El diluvio universal: una posible gran inundación en el Antiguo Sumer
El texto bíblico reúne dos narraciones completas e independientes, entremezcladas, correspondientes a las fuentes J, originada en el reino meridional de Judá, y P, del reino de Judá en época del rey Ezequías, narraciones completas cada una que pueden verse separadas en Friedman (1987).
Tanto este texto como el relativo a Sodoma y Gomorra son diferentes del de la Creación en el sentido de que se refieren a supuestos hechos históricos, pudiendo, por tanto, ser contrastados en cuanto a su historicidad de acuerdo con los métodos de la investigación histórica, y evaluados en sus implicaciones físico-naturales de acuerdo con los conocimientos de las Ciencias de la Tierra. La combinación de ambas vías de investigación, puede suministrar explicaciones plausibles acerca del posible núcleo histórico existente en la leyenda, configurado en lo restante por la tradición oral, en la vía de la Geomitología (Vitaliano, 1973).
De acuerdo con Gn 7, 2: «De todos los animales limpios has de tomar de siete en siete (...) mas de los animales inmundos —los sometidos a tabú, p.e. el cerdo— de dos en dos»; pero en Gn 6, 19 se había dicho ya: «Y de todos los animales de toda especie meterás dos en el arca». Un típico doblete contradictorio procedente de la inclusión de las fuentes J y P en el texto.
Desde el XIX, se han encontrado muchas tradiciones sobre diluvios universales (Andrée en 1891 había recopilado 85, Vid. Henning, 1950), pero p.e., esta tradición no existe en una civilización tan antigua como Egipto. Además, las diversas tradiciones carecen de sincronía. Así, el diluvio griego de Deucalión —probablemente un tsunami en una zona sísmica, quizá el hundimiento sísmico de la ciudad de Hélice—, es muy posterior al del relato bíblico. Probablemente, grandes inundaciones de carácter regional (en aquellos tiempos la mayoría de la gente no viajaba, y su pequeño mundo era, simplemente, el mundo), un fenómeno ampliamente repartido, constituyen el núcleo histórico de estas leyendas, no una inundación simultánea y universal como la del AT, físicamente imposible.
Algunos detalles como el arca o las aves liberadas por Noé al final del Diluvio, están presentes ya en la epopeya sumeria de Gilgamés, que hace referencia a acontecimientos en torno al 2700 a.C. protagonizados por Utnapishtim en el área sur del moderno Irak. Esta epopeya fue escrita hacia 2000 a.C., cuando el pueblo hebreo ni tan siquiera existía como tal. En realidad, el relato del Diluvio es una inserción en Gilgamés procedente del Poema de Atraharsis, el Noé primigenio, escrito hacia 1650 a.C. (Bottéro, 2003). El paralelismo en lo cronológico del relato hebreo con la lista de los reyes sumerios sugiere también que el relato se tomó de fuentes sumerias, tal y como sugiere la Enciclopedia Británica. Este origen es compatible con un posible núcleo histórico: una gran inundación regional en el bajo Eúfrates, en Sumer (Ayala-Carcedo, 2001 y 2002). De hecho, las formaciones aluviales del río presentan diversas capas de lodo que son la huella de pasadas inundaciones. En definitiva, la cultura hebrea, como casi todas, no habría podido sustraerse a la influencia cultural de sociedades mucho más antiguas y poderosas; para autores como Greenberg (2000), especialista en Mitología comparada, la influencia es tan grande que no duda en titular su libro «Como los antiguos escribas inventaron la historia bíblica». Por otra parte, los plagios y préstamos culturales han sido y son la norma en la historia de las sectas y religiones (Vidal, 1995).
Desde la razón científica se han presentado múltiples objeciones contra la veracidad del relato bíblico, muchas de las cuales pueden verse en Isaak (1998) o Ayala-Carcedo (2001 y 2002). Un primer problema es el logístico. De acuerdo con la Biblia, Noé llenó el arca en siete días (Gn 7, 4) con una pareja al menos de cada especie (Gn 6, 19). Actualmente, se estima puede haber entre 20 y 100 millones de especies. Una operación logística impensable en nuestros días...más cuando ni tan siquiera se conocen todas las especies.
¿Cómo podrían haberse alimentado durante más de trescientos días todos estos animales?
¿Cómo habrían convivido predadores y presas?
Por otra parte, aunque cayera toda el agua contenida en la atmósfera y se fundiera todo el hielo y la nieve, basta un sencillo cálculo a partir del balance hidrológico mundial, no llegaría ni de lejos para empezar a «Cubrirse todos los montes encumbrados debajo de todo el cielo» (Gn 7, 19) (Ayala-Carcedo, 2001). Para superar este problema, en la polémica en torno al Diluvismo, Burnett propuso una Tierra plana prediluvial, una idea recuperada por los creacionistas «científicos».
