Confieso que la sospecha sistemática me produce cansancio. Hay que desembarazarse de prejuicios, sólo puede haber verdadero diálogo cuando atendemos a las razones y no tanto a quién dice qué
La ley que más usamos, la más democrática de todas, es la ley natural
El rechazo de la ley natural excluye los principios que permiten distinguir leyes y procedimientos justos e injustos
No todas las leyes están escritas en un pesado tomo de hojas amarillentas, ni se expresan siempre en artículos como los que leemos en el BOE o en el Código Penal. La ley que con más frecuencia usamos, la más democrática de todas, es la ley natural. Así lo explica la Profesora de Ética de la Universidad de Navarra, Ana Marta González.
Aunque la ley natural no está escrita en un código, por sí misma está llamada a inspirar las legislaciones positivas. Se trata de una mentalidad formada a partir de unas intuiciones morales básicas de las que vamos sacando conclusiones para dirigirnos en la vida. A veces sacamos conclusiones acertadas, y otras veces no tanto. Eso no convierte la ley natural en un asunto puramente subjetivo o privado, precisamente porque esos principios son comunes a todos, más allá de las diferencias que percibimos entre unos y otros.
A lo largo de la historia, la convicción de que la común humanidad ofrece razones relevantes para la ética y el derecho, se ha expresado de diversas maneras. Hoy suele reflejarse en el lenguaje de los derechos humanos; en contra de lo que a veces se argumenta, los derechos humanos no son simplemente un producto occidental. Aunque su formulación histórica haya tenido lugar en Occidente, los contenidos a los que apuntan recogen valores universales. De su reconocimiento depende, en buena parte, el respeto a la dignidad humana. De aquella universalidad y de ese respeto nos habla también la ley natural, que es, con diferencia, la teoría ética más recurrente, a la hora de expresar la existencia de unos principios morales universales.
Más allá de las controversias académicas, la referencia tanto a una ley natural como a los derechos humanos recoge una idea fundamental: hay criterios morales que preceden a nuestros acuerdos convencionales, que son anteriores a nuestras diferencias de credo, cultura, nación o partido. Hablar de ley natural nos remite a unos principios morales básicos, cuya vigencia no depende de ninguna autoridad política o eclesiástica, pues precede a ambas. Podríamos decir que la ley natural la llevamos puesta, por el hecho de ser humanos. Precisamente por eso, la ley natural es más democrática que la misma democracia, y constituye la base para un auténtico diálogo de civilizaciones.
¿Por qué hay entonces tantas ideas distintas de la moral?
Porque la ley natural es un principio muy básico: Haz el bien y evita el mal, en eso estamos todos de acuerdo, porque somos seres morales por naturaleza. El problema viene cuando eso tan general se concreta en situaciones distintas: de lugar, de cultura, de tiempo. Acertar, en la práctica, no es cuestión de fórmulas hechas, es cuestión de meter cabeza, de ponderar los bienes que están en juego. Y ahí podemos equivocarnos de muchas maneras. Pero, en lo fundamental, estamos más de acuerdo de lo que parece.
La mayor parte de nuestros desacuerdos morales no se refieren a la ley natural sino a su materialización práctica en circunstancias determinadas. No discutimos si es bueno ser justos o no. Discutimos sobre la justicia de esta operación financiera, de esta reducción de plantilla Tampoco ponemos en duda el derecho de ciudadanía, sino los criterios que, en un determinado momento, definen la condición de ciudadano... Entramos entonces en terrenos más complejos, en los que, llevados por nuestros intereses, podemos engañarnos a nosotros mismos con bastante facilidad. La ley natural no ofrece una fórmula mágica para solucionar todos problemas. Sencillamente, nos impulsa a obrar con rectitud, sin perder de vista los bienes comprometidos en nuestros actos. En esta tarea de discernimiento no estamos solos; los demás, con sus críticas y objeciones, nos advierten acerca de las cosas que, por inclinación personal, tendemos a olvidar.
