ZENIT.org (entrevista de Antonio Gaspari)
Durante más de treinta años instituciones internacionales, economistas de fama, politólogos y expertos han señalado al crecimiento de la población y de las familias como la mayor amenaza contra el desarrollo y el medio ambiente natural. El crecimiento demográfico fue definido como más amenazador que la bomba atómica. Por este motivo, libros como La bomba demográfica de Paul Ehrlich fueron impresos en varios idiomas y difundidos en el mundo entero.
Hoy, en medio de un invierno demográfico que no tiene precedentes en la historia de la humanidad, con la fertilidad femenina reducida al mínimo, el Pontífice Benedicto XVI, premios Nobel de economía, economistas y demógrafos explican que las políticas malthusianas de reducción de los nacimientos han provocado un verdadero desastre, económico y civil, del que sólo se podrá salir redescubriendo una cultura de la acogida a la vida naciente y un apoyo a las familias basadas en el matrimonio entre un hombre y una mujer.
Para intentar comprender y profundizar un debate de grandísima actualidad, ZENIT ha entrevistado al profesor Tommaso Cozzi, de la Facultad de Ciencias de la Formación de Economía y Gestión de Empresas de la Universidad de Bari, además de cotitular, en la misma facultad, del Módulo de enseñanza europea Jean Monnet sobre Ampliación para el desarrollo económico y social de la UE.
En la Caritas in veritate el Pontífice Benedicto XVI afirma que no puede haber desarrollo sin crecimiento demográfico y respeto por la vida naciente y la familia natural. Y sin embargo desde principios de los 70, el pensamiento dominante en las instituciones internacionales ha sido el malthusiano, según el cual el desarrollo pasaba por una reducción y selección de los nacimientos y una subversión de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. ¿Usted qué piensa?
En primer lugar debo expresar mi admiración por la claridad e inmediatez del pensamiento de Benedicto XVI. Me parece no sólo valiente, sino sobre todo fundado en el sentido ético y científico, afirmar sin rodeos que los Gobiernos y los organismos internacionales pueden entonces olvidar la objetividad y la 'indisponibilidad' de los derechos. Cuando esto sucede, el verdadero desarrollo de los pueblos se pone en peligro. Comportamientos similares comprometen la autoridad de los Organismos internacionales, sobre todo a los ojos de los países mayormente necesitados de desarrollo. Estos, de hecho, requieren que la comunidad internacional asuma como un deber ayudarles a ser 'artífices de su propio destino'. O sea, a asumir a su vez deberes. La participación en los deberes recíprocos moviliza mucho más que la reivindicación de los derechos. La concepción de los derechos y de los deberes en el desarrollo debe tener en cuenta también las problemáticas conectadas con el crecimiento demográfico. Se trata de un aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque concierne a los valores irrenunciables de la vida y de la familia. Considerar el aumento de la población como causa primera del subdesarrollo es incorrecto, también desde el punto de vista económico: baste pensar, por una parte, en la importante disminución de la mortalidad infantil y a la prolongación de la vida media que se registran en los países económicamente desarrollados; por otra, a los signos de crisis relevantes en las sociedades en las que se registra una preocupante caída de la natalidad.
Me limitaré a decir que el punto de vista malthusiano, además de equivocado desde el punto de vista económico, ha sido desmentido por la historia y me parece que hay aún en curso una amplia manipulación de conveniencia al referirse a teorías y modelos ampliamente superados y desmentidos por otros estudios, que verdaderamente han marcado la ciencia económica (Keynes, Mill, etc.).
La economía es una parte de la multiforme actividad humana y en ella, como en cualquier otro campo, vale tanto el derecho a la libertad como el deber de hacer un uso responsable de ella. Así como sucede para la vida naciente: vale el derecho a la libertad de engendrar, pero también el deber de hacer un uso responsable de la paternidad. Si en estos dos ámbitos, economía y vida, no se interpretan de modo integrado, sino que se produce una contraposición, el destino de la humanidad estará marcado.
Fin de la vida, fin de la economía. ¿Quién consumirá, quién producirá, quién usará bienes, instrumentos, tecnología? ¿Quién generará innovación? ¿Quién guiará la lucha contra las enfermedades, las discriminaciones, el empobrecimiento cultural si afirmamos que el hombre es el mal de la sociedad y como tal es mejor reducir su número? Analizando los puntos de vista neomaltusianos, me parece entrever una sibilina dictadura sobre la humanidad.
