(Aceprensa 28/96) L'Osservatore Romano (2-II-96) reseña un libro de ensayos teológicos en que se critica la encíclica Veritatis splendor y las competencias del magisterio de la Iglesia. La recensión aparece firmada con tres asteriscos, que indican su carácter autorizado. La obra en cuestión es Moraltheologie im Abseits? Antwort auf die Enzyklika "Veritatis splendor", Dietmar Mieth (editor), Herder, 1994, cuya versión castellana acaba de publicar también Herder (La teología moral ¿en fuera de juego? Una respuesta a la encíclica "Veritatis splendor"). Entre los colaboradores del libro figuran moralistas como M. Theobald, J. Fuchs, E. Chiavacci, M. Vidal, R.A. McCormick, A. Auer y B. Häring.
"El volumen contiene un breve prefacio del editor y 16 ensayos, que tocan las principales cuestiones tratadas en la encíclica Veritatis splendor (VS). El prefacio expresa de modo significativo el planteamiento general de todo el libro: algunos teólogos morales se han sentido interpelados por una encíclica que no sería otra cosa sino el intento autoritario de imponer una posición ??teológica partidista, con el fin de proscribir algunos resultados de la teología moral contemporánea. (...) Sobre esta línea crítica se mueven la mayor parte de los ensayos, aunque algunos parece que quieren evitar el enfrentamiento explícito y contienen, sin duda, elementos válidos".
La crítica -sigue señalando el artículo- se extiende a veces otros documentos del magisterio de la Iglesia, como, por ejemplo, la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis [sobre las razones que impiden la ordenación sacerdotal de las mujeres].
Según estos moralistas alemanes, "toda la encíclica sería 'un grandioso anacronismo' (pág. 70), construido con categorías filosóficas provenientede un modelo intelectual objetivista y esencialista (pág. 70, nota 3). Además, el tono usado por algunos autores del libro no es sólo ofensivo para el magisterio del Sucesor de Pedro sino también para otros teólogos católicos que sostienen una posición conforme a la doctrina afirmada por la VS".
"Una de las críticas más recurrentes es que la VS no ha comprendido las teorías morales que critica, las cuales estarían presentadas de modo desdibujado e incluso caricaturesco, y por tanto ve errores doctrinales donde en realidad no existen. (...) El problema es que, dejando de lado genéricas declaraciones de principio y consideraciones polémicas, el libro no ofrece ninguna prueba de cuanto afirma. En ninguno de los ensayos se confronta la descripción de las teorías que ofrece la encíclica con los textos de los autores que, por ejemplo, han escrito desde 1970 en adelante sobre autonomía teónoma, sobre la moral autónoma en el contexto cristiano, sobre el proporcionalismo o sobre la opción fundamental". (...)
Pero el disenso no afecta sólo a los contenidos: "La VS se equivoca no sólo porque critique teorías morales que en opinión de los autores responden a la verdad, sino sobre todo porque pretende ser un pronunciamiento magisterial sobre una materia -la moral normativa- que de por sí no entraría en las competencias del magisterio de la Iglesia, ya que sobre ella no existiría en la Revelación una enseñanza concreta ni habría existido, al menos hasta este momento, una doctrina católica definida. En este mundo la moral sería, en definitiva, un ámbito sobre el que no puede invocarse otra autoridad que la que cada uno encuentra en las motivaciones y en las argumentaciones aducidas. Con este título, y sólo con este título, todos -incluido el magisterio- pueden intervenir: y todos, incluido el Magisterio, pueden tener razón o equivocarse".
"Siguiendo este planteamiento fundamental, se piensa que no hay que reconocer la encíclica Veritatis splendor como expresión auténtica del magisterio de la Iglesia. (...) En consecuencia, algunos autores están convencidos de poder hacer de la VS objeto de una quaestio disputata, y se sienten autorizados a favorecer el disenso público hacia un pronunciamiento público del magisterio ordinario del Romano Pontífice. De este modo se incurre en un comportamiento teológica y eclesiológicamente incorrecto (cfr. Lumen gentium, n. 25), y al mismo tiempo se confirma con los hechos la exactitud del diagnóstico y del discernimiento doctrinal llevado a cabo por la VS, especialmente en los pasajes en los que explica cómo un cierto modo de concebir la autonomía moral lleva a 'negar la existencia, en la revelación divina, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente', y a desconocer por tanto la existencia de 'una competencia doctrinal específica por parte de la Iglesia y de su Magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado bien humano' (VS, n. 37)".