Este razonamiento es más evidente en el ámbito privado, pero ¿cómo se aplica esto a los asuntos de la vida pública?
La ley natural no hace superflua ¡al contrario!- la discusión racional sobre los asuntos que nos conciernen a todos, porque afectan tarde o temprano a la calidad de la convivencia. En este sentido, es lamentable el bajo nivel del debate político y social, donde las razones quedan sistemáticamente sepultadas bajo la demagogia y las estrategias de manipulación. Si en cualquier controversia somos capaces de prescindir de lo que suene a ofensa personal hasta descubrir la parte de razón que tienen los demás, nuestra percepción moral se hace más fina y más justa, quedamos en mejores condiciones para obrar bien porque lo que pide la ley natural es obrar conforme a la razón. Por eso hay que apostar por la razón, pero una razón en guardia contra sus propias debilidades.
Si la ley natural no está en un código, ¿dónde miro para acertar con mis decisiones?
En moral no hay expertos, salvo los que obran bien, y esos normalmente no salen en los periódicos. Aristóteles sugería mirar al hombre bueno. Hay más de los que parece. Pero también disponemos de un criterio negativo: siempre que alguna conducta nos parece reprobable, es porque consideramos que se ha dejado de lado un bien que debería haberse tenido en cuenta cuando no se ha atentado de manera flagrante contra él.
La ley natural opera en nuestros juicios de conciencia cuando reprobamos la conducta de un estafador, o de un matón. En esos casos damos por hecho que estafar o amenazar está mal. Y todos estamos de acuerdo en eso. El problema está en que algunos problemas morales son bastante complejos, y para estar a su altura, el juicio de conciencia debe refinarse. Por eso, insisto, necesitamos a los demás, su experiencia moral, para contrastar nuestras posturas y rectificar nuestra visión unilateral. La moral no es pura prescripción, es una forma de sabiduría. En este sentido, nunca es algo netamente privado. Todos aprendemos de todos ciertamente de unos más que de otros.
La Iglesia Católica defiende la ley natural, que curiosamente coincide con su Decálogo, ¿No es una estrategia para que su doctrina moral goce de legitimidad fuera de las fronteras de la Iglesia?
Que los cristianos defiendan la ley natural no quiere decir que la ley natural sea un asunto cristiano. Todo el mundo sabe que la referencia a una ley no escrita se encuentra de un modo u otro en todas las culturas. En Occidente contamos con ejemplos clásicos, tomados de la literatura, de la historia, de la filosofía, basta pensar en la Antígona de Sófocles, o en la discusión sobre si hay algo justo por naturaleza, que ocupó a los sofistas en el siglo V antes de Cristo; por no hablar de la ética estoica: los estoicos son los que más explícitamente han apelado a una ley natural. La historia de las culturas y del pensamiento muestra que la ley natural no es un asunto específicamente cristiano. Pongo empeño en decir cristiano, y no simplemente católico, porque, como es sabido, hay varias tradiciones de ley natural específicamente protestantes.
Por lo que a la Iglesia Católica se refiere, es verdad que habla de la ley natural. Jesucristo mismo, al hablar del matrimonio, remite a un orden moral originario, derivado de la Creación, y que vale para todo hombre, no importa la fe que profese. En este sentido, la Iglesia reconoce en la ley natural una huella del plan original de Dios sobre el hombre; una verdad plena sobre el hombre que la Iglesia descubre en Jesucristo. Por esa razón, San Pablo no tiene inconveniente en hablar de la ley natural y de relacionarla, no con el Decálogo que valía para los judíos sino con la conciencia, justo cuando se dirigía a personas que no profesaban la religión judía ni la cristiana.
