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La participación activa, plena y fructuosa de todos en la liturgia, es una realidad recordada por el Concilio Vaticano II en la que se ha puesto un énfasis particular. Desgraciadamente algunas veces no se ha comprendido bien, reduciéndola a una mayor actuación general de las personas, o a una polémica disyuntiva entre el papel del sacerdote y de la comunidad en la celebración litúrgica
En los textos que proponemos el Santo Padre presenta la participación activa deseada por el Concilio desde "términos más sustanciales, partiendo de una mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la vida cotidiana"[1]. Recuerda que, con Cristo, se ha dado inicio un nuevo modo de venerar a Dios, un nuevo culto, en el que hemos de hacernos uno con Cristo de modo que exista una única acción, la de Cristo y la nuestra. La singularidad de la liturgia consiste, precisamente, en el hecho de que es Dios mismo el que actúa, y que nosotros nos sentimos atraídos hacia ésta acción.
Así se explica que "la actitud principal y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir. Es obvio que, en este caso, recibir no significa estar pasivo o desinteresarse de lo que allí acontece, sino cooperar"[2] con la liturgia misma. Desde esta perspectiva también entenderemos mejor el insustituible papel del sacerdote al ofrecer la Eucaristía y se comprenderá de modo correcto la vocación específica del fiel laico a participar activamente en la misión de la Iglesia para la santificación del mundo, sin confundir el apostolado laical con el ministerio laical[3].
1. Benedicto XVI, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Canadá - Québec, en visita “ad limina apostolorum”, 11 de mayo de 2006
Sin embargo, la disminución del número de sacerdotes, que hace a veces imposible la celebración de la misa dominical en ciertos lugares, pone en peligro de manera preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar nunca el ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida de la Iglesia. Por tanto, el ministerio del sacerdote no puede encomendarse a otras personas sin perjudicar de hecho la autenticidad del ser mismo de la Iglesia. Además, ¿cómo podrían los jóvenes sentir el deseo de llegar a ser sacerdotes si el papel del ministerio ordenado no está claramente definido y reconocido?
2. Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con obispos de Suiza, Sala Bolonia, 7 de noviembre de 2006
(...) Ahora paso a hacer algunas observaciones sobre el “culto divino”. A este respecto, el Año de la Eucaristía ha dado buenos resultados. Puedo decir que la exhortación postsinodal ya va muy adelantada. Seguramente constituirá un gran enriquecimiento. Además, se publicó el documento de la Congregación para el culto divino sobre la correcta celebración de la Eucaristía, algo muy importante. Creo que, por todo ello, cada vez resulta más claro que la liturgia no es una “auto-manifestación” de la comunidad, la cual, como se dice, entra en escena en ella, sino que, por el contrario, es el salir la comunidad de sí misma y acceder al gran banquete de los pobres, entrar en la gran comunidad viva, en la que Dios mismo nos alimenta.
Todos deberían tomar nueva conciencia de este carácter universal de la liturgia. En la Eucaristía recibimos algo que nosotros no podemos hacer; entramos en algo más grande, que se hace nuestro precisamente cuando nos entregamos a él tratando de celebrar la liturgia realmente como liturgia de la Iglesia.
Luego, relacionado con esto, está el famoso problema de la homilía. Desde el punto de vista puramente funcional, puedo entenderlo muy bien: tal vez el párroco está cansado o ya ha predicado muchas veces, o es anciano y sus tareas son superiores a sus fuerzas. Entonces, si hay un asistente para la pastoral que es capaz de interpretar la palabra de Dios de modo convincente, surge espontáneamente la pregunta: ¿por qué no debería hablar el asistente para la pastoral, si lo puede hacer mejor y así la gente sacará mayor provecho?
Pero precisamente esta es la visión puramente funcional. En cambio, hay que tener en cuenta el hecho de que la homilía no es una interrupción de la liturgia para hacer un discurso, sino que pertenece al acontecimiento sacramental, actualizando la palabra de Dios en el presente de esta comunidad. Es el momento en que esta comunidad, como sujeto, quiere verdaderamente verse comprometida en la escucha y la acogida de la Palabra. Esto significa que la homilía misma forma parte del misterio, de la celebración del misterio y, por consiguiente, no se puede separar de él.
Sin embargo, creo que también es importante sobre todo que el sacerdote no se limite al sacramento y a la jurisdicción –la convicción de que todas las demás funciones podrían realizarlas también otras personas–, sino que se conserve la integridad de su ministerio. El sacerdocio sólo es una vocación hermosa cuando se tiene una misión integral que cumplir, de la que no se pueden quitar algunas funciones. Y desde siempre, incluso en el culto del Antiguo Testamento, forma parte de esta misión el deber del sacerdote de unir al sacrificio la Palabra, la cual es parte integrante del conjunto.
Desde el punto de vista meramente práctico, ciertamente debemos tratar de proporcionar a los sacerdotes la ayuda necesaria para que puedan desempeñar de modo correcto también el ministerio de la Palabra. En principio, es muy importante esta unidad interior tanto de la esencia de la celebración eucarística como de la esencia del ministerio sacerdotal.
3. Benedicto XVI, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Alemania en visita “ad limina apostolorum”, 10 de noviembre 2006
Por último, quisiera abordar aún un problema tan urgente como cargado de emotividad: la relación entre sacerdotes y laicos en el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Descubrimos cada vez más en nuestra cultura secular cuán importante es la colaboración activa de los laicos para la vida de la Iglesia. Deseo dar gracias de corazón a todos los laicos que, en virtud de la fuerza del bautismo, sostienen de modo vivo a la Iglesia. Precisamente porque el testimonio activo de los laicos es tan importante, es igualmente importante que no se confundan los rasgos específicos de las diversas misiones.