Como ha recordado recientemente Juan Pablo II, "en las encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae, así como en la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, he querido proponer una vez más la doctrina constante de la fe de la Iglesia con un acto de confirmación de la verdad claramente anclado en la Escritura, en la Tradición apostólica y en la enseñanza unánime de los Pastores. Por consiguiente, tales declaraciones, en virtud de la autoridad transmitida al Sucesor de Pedro de 'confirmar a los hermanos' (Lc 22, 32), expresan la certeza común presente en la vida y en las enseñanzas de la Iglesia" (Discurso. a la Sesión Plenaria de la Congr. para la Doctrina de la Fe; ver serv. 163/95).
"A nadie escapa que contestar por principio el papel del magisterio de la Iglesia expresado en estas palabras, como de hecho se comprueba en el presente libro, no constituye un problema simplemente disciplinar, sino que mella profundamente la unidad y la identidad de la Palabra sobre la que está fundada la Iglesia".
Comentarios de prensa sobre la "Veritatis splendor"
(Aceprensa 132/96). El gran interés que ha despertado la encíclica Veritatis splendor se manifiesta en el abundante espacio que le ha dedicado la prensa. De entre los muchos comentarios publicados, entresacamos algunos de la prensa europea, en los que distintas personalidades destacan la oportunidad de la encíclica en un momento en que la cuestión moral está en el centro de los problemas contemporáneos y la conciencia de la humanidad parece desconcertada.
Para defender a la humanidad de la desesperanza
En un artículo publicado en Le Monde (6-X-93), el Card. Jean-Marie Lustiger, Arzobispo de París, comenta por qué la sociedad actual necesita este mensaje.
La cultura occidental ha desplegado tesoros de inteligencia para analizar la responsabilidad moral de nuestros actos. Pero, por desgracia, no sabemos hacer honor a este patrimonio. Necesitamos volver a aprender a asumirlo.
Explorando las profundidades del alma, hemos descubierto los extraños rodeos del deseo, incluso las máscaras con que se disfrazan nuestras buenas intenciones. Al ser más conscientes de la complejidad de las situaciones, nos hemos hecho más sensibles al peso de las circunstancias que la justicia humana llama atenuantes. ¿Es todavía posible afirmar que ciertos actos son malos en sí mismos y que siguen siéndolo cualesquiera que sean las intenciones de quien los comete y las circunstancias?
(...) Con vacilaciones, las instituciones internacionales elaboran una jurisprudencia para sancionar los crímenes contra la humanidad. Pero, al mismo tiempo, los movimientos de la opinión, las mayorías diferentes de una época o de un país a otro, los intereses opuestos y la versatilidad humana dejan a cada uno escéptico sobre la capacidad de los hombres para decir con certeza y unánimemente lo que es un crimen o lo que no lo es.
La Iglesia recuerda, con la luz de Dios, que el hombre puede distinguir el bien y el mal. Nunca puede llamar bien al mal, a no ser al precio de una mentira que le destruye a sí mismo. Es una cuestión de vida o muerte, una condición necesaria para la felicidad y la libertad. El bien es un camino que se abre ante la humanidad en marcha hacia la felicidad que ha de recibir de Dios. El mal es un abismo donde, de golpe, el hombre bascula como en la nada.
Por eso el mandamiento que nos preserva toma ese tono negativo: "No desearás...", "no matarás". El precepto no es una prohibición arbitraria: es una salvaguarda de la libertad humana. La Iglesia apela a la razón para reconocer esta luz sobre el hombre y sobre su condición. Al recordar lo razonable, la Iglesia defiende hasta el fin la responsabilidad de la libertad. La alteridad de los "mandamientos" libera la conciencia moral. Escoger el bien digno del hombre -y de todo hombre- no es llamar "bien" a lo que me gusta o me conviene. Es respetar "en cualquiera y, ante todo, en uno mismo, la dignidad personal y común a todos" (V.S., n. 52).
