La Iglesia, como Madre, orienta a los cristianos y a las personas de buena voluntad en la actual situación de crisis económica en la que nos encontramos en España
Hace poco más de un mes la Conferencia Episcopal publicó un documento titulado Iglesia, servidora de los pobres. Como todos los que han ido saliendo en estas décadas, se trata de un texto tan lúcido como −es al menos mi impresión− ignorado.
En esta ocasión la Iglesia, como Madre, orienta a los cristianos y a las personas de buena voluntad en la actual situación de crisis económica en la que nos encontramos en España.
Coincide su publicación con la del último informe de la OCDE, según el cual la brecha entre ricos y pobres ha alcanzado su nivel más alto en 30 años. Las instituciones y los teóricos que han manejado los hilos de la economía en estos últimos treinta años no pueden mirar hacia otro lado ante esta realidad, ni tampoco pueden calmar su conciencia con justificaciones estructurales.
Al mismo tiempo, vemos cómo en los últimos tiempos ciertas ideologías populistas han descubierto en los más pobres y necesitados un caladero para llevar a cabo sus posturas socio-políticas que, como se ha visto ya en los lugares donde han triunfado, acaban generalizando el pauperismo. El idealismo y las consecuencias negativas de su planteamiento desaprueban su discurso. Pero el caldo de cultivo en el que surgen esas mismas posturas debería hacernos pensar más.
Los motivos enunciados serían suficientes para animarnos a leer y reflexionar sobre ese texto. Aún habría que añadir otro: el constante interés que el Santo Padre viene poniendo en concienciar a los cristianos para que se sientan más interpelados ante el avance de esa oleada de miseria y penuria que se extiende por el planeta, al tiempo que muchos viven en la abundancia.
Fue en la ladera de un monte, a orillas del lago de Genesareth o Mar de Tiberíades, hace casi dos mil años, donde Jesús pronunció su impresionante Sermón de la Montaña. Palabras que antes nadie se había atrevido a pronunciar. Para unos, escandalosas; para otros, ajenas a la realidad; para todos, un nuevo modo de hablar y pensar. Aquel discurso de hace ya dos mil años sigue siendo novedoso.
Jesús comenzaba su enseñanza con el texto de las Bienaventuranzas, que metían a esa muchedumbre ya desde el mismo inicio en una nueva lógica: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
Dos sorprendentes consideraciones se pueden extraer de este versículo: la primera es que la pobreza nunca es un simple fenómeno material, pues “la pobreza puramente material no salva, aun cuando sea cierto que los más perjudicados de este mundo pueden contar de un modo especial con la bondad de Dios” (Benedicto XVI). La segunda consideración tal vez sea más llamativa: los pobres, y sólo ellos, serán verdaderamente dichosos ya en la Tierra y luego en el Reino de los Cielos. Esto es: no se trata sólo, ni sobre todo, de salir en ayuda de los pobres, sino de entender que han de ser ellos los que nos ayuden a nosotros. “Ellos (los pobres) tienen mucho que enseñarnos… Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos”[1].
Desde el Sermón de la Montaña la Iglesia fundada por Cristo ha mantenido su opción por los pobres. Y lo ha hecho teniendo siempre en cuenta estos dos criterios: que la pobreza espiritual es aún más grave que la material, y ambas han de ser objetivo de toda nuestra solidaridad y esfuerzo[2]; y en segundo lugar que la pobreza es el espejo donde mirarse, el criterio para descubrir si de verdad el progreso en la Historia y en la vida es un progreso real y no más bien un retroceso vestido de progresismo.
Lo que el Señor nos dice en definitiva, y el Magisterio nos recuerda constantemente, es que la pobreza es una de las mejores claves hermenéuticas para valorar la verdad de las obras de Dios. Vienen a mi mente las palabras tantas veces pronunciadas por San Josemaría cuando hablaba de los comienzosdel Opus Dei: “Tenía 25 años, la gracia de Dios, buen humor y nada más. No poseía virtudes, ni dinero. Y debía hacer el Opus Dei... ¿Y sabes cómo pudo? Por los hospitales. Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos, paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas. Aquel Hospital del Rey, donde no había más que tuberculosos, y entonces la tuberculosis no se curaba... ¡Y ésas fueron las armas para vencer! ¡Y ése fue el tesoro para pagar! ¡Y ésa fue la fuerza para ir adelante![3]
Ante las situaciones sociales injustas, la Iglesia tiene el deber y el derecho de pronunciarse. Pensemos que sólo Cáritas atendió en el año 2013 en sus programas a casi 2 millones de personas, y cuenta en la actualidad con más de 71.000 voluntarios, cristianos y no cristianos. Ninguna institución se acerca, ni de lejos, a lo que la Iglesia hace a la hora de ayudar a paliar la pobreza en España y en el Mundo.
Y sin embargo, lo que leemos en esta Instrucción se aleja mucho del triunfalismo, la autocomplacencia o el conformismo.
El espléndido texto de la Conferencia Episcopal –como ya antes el propio Sermón de la Montaña− no es un programa sociopolítico, eso es cierto; y así lo expresan claramente los obispos. Quien quiera ver en este documento, como en otros de esa naturaleza, una intromisión de la Iglesia en materia que no le atañe o en asuntos políticos, es que no entiende nada ni de lo que es la política ni del fin sobrenatural de la Iglesia, que alcanza a todos los hombres que viven en una sociedad.
