Capítulo III: Una contribución de la psicología en el camino vocacional
Después del trabajo realizado hasta aquí acerca de la teología y la espiritualidad de la vocación, cabe ahora analizar más objetivamente las ciencias humanas que pueden complementar nuestra reflexión sobre este tema. Es sabido, desde el primer capítulo, que el dialogo vocacional entre el ser humano y Dios se da desde la fe, pero sin nunca renunciar los aspectos antropológicos. En la antropología teológica, que posee una larga tradición en la reflexión sobre el ser humano, hay un esfuerzo de diálogo con una psicología que considera la dimensión trascendental de la persona.
Junto con la antropología y las orientaciones del Magisterio, la psicología ha tenido un papel fundamental en la comprensión de los procesos vocacionales. Cabe resaltar que la relación entre psicología y espiritualidad alcanza una gran amplitud, pero que simplemente se explorarán en este capítulo algunas aportaciones más básicas. De ese modo, será posible comprender mejor la experiencia del discernimiento vocacional desde una perspectiva psicológica.
Al reflexionar sobre la antropología de la formación en el capítulo anterior, quedó clara la importancia de la dimensión humana y la dinámica del proceso vocacional que aportan las cuestiones a ser asimiladas por la persona llamada. La Iglesia los identifica como la recta intención, la libertad y las cualidades y actitudes vocacionales. Ellas «se identifican con la madurez humana suficiente a varios niveles fundamentales: el aspecto físico y la salud, el equilibrio psíquico, el carácter y la personalidad, la afectividad y la inteligencia» [1]. Es decir, asume la persona integralmente en una clara convergencia entre lo teológico espiritual, antropológico y psicológico. Así, este capítulo buscará una reflexión sobre la vocación dentro de un marco interdisciplinar.
Asimismo, el camino aquí propuesto intentará recoger elementos importantes de la vocación desde la psicología. Estos serán requisitos complementarios, que ayudarán en una comprensión más completa del candidato y su proceso de discernimiento vocacional. A la luz de la antropología vocacional elaborada por Luigi M. Rulla [2], este camino vocacional tomará una forma y un sistema más claros, que abordarán muchos elementos ya trabajados ampliamente en anteriores capítulos. Para que este itinerario alcance su objetivo, será importante en primer lugar retomar de modo más sistemático los criterios eclesiales de la vocación que ayudan en un estudio más objetivo del proceso.
No obstante, en un sistema humano bastante complejo, que no puede obviarse, es necesario comprobar la idoneidad de los candidatos en la admisión al seminario y a las órdenes, como bien expresa el Código de Derecho Canónico (CDC): «solo deben ser ordenados aquellos que, según el juicio prudente del Obispo propio o del superior mayor competente, sopesadas todas las circunstancias, tienen una fe integra, están movidos por recta intención (…)» [3]; y dejan claros los elementos objetivos con los cuales la autoridad responsable debe discernir la vocación. Como ya se ha señalado diversas veces en el capítulo anterior, la madurez humana es fundamental para toda decisión vocacional y aquí es asumida como uno de los principales objetivos de la vocación sacerdotal [4], pues ella posibilita la integración del crecimiento humano y espiritual.
Con eso, la doctrina de la Iglesia y su legislación han ofrecido criterios como la recta intención, la plena libertad y la idoneidad, que ayudan en la importante tarea de comprender la llamada. Tales criterios son objetivos evaluables, y permiten así a la Iglesia y al candidato reconocer cuidadosamente las señales que indican o no la vocación. De este modo, se abrirá un camino que une vocación y psicología y aborde entre otros aspectos el discernimiento y la teoría de la autotrascendencia de Rulla.
1. Los criterios eclesiales como señales vocacionales
La Iglesia, como mediadora de la llamada divina, tiene la misión de discernirla y exigir en los candidatos unas determinadas cualidades que la sostienen en su camino. Ella debe conocer, comprobar y juzgar la idoneidad, puesto que se trata de un ministerio público y social que ejerce en nombre de ella. Solo así podrá garantizar la dignidad y eficacia del servicio que quiere prestar al Reino de Dios. Por ello, ofrece criterios vocacionales que deben ser aclarados y asumidos como partes fundamentales del proceso de discernimiento vocacional.
Consciente de la dimensión eclesial de la vocación y de todo trabajo dispensado por la Iglesia en objetivar los criterios vocacionales, este primer apartado buscará favorecer por medio de ellos el discernimiento vocacional que es no solamente personal, sino también eclesial. De este modo, se analizan de forma más completa las vocaciones de especial consagración. En síntesis, esta primera parte del capítulo se ha basado en criterios de la vocación en los que se expresa una profunda antropología y psicología.
1.1. La recta intención
La recta intención como uno de los primeros principios que conducen al candidato a la vocación sacerdotal es fundamental en el proceso de discernimiento vocacional. En ella se evidencia la firme voluntad del candidato ante la gracia vocacional, que le pide una entrega libre y absoluta al Señor, orientada hacia el Ministerio pastoral y una verdadera motivación sobrenatural. Estos aspectos fundamentales ofrecen los elementos que autentican el discernimiento vocacional.
En este sentido, es importante distinguir si la intención vocacional del candidato es recta, es decir, si está basada esencialmente en el amor a Dios y en el servicio al Reino y al prójimo, o si hay otros elementos a ser conocidos y purificados. En esta vocación no pueden existir otros fines no trascendentes, por más bien intencionados que sean. Para entender mejor la importancia de esta señal vocacional indispensable, Luis María García Domínguez considera la recta intención o recta voluntad [5] como una «voluntad firme y pronta para aceptar consagrarse para siempre al Señor; el interés y la inclinación auténticos y orientados hacia el ministerio pastoral y una verdadera motivación sobrenatural son los dos elementos esenciales de la rectitud de intención» [6].
Con eso, la recta intención se vincula con la necesidad de conocer lo máximo posible sobre el significado y sentido de la vocación presbiteral y sus implicaciones para que, por medio de este conocimiento, el candidato pueda elegir libremente lo que se pretende. Además de esto, esta recta intención debe estar en una profunda conexión con la vida práctica y ser asumida por el candidato de modo existencial. De forma consciente acerca del largo proceso para alcanzar la recta intención en el candidato, se abre desde el principio un horizonte de purificación de las intenciones durante la formación inicial.
Ante la complejidad de las operaciones humanas que pueden ser conscientes o inconscientes, no siempre es posible que el candidato conozca y, por lo tanto, exprese totalmente sus intenciones. Por eso, se debe resaltar la extrema importancia de conocer y complementar el discernimiento con algunos elementos psicológicos, para no condicionar la decisión vocacional, sino ofrecer herramientas para una elección más auténtica e integral. En este sentido, José San José Prisco indica:
«Como criterio subjetivo, la recta intención hace referencia a la voluntad de querer abrazar al sacerdocio y a la capacidad de autodeterminación personal de cara a la opción donde el sujeto expresa con autenticidad las motivaciones que le impulsan a elegir el camino del sacerdocio. El problema para los formadores se plantea cuando se hace necesario escrutar los factores inconscientes o subconscientes que pueden ser condicionantes o incluso determinantes de la opción vocacional» [7].
Asimismo, prosigue con algunos indicadores de la recta intención que revelan una suficiente consistencia vocacional en el candidato y se refiriere al:
«Recto conocimiento de lo que significa el ministerio ordenado; capacidad para integrar las propias necesidades dentro de los valores y actitudes vocacionales; coherencia entre pensamiento, voluntad y acción; defensa de los principios con flexibilidad y sin agresividad; inclinación al amor altruista y al servicio desinteresado; confianza fundamental en los otros y en sí mismo; interiorización real de los valores vocacionales específicos del ministerio ordenado» [8].