De acuerdo con P o S «Yahvé (...) hizo soplar el viento sobre la tierra, con lo que se fueron disminuyendo las aguas». Pero como se ha comentado, la atmósfera no podía absorber todo ese vapor: cada m3 de agua, tiene una capacidad máxima de contener vapor de agua, la humedad absoluta. Una alternativa es que el agua fuera al «grande abismo de los mares» (Gn 7, 11), algo que ningún registro sismológico ha encontrado y que originó una de las más pintorescas hipótesis generadas en defensa del Diluvismo, la de la Tierra hueca (Sequeiros, 2000), recuperada por cierto por los nazis (Vidal, 1995), paradigma del irracionalismo y la barbarie en el siglo XX. Además, como ha dicho Vitaliano (1973), el agua caída, hubiera vuelto, simplemente... a rellenar el mar, origen último de la inmensa mayor parte del agua evaporada, pero algo que quedaba fuera del horizonte mental de los autores bíblicos ya que, como se dijo, pensaban que el origen de la lluvia diluvial, estaba en el agua que rodeaba la bóveda celeste más allá de las estrellas. En definitiva, tanto el origen del agua necesaria para un diluvio como el bíblico, como su destino tras el mismo, son científicamente inexplicables.
Otro problema se relaciona con las plantas, no recogidas en el arca, lo que hubiera llevado a la extinción de no pocas. Pero no hay evidencia alguna de esa extinción paleontológica universal. Por otra parte, el supuesto Diluvio hubiera producido una indudable huella geológica y paleontológica, una formación sedimentaria universal con abundantes fósiles. Ya Lyell criticó en sus Elementos de Geología, en el capítulo VI, tanto la idea de uno o varios diluvios como la de su depósito, el «diluvium», y ningún geólogo ha encontrado nunca nada parecido. Al contrario, en el Holoceno, los últimos 10.000 años, y en el Pleistoceno (desde hace 1,6 millones), hay multitud de formaciones sedimentarias pero sin sincronía que evoque lo que se deduciría del relato bíblico.
De acuerdo con la fuente P, el arca acabó reposando sobre los montes de Armenia (Gn 8, 4). A pesar de las múltiples expediciones en busca del arca al monte Ararat, ésta, como era esperable, no ha sido encontrada. Un trozo de madera hallado por Ferdinand Navarra en 1955, fue datado como del año 700 (Science News, 1977). Uno de los últimos «hallazgos»...era en realidad el fondo de un sinclinal con aspecto de casco de barco, interpretado erróneamente como el Arca fosilizada (Fortey, 2000).
Ryan y Pitman (1998) han planteado que el posible núcleo histórico de la leyenda correspondería en realidad a la gran inundación que hace unos 7.500 años produjo la invasión por el Mediterráneo ascendente tras la glaciación, una transgresión que inundó el Mar Negro, un hecho científico comprobado en campañas oceanográficas. Sin embargo, las dataciones de maderas procedentes de asentamientos humanos enterrados bajo el mar, han dado fechas demasiado recientes para ser coherentes con el relato sumerio tomado por la tradición hebrea. Por otra parte, el relato sumerio-bíblico es muy claro en cuanto al origen del Diluvio: la lluvia («las cataratas del cielo»), no la invasión del mar.
Una exposición sobre el Diluvio desde el creacionismo «científico», puede verse en Withcomb & Morris (1989) o en Sarfati (1998), para cuya crítica se recomienda ver el trabajo de Isaak (1998).
La destrucción de Sodoma y Gomorra: una posible catástrofe geológica en las riberas del Mar Muerto Sodoma y Gomorra estaban situadas en la ribera del Jordán, «de regadío por todas partes» (Gn 13, 10), cerca del Mar Muerto —entonces el Valle de Siddim, Valle de las Selvas—, el área escogida por Lot, sobrino del patriarca hebreo Abraham, que había venido de Egipto con ganado para establecerse. Yahvé decidió comprobar si era tan frecuente la homosexualidad masculina entre sus habitantes como indicaba el clamor que había llegado a sus oídos (Gn 18, 21), enviando para ello dos ángeles que fueron invitados a casa de Lot, en Sodoma; efectivamente, los hombres de la ciudad, tal y como Yahvé había previsto en su infinita sabiduría, desearon «conocer» en el sentido bíblico a los dos ángeles. Lot y su familia pudieron escapar de la cólera de Yahvé cuando «El Señor llovió del cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego» (Gn 19, 24). Este supuesto hecho es el que está en la base de la condena de la homosexualidad por amplios sectores de las jerarquías eclesiásticas cristianas —no de la mayoría de los creyentes en los países desarrollados—, condena recientemente reafirmada en julio de 2003 por el cardenal Ratzinger.
El relato, confrontado con la realidad histórica, tiene varios anacronismos y fue escrito probablemente ya en el Primer Milenio a.C., guardando estrecho paralelismo con otro relato bíblico, el de Jueces 19, lo que sugiere una fuente común (Greenberg, 2000). En realidad, el texto está configurado por la reunión de las fuentes J (Gn 19, 1-28.30-38) y P (Gn 19, 29) (Friedman, 1987).
