestas, está en Dios!
Como dice Benedicto XVI, “la crisis causada por los numerosos casos de abusos cometidos por sacerdotes nos empuja a considerar la Iglesia como algo miserable: algo que ahora debemos volver a controlar y reestructurar ¡Pero una Iglesia hecha por nosotros no puede continuar la esperanza!”. Como señala el Papa emérito, precisamente por haber cedido a la tentación de hacer una Iglesia a nuestra imagen y dejar de lado a Dios, hoy vemos la multiplicación de los casos de abusos. ¡No volvamos a caer en la misma trampa! ¡Los abusos revelan una Iglesia que los hombres querían controlar! Me entristece profundamente cuando leo bajo de la pluma de un teólogo que la Iglesia es culpable de un “pecado colectivo”, o que la Iglesia contribuye a una “estructura de pecado”. La misma religiosa dominica pide un cuestionamiento del “concepto de la verdad” propio de la Iglesia católica. Según ella, la Iglesia debería renunciar a todas sus “pretensiones de ser expertos o cualificados en materia de santidad, verdad y moral”.
Semejante enfoque solo conduce al más puro subjetivismo. Nos remite a la misma causa que produjo la crisis. Porque si no ya se enseña la verdad y la moral, ¿quién puede decir que hay cosas que no se pueden hacer? Una vez más, si Dios no existe objetivamente, si la verdad no prevalece, ¡entonces todo está permitido!
¿Cuál es la vía que nos ofrece Benedicto XVI? Es simple. Si la causa de la crisis es el olvido de Dios, ¡entonces pongamos a Dios de nuevo en el centro! Devolvamos al centro de la Iglesia y de nuestras liturgias el primado de Dios, la presencia de Dios, su presencia objetiva y real. Me impactó especialmente como Prefecto de la Congregación para el Culto Divino un comentario de Benedicto XVI. Afirma que “en una conversación con las víctimas de la pedofilia fue llegando a una creciente conciencia de la necesidad de una renovación de la fe en la presencia de Jesús en el Santísimo Sacramento” y a una celebración de la Eucaristía renovada con más reverencia (III, 2).
Señoras y señores, quiero enfatizar que esta no es la conclusión de un experto en teología, sino la sabia palabra de un pastor que quedó profundamente sobrecogido por las historias de las víctimas de la pedofilia. Benedicto XVI entendió con profunda delicadeza que el respeto por el cuerpo eucarístico del Señor condiciona el respeto por el cuerpo puro e inocente de los niños. “La Eucaristía ha sido devaluada”, dice. Ha aparecido una forma de tratar al Santísimo Sacramento que “destruye la grandeza del misterio”. Con el Papa emérito, estoy profundamente persuadido de que si no adoramos el cuerpo eucarístico de nuestro Dios, si no lo tratamos con un temor alegre y lleno de reverencia, entonces nacerá en nosotros la tentación de profanar los cuerpos de los niños.
Subrayo la conclusión de Benedicto XVI: “cuando pensamos en la acción que sería necesaria tomar por encima de todo, es evidente que no necesitamos una nueva Iglesia de nuestra invención. Al contrario, lo que se necesita, ante todo, es la renovación de la fe en la presencia de Jesucristo que se nos da en el Santísimo Sacramento” (III, 2).
Entonces, damas y caballeros, para concluir les repito con el Papa Benedicto: sí, la Iglesia está llena de pecadores. Pero no está en crisis; somos nosotros los que estamos en crisis. El diablo quiere hacernos dudar. Quiere hacernos creer que Dios ha abandonado a su Iglesia. No, ella sigue siendo “el campo de Dios. No solo hay cizaña sino también el trigo de Dios. Proclamar estos dos aspectos con insistencia no es una falsa apologética: es un servicio que debe prestarse a la verdad”, dice Benedicto XVI. Lo demuestra su presencia orante y ejemplar entre nosotros, en el corazón de la Iglesia, nos lo confirma en Roma. Sí, hay entre nosotros bellas cosechas divinas.
Gracias, querido Papa Benedicto, por ser, como dice su lema, un cooperador de la verdad, un siervo de la verdad. Su palabra nos conforta y nos tranquiliza. Es un testigo, un “mártir” de la verdad. Le estamos agradecidos.
Fuente: magister.blogautore.espresso.repubblica.it.
Traducción de Luis Montoya.
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