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Intervención del profesor José Morales, de la Universidad de Navarra, en el Seminario titulado ‘Newman, hoy’, organizado por el Instituto de Antropología y Ética, y celebrado el 14.X.2010 en el Edificio Central de dicha universidad
John Henry Newman (1801–1890) es uno de los grandes escritores cristianos. Se hizo famoso en el siglo XIX por su actividad en la Comunión anglicana en la que nació, y sobre todo por su conversión a la Iglesia Católica en octubre del año 1845, en la mitad de su vida. Vinieron luego largos años de trabajo pastoral, de iniciativas educativas, y de publicación de libros memorables, que han dejado un sello profundo y duradero en la conciencia, el corazón y la mente de innumerables hombres y mujeres cristianos. La existencia sencilla y activa de Newman, que vivió prácticamente toda su vida católica en el Oratorio de San Felipe Neri de la ciudad de Birmingham, se vio coronada por la decisión del Papa León XIII, que le creó cardenal de la Iglesia Romana en mayo de 1879.
Newman nació en la City de Londres el 21 de febrero de 1801. Murió en Birmingham el 11 de agosto de 1890. Su vida ocupa casi todo el siglo XIX.
Cuando después de morir fueron colocados sus restos en la iglesia del Oratorio de Birmingham el 11 de agosto de 1890, uno de los muchos visitantes dejó escritas algunas de las impresiones que la escena le había producido. Decía:
«El Cardenal, como los restos de un santo, destacaba sobre el túmulo, pálido, distante, consumido, con mitra, ricos guantes donde lucía el anillo, que besé, ricos zapatos, y el sombrero a los pies. Éste era el final del joven calvinista, el intelectual de Oxford, el austero párroco de Santa María.
Parecía como si un entero ciclo de existencia y pensamiento humanos se hubieran concentrado en aquel augusto reposo. Ésta fue la irresistible consideración que llenó mi mente. Una luz amable había conducido y guiado a Newman hasta esta singular, brillante e incomparable consumación» (Letters and Diaries XXIX, XV).
La personalidad y el carácter de Newman han desafiado a sus biógrafos. La primera biografía importante de Newman fue compuesta en el año 1912 por el escritor católico Wilfrid Ward, que en su juventud le había conocido y tratado. Ward escribió la primera semblanza moderna de un católico en Inglaterra. Produjo un libro fiel a su personaje y lleno a la vez de sinceridad y franqueza. Ward no ocultó el esfuerzo intelectual y humano que hubo de asumir para llevar a cabo su proyecto. Su hija pudo escribir:
«La familia comenzó a alarmarse, porque la tensión y el agotamiento se hacían visibles en mi padre, y el médico de cabecera afirmó que, en pocos meses, parecía haber envejecido diez años».
Con veintiún años, Newman fue elegido en 1822 profesor (fellow) de Oriel, un College de Oxford que había sido fundado en el siglo XIII. En 1825 se ordenó presbítero de la Iglesia Anglicana, y en 1828 comenzó a regentar la parroquia universitaria de Santa María, situada frente a Oriel en la High Street. Con un pequeño grupo de amigos —ministros todos ellos, como él, de la Iglesia de Inglaterra— originó e impulsó desde 1833 el conocido Movimiento de Oxford, llamado también Movimiento Tractariano, con el fin de renovar un Anglicanismo en decadencia, falto de energías y de sentido eclesial.
La obra escrita de Newman es dogmática y homilética. Newman escribió en 1833 su primera monografía teológica. El estudio histórico–doctrinal de los Arrianos del siglo IV le dio ocasión para exponer las ideas fundamentales de su visión religiosa. Llevaba, sin embargo, casi diez años de actividad pastoral y de una predicación que se recoge en los volúmenes de sermones publicados a partir de 1834. Estos sermones constituyen probablemente el corpus homilético más conspicuo y penetrante del siglo XIX en Inglaterra, y son muchos los que lo consideran como lo mejor de Newman en términos casi absolutos. Comenzados en 1824, los sermones del párroco de Santa María —lo era desde 1828— no se interrumpieron hasta 1843, dos años antes de su recpción en la Iglesia católica.
