Nos gusta la armonía, ser amados y amar. Valoramos la verdad; al menos, no nos gusta que nos mientan
Comentaba una señora que había pasado una mala racha, que no se reconocía, que ella no era así. En una experiencia de retiro, de reflexión, se dio cuenta del motivo de ese cambio: se había enredado pensando en ella misma, en sus derechos, en su cansancio y en lo poco que era reconocida y valorada que era. Esta actitud, en vez de ayudarle, le estaba hundiendo, le llevaba a estar más triste, ensimismada, infeliz. Ella, que antes disfrutaba preocupándose de los demás, sirviendo, estando en las cosas de los suyos, se encontraba atrapada en una maraña de malas sensaciones, disgustada.
Hoy muchos prometen la felicidad; han surgido miles de nuevos profetas, de salvadores, vendedores de humo, encantadores de serpientes que ofrecen la libertad; que pretenden abrirnos los ojos, romper las cadenas y, lo que logran, es hacerlas más pesadas, enfrentarnos. Ahondan en las heridas para que sangren más. Lo que pretenden ocultamente es avivar el fuego. Crear descontento y malestar: cuanto peor, mejor. Así, van medrando y hacen su agosto.
Todos amamos la paz, valoramos la familia, el hogar. Nos gusta la armonía, ser amados y amar. Valoramos la verdad; al menos, no nos gusta que nos mientan. Queremos que respeten nuestras posesiones, tener trabajo y ganarnos la vida. Educar a los hijos de modo que puedan defenderse en la vida, tener un futuro. Nos gustaría una sociedad justa, en paz, libre. Pues, todo esto el mundo no lo da.
Me llamó la atención la facilidad de mentir de un niño: con una sonrisa inocente, con carita de bueno, con modales humildes, parecía la misma verdad y estaba actuando. El pecado original, la influencia del maligno, los males ejemplos, hacen estragos, incluso en los niños ¡Qué será en los adultos!
Decía Benedicto XVI: "Donde se excluye a Dios de la vida pública, el sentido de la ofensa contra Dios -el auténtico sentido del pecado- desaparece, y cuando se relativiza el valor absoluto de las normas morales se desvanecen las categorías del bien y del mal, junto con la responsabilidad individual". Lamentablemente, estamos observando el todo vale y que, para llamar la atención, se recurre a cosas cada vez más fuertes, más subidas de tono. Pero hay esperanza, siempre que volvamos a Dios. Él es el único salvador, la solución.
La liturgia de hoy nos presenta esta profecía de Jeremías: "Ya llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor –oráculo del Señor–… Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo: Conoced al Señor, pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor –oráculo del Señor–, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados”.
Al leer estas preciosas palabras, podemos pensar que, al profeta ese día le dio un subidón, pero son reales. La Redención ya está hecha. Cristo ha pagado por todos nuestros pecados, nos devuelve nuestra dignidad primera. Basta aceptarla. No hay persona que no esté en proceso de búsqueda, sedienta de amor y de verdad. Esta inquietud puede estar muy escondida, latente, dormida, pero ahí está.
Cuando el corazón está inquieto, buscando, puede dirigirse a fuentes contaminadas, a pozos envenenados. Puede cometer grandes equivocaciones, pero, en el fondo, está buscando el bien, la felicidad. Un día le pregunté a un buen artista cómo se explica el gusto que tienen algunos de tatuar su piel, de cubrir la belleza corporal con una especia de pintada. Me contestó que lo consideran bonito, bello. Sobre gustos no hay nada escrito, se dice.
Incluso los que estropean su vida con las adicciones, las drogas, buscan momentos de felicidad, de evasión, de consuelo. Pero lo hacen en fuentes equivocadas, en cisternas agrietadas, vacías. ¡Qué responsabilidad tenemos de conducirles a la fuente de agua viva para que sacien su sed, para que vivan!
Cuenta el Evangelio: “En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: Señor, queremos ver a Jesús”. Todos le quieren ver, es el único que nos puede traer la paz, el sosiego, el amor.
Decía Unamuno, pensador laico, hombre en búsqueda: “No digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica lo demuestre; digo que lo necesitamos, merezcámoslo o no, simplemente. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin esta todo me es indiferente. Sin ella no existe ya alegría de vivir… Es demasiado fácil afirmar: Hay que vivir, hay que conformarse con esta vida. ¿Y los que no se conforman?”. Jesús es la única solución. Él dice: “Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.