El Valle de Siddim «tenía muchos pozos de betún» (Gn 14, 10). Por otra parte, el Mar Muerto, es un rift geológico, un valle tectónico creado por procesos distensivos, de apertura de fracturas y fallas, prolongación del rift africano, una zona sísmica cuyo fondo está casi 800 m bajo el nivel del Mediterráneo, abundando las fuentes termales con azufre. Blanckernhorn (1896) sugirió que las ciudades del Mar Muerto se hundieron y fueron cubiertas por dicho mar tras un terremoto. En el siglo I, Estrabón constató, sin embargo, que las murallas de las ciudades todavía existían.
A su vez, Frederick Clapp (1936), sugirió que el betún pudo fluir por una zona de falla durante el terremoto y después ser incendiado por un rayo o fuegos urbanos. De hecho, en el Mar Muerto se observan masas de asfalto flotantes que tienen este origen. Durante el terremoto de julio de 1927 se produjeron fuegos a consecuencia de la ignición de gas natural, metano (Henning, 1950). Graham Harris y Anthony Beardow (1995), han sugerido que la causa de la catástrofe podría haber sido la licuación sísmica alrededor de 1900 a.C., licuación que podría haber desencadenado una extensión lateral, un tipo de deslizamiento en zonas de poca pendiente, bajo las ciudades, localizadas en la Península de Lisan, entre las dos subcuencas del Mar Muerto, produciéndose también incendios.
Wood (1999) ha sugerido que las ruinas de ambas ciudades son las hoy denominadas Bab adh-Dhra (Sodoma) y Numeira (Gomorra), en el SE. del Mar Muerto, hoy en Jordania. Ambas ruinas muestran signos de haber sido destruidas por incendios.
No existe unanimidad, por tanto, acerca de la situación de las ruinas, ya que han sido situadas también en el borde septentrional por una expedición con minisubmarino en 2000 dirigida por Michel Sanders, un experto bíblico.
Parece, pues, que hay suficientes elementos geológicos para abogar por una catástrofe de origen natural —bien distinta de la planteada en el relato bíblico en cuanto a sus causas, sobrenaturales—, que soportaría un núcleo histórico y, por tanto, un carácter legendario más que mítico. Sobre esta posible base natural, los autores bíblicos, conocedores como en el caso del Diluvio del poso dejado en la tradición oral cuando escribieron el relato, unos mil años después, probablemente tejerían una interpretación causal de carácter religioso: el poder divino para el castigo absoluto, la muerte de los impíos que, como Onán, otro condenado, no contribuían al «creced y multiplicaos» del «pueblo elegido».
Aportan solidez a esta aproximación las investigaciones llevadas a cabo recientemente para aclarar otros elementos de la Historia Antigua dotados por la tradición de un supuesto halo sobrenatural. La trama geológica de un elemento cultural de la importancia del Oráculo de Delfos en el templo de Apolo, el más importante de la Antigüedad, en Grecia, acaba de ser confirmada, avalando científicamente lo expuesto por Plinio o Plutarco. El oráculo, está situado en la intersección de dos fallas de gravedad por las que ascendían gases con etileno —hidrocarburo no saturado de olor agradable empleado como anestésico: CH2=CH2—, procedentes de unas calizas bituminosas, gases que provocan un estado similar al trance en el que según los contemporáneos que lo presenciaron, caían las sacerdotisas pitonisas (Hale et al., 2003). Esta vía de investigación doblemente apoyada en la Historia y las Ciencias Naturales (en este caso la Etnobotánica), se ha mostrado también fértil en el descubrimiento del probable núcleo verdadero de los Misterios de Eleusis, otro elemento cultural central de la Antigüedad que dejaba profunda huella en los que lo vivían. El misterio parece ser que se basaba en la ingestión por los futuros iniciados, controlada por los sacerdotes, de la esencia del cornezuelo, uno de los múltiples ejemplos de utilización místico-religiosa de las drogas (Gordon et al., 1978).
