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Con la democracia pasa como con las tortillas. Básicamente, hay dos tipos. Entre las tortillas se distingue la tortilla francesa y la tortilla de patatas o española. Y entre las democracias, la democracia a la francesa y a la americana. Es decir, tenemos un modelo nacional de tortilla, pero no tenemos un modelo nacional de democracia. Por tradición, en España se ha tendido, especialmente la izquierda, a la democracia a la francesa. Y la diferencia es enorme.
La democracia a la fra...
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Con la democracia pasa como con las tortillas. Básicamente, hay dos tipos. Entre las tortillas se distingue la tortilla francesa y la tortilla de patatas o española. Y entre las democracias, la democracia a la francesa y a la americana. Es decir, tenemos un modelo nacional de tortilla, pero no tenemos un modelo nacional de democracia. Por tradición, en España se ha tendido, especialmente la izquierda, a la democracia a la francesa. Y la diferencia es enorme.
La democracia a la francesa nació de un golpe de Estado. Unas minorías ilustradas consiguieron hacerse con el control del Estado absoluto y centralista creado por Luis XIV. Llenos de ideales, hicieron una Declaración de los Derechos del Hombre. Y, con toda la fuerza del Estado absoluto, aplicaron la democracia radicalmente, arrancando de cuajo toda otra raíz.
Siempre se daba por supuesto que la masa de la población era inculta y que necesitaba ser adoctrinada por las minorías dirigentes que sí sabían lo que había que hacer. Es verdad que estas minorías se pelearon a muerte, aprovechando la guillotina que se inventó para la ocasión. Y es verdad también que se cogió la fea costumbre de invocar los grandes Derechos antes de hacer aplicaciones notablemente sectarias. Siempre se encontraba la manera de convertir en enemigo del Estado, traidor y candidato a la guillotina al que no pensaba lo mismo que la autoridad de turno. Los cristianos apenas participaron en estos vaivenes, a no ser como víctimas. Una pena. Grandezas y miserias de la Revolución Francesa, que rememora hermosamente Chateaubriand y relata magistralmente François Furet.
De allí nació un estilo de democracia que necesitaba la vigilancia de los puros. Porque ellos son los que conocen los principios, los que desarrollan la teoría; los que la defienden y los que la enseñan a los demás. Los demás pueden dormir tranquilos porque hay quien vela por ellos. Basta con que acudan a votar cada cuatro o cinco años.
Pero hay otro estilo de democracia, que es el americano. Nació de un pacto entre hombres que estrenaban su libertad. Hasta cierto punto, representaban minorías emigradas que habían huido de las persecuciones de la metrópoli. La mayoría había llegado con lo puesto y habían construido lo que tenían con sus propias manos. Eran ciudadanos con ideas distintas, con intereses distintos, pero muy conscientes de lo que les había costado ocupar su lugar en la tierra. Acogiéndose a los grandes principios democráticos, acordaron el mínimo necesario para convivir. Y, especialmente, acordaron que el Estado debía intervenir lo menos posible en la vida de cada uno.
La historia ha acercado los dos modelos. Pero sigue habiendo una gran diferencia entre las dos mentalidades. En una, se supone que la democracia es un asunto de sabios iluminados que determinan cuáles son los derechos de los demás, mientras éstos se dedican apasionadamente a la liga de fútbol. En la otra, la democracia es una situación vital; todos los ciudadanos se saben demócratas por nacimiento, y saben que el Estado no puede sustituir ni sus ideas ni sus derechos ni la Constitución, que sigue siendo la misma.
En este momento, se desarrolla en España una deriva que nos acerca más al viejo modelo francés y nos separa más del modelo americano. Una minoría se siente depositaria de las esencias y repiensa la teoría para deducir cuáles son nuestros derechos. Qué es lo que se puede pensar y qué es lo que no. Qué es lo que se puede educar y qué es lo que no. Y luego, si nadie le para, irá colegio por colegio y escuela por escuela exigiendo que se enseñe lo que han pensado en nombre de todos. Esa misma minoría acaba de cambiar la forma del matrimonio sin una consulta general y sin un debate público. Y está a punto de sustituir la Constitución de 1978, que se hizo con el consenso de todas las fuerzas políticas y sociales, por unos estatutos improvisados y una teoría laicista que han pensado en grupo.
Por eso, si uno se siente ciudadano, sabe lo que es la democracia, tiene sus ideas y cree en sus derechos, es el momento de que se agarre a ellos. En la vida pública como en la vida privada, los derechos que no se ejercen se pierden. Como los campos que no se labran. Los vecinos, sin casi darse cuenta, van metiendo el arado cada vez más adentro. Y, al final, en un momento de pasión y generalmente por la noche, cambian los mojones para hacerlos coincidir con la realidad más real.
Si en España se extiende un modelo de democracia poco democrático, la culpa la tienen los que no se sienten ciudadanos libres de su país, los que no creen que las cuestiones públicas son suyas, los que piensan que ser demócratas es votar cada cuatro años, los que creen que tienen que pedir permiso para tener sus propias ideas y enseñarlas a sus hijos, los que se dejan quitar su lugar al sol. Los que no se dan cuenta de que sus derechos están protegidos por una Constitución consensuada, pactada y votada en 1978, y erosionada severamente, sin el consenso general, en los dos últimos años.