Nuestra época está tentada de sustituir la conciencia personal y sus opciones libres por la legitimidad de las leyes civiles. La conciencia y la libertad se reducen así a lo legal y a lo político como en el tiempo de los sofistas, como antes de Sócrates. Los siglos pasados eran quizá ingenuos al dejar a veces lo legal y lo político a la apreciación de la conciencia moral. Nuestra época, al realizar un reduccionismo inverso, se hace cínica. Es el triunfo de Maquiavelo a escala planetaria. (...)
El remedio está en la razón común y en el esfuerzo, siempre renovado, de volver a humanizar la conciencia moral de los hombres. La coyuntura es favorable, pues somos sensibles a las perversiones, los excesos, los escándalos. Pero, al mismo tiempo, estamos en una situación de extrema debilidad, habida cuenta del gigantismo de los medios empleados y de la impotencia para dominarlos.
La Iglesia lanza una llamada a la esperanza. Como escribe el Papa, "la firmeza de la Iglesia en su defensa de las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante para el hombre" (V.S., n. 96). La Iglesia no impone con una intolerable intransigencia una verdad que sólo ella pretendería tener. "Al servicio de la conciencia", la Iglesia, de acuerdo con su misión, da testimonio de la verdad ofrecida por Dios a todo hombre. Enseñando al hombre sus deberes, la Iglesia confirma los derechos de cada uno, especialmente de los más débiles.
(...) No confundamos la palabra de la Iglesia con la presión de las ideologías. La Iglesia se dirige a lo que hay de más esencial en cada ser humano: el gusto por la sabiduría, el deseo del bien y la capacidad de alcanzarlo. A los cristianos, les pide vivir el perdón y la misericordia.
Cuando la Iglesia apela así, con fuerza, a la conciencia de los hombres, no oprime: simplemente enuncia las condiciones de la libertad.
La verdad, luz para la vida
En Italia, distintas personalidades han escrito artículos destacando la originalidad de esta encíclica. Para Mons. Álvaro del Portillo, Obispo Prelado del Opus Dei, el mensaje fundamental que la encíclica dirige a los fieles es la conexión entre libertad y verdad (La Stampa, Turín, 6-X-93).
Juan Pablo II nos recuerda que el hombre, todo hombre, es sumamente valioso. Posee una incomparable dignidad porque es imagen de Dios y porque es libre, dueño de sus actos y constructor de su destino personal. Por eso la libertad tiene que ver con la verdad: más libres somos cuanto mejor conocemos lo que realmente somos y lo que estamos llamados a ser, la dignidad y el bien que estamos llamados a alcanzar. Nadie más libre que el hombre consciente del elevado destino que Dios -Creador y Redentor- le tiene reservado.
La humanidad -y más concretamente esa parte de la humanidad que solemos llamar civilización occidental- ha conocido, en estos últimos años, momentos de gran optimismo para caer, muy poco después, en un estado de oscuro pesimismo e incluso de postración. (...) A ese mundo, a los hombres y mujeres que viven en ese mundo, Juan Pablo II, hablando en nombre del Evangelio, quiere recordarles que pueden soñar con mundos más justos, con una condición: que adviertan que esos mundos futuros dependen, de forma decisiva, del uso que hagan de su libertad y, por tanto, de la apertura de su espíritu hacia el bien y hacia la verdad.
Veritatis splendor: el resplandor de la verdad, de una verdad que no consiste en frases genéricas o vacías, sino en la afirmación de la realidad de Dios y de la realidad del hombre, de un Dios que es amor y de un hombre que está hecho para amar. Porque la moralidad no es, primariamente, un código de prohibiciones, sino invitación y llamada, programa de vida.
La vida moral comprende exigencias, momentos difíciles e incluso duros. Desconocerlo sería ingenuidad. Pero esos momentos son sólo el reverso de la medalla, el precio que una libertad limitada y en camino como la nuestra debe pagar para llegar de hecho a la meta. Y esa meta es la felicidad, la alegría que brota de un amor realizado.