1.2. La plena libertad
Otra señal vocacional como criterio eclesial es la libertad plena tan necesario para los quien entran en el proceso de discernimiento vacacional, pues:
«Muy unida a la recta intención, la libertad ha sido considerada tradicionalmente como pre-requisito para una verdadera decisión humana. Además de la ausencia de violencia externa o miedo grave invalidante, la libertad se identifica con la capacidad de autoposesión y de autonomía manifestada en una actuación que se responsabiliza de las propias opciones. Desde la fe, además, se comprende la realización personal como autodonación al estilo de Jesús que vivió su libertad, paradójicamente, como Siervo» [9].
El ejercicio de la auténtica libertad sitúa al candidato ante la responsabilidad de elegir entre su vocación y su modo de ser en el mundo, respondiendo así existencialmente a la llamada; es decir, una respuesta responsable y libre que no niega la individualidad del sujeto, sino que lo convierte en una persona dotada de plena libertad ante Dios, ante a sí misma, el mundo y los demás.
Para acercarse del grado interno del candidato, el discernimiento tiene su referencia principal en la libertad de Jesús, que es una libertad entregada (Jn 10, 17-18) y totalmente fundamentada en la obediencia filial (Flp 2, 6-11). Esta libertad cristocéntrica es dinámica y posee un sentido, pues es también un “para” en vista a la propia libertad de los candidatos y de los demás. La exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis así explicita la importancia y el largo camino a ser recorrido hacia la verdadera libertad:
«La madurez humana y, en particular, la afectiva exigen una formación clara y sólida para una libertad que se presenta como obediencia convencida y cordial a la “verdad” del propio ser, al significado de la propia existencia, es decir, al “don sincero de sí mismo”, como camino y contenido fundamental de la auténtica realización personal. Entendida así, la libertad exige que la persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en la entrega y en el servicio al prójimo» (PDV 44).
Solamente dotado de esta libertad responsable, autónoma y obedientemente entregada, es como el candidato está capacitado para discernir, elegir y decidir. Todos los signos que son contrarios a esta libertad como la dependencia, servilismo, desconfianza, pasividad e inseguridad, miedo de la decisión y de las responsabilidades, paternalismo, violencia, extrema rebeldía, etc., necesitan ser purificados en la libertad jesuánica que compromete toda la estructura humana, espiritual y psicológica de la persona. Indicadores de la libertad interna serían, por tanto:
«Capacidad para elegir y decidir; personalidad definida, propia y original; autonomía de criterios frente al ambiente; consciencia de los propios actos y responsabilidad; capacidad de entrega desinteresada y voluntaria; obediencia cordial y respuesta a las normas y a los formadores» [10].
1.3. La idoneidad
Esta última señal vocacional es un criterio objetivo que debe ser reconocido en el candidato por la autoridad eclesial y se relaciona con la madurez humana, la salud física, las dotes intelectuales, la madurez afectiva y sexual y las dotes humanas-morales. Estas son, en general, el conjunto de cualidades especificadas como aptitudes idóneas para la vocación. En el proceso vocacional es muy importante que el candidato refleje en su vida la recta intención y libertad; y esto se consigue desde las cualidades encarnadas y asumidas por la persona, necesarias para la vocación y misión, que requieren una madurez necesaria:
«Capacidad de participar y de interesarse por las cosas que están fuera de uno mismo; capacidad para dedicarse a intereses y actividades diversos, para proyectarse en el futuro; relación profunda, cálida y personal con los demás y consigo mismo; aceptación de sí mismo o seguridad emotiva en todas las manifestaciones de su vida, dificultades, contratiempos, inseguridades; objetivación de sí mismo, introspección y autoconocimiento, capacidad de autocriticarse y capacidad de humor; filosofía de la vida capaz de dar a la existencia un significado y empeñarle en la acción» [11].
Los documentos de la Iglesia, principalmente a partir del Concilio Vaticano II, presentan diversas nociones sobre la madurez humana. Habla de la madurez en el celibato (OT 10), en su relación con la dimensión intelectual (OT 11). Pastores Dabo Vobis habla de la madurez humana [12], cristiana y sacerdotal [13]; afectiva y sexual [14], pero por su complejidad no ofrece una clara definición. Entre tanto, en síntesis, asume esta cualidad como fundamento de la idoneidad y la entiende [15] como «tensión dinámica y creativa, estado suficiente de diferenciación e integración somática, psíquica y mental, que dispone a la persona para desempeñar las tareas que ha de afrontar en un momento determinado y para hacer frente a las demandas de la vida» [16].
Esta comprensión de madurez humana integra la salud física y mental que se relaciona con la salud del cuerpo y de la mente de los candidatos; requisitos importantes para el ejercicio del Ministerio en su dimensión sacramental, pastoral y de gobierno. El mínimo exigido desde la legislación es que haya una normalidad conforme a la edad del candidato, es decir, «adecuado desarrollo anatómico-fisiológico, salud en el momento actual suficientemente buena y la ausencia de enfermedades crónicas o predisposiciones congénitas familiares» [17], como se presenta más detalladamente en los indicadores a seguir:
«En el nivel físico: desarrollo anatómico-fisiológico normal; salud actual suficientemente buena sin aparición de enfermedades crónicas; ausencia de predisposiciones congénitas familiares: alcoholismo, sida, drogodependencia. En el nivel psíquico: uso de razón suficiente para percatarse de lo que significa ordenarse; capacidad de juicio crítico, de razonamiento lógico, de comprender, de discriminar, de conocer; ausencia de trastornos aparentemente leves, pero rebeldes a los cuidados médicos: dolores de cabeza persistentes, insomnio, enuresis, manifestaciones hipocondriacas» [18].
La ausencia de cualidades psíquicas en el candidato que afectan a su consciencia y libertad son seguramente impedimentos para la vocación presbiteral. Esta compleja estructura requiere una adecuada investigación del candidato: «Sobre el ambiente familiar y sobre la historia completa de la persona, incluida la historia de posibles influencias y manifestaciones psicopatológicas; de ahí la conveniencia de acudir a expertos en el campo de la psicología para ayudar al juicio de la autoridad eclesial sobre la aptitud para el Ministerio» [19].
La aptitud intelectual está en función de la vocación y del Ministerio que va a ser asumido; es decir, es necesario que el candidato sea capaz de conocer integralmente la naturaleza del sacerdocio y sus exigencias, que tenga una preparación doctrinal sólida y exigente, y que dé respuesta a los retos que se presentan constantemente en la tarea evangelizadora y una inteligencia práctica que le posibilite salir airoso de problemas concretos [20]; además de otros indicadores como:
«(…) disponibilidad para el estudio, la interiorización y elaboración de los propios conocimientos; posesión de ideas propias y capacidad de comunicarlas a otros; disponibilidad para asimilar las ideas de los otros; conocimiento integral de la naturaleza del sacerdocio y sus exigencias; inteligencia práctica para la vida y sentido común; preparación académica necesaria (canon 1032)» [21]
Como ya se ha señalado en Optatam Totius, la dimensión intelectual debe ser ordenada para que los candidatos adquieran la debida madurez humana (Cf. OT 6). A su vez, «la madurez intelectual solo se logra plenamente cuando se integra en el conjunto de una persona madura» [22].
La madurez afectiva y sexual [23] es fundamental en la estructura de la personalidad, pues se relaciona con el libre autocontrol, identidad e integración del yo, adaptación a la realidad, relaciones maduras, apertura y presencia de los valores, con la «capacidad de establecer relaciones recíprocas de amor con otros; autocontrol y autodisciplina, sometiendo el instinto a la razón; actitud serena ante la mujer y equilibrio en el trato; ausencia de contraindicaciones absolutas (hechos graves relacionados con la castidad: abuso de menor, violación, relaciones homosexuales)» [24]. Así pues, con la capacidad de amar:
«La integración de la sexualidad aceptada plenamente en el amor posibilita la opción por el celibato como entrega total de la persona al Señor y al servicio del Reino, entendido no como una carga para los demás, a la vez que produce un amor afectivo y maduro que, procediendo de Dios y aceptado por el hombre, envuelve la vida entera y el Ministerio pastoral» [25].