Las catástrofes geológicas, por su violencia y espectacularidad, incomprensibles hasta hace muy poco, capaces de impresionar a muchas generaciones y entrar en la tradición oral, serían así elemento idóneo para mostrar la cara amarga del supuesto poder divino, el castigo para los que no aceptan la Escatología [7] y el código moral sacerdotal, opuesto a la amable, el milagro al servicio de los «elegidos» o de la propagación de la fe. Esta misma interpretación de instrumento de amenaza, de advertencia permanente a los que se desvíen, reiterada en los Evangelios en boca de Jesús (Vid. p.e. Mt 10, 15 ó Mt 11, 24), es la que sugiere la utilización recurrente del relato, en este caso el del Diluvio, como amenaza a los impíos en el libro sagrado musulmán, El Corán, que lo toma en préstamo de la tradición judía al igual que ésta lo tomó de la sumeria, cada una con su propia interpretación. No acaba ahí el paso de mano en mano del mito: los nazis —cuyas siniestras SS se inspirarían a nivel organizativo en la Compañía de Jesús, por la que el excatólico Himmler (Vidal, 1995), como antes Lenin, creador del otro gran totalitarismo moderno, sentía gran admiración—, lo tomarían, en combinación con el mito o leyenda de la Atlántida transmitido por Platón, como elemento fundante de la supuesta superioridad racial aria, del nuevo «pueblo elegido», el «herrenvolk», el pueblo de los señores; un pueblo supuestamente salvado del Diluvio Universal en las altas montañas del Tibet tras la destrucción de la Atlántida (Ravenscroft, 1991) y al que esperaba una apoteosis triunfal en forma de un Reich de mil años de la mano del mesías redentor de la raza aria, Adolf Hítler.
Las derivaciones del fundamentalismo religioso o parareligioso, a menudo al servicio de nacionalismos exaltados o de la razón de Estado, distan a menudo de ser inocuas, y en su nombre se han realizado algunos de los más horrendos crímenes contra la Humanidad, que van desde los supuestos genocidios que la Biblia describe —de Egipto, con todos sus primogénitos muertos a manos de Yahvé, a la inventada conquista de Canaán—, al Holocausto nazi del siglo XX (los nazis crearon su propia Iglesia, pagana, la Gottgläubige, el Movimiento de la Fe, Vid. Grunberger, 1971) o el practicado por la Santa Inquisición en los siglos XV-XVIII contra las supuestas brujas en Europa, que costó la vida al menos a unas 50.000 personas torturadas salvajemente y quemadas o ahorcadas (Behringer, 1997). Es obvio, por otra parte, que el actual fundamentalismo cristiano norteamericano, ligado a los sectores más conservadores del Partido Republicano y al propio presidente Bush Jr. (James, 2003), con su idea mesiánica del «nuevo pueblo elegido» y el enorme poder de EE.UU., está detrás, ideológica y en cierta medida políticamente, del intervensionismo imperial que caracteriza actualmente la política exterior norteamericana. Intervencionismo fruto de los bárbaros atentados del 11 de septiembre (Herencia Cristiana, 2003) obra de otro fundamentalismo, el islámico. Intervencionismo en buena medida al margen de la legalidad internacional de Naciones Unidas, y con beneficiarios perfectamente identificados: los oligopolios petroleros, el complejo militar-industrial norteamericano y el Estado de Israel. La desmitificación de creencias fruto inevitable del pasado precientífico de la Humanidad, muestra claramente que no hay «pueblos elegidos» investidos por divinidad alguna de supuestas misiones redentoras o trascendentes, que la Humanidad es una en lo biológico y que en esta era de globalización la única salida salvadora pasa por el respeto a los derechos humanos, la tolerancia y el mestizaje cultural. La dinámica ideológica de los fundamentalismos, ayunos todos de racionalidad científica, expresiones del irracionalismo, se realimenta entre unos y otros sin más salida que el choque de culturas que puede acabar presidiendo el nuevo siglo XXI. Por tanto, el fortalecimiento de la racionalidad y su crítica a los endebles postulados que soportan los fundamentalismos de todo tipo, así como la estricta separación de religión y política, base del Estado ilustrado que ha hecho de Occidente el abanderado de los derechos humanos y el progreso científico-técnico e incorporada afortunadamente en el proyecto de Constitución de la UE, son necesarios y obligados para evitar el choque de culturas cuyos prolegómenos, envueltos en ropajes patrióticos pero en realidad al servicio de intereses rapaces y egoístas como los expuestos, estamos presenciando.
La Biblia y la historia de las Ciencias Geológicas: un desencuentro inevitable
Durante casi 1.500 años, el cristianismo —la nueva religión de raíces hebreas— no fue cuestionado en Europa. Las principales razones para ello estribaban en la ausencia de explicaciones alternativas a diversas creencias dada la debilidad de las observaciones y los conocimientos científicos; también y no menos, en el enorme poder económico y sociopolítico de la Iglesia Romana, que confería legitimidad divina a las monarquías reinantes, poder que como sucede hoy con el Islamismo, impregnaba toda la vida del creyente. Pero cuando el Renacimiento, surgido en el siglo XV en las Repúblicas italianas y el XVI en el resto de Europa, cambió el leitmotiv de sociedades e individuos de lo divino a lo humano; cuando la Reforma y el libre examen de los textos bíblicos conquistaron media Europa y la Ciencia moderna emergió con fuerza en el XVI, los relatos bíblicos, fruto de una sociedad precientífica, comenzaron, inevitablemente, a ser cuestionados.