En Il Sole-24 ore (6-X-93), Vittorio Possenti, profesor de Filosofía y Teoría de las Ciencias de la Universidad de Venecia, pone de relieve cómo la doctrina de la Iglesia "sosteniendo la universalidad e inmutabilidad de la ley moral en todo tiempo y lugar, demuestra una limpieza que podrá no gustar, pero que fundamenta la auténtica 'democracia moral', es decir, la absoluta igualdad de todos los hombres, desde el más poderoso al más desamparado, ante la santidad de la ley moral y sus consecuencias. En esto consiste el fundamento ético de la sociedad, en el sentido de que sólo en la 'democracia moral' puede tomar cuerpo la 'moral de la democracia', que cuenta hoy con numerosos enemigos internos".
El profesor Giorgio Rumi afirma en Avvenire (7-X-93): "Como historiador no puedo menos que recordar los daños que ha producido el triunfo de la moral autónoma precisamente en el siglo XX, hasta llegar a divinizar la voluntad humana: una voluntad que, transformada en voluntad de partido, de Estado, se ha convertido fácilmente en proyecto de dominio universal. El germen de esta voluntad de potencia está sobre todo en el rechazo de la moral tradicional (...). En esta situación, encuentro obligado que el Papa hable. Y me sorprende que ciertos teólogos, como Küng, hayan olvidado la lección de la historia".
La necesidad de principios firmes
El Card. Basil Hume, primado de Inglaterra, subraya que una sociedad pluralista necesita anclarse en valores sólidos como los que recuerda el Papa (Daily Telegraph, Londres, 6-X-93).
Se cuenta que, en cierta ocasión, un destacado político terminó así un discurso electoral: "Éstos son, pues, mis principios. Y si no os gustan, los cambiaré". Verdadera o no, la anécdota apunta a un tema clave de la reciente encíclica Veritatis splendor: que hay principios morales inmutables que se aplican a todos sin excepción. (...)
Una sociedad pluralista en la que todos se consideran libres para construir y escoger su propio bien corre el peligro de dejar de ser en absoluto una sociedad. En toda Europa muchas personas de todas las religiones y de ninguna buscan convicciones compartidas y valores comunes e intentan descubrir un fundamento en el que anclarse sólidamente. Veritatis splendor nos ayuda a continuar esta búsqueda.
Lo hace subrayando el hecho de que la pregunta "¿Qué es ser bueno?" presupone la pregunta "¿Qué es ser humano?" La fragmentación moral es, de hecho, un síntoma de confusión y desacuerdo profundos en torno a la naturaleza y el valor de la vida humana misma.
La Iglesia católica tiene algo único que ofrecer a todos en la búsqueda de valores morales firmes. Son especialmente relevantes tres conceptos básicos que el Papa examina en este documento: libertad, verdad y conciencia.
Nuestra época aprecia, con razón, la libertad: nos alegramos cuando los hombres se liberan de la tiranía, de la enfermedad, de la injusticia y del hambre. Pero ¿qué hacemos con tales libertades cuando las tenemos? ¿Tengo libertad para hacer lo que me plazca, o esta preciosa libertad consiste no sólo en estar libre de ciertas cosas, sino también en ser libre para algo mayor, superior a mí mismo?
La libertad de elección es el fundamento esencial de la vida moral. Lo que importa es escoger bien. Esto exige conocer la verdad sobre la condición humana y, en consecuencia, saber qué es bueno para el hombre. La libertad de elección no es un fin en sí misma. La libertad trae consigo deberes, en virtud de responsabilidades personales y sociales, y es esencial reconocerlos para fortalecer la conciencia social y la solidaridad. (...)
La insistencia [del Papa] en la razón es especialmente relevante para una sociedad pluralista como la nuestra, donde tan necesarios son la cooperación y el diálogo. El núcleo del mensaje del Papa es que hay acciones que son siempre y en sí mismas gravemente ilícitas: todo acto hostil a la vida, como el aborto o el genocidio; o todo lo que viola la integridad de la persona humana, como la tortura o la injusticia; o todo lo que ofende la dignidad humana, como los abusos contra los niños o la explotación de los trabajadores (...).