Por último, se analizarán las dotes humano-morales como parte de las señales vocacionales que aporta el criterio de la idoneidad. Para que el candidato sea una persona virtuosa, estas dotes pasan por las «virtudes cardinales y morales inspiradas en la verdad, la bondad, la lealtad, la fidelidad, la justicia, la fortaleza, la templanza, la cortesía y la jovialidad». Para que una persona sea madura moralmente necesita cultivar actos y hábitos virtuosos:
«Moderación del propio temperamento, de la locuacidad, el nerviosismo o la irritabilidad; reciedumbre o fortaleza; renuncia a la comodidad y a la satisfacción inmediata; sinceridad y autenticidad, huyendo de cualquier forma de simulación o hipocresía; preocupación por la justicia, derechos y dignidad de las personas; fidelidad en las promesas y cumplimiento de la palabra dada; recto modo de juzgar las personas y los acontecimientos; prudencia y discreción; facultad para tomar decisiones ponderadas; educación y buenas costumbres; capacidad para vivir en comunidad, comunicarse y entregarse a los demás; actitud correcta frente a los bienes materiales» [26].
En la respuesta del ser humano a Dios en el proceso vocacional, es de fundamental importancia considerar la madurez humana-espiritual del candidato que acontece en un itinerario donde se entrelazan la gracia de la vocación y la tarea del ser humano en discernirla y avanzar hacia una respuesta más plena. Sin embargo, no se puede olvidar que esta respuesta siempre es aceptada positiva y negativamente por estructura humana y psíquica de la persona, e influye así en su desarrollo integral.
En resumen, la aptitud canónica y ausencias de impedimentos eclesiales, la madurez física y médica con ausencia de enfermedades físicas y psíquicas, la madurez intelectual, la madurez afectiva y social, la madurez ética, la madurez cristiana y vocacional, etc., deben ser consideradas cuidadosamente como criterios esenciales de madurez vocacional. Existen diversas aportaciones sobre la madurez humana y los criterios para identificarlas, como la de Martin Seligman que ofrece categorías de la persona positiva y resistentes en clave de fortalezas: cognitivas, emotivas, interpersonal, social, pulsional y apertura a la trascendencia [27], que mucho interesa a la madurez cristiana vocacional.
Otro autor reflexiona sobre la madurez espiritual destacando «la experiencia viva, fundante, el discernimiento, la totalización de la persona en Cristo y la caridad ágape» [28]. Por último, se presentan las claves o vectores de la madurez del profesor A. Vásquez en relación con la formación del candidato a presbítero, que une la perspectiva humana con la del Magisterio. Son los vectores afectivos, mentales y dialógicos, sociales, éticos y religiosos:
«El vector afectivo deberá ir creciendo desde la tendencia narcisista infantil hacia el amor de entrega. El mental y dialógico se desarrolla pasando del egocentrismo a la empatía. El social acontece del paso del mundo del juego al mundo del trabajo. El ético implica la transformación de la amoralidad en una consciencia moral desarrollada y el religioso recorrerá el camino de la arreligiosidad al teocentrismo» [29].
El camino recorrido hasta aquí por los criterios eclesiales son etapas necesarias para el discernimiento vocacional. La vocación esencialmente se sostiene por dos pilares que son: la llamada de Dios y la respuesta del ser humano. No obstante, sería bastante reduccionista cerrar el ciclo vocacional con este binomio, pues entre el don de la llamada y la tarea de responderla surge una cadena de elementos, algunos ya comentados y otros que todavía necesitan ser analizados en profundidad, como por ejemplo la dimensión psicológica de la vocación, que será estudiada en sus diversos elementos.
2. El proceso antropológico del discernimiento hacia una psicología
Desde los elementos objetivos y subjetivos que constituyen la vocación (Dios, la persona llamada y la comunidad eclesial), fue posible a la luz de la Revelación (Antiguo y Nuevo Testamento) y de los documentos de la Iglesia avanzar en un discernimiento vocacional cada vez más integral, que considere la actuación de Dios y las operaciones naturales de la persona. En este sentido, es importante partir «siempre de la visión antropológica cristiana, que concibe a la persona humana como un ser en diálogo con su Creador, un diálogo que se establece desde su creación por amor y que se prolonga por parte de Dios a lo largo de toda la vida» [30]. Un coloquio vocacional que implica cambio de vida, decisión libre del sujeto y de la Iglesia.
Con eso, se torna necesaria la tarea de ir entendiendo y objetivando cada vez más el discernimiento vocacional, su esquema antropológico y su relación con la psicología. Tras la definición de discernimiento, García Domínguez en su libro Discernir la llamada escribe que solo se llega al necesario juicio «mediante el empleo de operaciones mentales complejas que se requieren para captar la realidad, detectar las propias reacciones emotivas y racionales a dicha realidad y ponderar las cosas a partir de criterios adecuados» [31]. Así, el discernimiento vocacional y espiritual, también en la definición ignaciana [32], moviliza operaciones internas y externas del ser humano, reflejando así la dimensión antropológica del discernimiento.
Para llegar a la decisión vocacional personal, el candidato pasa por procesos de deseos emocionales y racionales, sintetizado en el esquema: «percepción, emoción, pensamiento, juicio, decisión y acción» [33]:
«El proceso de la decisión se inicia siempre con un “deseo emotivo” al cual puede seguir sucesivamente el “deseo racional”. El primer impacto con la realidad es siempre emotivo. Aquello que nos toca y nos envuelve antes es sentido y después eventualmente razonado. Hay, por tanto, interacción entre afectividad y racionalidad» [34].
Con este mismo esquema es posible dinamizar el proceso de elección vocacional del candidato al presbiterato y a la vida consagrada que se sostiene en la capacidad humana de autotrascendencia. Esta es importante para discernir la llamada y ayuda a tener más claridad acerca del proceso vocacional y sus etapas, que son: «el surgimiento de la vocación, el discernimiento vocacional, el examen de la vocación, la elección y la aceptación y respuesta a la vocación» [35].
La vocación surge de la llamada divina. Esta primera etapa es «una fase de la clarificación y objetivación, en la que tendría que darse una cierta connaturalidad en el candidato (la vocación encaja en cierto modo con su persona) y una primera coherencia (la vocación va integrándose con la respuesta en la vida concreta)» [36]. El discernimiento vocacional pasa en este momento por un análisis y sistematización de los datos vocacionales. En esta etapa, «el candidato siente mociones, agitaciones, confirmaciones, reflexiona con las razones que encuentra y la referencia a los valores en que cree sobre el conjunto de los datos (objetivos y subjetivos); y emite un primer juicio, que considera tanto las mociones como las razones» [37].
Después viene la tercera etapa, que es el examen de la vocación donde el candidato es examinado y «el protagonismo lo asume la mediación eclesial» [38], seguida de la etapa de la decisión del candidato, siempre «en función de las razones y de las mociones espirituales de todo el proceso anterior, incluido el examen. Es el sí personal a la llamada de Dios reconocida y confirmada en las mociones exteriores e interiores, objetivas y subjetivas. Es la decisión libre y razonada, tomada ante sí» [39]; y finalmente, la aceptación de la vocación por parte de la autoridad eclesial y la respuesta del candidato, que se traducirán en la vida concreta en la formación.