La cuestión no es que la ley natural coincida con el Decálogo sino, más bien, que el Decálogo expresa por escrito y con más contundencia verdades de la ley natural que pueden oscurecerse por diversos motivos. En ese sentido, sí puede ocurrir que los judíos y los cristianos encuentren en la Revelación una de lo que todo hombre puede descubrir en su conciencia y en su relación con los demás. Sobre esta base podría suceder que los cristianos se pronunciaran con mayor convicción sobre asuntos en los que otros manifiestan menos certeza. Al obrar así, los cristianos no pretenden ponerse por encima de las leyes, simplemente ejercen su derecho de ciudadanía, opinando sobre lo que les parece más justo y solidario. Pero eso no autoriza a considerar la apelación a la ley natural como una estrategia o un complot para imponer disimuladamente la fe cristiana.
Confieso que la sospecha sistemática me produce cansancio. Hay que desembarazarse de prejuicios, sólo puede haber verdadero diálogo cuando atendemos a las razones y no tanto a quién dice qué. La cuestión no es quién habla de la ley natural y si tiene motivos personales para hacerlo, sino si lo que dicen nos parece sensato o no. Considerada en sí misma, la ley natural no es un asunto cristiano, es un asunto profundamente humano, en el que todos podemos coincidir. Por eso, la ley natural es también hoy un punto de encuentro entre todos; creyentes y no creyentes. La naturaleza humana es lo que tenemos en común, a partir de lo cual podemos construir.
¿Es compatible la ley natural con la democracia?
Sin reconocer una ley natural, la democracia se convierte en tiranía, y la tolerancia y la dignidad humana terminan convirtiéndose en palabras. Es un ejemplo muy manido, pero viene bien recordar que Hitler subió al poder por unas elecciones democráticas, y decía de sí mismo que no había en el mundo jefe de Estado más representativo de su pueblo. Los procedimientos democráticos son importantes entre otras cosas porque no son meros procedimientos, pero no se sostienen solos, ni garantizan por sí mismos la legitimidad moral de un régimen. Esto depende de si salvaguarda o no efectivamente el bien humano, algo imposible si no se respeta la ley natural. Como antes he dicho, es una ley no escrita, pero llamada a inspirar las leyes escritas.
La ley natural es más democrática que la democracia. No es una frase bonita. Lo que nos hace iguales es el hecho de que todos somos humanos, de que poseemos la misma naturaleza y reconocemos la misma ley que nos prescribe hacer el bien y evitar el mal. Ciertamente, esto solo no basta para constituir un régimen político. La ley natural nos impulsa a concretar los modos de organizar nuestra convivencia, y uno de ellos es la democracia. Posiblemente sea el régimen más adecuado a la igualdad fundamental de todos los hombres. Pero la democracia también puede corromperse. Sucede cuando se actúa marginando los mecanismos que protegen la democracia y evitan que degenere, por ejemplo, en tiranía. También cuando se debilita el compromiso de los ciudadanos con el bien del hombre, esto ocurre siempre que se promulgan leyes que atentan contra los bienes de los que depende la integridad humana. En definitiva, siempre que se atenta contra la ley natural.
Sin ley natural, las mismas apelaciones a la democracia pueden convertirse en una excusa para la tiranía de la mayoría. La referencia a una ley natural nos permite distinguir entre leyes justas e injustas, o discernir si una ley, tal vez justa en sí misma, no debe aplicarse en un caso determinado.
La equidad de nuestros juicios depende de que sepamos reconocer el espíritu con el que fue escrita una ley. (Con ello no debilitamos la seguridad jurídica. Todos somos iguales ante la ley, pero la justicia no termina en la simple promulgación de una norma jurídica, sino con el juicio del juez. Él dictamina si en un caso concreto, con tales circunstancias, se puede aplicar o no una determinada ley).
¿Cómo se conjugan ley natural y tolerancia?