La homilía durante la santa misa compete al ministerio ordenado. Cuando hay un número suficiente de sacerdotes y de diáconos, les corresponde a ellos la distribución de la sagrada Comunión. Además, se sigue pidiendo que los laicos puedan realizar las funciones de guía pastoral. A este respecto, no podemos discutir las cuestiones relacionadas sólo a la luz de la conveniencia pastoral, puesto que aquí se trata de verdades de la fe, es decir, de la estructura sacramental jerárquica querida por Jesucristo para su Iglesia. Dado que la Iglesia se funda en la voluntad de Cristo, así como la autoridad apostólica se funda en su mandato, no pueden ser alteradas por los hombres.
Sólo el sacramento del Orden autoriza a quien lo recibe a hablar y obrar in persona Christi. Queridos hermanos, esto es lo que se debe inculcar siempre con gran paciencia y sabiduría, sacando después las debidas consecuencias.
4. Benedicto XVI, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Alemania en visita “ad limina apostolorum”, 18 de noviembre de 2006
En el discurso al primer grupo de obispos alemanes ya aludí brevemente a los múltiples servicios litúrgicos que los laicos pueden desempeñar hoy en la Iglesia: el de ministro extraordinario de la sagrada Comunión, al que se suman el de lector y el de guía de la liturgia de la Palabra. No quisiera tratar de nuevo este tema. Es importante que estas tareas no se realicen reivindicándolas casi como un derecho, sino con espíritu de servicio. La liturgia nos llama a todos al servicio de Dios, por Dios y por los hombres, en el que no busquemos exhibirnos sino presentarnos con humildad ante Dios y dejarnos iluminar por su luz. En este discurso quisiera tratar brevemente otros cuatro puntos que me interesan.
5. Benedicto XVI, Homilía de la Santa Misa en la catedral de Santa María (Sydney), 19 de julio de 2008
(...) Nos disponemos a celebrar la dedicación del nuevo altar de esta venerable catedral. Como nos recuerda de forma elocuente el frontal esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo, presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). Crucificado, sepultado y resucitado de entre los muertos, devuelto a la vida en el Espíritu y sentado a la derecha del Padre, Cristo ha sido constituido nuestro Sumo Sacerdote, que intercede por nosotros eternamente. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacrificio de la Misa ofrecido en los altares del mundo, Él nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico, a compartir su autooblación. Él nos llama, como pueblo sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios cotidianos para la salvación del mundo.
En la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda que, como este altar, también nosotros fuimos consagrados, puestos «aparte» para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.
Y, sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. ¿No es quizás éste el mensaje proclamado por la maravillosa arquitectura de esta catedral? ¿No es quizás éste el misterio de la fe que se anuncia desde este altar en cada celebración de la Eucaristía? La fe nos enseña que en Cristo Jesús, Verbo encarnado, logramos comprender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en la tierra y el sublime destino que nos aguarda en el cielo (cf. Gaudium et spes, 24). La fe nos enseña también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna. Allí donde se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado, pierde su significado último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es una cultura no de la vida, sino de la muerte. ¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto de las personas como de toda la sociedad.
Sabemos que al final –como vio claramente san Ignacio de Loyola– el único patrón verdadero con el cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al mundo.
En esta verdad –el misterio de la fe– es en la que hemos sido consagrados (cf. Jn 17,17-19), y en esta verdad es en la que estamos llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia. Y, sin embargo, qué difícil es este camino de consagración. Exige una continua «conversión», un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras. La liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación espiritual progresiva a la que cada uno de nosotros está invitado. La aspersión del agua, la proclamación de la Palabra de Dios, la invocación de todos los Santos, la plegaria de consagración, la unción y la purificación del altar, su revestimiento de blanco y su ornato de luz, todos estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber cada vez más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.
6. Benedicto XVI, Audiencia General, Aula Paolo VI, 7 de enero 2009
San Pablo (17) El culto espiritual
En esta primera audiencia general del año 2009 deseo expresaros a todos mi más cordial felicitación por el año nuevo recién comenzado. Reavivemos en nosotros el compromiso de abrir a Cristo la mente y el corazón para ser y vivir como verdaderos amigos suyos. Su compañía hará que este año, a pesar de sus inevitables dificultades, sea un camino lleno de alegría y de paz. En efecto, sólo si permanecemos unidos a Jesús, el año nuevo será bueno y feliz.
El compromiso de unión con Cristo es el ejemplo que nos da también san Pablo. Prosiguiendo las catequesis dedicadas a él, reflexionaremos hoy sobre uno de los aspectos importantes de su pensamiento, el relativo al culto que los cristianos están llamados a tributar. En el pasado, se solía hablar de una tendencia más bien anti-cultual del Apóstol, de una “espiritualización” de la idea del culto. Hoy comprendemos mejor que san Pablo ve en la cruz de Cristo un viraje histórico, que transforma y renueva radicalmente la realidad del culto. Hay sobre todo tres textos de la carta a los Romanos en los que aparece esta nueva visión del culto.
1. En Rm 3, 25, después de hablar de la «redención realizada por Cristo Jesús», san Pablo continúa con una fórmula misteriosa para nosotros. Dice así: Dios lo «exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe». Con la expresión “instrumento de propiciación”, más bien extraña para nosotros, san Pablo alude al así llamado “propiciatorio” del templo antiguo, es decir, a la cubierta del arca de la alianza, que estaba pensada como punto de contacto entre Dios y el hombre, punto de la presencia misteriosa de Dios en el mundo de los hombres. Este “propiciatorio”, en el gran día de la reconciliación –yom kippur– se asperjaba con la sangre de animales sacrificados, sangre que simbólicamente ponía los pecados del año transcurrido en contacto con Dios y, así, los pecados arrojados al abismo de la bondad divina quedaban como absorbidos por la fuerza de Dios, superados, perdonados. La vida volvía a comenzar.
San Pablo alude a este rito y dice que era expresión del deseo de que realmente se pudieran poner todas nuestras culpas en el abismo de la misericordia divina para hacerlas así desaparecer. Pero con la sangre de animales no se realiza este proceso. Era necesario un contacto más real entre la culpa humana y el amor divino. Este contacto tuvo lugar en la cruz de Cristo. Cristo, verdadero Hijo de Dios, que se hizo verdadero hombre, asumió en sí toda nuestra culpa. Él mismo es el lugar de contacto entre la miseria humana y la misericordia divina; en su corazón se deshace la masa triste del mal realizado por la humanidad y se renueva la vida.
