El Concordato de 1851 resolvió definitivamente una cuestión que se había planteado, de manera en exceso apresurada, por Álvarez Mendizábal, sobre todo por las necesidades creadas por la financiación de la primera guerra carlista, que se tenían que atender con un sistema fiscal absolutamente rudimentario, que impulsó a este ministro a emprender caminos expeditivos.
Esto aparte, muchos canonistas consideraban que la Iglesia no debía frenar el desarrollo económico, r...
El Concordato de 1851 resolvió definitivamente una cuestión que se había planteado, de manera en exceso apresurada, por Álvarez Mendizábal, sobre todo por las necesidades creadas por la financiación de la primera guerra carlista, que se tenían que atender con un sistema fiscal absolutamente rudimentario, que impulsó a este ministro a emprender caminos expeditivos.
Esto aparte, muchos canonistas consideraban que la Iglesia no debía frenar el desarrollo económico, reteniendo fuera del mercado una tan grande cantidad de bienes raíces, porque lo encarecían de modo extraordinario. Por eso, todo incremento de demanda por crecimiento de la población, por fuerza, generaba alarmantes subidas de los precios en ese factor de la producción –la tierra–, y ello limitaba la capacidad productiva. El paso de la tierra a manos de particulares era una cuestión esencial, pero, desde 1835, hasta que en 1851 se hicieron las paces, el futuro enriquecimiento de los nuevos propietarios se basaba en que el Estado colocaba en la oferta cantidades ingentes de tierra, mientras que, por el peso de la guerra en la economía, el miedo a incurrir en sacrilegio, la amenaza de un posible triunfo carlista y el recuerdo de lo sucedido con las ventas de bienes eclesiásticos por el rey José I Bonaparte, restringía de tal modo la demanda que los precios de los bienes eclesiásticos, que se vendían como Bienes Nacionales, estaban por los suelos.
El Concordato de 1851 puso fin a la contienda. Los nuevos dueños no iban a ser molestados en ningún sentido, y el resultado fue una prosperidad creciente en la producción rural española. Pero, a cambio, se había originado un desastre considerable en el acervo cultural español, que aún escalofría. También el Estado aceptaba, para zanjar la contienda, sostener económicamente las atenciones básicas de la Iglesia. El libro de Tomás y Valiente sobre este problema nos muestra el carácter perenne que tenía esta obligación.
De las piedras, panes
Por cierto que la munificencia de muchos católicos adinerados –la influencia de las predicaciones del jesuita padre Félix, en Notre Dame, fue notable– y la propia reacción de estas personas derivada de la virtud de la caridad, construyó, casi de inmediato, en combinación con la Ley de Beneficencia de 1849, un nada despreciable –para aquellos tiempos– Estado del bienestar en España. Un ejemplo claro fueron las Conferencias de San Vicente de Paúl, y también la aparición de numerosas nuevas Órdenes religiosas que colaboraban, desde el punto de vista económico, a costa de tener niveles de vida extremadamente bajos, para proporcionar atenciones a los necesitados de prestaciones sociales.
Desde las Hermanitas de los Pobres a las Hermanas de la Caridad, desde los Hermanos de San Juan de Dios a multitud de Órdenes, Institutos y Fundaciones pías dedicadas a la enseñanza en condiciones de extraordinaria eficacia, se creó una red cada vez más amplia de mecanismos de ayuda, que sólo comenzamos ahora a comprender su magnitud.
La Iglesia tiene a gala –a causa del extraordinario, más de una vez heroico, sacrificio de muchos de sus hijos– obtener rendimientos extraordinarios en estas obras sociales. La Iglesia probó que sabe hacer de las piedras, panes. Simultáneamente, el bienestar económico de los sacerdotes dedicados al servicio divino es minúsculo. La inmensa mayor parte ha vivido, y vive, muy estrechamente. Y he aquí que una mayoría del pueblo español –cosa que no puede ignorar un político– reclama que existan, porque requiere sus servicios de modo continuo y constante.
La Iglesia en España, y fuera de España, por tanto, es una excelente administradora y, si se eliminasen sus fondos, el bienestar general se resentiría. Conviene ofrecer un caso concreto. Recientemente se ha otorgado el Premio de Economía Rey Juan Carlos a un extraordinario economista español, el catalán Xavier Sala i Martín, que ocupa una cátedra en la Universidad Columbia, de Nueva York, y que se ha convertido en una de las autoridades mundiales en desarrollo económico. Nadie, por otro lado, le encuadraría en el capítulo de los católicos fervorosos. Sin embargo, en el discurso tradicional al recibir el Premio de manos del rey, al hablar de los mecanismos de impulso al desarrollo en África, destacó que uno de éstos era la educación de los niños y niñas. Y añadió exactamente: «África necesita un programa de esas características, porque es el continente en que menos niños se pueden permitir estudiar. Desafortunadamente, sin embargo, la corrupción y la incompetencia de sus Gobiernos han hecho que las arcas públicas no tengan dinero suficiente para financiar este tipo de programas. Es más, los líderes políticos no están por la labor... La idea es enviar el dinero a través de esa red de personas en las que todos confiamos [cursivas mías] y que están allí, sobre el terreno, dispuestas a sacrificar toda su vida por el bien de los más necesitados: se trata de los misioneros... Los misioneros utilizan el dinero para pagar un salario a los niños más pobres, a cambio de que, en lugar de ir a la fábrica o al campo, vayan a la escuela. A más notas, más salario. Y a medida que el chico o la chica pasa de curso, el salario se engrandece (junto con el coste de oportunidad de ir a la escuela)». Y en esta exposición, refiriéndose a una Fundación concreta, la que él patrocina, la Fundación Umbele (que en suajili quiere decir futuro), subraya: «La Fundación Umbele..., al enviar el dinero directamente a las cuentas de los misioneros, se salta los potenciales burócratas corruptos».
Todo esto indica que rebajar la asignación a la Iglesia, o entorpecerla de algún modo, no es sólo una majadería; es un atentado contra multitud de ciudadanos. Y, si esos ataques o molestias se disfrazan de progresismo, sépase que se trata de una hipocresía intolerable que perturba el bienestar de muchísimas personas.
Juan Velarde Fuertes (Alfa y Omega)