2.1. La decisión y sus motivaciones
En este apartado sobre los importantes elementos de la decisión y sus motivaciones presentes en el proceso vocacional, cabe resaltar el siguiente texto de la Antropología de vocación cristiana (AVC) de Rulla como punto de partida para captar mejor la importancia y profundidad en esta reflexión:
«Dios llama a lo profundo de nuestro ser, a nuestro “corazón”, a la libertad para la autotrascendencia del amor. Esta “llamada” afecta a la parte más íntima de nuestro ser, no sólo porque esta sea el resultado del amor de Dios, de su Espíritu versado en nuestro corazón, sino también porque esta corresponde a las aspiraciones más profundas del ser humano; de hecho […] la libertad y la autotrascendencia, como presupuestos y fundamentos del amor, son los deseos más fundamentales que motivan nuestro ser. Por eso existe una convergencia providencial las aspiraciones del hombre y la llamada de Dios, entre los componentes, las disposiciones antropológicas y los componentes, las apelaciones teológicas de la vocación cristiana, entre los anhelos humanos y las invitaciones divinas» [40].
Estos son presupuestos indispensables para que se realice la dinámica vocacional del discernimiento en la vida del candidato. La decisión humana es una etapa fundamental del proceso de discernimiento vocacional, que debe estar relacionada con una respuesta libre y madura dada por el candidato a la llamada divina. La dinámica de esta decisión debe sostenerse en la verdadera motivación que lleva a la persona a decidir, y esta decisión proviene de sus necesidades o de sus valores:
«Estas dos tendencias innatas correspondientes a las categorías de importancia motivacional se pueden dominar valores y necesidades. Los valores son las tendencias innatas a responder a los objetos en cuanto son importantes en sí mismos; las necesidades, por el contrario, son las tendencias innatas que se refieren a los objetos en cuanto son importantes para la persona (…). Los valores preceden y están en relación con la valoración reflexiva, con el deseo racional que nos lleva a la autotrascendencia; mientras que las necesidades preceden y están en relación con la valoración intuitiva que nos puede llevar hacia lo que no es agradable y nos satisface» [41].
En este sentido, la decisión humana es el resultado de muchas motivaciones que forman parte de un sistema de fuerzas psíquicas, afectivas y racionales. Las necesidades, por ejemplo, se relacionan con diversas dimensiones de la estructura psíquica, como la fisiológica, social y racional. Estas poseen características propias y no se refieren solamente a las carencias, también aluden al crecimiento de la persona. H. A. Murray ha podido agruparlas y señalarlas de acuerdo con su significado para las personas. Las presenta como:
«[…] adquisición, afiliación, agresividad, aprobación social (consideración), autonomía, ayuda a los demás, cambio (novedad), conocimiento, dependencia afectiva, dominación, estima de sí, evitar el peligro, evitar la inferioridad y defenderse, exhibicionismo, excitación (sensibilidad), éxito (triunfo), gratificación erótica, humillación (desconfianza de sí), juego, orden (necesidad de significado), sumisión (respeto), triunfo (éxito) y reacción» [42].
Por otra parte, en relación con los valores, los investigadores Cencini y Manenti abordan esta motivación desde dos valores (finales e instrumentales), que también se pueden relacionar con el proceso vocacional: «finales (terminales), que se refieren al fin último que se quiere alcanzar en la vida; instrumentales, que se refieren a los modos de actuar necesarios si se quiere lograr ese fin último» [43]. Para que la decisión vocacional acontezca con la deseada madurez, debe ser asumida desde una auténtica experiencia de discernimiento que analiza si la motivación del candidato está realmente basada en valores autotrascendentes, que conducen al fin último por medio de la vocación de especial consagración.
Sin los valores autotrascendentes y evangélicos, la vocación cristiana no puede sostenerse, pues la decisión vocacional está relacionada fundamentalmente con estos valores que deben ser proclamados, conectados con los deseos y experimentados en la vida cotidiana. Estos conducen a los candidatos hacia una respuesta a Dios, que se unen a un proceso de configuración de la persona a Cristo. Jesús es la referencia central de estos valores, que primero fueron proclamados y vividos por Él. Una vez trazado este camino de la decisión vocacional, se puede afirmar que no es fácil llegar a una decisión plenamente libre, principalmente cuando se es consciente de que las motivaciones pueden proceder de la naturaleza física, de los impulsos interiores, del ambiente, de las opiniones de los demás y de la propia cultura.
En una decisión, el necesario discernimiento va acompañado de la conversión y sus efectos sitúan al candidato en la dinámica de los valores autotrascendentes. Según Lonergan, en una decisión humana y vocacional caben tres tipos de conversión: la intelectual, la moral y finalmente la religiosa, que deben ser bien entendidas y siempre puestas en relación:
«La conversión intelectual es una clarificación radical y, en consecuencia, la eliminación de un mito extremadamente tenaz y engañoso que se refiere a la realidad, a la objetividad y al conocimiento humano (…). La conversión moral lleva a uno a cambiar el criterio de sus decisiones y elecciones, sustituyendo las satisfacciones por los valores (…). La conversión religiosa consiste en ser dominados por el interés último. Es enamorarse de lo ultramundano. Es una entrega total y permanente de sí mismo, sin condiciones, ni cualificaciones, ni reservas (…)» [44].
Rulla, a su vez, ofrece una importante contribución en relación con los valores autotrascendentes de amor y de la fe, que son fundamentales motivaciones humanas válidas para el proceso vocacional. A la luz de la concepción de autotrascendencia de Lonergan, se presenta este valor en tres etapas distintas: don de Dios, aceptación de los valores e integración de estos. La primera es entendida como gracia divina derramada en el corazón humano para cambiarlo. Esta es la fuente de los valores autotrascendentes que atrae al hombre hacia la unión con Dios y que requiere una gran responsabilidad y libertad. En el segundo momento se emiten juicios sobre los valores autotrascendentes:
«Finalmente, en el tercer momento se deben integrar todos estos nuevos valores con el resto de nuestra persona, de nuestra vida. Es el momento de la decisión y de acción; es el momento de la “opción fundamental” (u opción vital) del sujeto existencial, cuando es llamado por Dios. Si la persona no rehúsa, que se comparte el don del amor recibido por Dios, surgen los frutos del Espíritu (Ga 5, 22) que se manifiestan en actos particulares de paciencia, benevolencia, bondad, mansedumbre, dominio de sí (…). Es la fe que actúa a través del amor» [45].
Estas importantes aportaciones sobre la decisión y la motivación presentes en el proceso vocacional suponen un preámbulo general en la teoría de la autotrascendencia que será presentada a continuación. La decisión y motivación vocacional deben estar necesariamente relacionadas con la autotrascendencia, que conduce a la persona a la gracia de Dios, para asumir un camino de madurez y responder mejor a la llamada.
3. La teoría de la autotrascendencia en la consistencia en el camino vocacional
3.1. Bosquejo histórico de Luigi M. Rulla
El autor que elaboró la teoría que se presentará a continuación es Luigi M. Rulla (1922-2002). Nació en Turín (Italia) y obtuvo el Doctorado en Medicina por la Universidad de Turín. A los 32 años, siendo ya cirujano, entró en la Compañía de Jesús, cursó estudios de Filosofía y Teología como parte de su formación religiosa, se especializó en Psiquiatría en Canadá y obtuvo el Doctorado en Psicología en la Universidad de Chicago.
Rulla fue profesor y el principal fundador del Instituto de Psicología de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, creada en 1971. El nacimiento de este instituto fue el resultado en parte de la experiencia de las investigaciones en el área de Psicología, principalmente al investigar empíricamente sobre el fenómeno de las crisis vocacionales tras el Concilio Vaticano II.
La situación de los sacerdotes y religiosos en la década de los años sesenta del siglo XX y los documentos del Vaticano II sobre la formación sacerdotal y religiosa fueron marcos importantes en la investigación de Rulla. Él investigó detenidamente este momento de crisis, en que las estructuras externas perdieron su seguridad, siendo necesario pasar a una vivencia de los valores internos. Solamente así, los sacerdotes y religiosos estarían más preparadas psicológicamente y espiritualmente, con el fin de abrirse al diálogo con el mundo, sin que sus estructuras internas se debiliten. Estos datos son fundamentales para una mejor comprensión de Rulla y su investigación.