Revelando este cambio, san Pablo nos dice: con la cruz de Cristo –el acto supremo del amor divino convertido en amor humano– terminó el antiguo culto con sacrificios de animales en el templo de Jerusalén. Este culto simbólico, culto de deseo, ha sido sustituido ahora por el culto real: el amor de Dios encarnado en Cristo y llevado a su plenitud en la muerte de cruz. Por tanto, no es una espiritualización del culto real, sino, al contrario: el culto real, el verdadero amor divino-humano, sustituye al culto simbólico y provisional. La cruz de Cristo, su amor con carne y sangre es el culto real, correspondiendo a la realidad de Dios y del hombre. Para san Pablo, la era del templo y de su culto había terminado ya antes de la destrucción exterior del templo: san Pablo se encuentra aquí en perfecta consonancia con las palabras de Jesús, que había anunciado el fin del templo y había anunciado otro templo "no hecho por manos humanas", el templo de su cuerpo resucitado (cf. Mc 14, 58; Jn 2, 19 ss). Este es el primer texto.
2. El segundo texto del que quiero hablar hoy se encuentra en el primer versículo del capítulo 12 de la carta a los Romanos. Lo hemos escuchado y lo repito una vez más: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual». En estas palabras se verifica una paradoja aparente: mientras el sacrificio exige normalmente la muerte de la víctima, san Pablo hace referencia a la vida del cristiano. La expresión «presentar vuestros cuerpos», unida al concepto sucesivo de sacrificio, asume el matiz cultual de «dar en oblación, ofrecer». La exhortación a «ofrecer los cuerpos» se refiere a toda la persona; en efecto, en Rm 6, 13 invita a «presentaros a vosotros mismos». Por lo demás, la referencia explícita a la dimensión física del cristiano coincide con la invitación a «glorificar a Dios con vuestro cuerpo» (1 Co 6, 20); es decir, se trata de honrar a Dios en la existencia cotidiana más concreta, hecha de visibilidad relacional y perceptible.
San Pablo califica ese comportamiento como «sacrificio vivo, santo, agradable a Dios». Es aquí donde encontramos precisamente la palabra “sacrificio”. En el uso corriente este término forma parte de un contexto sagrado y sirve para designar el degüello de un animal, del que una parte puede quemarse en honor de los dioses y otra consumirse por los oferentes en un banquete. San Pablo, en cambio, lo aplica a la vida del cristiano. En efecto, califica ese sacrificio sirviéndose de tres adjetivos. El primero –“vivo”– expresa una vitalidad. El segundo –“santo”– recuerda la idea paulina de una santidad que no está vinculada a lugares u objetos, sino a la persona misma del cristiano. El tercero –“agradable a Dios”– recuerda quizá la frecuente expresión bíblica del sacrificio «de suave olor» (cf. Lv 1, 13.17; 23, 18; 26, 31; etc.).
Inmediatamente después, san Pablo define así esta nueva forma de vivir: este es «vuestro culto espiritual». Los comentaristas del texto saben bien que la expresión griega (ten logiken latreían) no es fácil de traducir. La Biblia latina traduce: rationabile obsequium. La misma palabra rationabile aparece en la primera Plegaria eucarística, el Canon romano: en él se pide a Dios que acepte esta ofrenda como rationabile. La traducción italiana tradicional “culto espiritual” no refleja todos los detalles del texto griego (y ni siquiera del latino). En todo caso, no se trata de un culto menos real, o incluso sólo metafórico, sino de un culto más concreto y realista, un culto en el que el hombre mismo en su totalidad de ser dotado de razón, se convierte en adoración, glorificación del Dios vivo.
Esta fórmula paulina, que aparece de nuevo en la Plegaria eucarística romana, es fruto de un largo desarrollo de la experiencia religiosa en los siglos anteriores a Cristo. En esa experiencia se mezclan desarrollos teológicos del Antiguo Testamento y corrientes del pensamiento griego. Quiero mostrar al menos algunos elementos de ese desarrollo. Los profetas y muchos Salmos critican fuertemente los sacrificios cruentos del templo. Por ejemplo, el Salmo 49, en el que es Dios quien habla, dice: «Si tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros?, ¿beberé sangre de cabritos? Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza» (vv. 12-14) En el mismo sentido dice el Salmo siguiente, 50: «Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias» (v. 18 s). En el libro de Daniel, en el tiempo de la nueva destrucción del templo por parte del régimen helenístico (siglo II a.C.) encontramos un nuevo pasaje que va en la misma línea. En medio del fuego –es decir, en la persecución, en el sufrimiento– Azarías reza así: «Ya no hay, en esta hora, ni príncipe ni profeta ni caudillo ni holocausto ni sacrificio ni oblación ni incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias, y hallar gracia a tus ojos. Mas con corazón contrito y espíritu humillado te seamos aceptos, como holocaustos de carneros y toros. (...) Tal sea hoy nuestro sacrificio ante ti, y te agrade» (Dn 3, 38 ss). En la destrucción del santuario y del culto, en esta situación de privación de todo signo de la presencia de Dios, el creyente ofrece como verdadero holocausto su corazón contrito, su deseo de Dios.
Vemos un desarrollo importante, hermoso, pero con un peligro. Hay una espiritualización, una moralización del culto: el culto se convierte sólo en algo del corazón, del espíritu. Pero falta el cuerpo, falta la comunidad. Así se entiende, por ejemplo, que el Salmo 50 y también el libro de Daniel, a pesar de criticar el culto, deseen la vuelta al tiempo de los sacrificios. Pero se trata de un tiempo renovado, de un sacrificio renovado, en una síntesis que aún no se podía prever, que aún no se podía imaginar.
Volvamos a san Pablo. Él es heredero de estos desarrollos, del deseo del culto verdadero, en el que el hombre mismo se convierta en gloria de Dios, en adoración viva con todo su ser. En este sentido dice a los Romanos: «Ofreced vuestros cuerpos como una víctima viva. (...) Este será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1). San Pablo repite así lo que ya había señalado en el capítulo 3: El tiempo de los sacrificios de animales, sacrificios de sustitución, ha terminado. Ha llegado el tiempo del culto verdadero.