Es importante notar que hay diferencias específicas entre estas tendencias de la sociedad moderna y las del pasado incluso reciente. Si en un tiempo el factor decisivo de la producción era la tierra y más tarde el capital, entendido como masa de maquinarias y de bienes instrumentales, hoy el factor decisivo es cada vez más el propio hombre, es decir, su capacidad de conocimiento que surge mediante el saber científico, su capacidad de organización solidaria, su capacidad de intuir y satisfacer la necesidad del otro, satisfaciendo al mismo tiempo su misma necesidad de donación y por tanto de felicidad.
Pero si impedimos al hombre ser, ¿cómo podremos llevar a cabo estos procesos? Probablemente serán igualmente desarrollados, pero por parte de unos pocos que decidirán por todos. Hay que destacar, además, que, de hecho, hoy muchos hombres, quizás la gran mayoría, no disponen de instrumentos (tecnologías) que permitan entrar de modo efectivo y humanamente digno dentro de un sistema de empresa, en el que el trabajo ocupa un lugar verdaderamente central.
Ellos no tienen la posibilidad de adquirir los conocimientos básicos (técnicas y métodos de los saberes) que les permitan expresar su creatividad y desarrollar sus potencialidades, y tampoco de entrar en la red de conocimientos e intercomunicaciones, que permitiría ver apreciadas y utilizadas sus cualidades. Es una manera de desactivar la humanidad. Estos, si no directamente explotados, son ampliamente marginados, y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, sobre sus cabezas, cuando no restringe incluso los espacios ya angostos de sus antiguas economías de subsistencia.
Incapaces de resistir a la competencia de las mercancías producidas de modos nuevos y en territorios emergentes (en los cuales a su vez se asiste al abuso exasperante de las tecnologías totalmente en detrimento de la humanización del trabajo), que antes solían afrontar con formas organizativas tradicionales, seducidos por el esplendor de la opulencia ostentosa pero inalcanzable para ellos y, al mismo tiempo, obligados por la necesidad, estos hombres llenan las ciudades del Tercer Mundo, donde a menudo son culturalmente desarraigados y se encuentran en situaciones de violenta precariedad, sin posibilidad de integración y de desarrollo de vínculos afectivos familiares; sin la posibilidad de engendrar nueva vida mirando al futuro con esperanza.
La cooperación internacional necesita personas que compartan el proceso de desarrollo económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia, del acompañamiento, de la formación y del respeto. Desde este punto de vista, los mismos organismos internacionales deberían interrogarse sobre la eficacia real de sus aparatos burocráticos y administrativos, a menudo demasiado costosos. Creo que estas afirmaciones del Papa no necesitan ser comentadas.
¿Por qué más familias y más hijos son una condición económica para suscitar desarrollo y progreso?
Creo que en la subvaloración (o devaluación) del rol de la familia se está cometiendo un grave error de perspectiva; un error que los economistas definen como falta de visión. Este error consiste en la incapacidad (o más bien en la falta de voluntad) de aprehender lo esencial de lo que la familia significa desde el punto de vista antropológico, social y económico.
En primer lugar, la familia representa el ambiente natural en el que se desarrollan el equilibrio y la estabilidad psicológica, emotiva, afectiva; la capacidad de agregación y relación con otras personas; el conocimiento de las dinámicas que sobreentienden el respeto de las reglas y de la dinámica derechos-deberes; el desarrollo de los procesos motivacionales en las elecciones que cada persona realizará en el arco de su propia vida.
Naturalmente esto presupone dos condiciones: 1) que se haga referencia a una familia heterosexual sacramentalmente fundada e institucionalizada para que la Gracia pueda actuar; 2) que cada componente de la familia, en primer lugar los padres, asuma la responsabilidad del papel que ellos mismos han asumido, de ser padres y madres, pero antes aún, de ser hombres y mujeres en el sentido pleno de tales acepciones.
Esta última afirmación la considero fundamental: de hecho no es suficiente que exista una familia formalmente individuada como tal. Es indispensable que el núcleo familiar ponga sobre la mesa todos los recursos y las potencialidades de las que, también por naturaleza, es capaz. Me refiero a la capacidad de abrirse al otro, en primer lugar al cónyuge y al mismo tiempo a los hijos; me refiero a la capacidad de poner en juego los talentos que en otros campos (por ejemplo el trabajo), se despliegan de forma copiosa, pero que en la familia, a veces, parecen esterilizarse de improviso.
Es muy fácil que, si se asume una idea plástica de familia que no se encarna en el otro y por el otro, se viva la que una novela reciente ha definido como la soledad de los números primos, números cercanos pero que no se tocan nunca; personas que viajan por la misma vía pero que no se encuentran nunca; universos implosionados que no sólo no se encuentran, sino que son incapaces de abrirse al mundo.