La personalidad de Newman se puede analizar y describir en torno a los rasgos de humanidad, santidad e intelecto sapiencial, es decir, un carácter intelectual que no es únicamente lógico o discursivo, sino también bien informado, prudente y creativo. Bien entendido que la personalidad de cualquier ser humano se encuentra sumida y arropada en un clima de misterio que la hacen irrepetible y abarcable a todo intento de penetración última.
El retrato físico de una persona, su aspecto exterior, puede indicar con frecuencia rasgos del espíritu en un momento dado. El irlandés David Moriarty, obispo de Derry y buen amigo de Newman, ha dejado en 1852 una descripción de éste, que permite asomarse un tanto a su mundo interior.
Observa Moriarty:
«su acento, como era de esperar, es totalmente inglés, así como sus gestos y estilo; pero su figura ascética no presenta rasgo alguno de la corpulencia de John Bull. Es pálido, con semblante meditativo y consumido por la preocupación. Tiene nariz alargada y aguileña, mejillas hundidas y frente despejada, ni gris ni carente de pelo ni rara de aspecto, pero con la experiencia de años impresa en su rostro pensativo. La altura es de unos cinco pies y nueve pulgadas, y camina algo inclinado hacia adelante, como sugiriendo la idea de un hombre alto, gastado y encorvado por fatigoso trabajo» (Cit. H. TRISTRAM, Newman and his Friends, London 1933, 64).
Esta descripción externa de Newman en la mitad de su vida puede completarse muy adecuadamente con otra que nos descubre el aspecto y la expresión de Newman anciano. Procede de un alumno de Trinity, que en noviembre de 1879 tuvo ocasión de conversar largamente con el Cardenal cuando éste visitó su antiguo College. El texto dejado por el joven estudiante dice así:
«Una tarde, al volver de jugar football me encontré con un criado del College, que me dijo: “Un ilustre grupo de personas ha estado en sus habitaciones: el Presidente, todos los fellows y el Cardenal Newman”, y añadió: “cuando el Presidente vio su chimenea, carraspeó…” Mi chimenea estaba llena de fotos de artistas. Poco después vino el mayordomo del Presidente con una nota, que yo supuse contendría una reprimenda, pero que contenía una invitación, porque el Cardenal Newman había expresado el deseo de ver al ocupante de sus antiguas habitaciones. El Cardenal, un hombre de aspecto cansado, piel arrugada y nariz larga, con una de las más bellas expresiones que he visto en un ser humano, habló conmigo durante dos horas, dejándome confundido por su exquisita modestia. Quiso saber si la planta de dragón crecía aún en el muro de separación con Balliol College…».
El retrato exterior nos prepara muy bien en este caso para contemplar mucho de la semblanza interior.
Un retrato interior de Newman tendría que apoyarse en su mundo teologal, el mundo de la fe, la esperanza y la caridad. Sus centros son sin duda el amor a Dios y la «obediencia de la fe». Mucho antes de que esta expresión se hiciera corriente en la Teología y espiritualidad de la Iglesia, era una realidad en el desarrollo de la vida interior de Newman. Cuando él afirma que nunca pecó contra la luz se refiere precisamente a la docilidad con que siempre procuró escuchar la voz luminosa de Dios a través de su conciencia, y poner en práctica lo que percibía como claros mandatos divinos.
La respuesta a los mandatos del cielo se convirtió en hábito para su vida limpia y sensible. Cor ad cor loquitur. Un corazón hablaba a otro corazón. Y este corazón humano le respondía con convicción y vibración singulares, sin emocionalismos pero con sobrias emociones, llenas de consecuencias.
Newman no era un hombre frío ni distante. Era sumamente sensible y receptivo a la amistad y al afecto. No tenía un carácter sentimental, pero sentía hondamente la vida de los demás, así como los procesos interiores de su propio espíritu, y podía ser muy demostrativo de lo que ocurría en la intimidad de su mundo personal.
Cuando después de su conversión abandonó la casa de Littlemore, donde había vivido unos tres años, dedicado al estudio y a la oración, besó las paredes de su habitación, como despedida de un lugar querido en el que había sido muy feliz.