Para su investigación, Rulla toma como fuentes a los religiosos y seminaristas en su formación inicial, así como a estudiantes laicos de Estados Unidos. Con ellos utiliza una infinidad de recursos como entrevistas, exámenes y cuestionarios para estudiar el proceso psicosocial de base en la decisión de la vocación sacerdotal o religiosa, la perseverancia y el abandono de esta. De esta manera, comprobó que la decisión de entrada, perseverancia y salida estaban significativamente influenciadas por motivos inconscientes.
Para una mejor sistematización de sus trabajos, formuló en primer lugar la teoría de la autotrascedencia en la consistencia, pasando enseguida a la antropología de la vocación cristiana. El enfoque psicológico de los primeros escritos fue complementado por una visión teológica y filosófica de la vocación cristiana. El resultado fue un estudio interdisciplinar, que culminó con una teoría integral de la personalidad humana.
Además de su formación, los autores citados en sus obras reflejan su pensamiento en las conexiones interdisciplinares, como filosofía y teología, psicología social, psicología dinámica, etc. Para este trabajo en particular interesa conocer desde el punto de vista teológico las citas del Concilio, de los diversos papas y de los autores que investigan sobre la teología [46] y la filosofía [47].
3.2. La autotrascendencia en la consistencia
En este apartado presentaremos algunos aspectos de la teoría de la autotrascendencia en la consistencia de Luiggi M. Rulla, que en síntesis consiste en la búsqueda continua de la superación del yo-actual como camino de la realización del yo- ideal, a través de la interiorización de los valores trascendentes. Esta será un referente para ayudar a sistematizar los diversos elementos del proceso del discernimiento vocacional en diálogo con la psicología. Rulla, apoyado en la antropológica cristiana, propone que el ser humano está radicalmente abierto a la autotrascendencia. En este sentido, hay una búsqueda natural por un sentido, por una respuesta a la llamada que trasciende del propio sujeto, confluyendo así a la gracia de la vocación con las disposiciones y aspiraciones profundas del hombre [48].
A la luz de la reflexión de B. Lonergan, Rulla apunta algunas razones de ese itinerario para la autotrascendencia que, como ya se apuntaba anteriormente, transcurre por la conversión en el nivel intelectual, moral y religioso. Esta teoría parte fundamentalmente de la idea de que el espíritu del hombre, su mente y su corazón se constituyen en una fuerza activa para la autotrascendencia. El hombre posee esa fuerza intrínseca que puede ser verificada a través del método trascendental de Lonergan, constituido por los cuatro niveles de operaciones denominados de nivel empírico, intelectual, racional y responsable, [49] que influyen en el proceso vocacional.
Estos cuatro niveles de operaciones humanas conducen a la trascendencia, pues existe en el hombre un proceso ontológico de desarrollo, cuyo objetivo es la autotrascendencia del amor, así definida por Rulla:
«Finalmente en la autotrascedencia del amor, el aislamiento del individuo se rompe y él funciona no sólo para sí mismo sino también para los otros. La capacidad se hace actualidad; el amor inviste nuestro discernimiento de valores, nuestras decisiones, y nuestras acciones. Hay diferentes tipos de amor. Está el amor hacia objetos finitos, o hacia personas humanas, como aquel por el marido o la mujer o los hijos; está el amor por la humanidad que se dedica a obtener el bienestar humano local, nacional o globalmente; finalmente existe el amor, don del amor de Dios, que no es de este mundo porque no admite condiciones o cualificaciones o restricciones o reservas» [50].
La autotrascendencia se da en la persona en su totalidad. Por eso, la persona responde a la llamada dotada de libertad. En la definición de autotrascendencia, se encuentran implícitamente las estructuras y contenidos del yo. Desde el punto de vista de la estructura del yo, estos pueden ser yo-ideal y el yo-actual. El yo-ideal «está constituido por los ideales institucionales y personales, y el yo-actual está constituido por el yo- manifiesto, por el yo-latente y por el yo-social» [51].
Los principales contenidos del yo son los valores [52] las necesidades y las actitudes específicas. Los valores atraen la persona para actuar:
«Son ideales durables y abstractos que se refieren a la conducta actual o al objetivo final de la existencia. En cuanto ideales durables, se diferencian de los simples intereses […] En cuanto ideales abstractos, se diferencian de las normas en que no dicen inmediatamente “qué” hacer sino “cómo” ser: no llevan a un comportamiento, sino a un estilo de vida» [53].
Hay una autotrascendencia del amor propia de la vocación cristiana que solo puede ser comprendida desde los valores autotrascendentes finales, como la unión con Dios, el seguimiento a Cristo y los instrumentos que ayudan a alcanzar ese fin. Para la teoría de la autotrascendencia en la consistencia, los valores centrales de la vocación cristiana corresponden con la estructura de esta vocación como diálogo con Dios en Cristo, que pueden ser resumidos en la búsqueda de la unión con Dios en el seguimiento de Cristo y en todos los valores revelados por Cristo, en línea con las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12). La autotrascendencia cristiana comprende todos los valores religiosos y morales que forman parte de esta vocación [54]. Tales valores de autotrascendencia teocéntrica son importantes por sí mismos. Estos tienen una función teleológica de la vida como vocación.
Así, el sujeto es influido por los valores naturales, trascendentes y ambos en conjunto. Los naturales están más relacionados con la sensibilidad y se relacionan de modo más especial con la niñez. En la etapa más madura de la persona, la referencia pasa a ser naturalmente los valores morales, éticos y religiosos, que implican el ejercicio de su libertad cuando se relacionan con la autotrascendencia. Los valores cuestionan al sujeto humano y le plantean preguntas en relación con el sentido último de la vida, como, por ejemplo, en relación con la vocación.
Las necesidades son «tendencias innatas a la acción que derivan de un déficit del organismo o de potencialidades inherentes al hombre, que buscan ejercicio o actualización» [55.] En el yo-actual, además del comportamiento habitual, se comprenden las necesidades conscientes e inconscientes. Estas son predisposiciones para la acción que dependen de la propia naturaleza orgánica, emotiva y espiritual de la persona humana. Para entender mejor este contenido del yo, Cencini aclara que la necesidad:
«Puesto que no tiene una dirección de recorrido, se puede expresar en formas infinitamente diferentes, se deja plasmar por las situaciones y por el aprendizaje, como también por los procesos de elaboración cognitiva (deseo racional). En otras palabras, el hombre no está necesaria y automáticamente predeterminado en su actuar por sus necesidades: entre estas y la acción hay un intervalo ocupado por decisión de actuar» [56].
El último elemento del contenido del yo son las actitudes específicas. Luis María García Domínguez recoge de Allport su definición: «es un estado mental y neurológico de prontitud a responder, organizado por medio de la experiencia, y que ejerce una influencia directiva o dinámica sobre la actividad mental y física» [57]. La actitud se relaciona con las necesidades y los valores, pues son dos fuerzas motivacionales o fuentes de energía para la persona y constituyen las tendencias a la acción donde pueden concretizarse y expresarse. Las actitudes tienen una naturaleza ambivalente cuando es capaz de inspirar o satisfacer tanto en una como en otra [58]. Asimismo, las actitudes pueden ejercer posibles funciones: «función utilitaria del yo, función defensiva del yo, función expresiva de los valores, función de conocimiento» [59]. Las actitudes, así como los valores, son tendencias para la acción, pero más específicas y más numerosas que los valores y desarrollan una función expresiva. Por lo tanto, el yo-ideal está constituido por un conjunto de valores y de actitudes propias de cada persona.