Si las familias no funcionan, se bloquean los mecanismos elementales de las dinámicas civiles; las relaciones sociales se convierten en problemáticas. El paradigma es sencillo: las leyes físicas gobiernan el orden natural, mientras que el orden social puede ser sostenido por la fuerza moral.
El sistema de valores, o moral, se modela y se aprende en primer lugar en la familia. De esta orientación brotan, en consecuencia, las elecciones efectuadas por cada uno en el día a día, también las de carácter económico. ¿Cuál es el proceso que conduce al consumidor a efectuar una elección de tipo comercial? ¿Cuál es el análisis que cada uno de nosotros lleva a cabo cuando debe decidir si y qué comprar, o bien debe decidir cómo establecer su relación con el dinero? Si analizamos qué está en la base de las elecciones, encontraremos el sistema de valores, y, efectuando el camino retrospectivo, llegaremos al punto cero: la familia.
¿Por qué el aborto, la contracepción, la limitación de los nacimientos y el divorcio limitan el desarrollo económico y social de las civilizaciones?
Lentamente se abre camino, entre sociólogos, economistas, psicólogos, antropólogos, la idea de que el matrimonio y la familia constituyen los fundamentos no sólo del éxito individual, sino también de una sociedad orientada hacia valores positivos y de bien común.
La antropóloga Margaret Mead (cfr. investigación elaborada por los educadores Alan y June Saunders con el título: La centralidad del matrimonio y de la familia en la creación de un mundo de paz) afirmó recientemente: Por más atrás que nuestro conocimiento pueda llevarnos, los seres humanos han vivido en familias. No conocemos un periodo en el que no fuera así. Sabemos que ninguna persona ha conseguido durante mucho tiempo disolver la familia o abolirla... Una y otra vez, a despecho de propuestas de cambio y experimentos reales, las sociedades humanas han reafirmado su dependencia de la familia como la única realidad básica del vivir humano la familia compuesta por padre, madre e hijos.
El deterioro de la familia contribuye al ocaso de la sociedad. Datos aplastantes confirman que la familia compuesta por un padre, una madre e hijos biológicos, que viven juntos y que se implican positivamente en sus mutuas vidas, representa la condición óptima para la flexibilidad y el éxito de la generación futura.
Los niños que viven con un solo padre tienen más problemas emotivos y de comportamiento respecto a los niños que viven en las familias tradicionales, compuestas por dos padres. Los niños de padres separados y de familias alargadas muestran más síntomas de agresión, usan alcohol u otras drogas, desarrollan un comportamiento criminal, problemas psicológicos, como la depresión, la poca autoestima y pensamientos suicidas.
Incluso pasar el tiempo en casa de un solo padres es un factor de riesgo: Los niños que pasan tiempo o todo el tiempo en casa de un solo progenitor están expuestos a un alto riesgo de obtener malos resultados respecto a la esfera comportamental y cognitiva, los que se crían en casa de un solo padre se encuentran siempre, desde el nacimiento, con más riesgo... Comparados con los niños que crecen junto a sus padres, tienen un alto nivel de problemas ligados al comportamiento y puntuación baja en los tests cognitivos (cfr. Waite-Gallagher The case of Marriage Istitute of American Values).
Hasta mitad de los años 80 los aspectos intra familiares y de género de la distribución de la renta y del desarrollo económico no habían recibido atención suficiente en las decisiones de política económica. En la última década, gracias en parte a la teoría económica y a la mejora de la calidad de los datos microeconómicos, la importancia de conocer más profundamente los aspectos ligados a la asignación del poder y de los recursos dentro de la familia ha sido cada vez más reconocida.
En el ensayo A Treatise on the Family G.S.Becker, por ejemplo, describe la familia y su producción cotidiana de bienes desde la asistencia a la infancia a la preparación de las comidas como "una pequeña empresa" que produce "bienes esenciales". Dentro de este modelo, considera predecibles los cambios experimentados dentro de la estructura familiar en lo que respecta a la distribución del tiempo, el número de hijos, la elección de la educación, la frecuencia de los divorcios, etc.
Respecto al análisis basado sobre la tradicional dicotomía trabajo/tiempo libre, el modelo de Becker proporciona una teoría general para la distribución del tiempo por parte de las familias, como la que ejemplifica en el ensayo A Theory of the Allocation of Time ("Una teoría de la distribución del tiempo", 1965).
Cuando los salarios reales crecen, paralelamente a la posibilidad de sustituir, en los trabajos domésticos, el capital al trabajo manual, se convierte cada vez en más anti-económico que uno de los miembros de la familia se dedique totalmente a cualquier forma de trabajo doméstico, por ejemplo al cuidado de los niños.