Debe tenerse presente que en la época en que se hizo la compilación bíblica la escritura era patrimonio de una reducidísima minoría, poco más que la casta sacerdotal, y que así sería en los países cristianos —no entre los judíos, devenido pueblo culto de lectores asiduos de la Biblia y el Talmud tras la Diáspora—, hasta la aparición de la imprenta y la difusión de los impresos en los siglos XV-XVI. Una de las razones estribaba en lo costoso de los textos escritos, fruto de amanuenses, y en lo caro de los soportes materiales de la escritura como el pergamino (Ayala-Carcedo, 2000). Probablemente, los compiladores bíblicos sacerdotales nunca pensarían que la mezcla de textos y tradiciones contradictorias o los plagios tomados de otras culturas llegarían a ser examinados por gentes ajenas a la propia casta, entonces analfabetas. Pero gracias al progreso técnico —la imprenta y el papel y el enorme abaratamiento de los escritos que trajeron—, por primera vez, más de veinte siglos después, muchas personas accedían a un conocimiento directo de los textos bíblicos y podían además compararlos con los coetáneos procedentes de otras culturas.
Para los cristianos, la Biblia era la palabra de Dios, una materia de fe, una verdad absoluta sujeta a criterios de autoridad que inevitablemente entraría en conflicto con la razón científica entonces emergente a caballo del humanismo renacentista, basada en la observación, las pruebas, la duda metódica, la actitud crítica y la negación de cualquier criterio de autoridad. Si la Biblia decía «Y paráronse el sol y la luna hasta que el pueblo del Señor se hubo vengado de sus enemigos» (Jos 10, 13), era porque el sol se movía; por tanto, Copérnico, Galileo y su heliocentrismo, sin prueba científica alguna que les valiera, estaban en el error y la herejía. Pero la ruptura de la Iglesia Romana durante la Reforma en el XVI y el ascenso del comercio internacional y más tarde el industrialismo, eran favorables al desarrollo de la Ciencia, necesario para la navegación, la minería o metalurgia. Sin embargo, ciencias como la Astronomía, la Geología, la Biología o la Geografía Física, vieron retrasado su desarrollo debido a los condicionamientos que imponían las creencias en mitos bíblicos como la Creación o el supuesto Diluvio Universal.
Para la Geología, los problemas vinieron con los fósiles y la magnitud del tiempo geológico (Haber, 1959; Toulmin & Goodfield, 1982; Gould, 1987; Lewis & Knell, 2001). El primer problema era la cortedad de la Historia de la Tierra que se deducía del relato hebreo, un aspecto en el que la Biblia es notablemente inferior a religiones como el brahmanismo o la maya, con amplias cronologías cosmológicas (Tokarev, 1979).
De acuerdo con Eusebio de Cesarea (ca. 303), la edad del mundo acorde con la Biblia, era de 6.000 años, similar a la que calcularía en 1658 el arzobispo James Ussher, primado de Irlanda: el mundo había sido creado el 23 de octubre del 4004 a.C. (Faul & Faul, 1983; Barr, 1985); el Diluvio, de acuerdo con diferentes versiones de la Biblia, habría ocurrido entre el 3387 y el 2582 a.C., así que la tierra antediluviana solo tenía unos 1.000 años. Para los judíos, de acuerdo con su sistema de contar el tiempo, el año 1067 de la era cristiana p.e., era «el año 4827 de la Creación» según el judío de Arévalo José ibn Zaddic (en Martínez Díez, 1999). Estas cifras eran abiertamente insuficientes p.e. para dar cuenta del papel de los procesos erosivos como productores, junto a los tectónicos, del relieve terrestre, de articular en suma una explicación racional empíricamente fundada a la realidad observada ya al menos desde Al Biruni (973-ca. 1050).
Generalmente se hace énfasis en el descubrimiento geográfico, espacial, del mundo, pero para varias ciencias como las geológicas o las biológicas, el descubrimiento del tiempo, en la afortunada expresión de Toulmin & Goodfield (1982), de la dimensión temporal del mundo, fue tan importante como el primero.
El conde De Buffon (1707-1788), en su Époques de la Nature de 1778, tras realizar experimentos de calentamiento-enfriamiento con esferas, había estimado la edad de la Tierra en la entonces increíble cantidad de 74.832 años, cifra que la Facultad de Teología de la Universidad de la Sorbona se apresuró a condenar por herética; Buffon, como en el siglo anterior había tenido que hacer Galileo (1563-1642), tuvo que desdecirse ante el poder inquisitorial en que la Iglesia se apoyaba aún en los años previos a la Revolución Francesa de 1789. Buffon, consciente de la importancia clave del tiempo en los procesos naturales, llamó a éste «el obrero de la Naturaleza». Dada la imposibilidad de acuerdo entre razón y fe, las controversias acabarían resolviéndose con el total abandono de las cronologías bíblicas en la Ciencia. El problema de una cronología exacta, no se resolvería sin embargo satisfactoriamente hasta el siglo XX con la datación radiactiva.