En su tercer viaje a Roma, realizado en el año 1856, para resolver un conflicto entre los Oratorianos de Birmingham y de Londres, caminó descalzó hasta la basílica de San Pedro, como signo de plegaria humilde por las intenciones que llevaba entonces en el corazón.
Durante la redacción de la Apología pro Vita Sua en 1864, un Newman sacudido por los recuerdos emocionados de su vida y en una tensión extenuante permaneció entre lágrimas sobre el escritorio a lo largo de un mes, en periodos de trabajo que sobrepasaban normalmente las quince horas diarias y que en una ocasión llegaron a las veintidós. Recordando el esfuerzo de esos días únicos, escribía unos meses después:
«Cuando vivía en Oxford, compuse en dos ocasiones sendos escritos en una noche, y otro en un día, pero ahora me he tenido que ocupar, a la vez, de escribir y de imprimir, y he producido de un tirón un libro de 562 páginas. Pero ha sido con tan gran sufrimiento, con tantas lágrimas, con tanto trabajo…, que me parece asombroso haberlo podido terminar y que la tarea no haya acabado conmigo».
La conversión —ocurrida en octubre de 1845— sobresale sobre todos los hechos personales de la vida de Newman. Unas palabras del cardenal Manning, pronunciadas en la homilía del funeral de Newman, en el Brompton Oratory de Londres, la describen de modo admirable en su significación religiosa y social.
«Si hiciera falta alguna prueba —decía— de la inmensa obra que ha realizado en Inglaterra, sería suficiente observar lo ocurrido durante estos días. Nadie podía dudar que la gran multitud de los amigos personales de la primera mitad de su vida, y la multitud aún más numerosa de los que han sido instruidos, consolados y ganados para Dios por la inigualada belleza y la irresistible persuasión de sus escritos, manifestarían el amor y la gratitud de sus corazones. Pero no era fácil predecir que la voz pública de Inglaterra, en toda su diversidad política y religiosa, se uniera en el afecto y la veneración hacia un hombre que había roto barreras sagradas y desafiado prejuicios religiosos de modo contundente. Había cometido un pecado que hasta el momento era imperdonable en la nación: hacerse católico, como lo fueron nuestros padres. Y sin embargo ningún inglés en nuestra memoria ha sido objeto de una veneración tan amante y sincera. Alguien ha dicho: “lo canonice o no Roma, será canonizado en la mente de gente religiosa de todos los credos en Inglaterra”».
El abandono del anglicanismo y su entrada en la Iglesia católica —«el único redil del Salvador»— fue sin duda el acto más importante y decisivo de la vida de Newman. Era la culminación de un proceso de maduración espiritual y de entrega en las manos de Dios, que dividía su existencia terrena en un antes y un después. Suponía un salto existencial que tenía en cuenta, pero superaba con creces, el curso lógico y coherente de una conciencia en movimiento, sin vacilaciones importantes ni retrocesos. La de Newman fue una mente –unida a un corazón– siempre ocupada en un desarrollo, espiritual y doctrinal, enriquecedor y sumamente creativo.
«Debo afirmar —escribe en 1887— que las grandes y ardientes verdades que aprendí de las enseñanzas evangelistas cuando era un adolescente, han sido impresas en mi corazón, con nueva y creciente fuerza, por la Santa Iglesia Romana. Esta Iglesia ha añadido cosas al sencillo Evangelismo de mis primeros maestros, pero no ha oscurecido, disuelto o debilitado nada de él» (Letters and Diaries XXXI, 189).
La reforma y purificación de la Iglesia de Inglaterra, perseguida con tenacidad durante sus años anglicanos en el seno del Movimiento de Oxford a partir de 1833, fue acompañada en Newman de modo continuo, por una moción firme y permanente de reforma personal. Este esfuerzo por no ceder a la erosión de la mundanidad, a la vanidad del intelecto y a las ambiciones de la brillante carrera eclesiástica que se le ofrecía en el mundo anglicano, dan razón del impulso de santidad que era el motor de su vida. Juventud, madurez y ancianidad forman en Newman la unidad de una existencia dedicada a la gloria de Dios y al servicio de los demás.