En consecuencia, algunas funciones sociales y económicas atribuidas antes a las familias se transfieren a otras instituciones, como empresas, escuelas y otros entes públicos.
En su artículo An Economic Analysis of Marital Instability ("Un análisis económico de la inestabilidad matrimonial", de E.M. Landes y R.T. Michael, 1977), Becker hipotiza que estos procesos explicarían no sólo la mayor implicación de las mujeres casadas en ocupaciones fuera del hogar, sino también el creciente recurso al divorcio. Éste es uno de los típicos errores de perspectiva o de visión. El problema se traslada de la interpretación del sentido del matrimonio y de la familia, a las puras dinámicas de tipo económico.
Según el pensamiento liberal, el capital humano y social están en la base de toda economía que se desarrolla. Pero en la doctrina social de la Iglesia católica, la vida y la familia tienen un valor que va más allá del capital, y por ello se augura una participación fraterna de los problemas, señalando al desarrollo como una vocación que se realiza a través de la creación de una civilización del amor. ¿Puede ilustrarnos el paso de la concepción liberal de la persona y de la familia a la concepción católica?
En la sociedad de consumo, la comunidad no existe. En ella los miembros constituyen una entidad más parecida a un enjambre que a un grupo. Cada elemento del enjambre repite individualmente los movimientos de los demás, desde el principio hasta el final. El intercambio, la cooperación, la complementariedad típicas de una comunidad de disuelven míseramente en favor de una simple proximidad física y de una dirección general de movimiento.
En los templos del consumo no se lleva a cabo una interacción, sino acción pura y simple. La cooperación no se requiere, no es necesaria, es decididamente superflua. El enjambre de consumidores está, en su constitución, muy lejos de la idea de una totalidad o de una congregación; es más bien una masa multiforme.
El interés personal prevalece sobre todo; llegar antes que nadie a la conquista del último ejemplar del producto en oferta representa un éxito sin igual; tener la exclusiva sobre un producto es un factor de orgullo, que alimenta la propia autoestima, que permite mostrar la propia superioridad respecto al resto del enjambre. Parece útil, a este punto, retomar la idea de capital social en términos colectivistas, tal y como propone el sociólogo Robert Putnam (1993). Putnam define el capital social como la confianza, las normas que regulan la convivencia, las redes de asociacionismo cívico, elementos que mejoran la eficiencia de la organización social promoviendo iniciativas tomadas de común acuerdo.
La familia tiene en sí misma las potencialidades y los recursos que no tiene ninguna otra agencia. Es una fuerza sistémica y debería usar su poder de fuerza propositiva de valores: valores de la vida, de la solidaridad, de la gratuidad, de la participación, que son valores humanizadores para toda la sociedad.
La familia detenta una subjetividad social que no le deriva de otros, porque está inscrita en su naturaleza y es fruto de esas relaciones que están al origen de la sociedad.
Y, precisamente por esto, tiene la capacidad de redefinir los procesos de socialización del individuo, incidiendo sobre los fenómenos que pueden llevarle a su empobrecimiento o incluso al anonadamiento. Y se muestra que la diferencia entre lo que existe y lo que debería ser es aún muy amplio. Las políticas familiares están aún en los comienzos.
Las diversas políticas, como se han concebido hasta hoy, se dirigen más a las necesidades de un individuo considerado como destinatario único de las diversas intercesiones del Estado del bienestar. Un individuo solo, prescindiendo del contexto en el que vive, de su hábitat familiar, de sus relaciones y redes de referencia.
Es distinto hablar de tiempos de trabajo pensando sólo en la productividad, que pensar en la productividad teniendo en cuenta al mismo tiempo los tiempos de las familias, los tiempos destinados a las necesidades de relación entre padres e hijos. Un capital social semejante no es tanto un recurso que encontrar en las relaciones sociales, sino más bien un recurso que nace de las relaciones sociales.
La familia, por tanto, es lo específico del don, del amor, de la afectividad, todas ellas características que la hacen ser típico del capital social: una relación entre miembros distintos (géneros y generaciones) de la familia que valora la relación misma, produciendo concretamente cuidado, tutela del menor o de quien está en dificultad, acción de crecimiento económico, don, acogida, educación, solidaridad... Parece invertir la óptica de quien adopta un punto de vista individualista.
Las definiciones de capital social propuestas por quienes siguen esta postura tienen como protagonistas a los individuos y las competencias y las capacidades relacionales que éstos poseen. La relación que se establece entre la familia y la vida económica es particularmente significativa.