El Diluvio bíblico suponía también importantes obstáculos para el desarrollo de la Geomorfología, la Estratigrafía y la Paleontología. Isidoro de Sevilla (ca. 570-636) en sus Etimologías (ca. 630), había dicho que los fósiles eran restos orgánicos del Diluvio. Científicos chinos y musulmanes creían también en su origen orgánico, al igual que Leonardo da Vinci (1452-1519), Steno (1638-1686) y Hooke (1635-1703); Leonardo, el primer europeo en señalar la continuidad entre estratos a uno y otro lado de los valles y, por tanto, su origen erosivo, cuestionaba su origen diluvial. La hipótesis diluvial sobre los fósiles era aceptada por Cardano (1501-1576) y Leibniz (1646-1716) en su Protogea. En España, el P. Torrubia (1698-1761), valioso observador, era diluvista, mientras que Bowles (1705-1780) y Cavanilles (1745-1804), creían que los fósiles eran producto de oscilaciones periódicas del mar (Sequeiros, 2002). Antonio de Ulloa (1716-1795) halló fósiles en Talcahuano (Chile), declarando que eran la prueba de la universalidad del Diluvio bíblico (Capel, 1985). El suizo Scheuchzer (1672-1733), otro diluvista, pensó incluso haber hallado los restos de un hombre pecador ahogado en el Diluvio, al que denominó Homo diluvii testis, en realidad el fósil de una salamandra gigante.
La hipótesis diluvial sobre los fósiles, encerraba un importante problema para la ortodoxia bíblica, problema que afloró en cuanto se comprobó que los fósiles correspondían a especies extintas, ya que Yahvé había ordenado a Noé salvar a «todos los animales de toda especie» (Gn 6, 19); si la Biblia no citaba extinción alguna antes, durante y tras el Diluvio, ¿Cómo era posible que hubiera especies extintas? ¿Para qué entonces el supuesto acto salvador de Noé ordenado por Yahvé? Coherentemente, el jesuita Kircher (1602-1680), en el contexto de la Contrarreforma y el Concilio de Trento (1545-1563), declaró que los fósiles no eran restos orgánicos, sino piedras, lapides figurati producto del azar. Otro problema para la hipótesis diluvial, vino cuando Vallisnieri (1661-1730), en 1721, al descubrir fósiles en varias capas diferentes, dijo que eran necesarios varios diluvios y no uno solo para explicarlo. Así que Réaumur (1683-1757), abandonó definitivamente la hipótesis diluvial en su estudio sobre los fósiles de Turenne (Francia).
Estos debates se vieron acompañados, y enturbiados, por una polémica extracientífica entre providencialistas optimistas como Leibniz, Linneo (1707-1778), o Woodward (1665-1728) —que creían que la Naturaleza opera según un plan divino de progreso—, providencialistas pesimistas como el diluvialista Burnett (1636-1715) —que pensaba que la Naturaleza se degrada continuamente—, o librepensadores como Voltaire (1694-1778), que pensaban que la omnipresencia del mal en el mundo, realzada a raíz del reciente terremoto de Lisboa de 1755 que había matado a 24.000 inocentes, cuestiona el providencialismo. Descartes (1596-1650), padre del racionalismo, para evitar problemas con la Iglesia católica, declararía que Dios hizo una vez las reglas de la Naturaleza, pero que ésta opera autónomamente con ese impulso inicial; una posición antiprovidencialista y sorprendentemente moderna, condenada en su época por la Iglesia católica, y adoptada en definitiva por la Iglesia en la actualidad. Cosas veredes.
William Smith (1769-1839) y Alexandre Brongniart (1770-1847), acabarían mostrando el significado bioestratigráfico de los fósiles, una noción clave para el establecimiento de la cronoestratigrafía y el desarrollo de las bases geológicas de la minería hullera, uno de los pilares de la Primera Revolución Industrial (1765-1885).
Cuando los españoles y portugueses encontraron que América era un continente aislado y que había animales en él, diferentes de los de Eurasia, apareció un nuevo problema para el diluvismo, ya que Noé había desembarcado su carga viva en la isla-mundo, el Viejo Continente. La presencia de seres humanos en América, incompatible también con el diluvismo, originó, para salvar la ortodoxia bíblica, la pintoresca teoría de los preadamitas, humanos anteriores a Adán que al no estar afectados por el supuesto «pecado original» adánico, no habrían sufrido el castigo divino. Indirectamente, fue la ocasión para que Acosta (1539-1600), autor de la Historia natural y moral de las Indias en 1590, propusiera al observar la complementariedad de sus costas, que América y África habían estado unidas antes del Diluvio, que las habría separado. Una hipótesis ingeniosa que después recuperarían Humboldt y Wegener, pero incompatible con el hecho de que los animales y plantas a ambos lados del océano pertenecían a especies diferentes, algo que sólo la moderna Teoría de la Tectónica de Placas ha sido capaz de explicar en el siglo XX.