El benedictino Bernard Ullathoreme, que fue obispo de Birmingham y llegó a ser gran amigo de Newman, ha dejado el relato de una anécdota que resume en gran medida el sentido de una vida. Comentando la visita que el prelado hizo a Newman, ya cardenal, unos tres años antes de la muerte de éste, escribe Ullathorne:
«Mantuvimos una larga y animada conversación, pero cuando me levantaba para marcharme, una acción suya originó una escena que nunca olvidaré, por la elevada lección que contenía. En tono suave y humilde me dijo: «Mi querido Señor, ¿me haría usted un gran favor?». «¿De qué se trata?», pregunté. Y de repente se hincó de rodillas, inclinó su venerable cabeza, y exclamó: «Deme su bendición». ¡Qué podía hacer yo, teniéndole ante mí en semejante postura! No podía negarme sin causarle una situación embarazosa. De modo que coloqué mi mano sobre su cabeza y dije: «Querido Señor cardenal, a pesar de todas las normas que parecen impedirlo, ruego a Dios que le bendiga, y que el Espíritu Santo llene del todo su corazón». Cuando nos dirigíamos hacia la puerta no quiso cubrirse con el birrete, y dijo: «Me he pasado toda la vida dentro de casa, mientras usted combatía en el mundo por la Iglesia». Me sentí anonadado en su presencia. ¡En este hombre hay un santo!». (Cf. Newman and his Friends, 142).
Hay algunos rasgos esenciales que sobresalen en el carácter humano y cristiano de Newman, y se imponen poderosamente a la atención de todo el que asoma a su vida. Son rasgos que actúan al modo de una unidad de opuestos, porque a veces no resulta fácil encontrarlos todos en una misma personalidad.
Se halla ante todo un hondo sentido de adoración del misterio divino. Es el sobrecogimiento ante lo Santo, que impregnó la conciencia de Newman a lo largo de toda su vida. Newman veía el mundo invisible. Poseía una visión penetrante del espacio habitado —si puede hablarse así— por los misterios cristianos, que eran para él las auténticas realidades.
Esta visión no procede de una forma mentis platónica, sino de una honda sensibilidad cristiana, para la que el acto de fe termina en el objeto mismo creído. Refiriéndose a la viveza con la que Newman percibía las verdades escatológicas de la gloria y de la reprobación, decía el historiador J. Anthony Froude: «La mente de cualquiera de nosotros se habría quebrado ante semejante tensión».
Hay un texto memorable del mismo Newman, escrito a los tres años de su conversión, que nos permite ver un poco de la experiencia de su alma. Dice así:
«Tal es el Creador en su eterna belleza increada, que si nos fuera permitido contemplarle moriríamos de puro rapto a la vista de Su gloria. Moisés, incapaz de olvidar el pequeño anticipo que había visto en la zarza ardiente, pidió ver la figura entera del Señor, y no se le concedió. Dijo Moisés: enséñame Tu gloria; y Dios le respondió: No puedes ver mi Rostro, pues ningún hombre me verá y seguirá viviendo.
Cuando los santos han sido favorecidos con algunos destellos de la gloria divina, ésta les ha conducido al éxtasis, ha roto sus débiles estructuras de polvo y ceniza, y atravesado sus almas con tal trepidación que han clamado a Dios, en medio de sus transportes, para que redujera misericordiosamente la abundancia de sus consuelos. Lo que los Santos experimentan directamente es disfrutado por nosotros en el pensamiento y la meditación, y este sencillo reflejo de la gloria divina basta para superar las pobres y fatigosas nociones de El que nos rodean, y para conducirnos al olvido de nosotros mismos en la contemplación de quien es todo Belleza» (Cfr. Ex. XXXIII, 18).
La actividad pastoral de Newman se caracterizó, tanto en sus años anglicanos como católicos, por el ejercicio ininterrumpido de una intensa influencia personal, que, bajo la gracia divina, fue capaz de cambiar innumerables mentes y corazones. La influencia personal del predicador, el maestro, el consejero o el amigo era para Newman uno de los modos capilares más importantes para trasmitir la verdad evangélica.
Newman formulaba estas ideas en un sermón predicado en enero de 1832, es decir, un año antes del comienzo del Movimiento de Oxford. Las practicaba, sin embargo, desde el comienzo de su ministerio diaconal en el año 1824, y las llevó a su intensidad máxima en el desarrollo del Movimiento Tractariano.