Por una parte, de hecho, la economía nació del trabajo doméstico: la casa ha sido durante largo tiempo, y aún sigue siendo, unidad de producción y centro de vida. El dinamismo de la vida económica, por otra parte, se desarrolla con la iniciativa de las personas y se realiza, en círculos concéntricos, en redes cada vez más amplias de producción y de intercambio de bienes y de servicios, que implican de manera creciente a las familias.
La familia por tanto debe ser considerada, por propio derecho, como una protagonista esencial de la vida económica, orientada no por la lógica del mercado, sino por la del compartir y por la de la solidaridad entre generaciones. Una relación totalmente particular liga la familia al trabajo.
El trabajo es esencial en cuanto que representa la condición que hace posible la fundación de una familia, cuyos medios de subsistencia se adquieren mediante el trabajo. La aportación que la familia puede ofrecer a la realidad del trabajo es preciosa, y en muchos sentidos, insustituible.
El título del Mensaje de la Conferencia Episcopal Italiana para la 32 Jornada Nacional por la vida (7 de febrero de 2010) es La fuerza de la vida, un reto en la pobreza, pero según lo que usted sostiene, podría ser La fuerza de la vida para vencer la pobreza. ¿Es así?
Partiría del comentario de un acontecimiento reciente que, aparentemente, no tiene nada que ver con el tema de la próxima jornada de la vida. Me refiero a la reciente cumbre de Copenhague sobre el clima. Planteo algunas preguntas: ¿Occidente está verdaderamente interesado en resolver los problemas del planeta? En el centro de las discusiones ¿estaba realmente la necesidad de defender la vida y la humanidad? Stilwell, del Institute for Governance and Sustainable Development, afirmó que las negociaciones no han contemplado la posibilidad de conjurar el cambio climático, sino que han sido solo una batalla indirecta para apropiarse de un recurso inestimable: el derecho a tener un cielo.
Y aún más, A. Njamnshi, del Pan African Climate Justice Alliance, declaró: No se puede afirmar la propuesta de una solución al cambio climático si dicha solución comporta la muerte de millones de africanos, y si quienes pagan por el cambio climático son los pobres y no los responsables de la contaminación.
En el documento de la CEI para la próxima Jornada de la Vida, se ponen de manifiesto, entre otros, dos conceptos: el de la participación y de la capacidad de cuidarnos unos de otros, y el de la necesidad de ser solidarios con esas madres que, asustadas por el espectro de la recesión económica, pueden verse tentadas a renunciar o a interrumpir el embarazo.
¿Qué es la fuerza de la vida? Es, en primer lugar, creer en la capacidad de las vidas ya existentes (las de los hombres y sobre todo las de las mujeres que habitan el planeta y que encontramos en nuestro día a día) de ser naturalmente llevadas a engendrar vida para regenerar la humanidad.
Pero esta orientación, ya inscrita en la conciencia humana, queda sólo como una aspiración si no somos capaces, en la práctica, de compartir bienes materiales y morales, si no somos capaces de cuidarnos unos de otros, diría de compadecerse (padecercon los demás); en una palabra, si no somos solidarios.
Estas actitudes permiten a la vida tener fuerza para vencer la pobreza material, pero también la pobreza interior que en muchos casos es hija de la primera. Es necesario pensar en la vida naciente y en la vida que se extingue en su ciclo vital natural, mirando en primer lugar a la vida que ya existe, en la vida que está ya presente en nosotros y entre nosotros.
No se trata sólo de alcanzar el bienestar, sino en primer lugar de interpretar qué se entiende con ese término. Estar bien (bien-estar) significa reforzar en sentido moral y material cuanto ya está presente en nuestra sociedad, pero que no es compartido y solidarizado entre todos, o sea, permitir proveerse a uno mismo y a los seres queridos de una casa; poseer cuanto es necesario para el sustento, los cuidados médicos, la instrucción, la realización en el propio ámbito de trabajo.
A los jóvenes les ofrece la seguridad de poder construir una nueva familia. El bienestar económico, así entendido, va acompañado de una vida sobria. La sobriedad, si es redescubierta en el ámbito familiar, significa volver a centrar la atención en la vida de relaciones más que en los bienes de consumo.
Allí donde la sobriedad no se vive, la calidad de la vida y la de las relaciones interpersonales resultan fácilmente influenciadas por excesos de arribismo, de apego a los bienes, de competitividad desde los primeros años de estrés de consumo, de frustración por sentido de inadecuación a las expectativas y por tanto por el empobrecimiento de las personas y la falta de confianza en la vida actual, en la futura que engendrar, en las que se están acabando tras haber empleado la fuerza de que eran capaces y sobre la que se funda la sociedad contemporánea.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
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