Pero también aquí se da el peligro de un malentendido: este nuevo culto se podría interpretar fácilmente en un sentido moralista: ofreciendo nuestra vida hacemos nosotros el culto verdadero. De esta forma el culto con los animales sería sustituido por el moralismo: el hombre lo haría todo por sí mismo con su esfuerzo moral. Y ciertamente esta no era la intención de san Pablo.
Pero persiste la cuestión de cómo debemos interpretar este «culto espiritual, razonable». San Pablo supone siempre que hemos llegado a ser «uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), que hemos muerto en el bautismo (cf. Rm 1) y ahora vivimos con Cristo, por Cristo y en Cristo. En esta unión –y sólo así– podemos ser en él y con él “sacrificio vivo”, ofrecer el “culto verdadero”. Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una sustitución, sino que lleva realmente en sí el ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo; nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de todas nuestras deficiencias, en sacrificio vivo: se realiza el “culto verdadero”.
Esta síntesis está en el fondo del Canon romano, en el que se reza para que esta ofrenda sea rationabile, para que se realice el culto espiritual. La Iglesia sabe que, en la santísima Eucaristía, se hace presente la autodonación de Cristo, su sacrificio verdadero. Pero la Iglesia reza para que la comunidad celebrante esté realmente unida con Cristo, para que sea transformada; reza para que nosotros mismos lleguemos a ser lo que no podemos ser con nuestras fuerzas: ofrenda rationabile que agrada a Dios. Así la Plegaria eucarística interpreta de modo adecuado las palabras de san Pablo. San Agustín aclaró todo esto de forma admirable en el libro décimo de su Ciudad de Dios. Cito sólo dos frases: «Este es el sacrificio de los cristianos: aun siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo (...) Toda la comunidad (civitas) redimida, es decir, la congregación y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios mediante el Sumo Sacerdote que se ha entregado a sí mismo» (10, 6: CCL 47, 27 ss).
3. Por último, quiero hacer una breve reflexión sobre el tercer texto de la carta a los Romanos referido al nuevo culto. En el capítulo 15 san Pablo dice: «La gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro (liturgo) de Cristo Jesús, de ser sacerdote (hierourgein) del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 15 s).
Quiero subrayar sólo dos aspectos de este texto maravilloso y, por su terminología, único en las cartas paulinas. Ante todo, san Pablo interpreta su acción misionera entre los pueblos del mundo para construir la Iglesia universal como acción sacerdotal. Anunciar el Evangelio para unir a los pueblos en la comunión con Cristo resucitado es una acción “sacerdotal”. El apóstol del Evangelio es un verdadero sacerdote, hace lo que es central en el sacerdocio: prepara el verdadero sacrificio.
Y, después, el segundo aspecto: podemos decir que la meta de la acción misionera es la liturgia cósmica: que los pueblos unidos en Cristo, el mundo, se convierta como tal en gloria de Dios, «oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo». Aquí aparece el aspecto dinámico, el aspecto de la esperanza en el concepto paulino del culto: la autodonación de Cristo implica la tendencia de atraer a todos a la comunión de su Cuerpo, de unir al mundo. Sólo en comunión con Cristo, el Hombre ejemplar, uno con Dios, el mundo llega a ser tal como todos lo deseamos: espejo del amor divino. Este dinamismo siempre está presente en la Eucaristía; este dinamismo debe inspirar y formar nuestra vida. Y con este dinamismo comenzamos el nuevo año. Gracias por vuestra paciencia.
7. Benedicto XVI, encuentro con los párrocos y el clero de la diócesis de Roma, 26 de febrero de 2009.
Santo Padre, soy don Marco Valentini, vicario en la parroquia de San Ambrosio. Durante mi etapa de formación no veía tan claramente como ahora la importancia de la liturgia. Ciertamente, no faltaban las celebraciones, pero no comprendía bien que "la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Sacrosanctum Concilium, 10). Más bien, la consideraba un hecho técnico para el éxito de una celebración, o una práctica piadosa, y no un contacto con el misterio que salva, un dejarse conformar a Cristo para ser luz del mundo, una fuente de teología, un medio para realizar la tan anhelada integración entre lo que se estudia y la vida espiritual.
Por otra parte, yo creía que la liturgia no era estrictamente necesaria para ser cristiano, o para la salvación, sino que bastaba esforzarse por cumplir las Bienaventuranzas. Ahora me pregunto qué sería la caridad sin la liturgia. Pienso que sin la liturgia nuestra fe se reduciría a una moral, a una idea, a una doctrina, a un hecho del pasado, y los sacerdotes pareceríamos profesores o consejeros, más que mistagogos que introducen a las personas en el misterio. La Palabra de Dios es un anuncio que se realiza en la liturgia y que mantiene una relación sorprendente con ella: Sacrosanctum Concilium, 6; y Prefacio del Leccionario, 4 y 10.
Pienso también en el pasaje de los discípulos de Emaús o en el del funcionario etíope (cf. Hch 8). Por eso, pregunto: sin quitar nada de la formación humana, filosófica, psicológica, en las universidades y en los seminarios, ¿nuestra misión específica no requiere una formación litúrgica más profunda? En el actual ordenamiento y estructura de los estudios, ¿se está aplicando suficientemente la constitución Sacrosanctum Concilium, n. 16, cuando dice que la liturgia se debe considerar una de las materias necesarias, de las más importantes, de las principales; que se ha de enseñar bajo los aspectos teológico, histórico, espiritual, pastoral y jurídico; y que los profesores de las demás materias deben cuidar de que se vea claro su nexo con la liturgia?
Hago esta pregunta porque, tomando como punto de partida el prefacio del decreto Optatam totius, me parece que las múltiples acciones de la Iglesia en el mundo e incluso nuestra eficacia pastoral dependen en gran parte de la autoconciencia que tengamos del inagotable misterio de ser bautizados, confirmados y sacerdotes.