La conciencia no es maestra de la doctrina, y, sin ayuda, la conciencia individual puede sucumbir a argumentos especiosos. Estamos obligados a formar nuestra conciencia, tanto como a obedecerla. Pero nadie puede decidir por otro. Y la objetividad de los valores morales, lejos de usurpar la función de la conciencia, la previene contra el peligro de convertirse en mero portavoz de opiniones particulares. La vida moral lleva a una conciencia cada vez más clara de que la realización personal sólo es posible cuando se sirve al bien común de la humanidad.
Democracia con valores
Rafael Navarro-Valls, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad Complutense de Madrid, defiende en El Mundo (Madrid, 6-X-93) el valor de la Veritatis splendor como guía para vacunarse contra nuevos totalitarismos.
El peligro totalitario acecha a Occidente con un nuevo ropaje: el de las ideocracias intolerantes con toda moralidad objetiva. Desde la caída del muro de Berlín se ha difundido en la cultura europea lo que se ha llamado una cierta mentalidad de búnker, tras la que alguna intelligentsia se atrinchera, y que parece alimentar una agresividad latente hacia toda valoración objetiva de conductas con vocación universalista. Sobre todo si la objetivación de valores tiene un trasfondo religioso. En su esencia es la misma mentalidad, aunque con distintos protagonistas, que hace muy poco negaba a los derechos humanos su potencial universalidad, es decir, su capacidad de adaptación a cualquier cultura.
Frente a este último plantamiento, la Conferencia de Viena proclamaba hace unos meses los derechos humanos como "universales, indivisibles e interdependientes", de aplicación incondicional en los ámbitos nacional e internacional. Sin que pudiera esgrimirse como coartada para su aplicación la historicidad de las diversas culturas ni el juego de las mayorías. Es en esta misma línea donde hay que inscribir, en mi opinión, la encíclica de Juan Pablo II publicada ayer oficialmente.
Ciertamente, buena parte de ella se refiere a discusiones teológico-morales dentro de la Iglesia, pero su trasfondo se eleva sobre éstas apuntando directamente a una clara preocupación antropológica que le lleva a inquirir por los grandes problemas de la humanidad.
"Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder". Efectivamente, ahí radica la esencia última de los totalitarismos modernos, que no es otra sino el secuestro y relativización de la verdad: su trasferencia al individuo (totalitarismo de la conciencia), al Estado (totalitarismo político) o al partido (totalitarismo de las mayorías).
Lo que parece pedir Juan Pablo II es un rearme axiológico de la conciencia civil que impida que las ideas puedan ser instrumentalizadas para fines de poder. De ahí que vuelva a alertar frente a ese "totalitarismo visible o encubierto" a que fácilmente conduce "una democracia sin valores". Lo que en mi opinión el texto pontificio observa con reticencia es un Estado o una sociedad que haga propia -a veces sin clara conciencia- aquella visión de neutralidad que denunciaba Dante cuando reservaba los lugares más profundos del infierno "a los que, en épocas de crisis moral, conservan su neutralidad".
Por lo demás, no es la Veritatis splendor una concatenación de absolutos morales negativos y rigoristas. Es más bien una serie de enunciados cuya enseñanza tiende a proteger a la persona y su dignidad haciéndole notar cuáles son los callejones sin salida si la libertad no se orienta hacia la verdad. De ahí que la "nueva evangelización" que postula no sea pesimista e intolerante, sino profundamente optimista y llena de esperanza en la capacidad del hombre de arrojar lejos las cadenas de nuevas y antiguas servidumbres. No una reedición de lo que ha existido, reedificando una Europa dominada por los católicos bajo la guía del Papa, sino más bien el intento de "que sean desveladas al hombre las fuentes de su identidad, y que así sea capaz de desarrollar toda la plenitud de su ser". En suma, una buena guía para liberar al hombre de los totalitarismos que le amenazan.
Anclaje moral de la sociedad
The Independent (Londres, 6-X-93) destaca la relevancia social de la encíclica.