Estos contenidos del yo, en relación con los valores autotrascendentes, suponen una tensión dialéctica, que en la teoría se denomina «dialéctica de base» [60] entre el yo- ideal y el yo-actual. Como ya se ha analizado anteriormente, el yo-ideal comprende los ideales que la persona elige por sí misma; es decir, aquello que desearía ser o hacer; el yo-actual corresponde con la realidad de la persona como es ahora. Mismo con todo empeño del sujeto en vivir tales valores, ni siempre es posible vivirlos con una profundidad y consistencia.
3.3. Consistencias e inconsistencias
Las consistencias e inconsistencias se encuentran entre las principales dialécticas del yo. Consistencia es «una situación interna y profunda de armonía entre las estructuras del yo y los componentes correspondientes» [61]. En este sentido, una persona es consistente «cuando está motivada en su actuación, a nivel consciente o inconsciente, por necesidades que están de acuerdo con los valores; en cambio, es inconsistente cuando está motivada por necesidades (inconsistentes) que no están de acuerdo con los valores» [62].
Como se puede observar con esta definición, las consistencias e inconsistencias están en relación con los valores, necesidades y actitudes de la estructura humana y revelan que el mismo sujeto, que tiene esa capacidad de autotrascender, está también limitado en la consecución de su autotrascendencia. Hay en él una dialéctica de base, una oposición entre su tendencia hacia la autotrascendencia ilimitada y la propia limitación, muchas veces constituidas por un desacuerdo entre el yo-ideal y el yo-actual.
Desde el entrelazamiento de los valores, actitudes y necesidades, Rulla elabora en su teoría cuatro tipos de consistencias o inconsistencias psíquicas: consistencia social, consistencia psicológica, inconsistencia psicológica, inconsistencia social: «Los dos tipos más claros (la consistencia social y la inconsistencia social) constituyen los dos extremos de un continuum en el que otros dos tipos enmascaran su apariencia y pueden engañar al observador superficial» [63].
La persona madura, según esta teoría, está empeñada en seguir la vocación cristiana y en vivir los valores que corresponden con esta vocación. Sin un empeño personal como respuesta a la vocación que viene de Dios, no existe vocación en sentido efectivo y existencial, pues por medio de estos valores expresa la autotrascendencia, que la persona hace su donación a Dios y al prójimo en el seguimiento de Cristo. En este sentido, las tres dimensiones de la teoría pueden ayudar al candidato en su proceso vocacional.
3.4. Las tres dimensiones
La primera dimensión tiene como polo positivo la virtud y como polo negativo el pecado; la segunda dimensión tiene el polo positivo, el bien real, mientras que el polo negativo es el bien aparente o del error no culpable; la tercera dimensión, el polo positivo, es la normalidad (en sentido psiquiátrico) y el polo negativo es el de la psicopatología. Las dos primeras dimensiones están abiertas a los valores autotrascendentes; ya la segunda se añaden los valores naturales. Asimismo, son de gran importancia para la vocación a la santidad y eficacia apostólica: «Las tres dimensiones finalmente pueden tener un influjo sobre la libertad del hombre para la autotrascendencia teocéntrica y para la vocación, sea de forma consciente (la primera), de modo subconsciente (la segunda) o de forma patológica (la tercera)» [64].
El ser humano se incluye en cada una de estas tres dimensiones. Una persona plenamente madura refleja los tres polos positivos. Sin embargo, el ser humano suele ser maduro en uno de los polos e inmaduro en los demás. De esto dependerá el modo de ser y existir del sujeto en sus diversas relaciones. El grado de madurez influye directamente en el comportamiento humano, incluso en el modo de responder a la llamada vocacional cristiana y de especial consagración.
En este sentido, la libertad es de fundamental importancia para las tres dimensiones en relación con el proceso vocacional. Tal importancia va al encuentro de la libertad como prerrequisito para una verdadera decisión, como capacidad humana de autonomía y responsabilidad y del valor autotrascendente que tiene referencia en la libertad misma de Jesús ante el mundo y los demás, además, como ya se ha afirmado, del influjo que ella ejerce en las tres dimensiones. Así, en el proceso vocacional es importante favorecer a la libertad en todas las dimensiones, para una vida comprendida a la luz de los valores evangélicos. Cuando eso no sucede, surgen obstáculos a la libertad y consecuentemente para discernir. En este sentido, gran parte de este proceso dependerá de las dimensiones y polos que predominan en la estructura del sujeto condicionando sus interpretaciones y comportamientos.
La interiorización de los valores autotrascendentes y la motivación que brota de ellos es un paso importante en la madurez del sujeto en esta dimensión, donde se armonizan los procesos simbólicos [65] y los ideales buscados por la persona. Así pues, se puede hablar de que hay en la persona una consistencia vocacional, una libertad efectiva, una búsqueda intencionalmente consciente de los valores autotrascendentes y una actuación a la luz de las virtudes; y realiza así de modo más armonioso el encuentro entre el yo-ideal y el yo-actual, entre las necesidades conscientes e inconscientes y los ideales, entre la llamada divina y la respuesta de la persona.
La segunda dimensión está relacionada con el bien real y el bien aparente. La tendencia del ser humano al polo negativo de esta dimensión no puede confundirse con una patología, pues es el hecho de algo malo que se presenta como bien aparente y que conduce al ser humano al engaño. De forma muy distinta funciona la patología que ya se presenta como algo malo. En la segunda dimensión, la libertad y la responsabilidad están limitadas por órganos inconscientes; por eso, lo principal no es la discusión sobre virtud del pecado, el mal moral, sino la armonización en la persona de estas dos fuerzas:
«La segunda dimensión es la que deriva de la acción concomitante de las estructuras conscientes e inconscientes. Más precisamente: esta tiene en cuenta tanto el acuerdo más o menos grande entre el yo-ideal y el yo-actual prevalentemente consciente como la oposición más o menos grande entre el yo- ideal y el yo-actual inconsciente; por tanto, esta dimensión considera cuál es el efecto sobre la libertad para la autotrascendencia resultante del equilibrio entre las fuerzas conscientes e inconscientes» [66].
En esta dimensión, la estructura humana del sujeto es afectada por las necesidades inconscientes motivadas por una búsqueda de sus intereses, que muchas veces conducen al engaño por caminos camuflados. Esta experiencia es muy presente en la vida de la Iglesia, de los místicos, de los que disciernen la vocación y de todas las personas. Para el discernimiento del engaño espiritual, San Ignacio de Loyola llama atención sobre el peligro del engaño espiritual bajo la apariencia de bien, principalmente en el que avanza en la vida espiritual y ofrece las reglas de discernimiento de la segunda semana de los Ejercicios espirituales para el discernimiento del engaño espiritual para combatir el bien aparente.
Como ya se ha señalado, la falta de madurez aquí por definición se debe a la motivación inconsciente, por lo que no es evaluada en términos de virtud o vicio. No obstante, aun no siendo patológico, condiciona la libertad efectiva. La persona inmadura en esta dimensión se inclina por lo que es primariamente de importancia subjetiva; es decir, al bien aparente y de menor importancia. Por eso es necesario detectar estas inconsistencias vocacionales y consistencias defensivas que generan expectativas falsas e irrealistas de llegar a la satisfacción de las propias necesidades. Este es pues un problema muy frecuente en las personas que buscan su vocación, defendiéndose en vez de trascender: solamente una persona madura en esta dimensión puede estar dispuesta a actuar motivada por el bien real y el bien mayor.
En la tercera y última dimensión, «los maduros son los llamados psíquicamente normales, mientras que los inmaduros son los que psíquicamente presentan rasgos de naturaleza patológica y podemos considerar estadísticamente desviados o psicológicamente frágiles» [67]. Normalmente una persona poco madura en esta dimensión siente confusión interna y no está bien integrada socialmente, lo que influye en sus relaciones personales y sociales. La incapacidad de ejercer su libertad limita totalmente al sujeto. Por lo contrario, la madurez aquí la hace dotada de libertad, autonomía y responsabilidad. Esto significa que la persona goza de salud psíquica y no manifiesta comportamientos patológicos.