El Diluvismo, sin embargo, tenía un aspecto positivo para el progreso científico como ha señalado Capel (1985), ya que aceptaba que la Tierra tenía una «historia», que había cambiado; eso sí, una sola vez y dentro de las tesis bíblicas. En ese sentido, el Diluvismo está de alguna manera, aunque no explícita, tras el Neptunismo de Benoît de Mallet (1665-1728), Abraham Werner (1750-1817) o John Walker (1731-1803), una teoría que defendía el origen acuoso de todas las formaciones geológicas —granito y basalto incluido—, en un océano universal primigenio, la Panthalasa. La teoría entró en crisis tras mostrar el escocés James Hutton el origen ígneo del granito; sin embargo, por su énfasis estratigráfico, permitió algún progreso en este campo. El Neptunismo, vencido científicamente de forma definitiva por la magna síntesis de Lyell en sus Principles of Geology de 1830-33, no superó en general 1850, pero en EE.UU., a través de los geólogos yankees de raíz puritana y de Agassiz, discípulo de Cuvier, tuvo más vigencia (Faul & Faul, 1983); algo que ayuda a explicar la fuerza del fundamentalismo cristiano diluvista. Al igual que otros grandes científicos de su época como Darwin, Lyell sería objeto de la censura eclesiástica, teniendo que asegurar al obispo de Londres en 1831 para enseñar en el King´s College que sus enseñanzas no eran contrarias a la Biblia (Virgili, 2003). En España, a través de los ingenieros de minas que habían estudiado en Freiberg, cuna del Neptunismo werneriano, ha mantenido algún eco anacrónico de carácter semántico hasta mediados del siglo XX en el uso de términos como «estrato cristalino» o «diluvial» en los mapas geológicos oficiales. Cuvier (1769-1832), fundador de la Anatomía Comparada, representó el último gran intento de conciliar parcialmente los puntos de vista bíblicos con el nuevo conocimiento sobre los fósiles a través de su obra de 1812 Discours sur les Revolutions du Globe en la que propone el fijismo catastrofista: creación divina separada de las especies tras catástrofes universales conducentes a la extinción en masa. Cuvier basó su teoría en la observación de Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1884) durante la expedición napoleónica a Egipto sobre la similitud de los animales momificados en las tumbas varios miles de años atrás con los actuales; para Saint-Hilaire, un lamarckiano, 3.000 años eran poco tiempo para dar significación científica al hecho. El creacionismo catastrofista de Cuvier —incoherente en todo caso con la Biblia— gozó de un breve esplendor en la Europa postnapoleónica y retrógrada de la Santa Alianza, pero cayó rápidamente en el descrédito; hoy es un autor citado a menudo por los autodenominados creacionistas «científicos».
La primera teoría de la evolución fue la de Lamarck (1744-1829), discípulo de Bufón. Pensaba, correctamente, que los seres vivos evolucionan, y , erróneamente, que lo hacen a través de la transmisión a su descendencia de los caracteres adquiridos durante su vida positivos para la supervivencia.
Las evidencias paleontológicas de que las formaciones más antiguas contienen fósiles menos evolucionados que las modernas, prueba por otra parte de extinciones en masa, fueron uno de los pilares en los que Darwin, deudor de la síntesis geológica de Lyell, apoyó su Origin of Species de 1859, el libro que enterró definitivamente el creacionismo y el providencialismo en el campo científico (Vid. p.e. Evolution Web Sites, 2002).
La polémica continúa todavía en EE.UU. por parte de los autodenominados creacionistas «científicos», metidos en un callejón sin salida: el cuestionamiento de la Ciencia. La Iglesia católica, más pragmática y menos dependiente de la cultura de lectura bíblica que las Iglesias reformadas, ha acabado por aceptar la evolución con un sentido teísta no muy alejado del propugnado erróneamente por el jesuita Teilhard de Chardin («Una integración intelectual, en la cual el cosmos en evolución revela la presencia del Logos Divino, tanto en los procesos de la cosmogénesis como en los de la antropogénesis» según Mons. Józef Zycinski, Arzobispo de Lublin en 1998), carente de fundamento científico (Vid. p.e. Ayala, 1994 o Arsuaga, 2001). Tras varias centurias de sistemática y diligente persecución, la Iglesia católica, ha levantado al fin la condena a Galileo por su heliocentrismo. En este caso, la verdad ha acabado imponiéndose. Eppur si muove.
Conclusiones: la Cosmología y Geología bíblicas, obra de un pueblo precientífico
Desde la razón científico-natural, cabe concluir en lo siguiente.
En cuanto al relato bíblico de la Creación, no verificable científicamente en cuanto a su historicidad, pero si en cuanto a sus tesis, los dos tercios de éstas al menos son erróneas o falsas. Así, p.e.: la creación del día y la noche antes de crear el sol; la creación de herbáceas y plantas antes de crear el sol, necesario para la fotosíntesis; la existencia de agua por encima de la bóveda celeste; la creación de estrellas y planetas tras la del firmamento; la creación separada de cada especie; la ausencia de extinciones como parte necesaria de la generación de la actual biodiversidad etc. Todo el relato, con préstamos míticos de otras culturas, es, además, rehén de una concepción claramente geocéntrica y, por tanto, errónea, sobre el Sistema solar y el Universo.