Benedicto XVI: Si he entendido bien, se trata de la cuestión: ¿cuál es, en el conjunto de nuestro trabajo pastoral, múltiple y con muchas dimensiones, el espacio y el lugar de la educación litúrgica y de la realidad de la celebración del misterio? En este sentido, me parece que también es una cuestión sobre la unidad de nuestro anuncio y de nuestro trabajo pastoral, que tiene muchas dimensiones. Debemos tratar de encontrar un punto de unificación, para que nuestras diversas ocupaciones sean todas juntas un trabajo de pastor. Si entendí bien, usted está convencido de que el punto de unificación, el que crea la síntesis de todas las dimensiones de nuestro trabajo y de nuestra fe, podría ser precisamente la celebración de los misterios. Y, por consiguiente, la mistagogia, que nos enseña a celebrar.
Para mí realmente es importante que los sacramentos, la celebración eucarística, no sean algo extraño al lado de trabajos más contemporáneos, como la educación moral, económica, o todas las cosas que ya hemos dicho. Puede suceder fácilmente que el sacramento quede un poco aislado en un contexto más pragmático y se convierta en una realidad no totalmente insertada en la totalidad de nuestro ser humano.
Gracias por la pregunta, porque realmente nosotros debemos enseñar a las personas a ser hombres. Debemos enseñar este gran arte: cómo ser hombre. Como hemos visto, esto exige muchas cosas: desde denunciar el pecado original que está en las raíces de nuestra economía y en las numerosas ramas de nuestra vida, hasta guiar concretamente a la justicia y anunciar el Evangelio a los no creyentes. Pero los misterios no son algo exótico en el universo de las realidades más prácticas. El misterio es el corazón del que procede nuestra fuerza y al que volvemos para encontrar este centro. Por eso, yo creo que la catequesis que llamamos mistagógica es realmente importante. Mistagógica quiere decir también realista, referida a nuestra vida de hombres de hoy. Si es verdad que el hombre no tiene en sí su medida –lo que es justo y lo que no lo es–, sino que encuentra su medida fuera de sí mismo, en Dios, es importante que este Dios no sea lejano, sino que sea reconocible, que sea concreto, que entre en nuestra vida y sea realmente un amigo con el que podamos hablar y que habla con nosotros.
Debemos aprender a celebrar la Eucaristía, aprender a conocer de cerca a Jesucristo, el Dios con rostro humano; entrar realmente en contacto con él, aprender a escucharlo; aprender a dejarlo entrar en nosotros. Porque la comunión sacramental es precisamente esta inter-penetración entre dos personas. No tomo un pedazo de pan o de carne; tomo o abro mi corazón para que entre el Resucitado en el contexto de mi ser, para que esté dentro de mí y no sólo fuera de mí; para que así hable dentro de mí y transforme mi ser; para que me dé el sentido de la justicia, el dinamismo de la justicia, el celo por el Evangelio.
Esta celebración, en la que Dios no sólo se acerca a nosotros, sino que entra en el tejido de nuestra existencia, es fundamental para poder vivir realmente con Dios y para Dios, y llevar la luz de Dios a este mundo. No podemos entrar ahora en demasiados detalles. Pero siempre es importante que la catequesis sacramental sea una catequesis existencial. Naturalmente, aun aceptando y aprendiendo cada vez más el aspecto mistérico –donde acaban las palabras y los razonamientos–, la catequesis es totalmente realista, porque me lleva a Dios y Dios a mí. Me lleva al otro porque el otro recibe al mismo Cristo, igual que yo. Así pues, si en él y en mí está el mismo Cristo, nosotros dos ya no somos individuos separados. Aquí nace la doctrina del Cuerpo de Cristo, porque todos estamos incorporados si recibimos bien la Eucaristía en el mismo Cristo.
Por tanto, el prójimo es realmente próximo: ya no somos dos “yo” separados, sino que estamos unidos en el “yo” mismo de Cristo. Con otras palabras, la catequesis eucarística y sacramental debe llegar realmente a lo más vivo de mi existencia, me debe llevar precisamente a abrirme a la voz de Dios, a dejarme abrir para que rompa este pecado original del egoísmo y sea una apertura de mi existencia en profundidad, de modo que pueda llegar a ser un hombre justo. En este sentido, me parece que todos debemos aprender cada vez mejor la liturgia, no como algo exótico, sino como el corazón de nuestro ser cristianos, que no se abre fácilmente a un hombre distante, sino que, por otra parte, es precisamente la apertura al otro, al mundo.
Todos debemos colaborar para celebrar cada vez más profundamente la Eucaristía: no sólo como rito, sino también como proceso existencial que me afecta en lo más íntimo, más que cualquier otra cosa, y me cambia, me transforma. Y, transformándome, también da inicio a la transformación del mundo que el Señor desea y para la cual quiere que seamos sus instrumentos.
8. Benedicto XVI, Homilía de las Primeras Vísperas de la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Clausura del Año Paulino, 28 de junio de 2009
(…) Forma parte de la estructura de las cartas de san Pablo el hecho de que, siempre con referencia al lugar y a la situación particular, explican ante todo el misterio de Cristo, nos enseñan la fe. En una segunda parte sigue la aplicación a nuestra vida: ¿Qué consecuencias derivan de esta fe? ¿Cómo modela nuestra existencia cada día? En la carta a los Romanos, esta segunda parte comienza con el capítulo doce, en los primeros dos versículos del cual el Apóstol resume inmediatamente el núcleo esencial de la existencia cristiana. ¿Qué nos dice san Pablo a nosotros en ese pasaje?
Ante todo afirma, como dato fundamental, que con Cristo ha comenzado un nuevo modo de venerar a Dios, un nuevo culto. Este culto consiste en que el hombre vivo se convierte él mismo en adoración, en “sacrificio” incluso en su propio cuerpo. Ya no ofrecemos a Dios cosas; es nuestra misma existencia la que debe transformarse en alabanza de Dios. Pero, ¿cómo se realiza esto? En el versículo segundo encontramos la respuesta: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestro modo de pensar, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2).