Conclusión
El camino vocacional realizado hasta aquí junto a la psicología arroja una luz importante para la comprensión de la estructura humana psicológica que afecta profundamente a la dinámica del proceso vocacional. Por eso, a pesar de todo el desafío que esto implica, esta reflexión asumió la interdisciplinariedad que alcanza en alguna medida este tema. Salvo la dimensión teológica, que es punto de partida y acompaña toda la dinámica vocacional de ese estudio, las ciencias humanas, de modo especial la psicología, son auxiliares y complementarias para una comprensión más integral del proceso vocacional.
En la parte primera de este capítulo se confirmó que la recta intención, la plena libertad y la idoneidad son criterios eclesiales vocacionales que poseen en sí mismos profundos rasgos antropológicos y psicológicos capaces de orientar con claridad el discernimiento de la vocación. Considerar la subjetividad del candidato presente en la recta intención, así como su libertad como presupuesto fundamental de una decisión humana y vocacional, y finalmente la objetividad de su idoneidad a ser reconocida por la autoridad eclesial, hace conectar con diversas categorías de la psicología que dialogan con la vocación cristiana.
Avanzando un poco más, esta reflexión fue asentando las bases psicológicas del proceso antropológico del discernimiento, ofreciendo así la posibilidad de comprender la vocación desde un horizonte más amplio e integral. Por eso, en la segunda parte de este itinerario, fue destacada la decisión vocacional como un resultado de muchas motivaciones que forman parte de un sistema de fuerzas psíquicas, afectivas y racionales siempre en vista de una respuesta más libre y madura por parte del candidato. Quedó claro, asimismo, que esta decisión es impulsada en primer lugar por la gracia de Dios y encuentra motivaciones en los valores y necesidades que estructuran la personalidad humana.
Estos elementos traen serios desafíos que implican un discernimiento sobre el fin y el sentido último de la vida en clave vocacional y existencial. El candidato cada vez más inmerso en una realidad de muchos estímulos exteriores e interiores, contravalores y necesidades inconsistentes, está llamado a conectarse con la fuente esencial de los valores autotrascendentes, discernirlos y asumirlos en su vida. Para ello, cuenta con una radical apertura al trascendente, propio del ser humano, que con la gracia divina y colaboración humana conduce su vida hacia Dios. Esta dinámica de las motivaciones es fundamental, pues determina en última instancia la autenticidad del proceso último; la teoría de la autotrascendencia en la consistencia sintetiza con categorías de la psicología el camino vocacional. El candidato llamado a la vocación de especial consagración está invitado a hacer un itinerario que va de la autorrealización a la autotrascendencia, conquistando poco a poco los valores trascendentes que constituyen el yo-ideal. Esto sucede en una búsqueda continua de la superación del yo-actual a través de la interiorización de valores trascendentes.
En la práctica, el camino vocacional presentado en este capítulo, a la luz de la teoría elaborada por Rulla, significó un proceso de discernimiento pautado en la interiorización de valores autotrascendentes. Todo esfuerzo de esta reflexión fue orientado principalmente para ayudar a las personas en su proceso vocacional y a todos los implicados en esta tarea de discernir la llamada. En este itinerario vocacional, las fuerzas dinámicas, conscientes e inconscientes de la personalidad del candidato deben ser consideradas en vista de un discernimiento cada vez más auténtico y fructífero para la persona y para la Iglesia.
Conclusión General
El itinerario presentado en este trabajo consistió en un recorrido por la teología, espiritualidad y psicología de la vocación, así como nos ofreció elementos concretos para entender mejor los diversos aspectos estructurales y de contenido del proceso vocacional en vista del discernimiento. Al final de este recorrido, hemos percibido que la gracia de la vocación, la tarea de discernir la llamada, la toma de decisión y el proceso de integración que la persona está llamada a hacer son elementos fundamentales de este camino. Estos se entrelazan y dialogan entre sí en las diversas etapas del camino vocacional que, como estudiamos, es procesual, integral y progresivo.
En este recorrido, afirmamos categóricamente que la vocación es don de Dios, pues, tiene su origen fundante en la gracia divina. Ella es revelada esencialmente en la autocomunicación de Dios que dirige su palabra al ser humano, iniciando un coloquio vocacional, que tiene como base el encuentro de dos libertades: de la llamada divina y de la respuesta humana.
Esta llamada creadora y relacional es una iniciativa amorosa y gratuita de Dios y es decisiva en el proceso vocacional. Como se ha demostrado, se caracteriza por ser insustituible, por respetar la libertad humana y no ser parte de un proyecto personal. Por eso, el candidato, así como los presbíteros, deben tener siempre delante de sí esta palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné (…)» (Jn 15, 16). Asumir la vocación como don que actúa y transforma la vida de la persona siempre será un reto de gran importancia para el discernimiento y para la vida concreta del sujeto, llamado a pasar de los egocentrismos del yo actual para la autotranscedencia del yo ideal.
Este éxodo vocacional del yo solo es posible debido a la gracia divina que hace el ser humano capaz de Dios y sostiene en él una tendencia innata a la autotranscedencia. Si está completamente abierta al don de la vocación y a los valores autotrascendetales, la persona puede asumir la importante tarea de discernir la llamada. El primer paso de esta respuesta es una salida libre y confiada hacia Dios, para estar con Jesús, aprender de Él y ser enviado a participar de su misión.
Aquí se abre toda una pedagogía vocacional que fuimos profundizando con las llamadas vocacionales bíblicas y que continúa siendo referencia para la llamada al seguimiento dirigida a los jóvenes de hoy. Esta salida, que también es respuesta, es impulsada por la propia gracia y por el deseo de la persona a responder libremente a los designios de Dios para su vida. Dicho eso, cabe resaltar que nuestra investigación no trató de negar los obstáculos y debilidades que acompañan a la persona en su respuesta existencial. Estos son parte del proceso y por eso fueron integrados a la luz del don de llamada y de la capacidad humana de responderla. Asumimos así una mirada transcendente, integral y más próxima de la verdad de cada persona, frente a los diversos acercamientos posibles que se hacen de la realidad humana.
Responder a la vocación es una decisión que requiere libertad y gran responsabilidad del candidato, que debe ir creando disposiciones auténticas para trillar un itinerario progresivo de interiorización de los valores trascendentales donde se va confirmando, o no, la vocación. Definitivamente, esta decisión vocacional se relaciona con los valores teocéntricos que van más allá de la simple proclamación para llegar a concretarse en la vida. Esto es, tales valores deben ser asumidos y vividos decididamente en la vida cotidiana del candidato y eso implica un largo proceso de conversión, integración e interiorización de los valores de Cristo.
Esta interiorización es favorecida por un discernimiento vocacional que encuentra en la historia personal del candidato el lugar privilegiado donde se encarna la gracia de la vocación. Así, esta investigación ha propuesto un discernimiento integral que tiene en consideración a todas las dimensiones de la persona a fin de que sean ordenadas, esencialmente, para la transformación del corazón a la imagen del corazón de Jesús.
Además del conocimiento personal, este discernimiento también implica atención a la realidad social, eclesial y de los aspectos formativos y de la identidad vocacional que implican la llamada y la decisión. Estos aspectos son importantes para un proceso vocacional que propone considerar la totalidad del candidato. Pues, es la misma persona en totalidad y en sus relaciones, o sea, con todo que es y posee quien se pone a conocer, examinar y trillar caminos de discernimiento.