El Papa Juan Pablo II dice que hay normas con las que todos pueden estar de acuerdo: no puede cada uno seguir su mero antojo personal. Lejos de ser un clérigo anticuado, el Papa ha respondido a una necesidad real de Occidente: la de una definición de los valores humanos fundamentales. Sus juicios hallarán eco entre los católicos y entre los no creyentes que ven a la sociedad, sin anclaje moral, ir a la deriva.
La encíclica no se muerde la lengua al tratar las implicaciones políticas de su mensaje: es pecado violar los derechos legales de los demás, el fraude, el robo, no proporcionar vivienda digna y explotar a los empleados.
Éste es un Papa que, tras haber pasado toda una vida combatiendo el marxismo, está también dispuesto a enfrentarse con los males del capitalismo. A la vez, está alerta contra la posible tiranía de la mayoría. Pocos liberales negarían que "una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto".
Entrevista con el Profesor de Ética Ángel Rodríguez Luño sobre algunas claves de la "Veritatis Splendor"
(Aceprensa 127/93). El relativismo no puede fundamentar los derechos de libertad propios de la democracia
El gran interés que está suscitando la encíclica Veritatis Splendor confirma que aborda problemas cruciales para el hombre de nuestro tiempo. No es extraño este interés, ya que responde al deseo generalizado de fundamentar la convivencia sobre bases éticas más sólidas. Y la sociedad sólo puede mejorar si hay también una mayor responsabilidad personal. La nueva encíclica es un texto de una gran densidad doctrinal. En esta entrevista, Ángel Rodríguez Luño, Profesor Ordinario de Ética en el Ateneo Romano de la Santa Cruz, ofrece algunas claves de lectura del documento pontificio.
- Las encíclicas surgen de una necesidad concreta. ¿A cuál responde ésta?
- El mismo Santo Padre explica, en la introducción de la encíclica (cfr. nn. 4-5), cuál ha sido el motivo que le ha llevado a escribirla. Durante los últimos decenios se han difundido en los más variados ambientes, a veces también dentro de la teología moral católica, numerosas dudas y objeciones sobre la enseñanza moral de la Iglesia. Si miramos el fenómeno en su conjunto, y sobre todo en su repercusión sobre la vida de los fieles y de la sociedad, nos encontramos no con críticas parciales y ocasionales, sino con una crítica global y sistemática del patrimonio moral cristiano. Se ha llegado a una situación extremadamente confusa, que hacía necesaria la clarificación de algunas cuestiones sobre la fundamentación de la teoría y de la praxis moral, que están en el fondo de las discusiones actuales. La Veritatis Splendor se propone realizar un discernimiento doctrinal en torno a estas cuestiones fundamentales de la moral.
La responsabilidad de discernir
- ¿Qué se entiende en la encíclica por "discernimiento doctrinal"?
- Me parece que el tenor de las palabras empleadas en diversos lugares de la encíclica (por ejemplo, nn. 5, 29, 37, 79, 82) no deja lugar a dudas de que por discernimiento doctrinal debe entenderse una distinción entre lo que es aceptable y lo que es inaceptable, realizada desde el punto de vista de la doctrina católica. Esto significa que el Papa habla como Sucesor de San Pedro que en virtud del mandato apostólico recibido de Cristo tiene la responsabilidad de anunciar y custodiar el depósito de la fe, responsabilidad que comparten con él los Obispos, a quienes la encíclica se dirige directamente. En virtud de ese mandato, el Santo Padre tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas tesis teológicas o filosóficas con la verdad revelada. Cuando rechaza algo, lo hace porque es incompatible con la doctrina católica y en la medida en que lo es o la pone en peligro. No pretende favorecer, tomar partido ni mucho menos imponer una de entre las diversas opciones teológicas compatibles con la identidad cristiana (cfr. n. 29).
Ideas centrales
- ¿Cómo está estructurada la encíclica?