El objeto de la tolerancia no es lo bueno sino lo malo, o lo que se percibe como tal. Uno tolera aquello con lo que no simpatiza, aquello que, por cualquier motivo, no podemos querer positivamente. Como ya indicaba Tomás de Aquino, un cierto grado de tolerancia es necesario para la convivencia, siempre y cuando los males que se toleran no sean tan graves que comprometan seriamente el bien común. En ese caso, la tolerancia, lejos de facilitar la integración de la sociedad, aceleraría su descomposición. Por ejemplo, no cabe tolerar impunemente el terrorismo, porque la violencia no es un instrumento político legítimo; si el diálogo político supone igualdad, en este caso la igualdad está amenazada porque uno tiene armas. Toda capitulación en el terreno de la justicia arbitrariedad, impunidad, mentira- acarrea inevitablemente el descrédito de las instituciones y la debilitación de los vínculos políticos.
La corrupción es otro ejemplo; si en un Estado disminuye la mentalidad institucional a favor del compadreo y el amiguismo, decae la necesaria confianza en los poderes públicos; se llega a la situación vulgarmente conocida como república bananera. Algo similar ocurre cuando la veracidad es sistemáticamente atropellada por la demagogia, decirle al pueblo lo que le gusta oír, incluso mentiras, con tal de ganar su favor, o desviar su atención de otros problemas. Esa situación no es sostenible a largo plazo, ni siquiera mediante el recurso a grandes poderes mediáticos. La ley natural define el ámbito de la tolerancia: si en una sociedad se atenta sistemáticamente contra la ley natural, el resultado no es más tolerancia, sino menos. El rechazo de la ley natural mina las bases para cualquier diálogo razonable sobre las leyes y excluye los principios que permiten distinguir leyes y procedimientos justos de leyes y procedimientos injustos.
Ha dicho que la ley natural protege bienes fundamentales, de los que depende la integridad humana. ¿Cuáles son esos bienes? ¿Cómo los protege?
Obviamente no los protege como la ley positiva, que dispone de sanciones para quien la incumple. La ley natural no tiene más eficacia que la que nosotros libremente le queramos reconocer. Pero no hace falta ser muy listo para advertir que de ese reconocimiento depende en gran medida nuestro propio bien y el bien común de la sociedad.
Por ejemplo, el respeto a la vida propia y ajena es una exigencia moral que experimentamos todos en nuestra conciencia. En ese sentido, podemos decir que la ley natural protege el bien de la vida humana, porque prohíbe negociar con ella, o manipularla como un bien de consumo cualquiera.
La ley natural también invita a buscar la verdad sobre nosotros mismos, y a procurar la convivencia presidida por la paz y la justicia. Parecen principios muy vagos, pero sus implicaciones prácticas son muy concretas. En Occidente han alcanzado una formulación positiva en declaraciones de derechos humanos o en la forma de derechos fundamentales, como el derecho a la libertad de pensamiento y de religión, el derecho a la educación, a la información, etcétera.
El matrimonio homosexual y la redefinición de la familia son dos de las cuestiones más controvertidas en la sociedad actual. ¿Qué establece la ley natural a este respecto?
Conviene ser delicado al tratar este aspecto de la ley natural para no herir sensibilidades. Como dice Tomás de Aquino, pertenece a la ley natural que uno no ofenda a aquellos con los que debe conversar. Eso no quiere decir que no haya que abordar el tema, quiere decir únicamente que, por lo general, es mejor abordarlo en un contexto en el que la sinceridad no hiere, es decir, entre amigos. En ese ámbito tiene sentido hablar de estas cosas, que por tocar tan de cerca la propia intimidad, tienden a desvirtuarse cuando se convierten en espectáculo.
Me parece que para deshacerse del puritanismo, que hace de la sexualidad algo innombrable, no hace falta caer en el extremo opuesto, que la convierte en algo irrelevante. No es posible respetar al hombre sin respetar su naturaleza y ahí va incluida la sexualidad. Manipular la sexualidad es manipular al hombre.