Las dos palabras decisivas de este versículo son: “transformar” y “renovar”. Debemos llegar a ser hombres nuevos, transformados en un modo nuevo de existencia. El mundo siempre anda buscando novedades, porque con razón nunca se siente satisfecho de la realidad concreta. San Pablo nos dice: el mundo no puede renovarse sin hombres nuevos. Sólo si hay hombres nuevos habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. Lo primero es la renovación del hombre. Esto vale para cada persona. El mundo sólo será nuevo si nosotros mismos llegamos a ser nuevos. Esto significa también que no basta adaptarse a la situación actual.
El Apóstol nos exhorta a un inconformismo. En esta misma carta dice que no hay que someterse al esquema de la época actual. Volveremos a abordar este punto al reflexionar sobre el segundo texto que quiero meditar con vosotros esta tarde. El “no” del Apóstol es claro y también convincente para cualquiera que observe el "esquema" de nuestro mundo. Pero ¿cómo podemos llegar a ser nuevos? ¿Somos realmente capaces de lograrlo? Con las palabras «llegar a ser nuevo» san Pablo alude a su propia conversión, a su encuentro con Cristo resucitado, del cual dice en la segunda carta a los Corintios: «El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Co 5, 17).
Ese encuentro con Cristo lo transformó hasta tal punto que dice al respecto: «He muerto» (Ga 2, 19; cf. Rm 6). Ha llegado a ser nuevo, otro, porque ya no vive para sí mismo y en virtud de sí mismo, sino para Cristo y en él. Sin embargo, con el paso de los años, vio que también este proceso de renovación y transformación continúa durante toda la vida. Llegamos a ser nuevos si nos dejamos aferrar y modelar por el Hombre nuevo: Jesucristo. Él es el Hombre nuevo por excelencia. En él se ha hecho realidad la nueva existencia humana, y nosotros de verdad podemos llegar a ser nuevos si nos ponemos en sus manos y nos dejamos modelar por él.
San Pablo aclara más aún este proceso de “renovación” diciendo que llegamos a ser nuevos si transformamos nuestro modo de pensar. Lo que aquí se traduce por “modo de pensar” es la palabra griega nous. Es una palabra compleja. Se puede traducir con “espíritu”, “sentimientos”, “razón” y precisamente con “modo de pensar”. Nuestra razón debe llegar a ser nueva. Esto nos sorprende. Tal vez podíamos esperar que se refiriera más bien a alguna actitud: lo que deberíamos cambiar en nuestro obrar. Pero no. La renovación debe llegar hasta el fondo. Debe cambiar desde sus cimientos nuestro modo de ver el mundo, de comprender la realidad, todo nuestro modo de pensar. El pensamiento del hombre viejo, el modo de pensar común se orienta por lo general hacia la posesión, el bienestar, la influencia, el éxito, la fama, etc., pero de este modo tiene un alcance muy limitado. Así, el propio “yo” sigue estando, en definitiva, en el centro del mundo.
Debemos aprender a pensar de manera más profunda. En la segunda parte de la frase, san Pablo nos explica lo que significa eso: es preciso aprender a comprender la voluntad de Dios, de modo que sea ella la que modele nuestra voluntad, para que también nosotros queramos lo que quiere Dios, para que reconozcamos que Dios quiere lo bello y lo bueno. Por tanto, se trata de un viraje en nuestra orientación espiritual de fondo. Dios debe entrar en el horizonte de nuestro pensamiento: lo que él quiere y el modo según el cual ha ideado el mundo y me ha ideado a mí. Debemos aprender a compartir el pensar y el querer de Jesucristo. Así seremos hombres nuevos en los que emerge un mundo nuevo.
En dos pasajes de la carta a los Efesios san Pablo ilustra ulteriormente el mismo pensamiento de una renovación necesaria de nuestro ser persona humana. Por eso quiero reflexionar brevemente en ellos. En el capítulo cuarto de esa carta el Apóstol nos dice que con Cristo debemos alcanzar la edad adulta, una fe madura. Ya no podemos seguir siendo «niños llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina» (Ef 4, 14). San Pablo desea que los cristianos tengan una fe madura, una “fe adulta”.
En los últimos decenios la palabra “fe adulta” se ha convertido en un eslogan generalizado. A menudo se entiende como la actitud de quien ya no escucha a la Iglesia y a sus pastores, sino que elige autónomamente lo que quiere creer y no creer, o sea, una fe fabricada por cada uno. Y se la presenta como “valentía” de expresarse contra el Magisterio de la Iglesia. Sin embargo, en realidad, para eso no hace falta valentía, porque siempre se puede estar seguro de obtener el aplauso público. Para lo que de verdad se requiere valentía es para adherirse a la fe de la Iglesia, aunque esta fe esté en contraposición con el “esquema” del mundo contemporáneo. Este es el inconformismo de la fe que san Pablo llama una “fe adulta”. Esta es la fe que él quiere. En cambio, considera infantil el correr tras los vientos y las corrientes de la época.
Así, por ejemplo, forma parte de la fe adulta comprometerse en favor de la inviolabilidad de la vida humana desde su primer momento, oponiéndose radicalmente al principio de la violencia, de modo especial en defensa de las criaturas humanas más indefensas. Forma parte de la fe adulta reconocer el matrimonio entre un hombre y una mujer para toda la vida como ordenamiento del Creador, restablecido de nuevo por Cristo. La fe adulta no se deja zarandear de un lado a otro por cualquier corriente. Se opone a los vientos de la moda. Sabe que esos vientos no son el soplo del Espíritu Santo; sabe que el Espíritu de Dios se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesucristo.