Dicho esto, “sólo donde la gran orientación que (la Iglesia) nos da se mantiene viva en el sentimiento y en la acción, sólo donde la fuerza de la renuncia y la responsabilidad por el prójimo y por toda la sociedad surge como fruto de la fe, sólo allí puede crecer la justicia social” (Benedicto XVI).
El documento de la Conferencia Episcopal hace en primer lugar un diagnóstico muy esclarecedor de la actual situación social. Pero no se queda ahí. Luego pasa a enumerar los principios de la Doctrina Social de la Iglesia que iluminan esa realidad y ofrece su propuesta desde la fe. Finalmente, ayuda a comprender los factores que están en el origen de la crisis que vivimos.
Tal vez sea en este último aspecto −los factores que explican la crisis− donde el documento llega, a mi entender, a su culmen. Hilbanamos a continuación algunas de las afirmaciones que se hacen en el texto, que dan idea de su relevancia; aunque no dejamos de animar a hacer una lectura calmada y profunda de todo el documento:
− “En el origen de la actual crisis económica hay una crisis previa: la negación de la primacía del ser humano. Esta negación es consecuencia de negar la primacía de Dios en la vida personal y social… El hombre no puede ser considerado como un simple consumidor, capaz de alimentar con su voracidad creciente los intereses de una economía deshumanizada. Tiene necesidades más amplias” (n.15).
− “Urge recuperar una economía basada en la ética y en el bien común por encima de los intereses individuales y egoístas… preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas” (n. 16).
− “La técnica no es la medida de todas las cosas, sino el ser humano y su dignidad… resultan difíciles de justificar apuestas educativas que privilegian lo científico y lo técnico en detrimento de contenidos humanistas, morales y religiosos que podrían colaborar en la solución” (n. 18).
− “La crisis no ha sido igual para todos. De hecho, para algunos, apenas han cambiado las cosas. Todos los datos oficiales muestran el aumento de la desigualdad y de la exclusión social” (n. 19).
− “Tanto el diagnóstico explicativo de la crisis como las propuestas de solución provenientes de la política económica se nos han presentado en un marco de funcionamiento económico inevitable, cuando, en realidad, ha sido el comportamiento irracional o inmoral de los individuos o las instituciones la causa principal de la situación económica actual” (n. 20).
− “Es la nueva versión del becerro de oro, del fetichismo del dinero, la dictadura de una economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La realidad ha puesto ante nuestros ojos la lógica económica en su dimensión idolátrica” (n. 21).
− “Se dice que la economía tiene su propia lógica que no puede mezclarse con cuestiones ajenas, por ejemplo, éticas. Ante afirmaciones como ésta es necesario reaccionar recuperando la dimensión ética de la economía, y de una ética amiga de la persona, pues la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del mercado” (n. 22).
Creo que estas afirmaciones deberían ser suficientes, repito, para hacernos pensar y reconsiderar nuestro modo de obrar ante un asunto tan importante que a todos nos atañe.
Sin duda hemos de agradecer el tremendo esfuerzo que tanto las instituciones como las personas, de toda confesión o creencia, están poniendo para paliar esta crisis. Sobre todo la institución familiar. La familia, aclaran los obispos, ha sido la gran valedora social en estos años en la misma medida en la que se le ha atacado y se le sigue atacando de un modo tan paradójico como intolerante.
Pero estamos sentados aún sobre la hierba, en aquel monte junto al lago, escuchando a Jesús. Nuestra anestesiada conciencia está como cubierta por una cataplasma de riqueza, comodidad e individualismo, que actúa de cloroformo. Tal vez sea hora de salir de ese sopor.
Las palabras de Jesús han ayudado durante siglos a muchos a vivir la verdadera benevolencia, a tener el corazón grande para las necesidades de los demás, a hacer ese “poco más” que la conciencia nos pide.
Aquel discurso no ha parado de dar frutos abundantes. Y así será siempre. La Instrucción “La Iglesia, servidora de los pobres” es un eco del monte de las bienaventuranzas que, en el contexto que nos encontramos, hemos de escuchar claro y fuerte.
Antonio Schlatter Navarro
[1] Evangelii Gaudium, n.198.
[2] “¡El Evangelio es para todos! Esto de ir a los pobres no significa que tengamos que hacernos "pauperistas" o una especie de ‘mendigos espirituales’. No, no, no significa esto. Significa que debemos ir hacia la carne de Jesús que sufre; pero también sufre la carne de Jesús en aquellos que no le conocen con su estudio, con su inteligencia, con su cultura. ¡Debemos ir allí! Por eso me gusta usar la expresión "ir a las periferias", las periferias existenciales. A todos, a todos ellos, desde la pobreza física y real a la pobreza intelectual, que es real también. Todas las periferias, todos los cruces de caminos: ir ahí. Y ahí sembrar la semilla del Evangelio con la palabra y con el testimonio” (Papa Francisco, Discurso a la Asamblea diocesana de Roma, 17-VI-2013).
[3] Apuntes de una tertulia, Tabancura 2 de julio de 1974.Ya en la Instrucción del 8 de diciembre de 1941 escribía: “El Opus Dei nació entre los pobres de Madrid, en los hospitales y en los barrios más miserables: a los pobres, a los niños y a los enfermos seguimos atendiéndolos. Es una tradición que no se interrumpirá nunca en la Obra, porque siempre habrá pobres −también pobres de espíritu, que no son los menos necesitados− y niños y enfermos: en las catequesis, que sostenemos en las parroquias más menesterosas, y en las visitas a los pobres de la Virgen”.
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