Esta materia deja de ser una cosa para tratar exclusivamente entre amigos, y comienza a ser un asunto políticamente relevante cuando las conductas sexuales empiezan a tener trascendencia pública. En ese momento puede y debe abordarse desde la perspectiva de la justicia. Esto es obvio siempre que hablamos de delitos contra la libertad sexual. Pero también lo es cuando afrontamos el tema de los diversos modelos familiares y su repercusión social. Pienso en la controvertida equiparación de las uniones homosexuales al matrimonio es evidente que esta identificación sólo se puede plantear en el plano de los roles sociales, y que no alcanza a la naturaleza misma de la relación. Si fuera lo mismo no habría sido preciso introducir la nomenclatura progenitor a y progenitor b, y podríamos seguir hablando tranquilamente de padres y madres. Pero no podemos, porque no es verdad.
Me preocupa la violencia que se está haciendo a las palabras, en particular a la palabra matrimonio, porque eso se llama manipulación, sin más calificaciones. La justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, esto es, su derecho. Pero dar a cada uno lo suyo no significa dar a todos lo mismo; significa únicamente que, a la hora de asignar bienes, las diferencias entre unas personas y otras han de estar justificadas. Una cosa es regular legalmente la convivencia entre personas lo cual puede ser necesario- y otra redefinir la institución del matrimonio. Ya decía Cicerón que no existe en absoluto la justicia, si no está fundada sobre la naturaleza; si la justicia se funda en un interés, otro interés la destruye.
Algunos filósofos se han opuesto a la idea de que, de la naturaleza de las cosas se deriven necesariamente unos deberes. ¿Son válidos estos argumentos, que presentan la ley natural como un caso de falacia naturalista?
La falacia naturalista es una expresión original de Sidgwick y que después retomó el filósofo británico G. E. Moore para denunciar todas aquellas teorías éticas que pretendían dar un contenido concreto al predicado bueno. También David Hume había dirigido ya en el siglo XVIII una crítica a las teorías éticas precedentes, sobre todo de tipo racionalista. Estas teorías solían presentarse haciendo afirmaciones sobre la naturaleza humana, por ejemplo, que la naturaleza humana es racional, para luego concluir que se debía actuar de una determinada manera, o que se debe obedecer la ley natural. Hume, no sin ironía, replicó que él no veía de qué modo se pasaba de enunciados que describen cómo son las cosas, a enunciados que nos dicen cómo deben ser.
A la pregunta de si sucumbe la ley natural ante la falacia naturalista, la respuesta es un no rotundo. Más bien se podría destapar la falacia implícita en la ley de Hume y en la propia falacia naturalista que toma como si fuera real una fractura entre hechos y deberes. En la realidad, no hay puros hechos ni puros deberes: tanto hechos como deberes constituyen abstracciones que hacemos nosotros a partir de una realidad que, se mire como se mire, se nos presenta como cargada de valor. En efecto, ni la realidad misma, ni las acciones humanas, son puros hechos vacíos de sentido, como no son tampoco deberes o valores puros, sin conexión con las cosas.
Muchas personas piensan que sólo la ciencia puede conocer las leyes naturales. En ese sentido la ética sobraría o estaría subordinada a las ciencias. ¿No nos basta el conocimiento científico para saber cómo actuar?
La ley moral natural no es como las leyes naturales de la ciencia moderna. La ciencia no es la única que nos ofrece conocimientos sobre cómo es el hombre. La ciencia puede proporcionar conocimientos con influencia en la práctica, pero no es ella misma un saber normativo. Por ejemplo, para saber que matar está mal no hace falta consultar a un médico. Su conocimiento puede ser relevante a la hora de enjuiciar si una persona está muerta o no. Como es sabido, los criterios para diagnosticar la muerte han variado. Pero no ha variado, ni puede hacerlo, el juicio moral según el cual, matar a un ser humano está mal.
La ciencia no es un saber directamente normativo. Lo es solo en cuanto incorporado a un razonamiento ético. Los razonamientos éticos sí son normativos, aunque sus directrices sean violadas con tanta frecuencia. En eso se advierte la diferencia entre la ley moral natural y las leyes naturales de las que habla la ciencia, las leyes físicas sólo se pueden formular sobre la base de regularidades empíricas, de tal manera que si se comprueba una excepción, ya no puede propiamente hablarse de ley. En cambio, las leyes morales son conculcadas a menudo en la práctica, y no por ello desaparecen. La ley de la gravedad se cuestionaría, o se limitaría su esfera de aplicación, si encontráramos algún caso en el que los cuerpos no cayeran. Por el contrario, del hecho de que los hombres roben no se sigue que la ley moral que prohibe el robo haya perdido su validez. Esto se debe a que la ley moral natural no es una ley que descubramos o impongamos en la naturaleza, sino una ley que descubrimos en nuestra propia razón.