- La encíclica tiene tres capítulos centrales. El capítulo I es una meditación bíblica acerca del diálogo de Jesús con el joven rico, con la que Juan Pablo II explica los elementos esenciales de la moral cristiana; principalmente, la ordenación del hombre a Dios; la relación entre la bondad moral del comportamiento humano y la vida eterna; el seguimiento de Cristo; y, por último, el don del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida moral del hombre regenerado en Cristo.
El capítulo II es el que posee un contenido doctrinal más denso y de carácter más técnico. Se ocupa de cuatro problemas fundamentales de la moral, y enjuicia doctrinalmente algunas respuestas que esos problemas han recibido en ciertas corrientes de la teología moral. El tema de fondo de este capítulo, y creo que también de toda la encíclica, es el de la relación entre la libertad y la verdad.
El capítulo III explica positivamente el sentido de la libertad cristiana, la libertad que Cristo nos ha ganado en la cruz, su importancia para la evangelización y para la renovación de la vida social y política. Evocando el testimonio de los mártires, se trata de la ejemplaridad que debe tener la vida del cristiano, de la misión de los teólogos y la responsabilidad de los pastores.
- ¿Cuáles son las ideas centrales del capítulo II que, según dice, aborda los temas de fondo?
- Consta de cuatro secciones. En la primera, a la luz del tema fundamental de la relación entre la libertad y la verdad, se explica el concepto de ley moral natural, y se hace un discernimiento crítico sobre el concepto de autonomía moral.
La segunda sección trata de la conciencia moral. Siguiendo de cerca las enseñanzas del Concilio Vaticano II, la conciencia es vista como santuario del hombre en el que se revela el vínculo de la libertad con la verdad.
La tercera sección realiza una cuidadosa valoración crítica de la "opción fundamental", aclarando en qué sentido es compatible con la doctrina católica, y en cuál no lo es.
La cuarta sección se ocupa de las teorías morales conocidas como "teleologismo", "consecuencialismo" y "proporcionalismo". Con relación a ellos se explica que la valoración moral de los actos humanos no se fundamenta únicamente en la ponderación de sus consecuencias previsibles ni en la proporción existente entre los bienes y los males "pre-morales" que están en juego. Tampoco basta la buena intención. El valor moral de un acto depende fundamentalmente del objeto o del comportamiento elegido por la voluntad deliberadamente. Se desprende de todo esto que existen actos intrínsecamente malos, es decir, algunos comportamientos que, en sí mismos y por sí mismos, están en contradicción con el bien de la persona y con el mandamiento del amor. Los preceptos que prohíben la elección de esos comportamientos obligan siempre y no admiten excepciones.
¿Normas inmutables?
- La encíclica pone de relieve que la Iglesia, al hablar de las normas universales e inmutables de la moral, hace un servicio a los hombres y a la sociedad. Para algunos, sin embargo, esa inmutabilidad sería contraria al ideal democrático, entendido como consenso que los ciudadanos otorgan a determinados valores en un momento histórico concreto. ¿Podría aclarar este problema?
- Su pregunta contiene en realidad tres cuestiones distintas. La primera es de índole propiamente moral, y se refiere a la universalidad e inmutabilidad de las exigencias éticas fundamentales. La segunda mira a la supuesta relación negativa que existiría entre una tesis moral (la inmutabilidad de las normas éticas fundamentales) y el régimen político democrático. La tercera versa sobre el modo de entender el sistema político que llamamos democracia. Como la Veritatis splendor no se ocupa de la ética política, responderé a la primera cuestión.
En el n. 53 de la encíclica se explica con detalle en qué sentido se habla de la inmutabilidad de las normas morales. Se trata de un sentido bien preciso que nada o poco tiene que ver con las caricaturas que a veces se despachan, y que desde luego no se opone al progreso del conocimiento moral y de la investigación ética. Universalidad e inmutabilidad de las exigencias éticas fundamentales significa que la razón humana alcanza, a veces después de un largo esfuerzo, verdades morales inconfundibles, en cuanto que descubre una relación necesaria, positiva o negativa, entre un comportamiento y el bien de la persona. Por ejemplo, el estupro es necesariamente incompatible con la dignidad de la persona, y por eso la norma que lo prohíbe es universal e inmutable. La Iglesia, al enseñar que existen normas éticas universales e inmutables, demuestra su confianza en el poder de la razón humana para conocer con certeza las exigencias necesarias de la dignidad humana (exigencias que en muchos casos son confirmadas por la Revelación), y afirma que los valores personales no admiten nunca un tratamiento instrumental o violento. Bajo ese doble aspecto hace un servicio de incalculable valor a los hombres y a la sociedad.