Factor capital de esa influencia fueron los sermones de Newman como vicario de la parroquia universitaria de Santa María en la High Street de Oxford.
Los sermones dominicales predicados por Newman en Santa María constituyen por sí solos un capítulo mayor de la homilética anglicana. En muchos decenios —tal vez en siglos— Oxford no había conocido una predicación semejante.
«Sólo quienes los recuerdan —escribe William Church, testigo de los acontecimientos, que sería más tarde el historiador clásico del Movimiento de Oxford— pueden juzgar adecuadamente el efecto de los sermones que Mr. Newman predicaba en Santa María a las cuatro de la tarde. La gente los conoce, ha oído hablar mucho de ellos, y ha emitido opiniones diversas sobre su valor. Pero apenas se da cuenta de que, sin esos sermones, el Movimiento de Oxford podría no haber ido adelante, y ciertamente no habría sido nunca lo que fue. Incluso personas que escuchaban regularmente los sermones y sentían que eran diferentes a cualquier tipo de predicación, apenas reparaban en su influencia real o llegan a advertir en el momento el impacto que estaban ejerciendo sobre ellas.
Sencillos, directos, sobrios, envueltos en un inglés puro y transparente, sin faltas de gusto, recios en su flexibilidad y perfecto dominio de lenguaje y pensamiento, eran la expresión de una visión penetrante y profunda sobre el carácter, la conciencia y los motivos del obrar, de una simpatía, severa y tierna a la vez, con los tentados y los vacilantes, de una fe ardiente y absoluta en Dios y en sus designios, en su amor, en sus juicios, en la gloria sobrecogedora de su generosidad y en su magnificencia. Los sermones hacían pensar a los oyentes sobre las cosas que hablaba el predicador y no sobre los sermones mismos».
El ambiente que rodeaba los sermones de Newman ha sido descrito en numerosos textos redactados por testigos presenciales. Dos de ellos pueden servirnos como botón de muestra.
«Hace cuarenta años… —leemos— predicaba en el púlpito de Santa María todos los domingos, parecía a punto de renovar lo que para nosotros era la institución más nacional y más natural del mundo, la Iglesia de Inglaterra. Nadie era capaz de resistir la fascinación de aquella figura espiritual, que avanzaba como en volandas, en la penumbra de la tarde, por la nave de Santa María, ascendía al púlpito y, con la más sugestiva de las voces, rompía el silencio con palabras y pensamientos que eran música religiosa, sutil, dulce y severa».
Otro texto se refiere a la persona del predicador:
«Los ojos estaban llenos de vida, la voz era fuerte y a la vez melodiosa. Era sobre el púlpito una figura frágil y ligera, como alguien surgido de otro mundo. El sermón comenzaba en tono sereno y medido. Enfervorizado gradualmente sobre el tema, el predicador elevaba ligeramente la voz y toda su alma parecía encenderse de conmoción y vigor espiritual. A veces, en medio de los pasajes más vibrantes y sin disminuir la voz, hacía una pausa, sólo por un instante que se antojaba largo, y después, luego de haber recobrado fuerza y gravedad, pronunciaba palabras que sacudían el alma de los oyentes» (R. D. MIDDLETON, The Vicar of. St. Mary’s, John H. Newman: Centenary Essays, London 1945, 136).
El consejo personal, las exhortaciones confidenciales, el ánimo espiritual y humano infundido directamente por Newman a discípulos, alumnos, feligreses, amigos y conocidos de diverso carácter y circunstancias eran cauces habituales de su benéfica influencia. Sin olvidar desde luego el estilo de su docencia académica, atento a la verdad de las cosas, y respetuosa siempre con las personas.
Era una influencia personal y directa sobre cientos y cientos de hombres y mujeres. Un testimonio elocuente —entre muchos— de este influjo singular pudo ofrecerlo un amigo de juventud, llamado Mark Pattison, que permaneció anglicano hasta su muerte, pero que consideraba el encuentro con Newman en Oxford como el más decisivo de su vida. En el año 1856, Pattison escribía a su antiguo amigo:
«No exagero si digo que a la influencia moral e intelectual recibida de ti, debo la formación de mi mente y la profunda impresión espiritual que me ha llevado adelante en medio de pruebas no comunes».