¿En dónde reside entonces la fuerza normativa de la ética, en la naturaleza o en la razón?
La fuerza normativa de la ética procede de la razón, pero eso no significa que la naturaleza no tenga nada que decir en ética. Lo que ocurre es que hemos de precisar qué entendemos por naturaleza. Muchas veces se entiende naturaleza como biología. Yo no tendría inconveniente en admitir esto, siempre y cuando advirtiéramos que el saber sobre la vida no puede limitarse a exponer procesos causales esta secuencia de aminoácidos produce esta proteína, cuando se dan tales circunstancias, etcétera- sino que ha de incluir además una referencia al sentido de tales procesos. El saber sobre la vida no puede limitarse a un saber causal, sino que ha de incluir referencia al sentido de los procesos vitales.
Esto es importante, porque la referencia a un sentido ya nos introduce en un terreno éticamente relevante. A eso me refería antes cuando hablaba de que la realidad no es un conjunto de hechos vacíos de valor y de sentido. Y me parece que no es muy aventurado decir que el sentido de los procesos vitales es servir a la vida, y a la vida buena de los seres vivos. La familiaridad con el pensamiento evolutivo nos ha llevado a privilegiar el proceso sobre la sustancia, y la consecuencia es que se piensan las especies como si no fueran más que pasos en una cadena sin fin. Pero cada especie, cada forma, es un fin para sí misma. Con mucha más razón esto es aplicable al ser humano, que no es sólo un fin para sí mismo, sino como dijo Kant un fin en sí mismo.
¿De qué modo se armoniza el sentido normativo de la ley natural con las tendencias humanas?
Ciertamente, las inclinaciones, por sí solas no bastan para dirigir una conducta tan compleja como la nuestra. Obrar bien requiere introducir orden en nuestros actos y deseos, para lo cual es indispensable preguntar a dónde nos llevan nuestras inclinaciones, anticipar sus fines, sus objetos, y valorarlos. Todo ello es una obra de la razón. Me interesa subrayar que todo esto es algo que hacemos en la vida ordinaria cuando, tras experimentar la atracción de un objeto, lo examinamos y, a resultas de esta operación, lo aceptamos, lo descartamos, o lo retenemos como algo valioso, pero para ser realizado en otro momento. Este proceso, implícito en nuestras decisiones, es significativo de que nuestra conducta no está determinada por nuestras inclinaciones, pero también es significativo de que nuestras inclinaciones proporcionan el sustrato básico a partir del cual podemos proponernos objetivos e intenciones.
Si no me equivoco, los desarrollos de la etnografía y de la antropología social de los últimos dos siglos subrayan la radical diversidad de formas que adopta lo humano en la historia y en las culturas. ¿Considera sensato seguir hablando hoy día de algo así como lo natural, inmutable para todos de los seres humanos?
Mantener que el hombre tiene una naturaleza no significa que no esté sujeto a cambio. Es evidente que la naturaleza humana se da de diversas maneras, no sólo en razón de circunstancias históricas, sociales o culturales, sino también en razón de circunstancias personales. Para el teórico de la ley natural, la diversidad humana no representa un problema, son modos diversos de encarnar los mismos principios. Hay una clase de variación sobre la ley natural que ya no es, sencillamente, explicable como modos diversos de realizar los mismos principios morales, sino que constituye una corrupción de la ley. Pero, como decía antes, esto pertenece a la esencia de las leyes morales: a diferencia de las leyes físicas, las leyes morales no desaparecen por el hecho de verse conculcadas.Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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