Democracia y relativismo
- Pero algunos sostienen que el ideal de la convivencia democrática sólo podría fundamentarse sobre el relativismo ético.
- Esta idea descansa sobre un modo erróneo de establecer la conexión entre el plano político y el plano ético. Hay una tesis verdadera: la relación interior entre la conciencia personal y la verdad no puede estar sometida a la coacción, tampoco a la del Estado. Pero esta tesis no procede lógicamente ni puede fundamentarse prácticamente sobre la tesis relativista de que afirmaciones contradictorias sobre el bien último del hombre pueden ser igualmente verdaderas. Esta segunda tesis, además de ser falsa y en el fondo impensable, no podría nunca fundamentar la primera, porque no cualquier idea del hombre puede fundamentar los derechos de libertad, como ha demostrado, por ejemplo, la teoría y práctica marxista. La ilicitud de violentar las convicciones íntimas de la conciencia sólo puede fundamentarse sobre una idea muy precisa del hombre y de su bien, según la cual la persona posee dimensiones de valor absoluto, que no pueden ser objeto de instrumentalización o violencia. Esto implica, en el plano político, que la persona tiene derechos inviolables.
Sobre esa noción de fundamentos inviolables de la persona se fundamenta el único régimen político moderno que puede ser llamado con verdad democracia, es decir, la democracia constitucional. La tradición constitucional parte de la idea básica de que es necesario garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos, para lo cual se ha de poner al poder político y social en condiciones jurídicas tales que le resulte imposible violarlos. El poder -cualquier poder- ha de ser por eso un poder limitado, sometido a unas restricciones constitucionales. La democracia no significa: "el poder absoluto al pueblo" (esto sería un absolutismo demagógico), sino más bien: "nadie puede tener un poder absoluto".
Con otras palabras: pertenece a la esencia misma del régimen democrático-constitucional la persuasión de que existen cosas que nadie puede hacer: ni un individuo, ni la mayoría, ni todos juntos. Por ejemplo: en la imposible hipótesis de que hubiese sido aprobada por un referéndum popular, la persecución de los hebreos por parte del régimen nazi no sólo no hubiera dejado de ser un execrable crimen contra la humanidad, sino que además habría cubierto de oprobio a la tan querida nación alemana. Por la misma razón, no basta con tener una ley constitucional: también la ex Unión Soviética tenía una constitución escrita, positiva, pero no era un régimen democrático-constitucional.
La voluntad de la mayoría
- ¿No basta entonces con la voluntad popular?
- No. Lo esencial de la democracia está más bien en que las leyes fundamentales del Estado reconozcan la existencia de una categoría de comportamientos que desempeñan en la política una función análoga a la desempeñada en la moral por los actos intrínsecamente malos, es decir, la categoría de "lo que nunca puede ser hecho", por ningún motivo y en ninguna circunstancia. En este sentido, es significativo que un filósofo de la política como Norberto Bobbio, hombre de indiscutido prestigio que se declara no creyente, haya sido en Italia contrario a la ley sobre el aborto, porque veía que el derecho a la vida ha sido históricamente el primer derecho protegido por la tradición constitucional moderna. Cualquier atentado contra la vida pertenece a la categoría de "lo que nunca puede ser hecho".
Por otra parte, Norberto Bobbio se indignaba al pensar que el respeto del principio "no matar" se estaba convirtiendo en patrimonio exclusivo de los católicos. Bobbio no entendía, y yo tampoco lo entiendo, que la creencia en los ideales del socialismo democrático pueda interpretarse como una patente de corso para privar de su vida a seres inocentes. También desde este punto de vista se puede comprender el importante servicio que la Iglesia presta a la sociedad cuando propone la idea cristiana de persona.
Diego Contreras
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