La narración bíblica del supuesto Diluvio Universal es incongruente con la completa ausencia de una mínima huella universal estratigráfica, paleontológica o antropológica del mismo, falta de huellas que va acompañada de múltiples evidencias en contra de este supuesto evento, lo que lleva a concluir en la inexistencia de una catástrofe de esta naturaleza que se extendiera a todo el mundo, en la ausencia de un carácter universal. No existe ni hay elemento alguno que permita suponer que haya existido un mecanismo que posibilitara la precipitación de una cantidad de agua tal que produjera un evento como el bíblico en su época. Ni tan siquiera en la actualidad hay posibilidades de la organización de una logística que permitiera preservar en el Arca, obviamente incapaz por sus limitadas dimensiones, todas las especies vivas, desconocidas aun en su mayor parte. Dado el claro origen sumerio del relato, cabe suponer que exista un núcleo histórico del relato en una gran inundación regional en el antiguo Sumer, en el bajo Eúfrates, en el Tercer Milenio a.C.
El relato bíblico de la destrucción de Sodoma y Gomorra, situadas ambas en el rift del Mar Muerto, podría tener un núcleo histórico en la licuación sísmica del suelo bajo las ciudades acompañada de la ignición de gas natural liberado en el terremoto.
Los posibles núcleos históricos de los relatos del Diluvio y Sodoma y Gomorra, sugieren una causalidad natural actuante en el Tercer y Segundo Milenio a. C. respectivamente, similar a la actual, sobre la cual se tejería muy posteriormente una interpretación en clave religiosa transmitida oralmente hasta su escritura en el Primer Milenio a.C.
La presencia del relato bíblico en la Historia de la Geología se produjo primeramente en torno a la discusión del paradigma Diluvista, polémica en la cual se construyeron los cimientos de la moderna Ciencia Geológica. Este paradigma aportaba una limitada idea geodinámica que no impidió completamente el estudio de los procesos y está en alguna medida tras el surgimiento del paradigma Neptunista, etapa primitiva de la Estratigrafía. Junto a este elemento muy limitadamente progresivo, las implicaciones de la ausencia de extinciones impedían el progreso paleontológico, y la extrema cortedad del tiempo geológico, impedía explicar el papel de los procesos geodinámicos externos en la conformación del relieve y la propia evolución de las especies. La progresiva carencia de poder explicativo del paradigma bíblico-geológico, llevaría a su abandono en el siglo XVIII y al triunfo de una parte de las síntesis huttoniana y lyelliana, y de otra al surgimiento del evolucionismo científico, el darwinismo.
Debe señalarse que antes del «descubrimiento del tiempo», en ausencia de una concepción adecuada de la enormidad de los tiempos cosmológico y geológico, sólo disponible en el siglo XIX para el geológico y del XX para el cosmológico, el relato bíblico era una explicación relativamente verosímil para una gran parte de la población en torno a problemas como el cosmológico, el geológico o el de la biodiversidad. Esta realidad y el enorme poder eclesial, explican el éxito del relato bíblico durante muchos siglos.
Junto a los múltiples errores científico-naturales, los textos bíblicos antiguos y neotestamentarios, por otra parte, han sido sometidos a crítica histórico-científica encontrando múltiples contradicciones, contradicciones que vienen de la presencia de diversas tradiciones, hayan sido refundidas en un solo texto como en el Antiguo Testamento, o no, como en el Nuevo. Por otra parte, la historicidad de no pocos hechos clave, del Éxodo a la conquista de Canaán, personajes como Moisés o José, o la propia originalidad del cristianismo tras los manuscritos del Mar Muerto que prueban la influencia esenia, es ampliamente cuestionada por historiadores y arqueólogos.
Actualmente, desde el punto de vista de la razón científico-natural e histórica, el relato bíblico, con múltiples contradicciones en lo doctrinal por otra parte, explicables antropológicamente, es sólo comprensible como obra de un pueblo precientífico en sus coordenadas geohistóricas y temporales, de forma similar a las tradiciones míticas y legendarias de otros pueblos. Esta tesis elimina el profundo dilema que la crítica tanto de la razón lógica como de la científica, suponen a nivel doctrinal y científico para el texto bíblico. Hoy, la admisión de la veracidad de los relatos bíblicos analizados en sus aspectos científicos, es comprensible como acto de fe, pero no desde la razón científica, razón desde la cual no puede seguir sosteniéndose la idea apologética de que la Biblia tenía razón.
Francisco J. Ayala-Carcedo, en redalyc.org/
Notas:
7 Escatología: conjunto de creencias y doctrinas sobre el destino final del hombre y el universo.
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Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
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