Con todo, tampoco aquí san Pablo se detiene en la negación, sino que nos lleva al gran “sí”. Describe la fe madura, verdaderamente adulta, de un modo positivo con la expresión: «Obrar según la verdad en la caridad» (Ef 4, 15). El nuevo modo de pensar, que nos da la fe, se dirige ante todo hacia la verdad. El poder del mal es la mentira. El poder de la fe, el poder de Dios, es la verdad. La verdad sobre el mundo y sobre nosotros mismos se hace visible cuando miramos a Dios. Y Dios se nos hace visible en el rostro de Jesucristo. Contemplando a Cristo reconocemos algo más: la verdad y la caridad son inseparables. En Dios ambas son inseparablemente una sola cosa: esta es precisamente la esencia de Dios. Por eso, para los cristianos, la verdad y la caridad van juntas. La caridad es la prueba de la verdad. Siempre deberíamos regularnos según este criterio: que la verdad se transforme en caridad y la caridad nos lleve a la verdad.
En el versículo de san Pablo encontramos otro pensamiento importante. El Apóstol nos dice que, obrando según la verdad en la caridad, contribuimos a hacer que el todo –ta panta–, el universo, crezca tendiendo hacia Cristo. San Pablo, basándose en su fe, no sólo se interesa por nuestra rectitud personal y por el crecimiento de la Iglesia. Se interesa por el universo: ta panta. La finalidad última de la obra de Cristo es el universo, la transformación del universo, de todo el mundo humano, de toda la creación. Quien, juntamente con Cristo, sirve a la verdad en la caridad, contribuye al verdadero progreso del mundo. Sí; aquí se ve claramente que san Pablo conoce la idea de progreso. Para la humanidad, para el mundo, Cristo, su vivir, sufrir y resucitar fue el verdadero gran salto del progreso. Pero ahora el universo deber crecer con vistas a él. El verdadero progreso del mundo se da donde aumenta la presencia de Cristo. Allí el hombre llega a ser nuevo y así también el mundo se hace nuevo.
San Pablo nos pone de manifiesto eso mismo desde otra perspectiva. En el capítulo tercero de la carta a los Efesios nos habla de la necesidad de ser «fortalecidos en el hombre interior» (Ef 3, 16). Así retoma un tema que antes, en una situación de tribulación, había tratado en la segunda carta a los Corintios: «Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día» (2 Co 4, 16). El hombre interior debe fortalecerse; es un imperativo muy apropiado para nuestro tiempo, en el que con mucha frecuencia los hombres se quedan interiormente vacíos y, por tanto, deben recurrir a promesas y narcóticos, que luego tienen como consecuencia un aumento ulterior del sentido de vacío en su interior. El vacío interior, la debilidad del hombre interior, es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo.
Es preciso fortalecer la interioridad, la “perceptividad” del corazón, la capacidad de ver y comprender el mundo y al hombre desde dentro, con el corazón. Necesitamos una razón iluminada por el corazón, para aprender a obrar según la verdad en la caridad. Ahora bien, esto no se realiza sin una relación íntima con Dios, sin la vida de oración. Necesitamos el encuentro con Dios, que se nos da en los sacramentos. Y no podemos hablar a Dios en la oración si no dejamos que hable antes él mismo, si no lo escuchamos en la Palabra que nos ha dado.
San Pablo, al respecto, nos dice: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3, 17-19). El amor ve más lejos que la sola razón; es lo que san Pablo nos dice con esas palabras. Y nos dice también que sólo podemos conocer la amplitud del misterio de Cristo en la comunión con todos los santos, o sea, en la gran comunidad de todos los creyentes, y no contra ella o sin ella. Esta amplitud la define con palabras que quieren expresar las dimensiones del cosmos: la anchura y la longitud, la altura y la profundidad.
El misterio de Cristo tiene una amplitud cósmica: no pertenece sólo a un grupo determinado. Cristo crucificado abraza el universo entero en todas sus dimensiones. Toma el mundo en sus manos y lo eleva hacia Dios. Comenzando por san Ireneo de Lyon –por tanto, desde el siglo II–, los santos Padres vieron en las palabras “anchura, longitud, altura y profundidad” del amor de Cristo una alusión a la cruz. El amor de Cristo alcanzó en la cruz la profundidad más honda –la noche de la muerte– y la altura suprema –la altura de Dios mismo. Y tomó entre sus brazos la anchura y la longitud de la humanidad y del mundo en todas sus distancias. Él siempre abraza el universo, nos abraza a todos nosotros.
Pidamos al Señor que nos ayude a reconocer algo de la inmensidad de su amor. Pidámosle que su amor y su verdad toquen nuestro corazón. Pidamos que Cristo habite en nuestro corazón y nos haga hombres nuevos, para que obremos según la verdad en la caridad. Amén.
9. Benedicto XVI, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Escocia en visita ‘ad limina apostolorum’, 5 de febrero 2010
El testimonio de sacerdotes auténticamente comprometidos en la oración y alegres en su ministerio da fruto no sólo en la vida espiritual de los fieles, sino también en nuevas vocaciones. Sin embargo, recordad que vuestras loables iniciativas para promover las vocaciones deben ir acompañadas por una catequesis continua entre los fieles sobre el verdadero significado del sacerdocio. Subrayad el papel indispensable del sacerdote en la vida de la Iglesia, sobre todo al celebrar la Eucaristía, mediante la cual la Iglesia misma recibe la vida. Y alentad a quienes tienen la tarea de la formación de los seminaristas para que hagan todo lo posible a fin de preparar una nueva generación de sacerdotes comprometidos y fervorosos, bien formados humana, académica y espiritualmente para la tarea del ministerio en el siglo XXI.
Junto con un adecuado aprecio del papel del sacerdote es necesaria una correcta comprensión de la vocación específica del laicado. A veces una tendencia a confundir apostolado laical con ministerio laical ha llevado a una concepción retraída de su papel eclesial. Sin embargo, según la visión del concilio Vaticano II, dondequiera que los fieles laicos vivan su vocación bautismal –en la familia, en casa, en el trabajo– participan activamente en la misión de la Iglesia de santificar al mundo. Un enfoque renovado respecto al apostolado laical ayudará a clarificar las funciones del clero y del laicado, y así se dará un fuerte impulso a la tarea de evangelización de la sociedad.