El mismo Pattison reitera su pensamiento, poco antes de morir en 1883, en los siguientes términos:
«Puedo todavía decir en verdad que he aprendido más de ti que de cualquier otra persona de las muchas con quienes he tenido contacto».
La influencia personal ejercida por Newman se manifiesta también en el seguimiento, prácticamente incondicional, de que le hacían objeto innumerables personas. Con ocasión de unas acusaciones calumniosas acerca de su ortodoxia, difundidas por un periódico eclesiástico católico, se redactó un escrito de solidaridad y adhesión, que iba suscrito por más de doscientos laicos bien conocidos. Otro periódico que comentó esto hecho decía:
«Nobles y Comunes, católicos hereditarios y conversos, ingleses e irlandeses, conservadores y liberales… no podemos pensar ninguna otra persona en cuyo favor hubiera sido posible conseguir tan amplia manifestación de apoyo».
En las relaciones personales e institucionales, Newman amaba y practicaba el “juego limpio”, el fair play al que alude con frecuencia la sociología británica. Era enemigo radical del doble juego, la intriga y la trapisonda, o el engaño que podía ser corriente en algunos medios civiles y eclesiásticos, propter regnun coelorum. Es un rasgo de su carácter nítido, que va muy unido a la ausencia de toda mundanidad que siempre fue una constante en su modo de pensar y de obrar.
Este modo de ser era bien conocido por quienes le trataban directamente, y había llegado a ser percibido por muchas personas de buena voluntad y amplitud de miras. Ante la difusión de rumores, habladurías y desprecios que afectaban al buen nombre de Newman, y consiguieron en ocasiones impedir algunas de sus iniciativas educativas, el obispo de Liverpool, Alexander Goss, se lamentaba en términos dolidos y emocionados.
«¿Qué ha hecho Newman —decía Goss en una carta al obispo de Birmingham— para ser apartado de modo tan despectivo?». El mismo prelado caracterizaba a Newman como un «gran campeón, demasiado humilde y retirado para defenderse a sí mismo» y consideraba «lamentables» los esfuerzos para desprestigiar un nombre que «estaba sin mancha».
Cuando en mayo de 1873 falleció su gran amigo el católico converso James R. Hope, Newman pronunció en Londres la homilía del funeral, que él mismo quiso titular «En el mundo pero no del mundo». Estas palabras, que desean retratar lo esencial de un buen cristiano, reflejaban no solo la conducta del amigo muerto sino también la de Newman.
Newman propone un ejemplo vivo de la unión que ha de ocurrir en la existencia del hombre cristiano entre la santidad y el saber. Ambos se encarnan en su persona en un alto grado de intensidad. Siempre se ha reconocido lo excepcional y elevado de su inteligencia y su distinguida dedicación a la causa de la verdad. La reciente beatificación el 19 de septiembre en Birmingham por el Papa Benedicto XVI, ha proclamado además solemnemente en la Iglesia y en el mundo la entrada formal de Newman en la comunidad de santos y santas de Dios a quienes la Iglesia rinde culto público en el ámbito de su liturgia.
Newman puede ser así equiparado a hombres de Iglesia como Agustín de Hipona, entre otros, que unieron en sus vidas la santidad y el saber. Llegará sin duda el momento en que la Iglesia lo cuente oficialmente entre sus doctores, un título que ya se le atribuye de hecho.
Hemos nombrado en estas páginas algunos rasgos de carácter y acción que convierten a Newman en un personaje actual y resaltan su significado para la Iglesia y los cristianos en este momento de la historia. La obediencia a la voz de Dios, que invita en lo interior a la renovación de la vida; el sentido de adoración que es fruto de la fe y el amor; el influjo personal como vía decisiva en la difusión del Evangelio dentro de un mundo que en gran medida ha dejado de ser cristiano, la limpieza y honradez en las relaciones interpersonales que es propia de los hijos del Reino. Hay aquí un retrato espiritual que cuadra con lo que deben ser los hombres y mujeres cristianos de hoy.
José Morales
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