10. Benedicto XVI, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Brasil (Región Norte 2) en visita ‘ad limina apostolorum’, 15 de abril de 2010
La menor atención que en ocasiones se ha prestado al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa del oscurecimiento del sentido cristiano del misterio, como sucede cuando en la santa misa ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad atareada en muchas cosas en vez de estar recogida y de dejarse atraer a lo único necesario: su Señor. La actitud principal y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir. Es obvio que, en este caso, recibir no significa estar pasivo o desinteresarse de lo que allí acontece, sino cooperar –porque volvemos a ser capaces de actuar por la gracia de Dios– según «la auténtica naturaleza de cuya característica es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; de modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (Sacrosanctum Concilium, n. 2). Si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora.
11. Benedicto XVI, Palabras dirigidas durante un almuerzo con los miembros del Comité «Vox Clara», 28 de abril de 2010
(...) Os agradezco el trabajo que «Vox Clara» ha realizado durante los últimos ocho años, asesorando y aconsejando a la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos en el cumplimiento de sus responsabilidades respecto de la traducción al inglés de los textos litúrgicos. Se ha tratado de una empresa verdaderamente colegial. No sólo porque entre los miembros que forman el Comité están representados los cinco continentes, sino también porque habéis recurrido asiduamente a las contribuciones de las Conferencias episcopales de los territorios anglófonos de todo el mundo. Os agradezco el gran empeño que habéis puesto en el estudio de las traducciones y en el procesamiento de los resultados de las numerosas consultas que habéis realizado. Agradezco a los expertos que hayan ofrecido los frutos de sus conocimientos para prestar un servicio a la Iglesia universal. Asimismo, agradezco a los superiores y oficiales de la Congregación el meticuloso trabajo diario de supervisión en la preparación y traducción de textos que proclaman la verdad de nuestra redención en Cristo, el Verbo de Dios encarnado.
San Agustín habló admirablemente de la relación entre Juan Bautista, la vox clara que resonaba a orillas del Jordán, y la Palabra que anunciaba. Una voz, dijo, sirve para compartir con quien escucha el mensaje que ya está en el corazón de quien habla. Una vez pronunciada la palabra, está presente en el corazón de ambos y, por tanto, al haber cumplido su tarea, la voz puede apagarse (cf. Sermón 293). Me complace la noticia de que la traducción inglesa del Misal Romano pronto estará lista para su publicación, de modo que los textos en cuya preparación habéis trabajado tanto sean proclamados en la liturgia que se celebra en el mundo anglófono. A través de estos textos sagrados y de las acciones que los acompañan, Cristo se hará presente y activo en medio de su pueblo. La voz que ha contribuido a que nacieran estas palabras habrá completado su tarea.
Entonces se presentará una nueva tarea, que no es competencia directa de «Vox Clara», pero que de uno u otro modo os atañerá a todos: la tarea de preparar la acogida de la nueva traducción por parte del clero y de los fieles laicos. A muchos les resultará difícil adaptarse a textos que no son familiares después de casi cuarenta años usando continuamente la traducción anterior. Es preciso introducir el cambio con la debida sensibilidad y aprovechar con firmeza la oportunidad de catequesis que representa. En este sentido, oro para que se evite cualquier riesgo de confusión o desconcierto y, al contrario, para que el cambio sirva como trampolín para una renovación y una profundización de la devoción eucarística en los países de lengua inglesa.
Queridos hermanos obispos, reverendos padres, amigos, quiero que sepáis cuánto aprecio el gran esfuerzo de colaboración al que habéis contribuido. Pronto los frutos de vuestro trabajo estarán a disposición en las asambleas anglófonas de todo el mundo. Que al igual que las oraciones del pueblo de Dios suben como incienso a su presencia (cf. Sal 140, 2), la bendición del Señor descienda sobre todos los que habéis contribuido con vuestro tiempo y vuestra experiencia a la redacción de los textos en los que esas oraciones están expresadas. Gracias y que el Señor os recompense en abundancia por vuestro generoso servicio al pueblo de Dios.
12. Benedicto XVI, Discurso en encuentro con los obispos de Inglaterra, Gales y Escocia, Birmingham, 19 de septiembre de 2010
Por último, me gustaría hablar con vosotros acerca de dos cuestiones específicas que afectan a vuestro ministerio episcopal en este momento. Una de ellas es la inminente publicación de la nueva traducción del Misal Romano. Quiero aprovechar esta oportunidad para agradeceros a todos la contribución que habéis realizado, con mucho esmero, revisando y aprobando colegialmente los textos. Esto servirá de gran ayuda a los católicos de todo el mundo de habla inglesa. Os animo ahora a aprovechar la oportunidad que ofrece la nueva traducción para una catequesis más profunda sobre la Eucaristía y una renovada devoción en la forma de su celebración. «Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos» (Sacramentum caritatis, n. 6).
13. Benedicto XVI, Discurso en encuentro con los obispos de Australia en visita ‘ad limina apostolorum’, 20 de octubre de 2011
Por último, como obispos, sois conscientes de vuestro especial deber de cuidar la celebración de la liturgia. La nueva traducción del Misal romano, fruto de una importante cooperación entre Santa Sede, obispos y expertos de todo el mundo, pretende enriquecer y profundizar el sacrificio de alabanza ofrecido a Dios por su pueblo. Ayudad a vuestros sacerdotes a acoger y valorar lo que se ha logrado, para que a su vez ellos puedan asistir a los fieles mientras se acostumbran a la nueva traducción. Como sabemos, la sagrada liturgia y sus formas están inscritas profundamente en el corazón de cada católico. Haced todo lo posible para ayudar a los catequistas y a los músicos en su respectiva preparación para que la celebración del Rito romano en vuestras diócesis sea un momento de mayor gracia y belleza, digno del Señor y espiritualmente enriquecedor para todos. Así, como en todos vuestros esfuerzos pastorales, llevaréis a la Iglesia en Australia hacia su patria celestial bajo el signo de la Cruz del Sur.
Selección de Juan José Silvestre
Notas
[1] Benedicto XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 52.
[2] Benedicto XVI, Discurso 10-IV-2010.
[3] Cfr. Benedicto XVI, Discurso 5-II-2010.
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