Basándonos en dicha información, que implica a Dios, que llama, y al ser humano que responde, se pudo tomar la vía de la interdisciplinariedad asumida en esta investigación y tan necesaria para la profundización de nuestro tema. Ante el misterio que es la persona y su compleja dinámica psicosocial, humana y espiritual, se torna imposible avanzar en esta reflexión sin dialogar con las demás ciencias humanas, que tendieron puentes en este estudio. Por eso, además de toda reflexión de la Iglesia sobre la valiosa aportación de la psicología para el proceso vocacional, este estudio considera urgente consolidarla y asumirla en sus prácticas de discernimiento para conocer y acompañar mejor a los candidatos en su proceso de desarrollo humano.
En este camino de interiorización, que contó con el apoyo de las ciencias humanas, es importante tener claro el lugar de la psicología en este proceso, a fin de evitar el psicologismo. Tanto en esta investigación, como en Rulla y en las orientaciones de la Iglesia, la gracia siempre tiene primacía. Vimos que esta impulsa y acompaña al proceso de maduración humana e interiorización de los valores autotrascendentes. Así, ella es la principal ayuda para superar los condicionamientos de las necesidades inconscientes que buscan la gratificación en sí misma; las inconsistencias; el bien aparente y los autoengaños; el uso utilitario e intimista de los valores, entre otros obstáculos que condicionan la libertad interior del candidato en el discernimiento vocacional.
En síntesis este trabajo al volver a las fuentes de la teología de la vocación que tiene su referencial principalmente en la cristología y eclesiología nos ha animado a caminar por bases más seguras, sin perder de vista la dinámica y el frescor de la gracia que actualiza la llamada divina en nuestros días, nos capacita para discernir y nos ofrece en Jesús una identidad vocacional que nos transforma radicalmente. Junto a eso, fue posible percibir la antropología y la gracia de la vocación presente en la psicología de Rulla que dialoga con la tradición bíblica, eclesial y puede auxiliar nuestra acción pastoral.
Después de resaltar los puntos centrales de nuestra investigación, me gustaría exponer algunos de los límites de este trabajo. Dada la potencialidad, diversidad y cuantía de temas y elementos que abarcan cada uno de los capítulos, la profundización y conexiones se tornó en un gran desafío. Para la teología de la vocación, por ejemplo, hace falta un mejor dominio y explicación de algunas categorías bíblicas y teológicas. Lo mismo para la dimensión psicológica, que exige un conocimiento más amplio de esta ciencia en vista de una síntesis más integral y objetiva de modo particular del pensamiento de Rulla. Por eso, nos hemos topado con el límite y desafío de la interdisciplinariedad.
Además de estos límites, arrojo algo de luz para algunos temas que no pudieran ser desarrollados en esta investigación, pero que nos inspira a abrir nuevos horizontes a futuros trabajos como son: la aplicación pastoral de este estudio, sea como algo comparativo o innovador, a los equipos y planos de discernimiento vocacional de las diócesis y de la vida consagrada; ampliar esta investigación a la vocación a la vida consagrada y profundizar el tema del proceso vocacional a partir del carisma particular de una congregación; y, por último, relacionar el discernimiento vocacional con las enfermedades psicopatológicas, con la homosexualidad, abusos sexuales y de poder en la Iglesia y ver su implicación concreta en la diminución de las vocaciones.
A modo de conclusión deseo terminar este trabajo animándonos a sernos más conscientes de la gracia de Dios, de modo particular, de la gracia de la vocación que es origen y fundamento de nuestro caminar vocacional. Ella genera especialmente las actitudes de gratitud y servicio. La primera viene acompañada de la consciencia de sentirnos amados, perdonados y elegidos por Dios. La segunda es movida por una respuesta de amor concreta. La gratitud de sentirse inmerecidamente llamado apunta para una vida existencial que no pone resistencia a la acción del Espíritu para discernir y mejor servir a Dios y a los demás.
Por eso, la tarea de discernir la llamada no se cierra en sí misma, sino, va unida a la participación en la misión de Dios que se realiza en el corazón del mundo. Tal misión puede ser expresada, por ejemplo, en las preferencias apostólicas de la Compañía de Jesús: “mostrar el camino hacia Dios mediante los Ejercicios Espirituales y el discernimiento; caminar junto a los pobres, los descartados del mundo, los vulnerados en su dignidad en una misión de reconciliación y justicia; acompañar a los jóvenes en la creación de un futuro esperanzador; colaborar en el cuidado de la Casa Común” [1]. Lo más importante es que en el proceso de discernimiento se perciba que hay una convergencia de mi proyecto de vida vocacional y de la institución religiosa a cual soy, o deseo, ser parte; con la voluntad de divina.
Esta investigación también puede traer una aportación en clave de Ejercicios Espirituales. En el Principio y Fundamento (Ej 23) el ser humano descubre el origen y fin de su vocación, además de su lugar delante de Dios y de la creación. Consciente de su verdad, la persona es confrontada por su realidad pecadora y sorprendentemente alcanzada por la misericordia de Dios que lo salva, llama y envía (Ej 45-72]). Tal experiencia responsabiliza todo el sujeto que buscará responder a la llamada del Rey haciendo la “oblación” de su vida (Ej 98), contemplando los misterios de la vida de Cristo para conocerlo internamente, creando disposiciones para ser elegido bajo su bandera y hacer la elección (Ej 91-189). Una llamada y respuesta que implica estar con Jesús en su pasión, muerte y resurrección (Ej 190–225). Y por fin en la Contemplación para Alcanzar Amor (Ej 230–237) donde la vocación se desborda en la comunicación de amor, o sea, en una respuesta concreta, cotidiana y siempre nueva a la llamada.
Por fin, es la dinámica trinitaria que mueve la gracia de la vocación y la tarea de de discernir la llamada. El origen de toda vocación está en la Santísima Trinidad, pues el ser humano fue creado a su imagen y semejanza, recibiendo así su origen y su destino último. Dios en su comunión trinitaria quiso libremente comunicar su infinito amor dando al ser humano la vocación y la libertad para responder la llamada. Por lo tanto, la vocación del ser humano es esencialmente trinitaria y se realiza en la llamada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En la llamada del padre que se autocomunica se encuentra la voluntad divina donde se realiza la vocación del ser humano; es fundamentalmente la llamada como don. En la llamada del Hijo, la llamada vocacional se hace carne y nos ofrece un modo de proceder. En Él está la imagen vocacional que ha de ser integrada en un proceso de configuración de la vida a la vida de Cristo; es fundamentalmente la llamada como seguimiento. Y la llamada del Espíritu se nos abre a la gracia que nos posibilita responder y vivir auténticamente la vocación. Por Él, la vocación continua siendo suscitada, animada y sustentada en la vida de la Iglesia. Nos convertimos en personas de discernimiento capaces de interpretar, decidir y configurar la vida a la luz del Espíritu; es, fundamentalmente, la llamada como tarea de discernir.
Marcos Vinícius Sacramento de Souza, en repositorio.comillas.edu/
Notas:
Capítulo III
1. J. San José Prisco, “Elementos humanos del discernimiento vocacional y actuaciones formativas en el seminario”, en Madurez Humana y Camino Vocacional, ed. Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades (Madrid: Editorial Edice, 2002), 29-49.
2. Fundador del Instituto de Psicología de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Los principales aspectos de su vida serán abordados en la tercera parte de este capítulo.
4. Ver por ejemplo: OT 8, 11; PO 3, 8, 9.
6. Luis María García Domínguez, Discernir la llamada. La valoración vocacional (Madrid: San Pablo Universidad Pontificia Comillas, 2008), 37.
15. Ver: CDC 244, 1031; OT 2, 6.
23. CDC 247, 277, 1037; OT 11.
27. Ver en: M. E. P. Selegman, La auténtica felicidad (Barcelona: Byblos, 2005) y L. M ª García Domínguez en: Discernir la llamada. La valoración vocacional. 73-76.
28. Cf. J. Garrido, Adulto y cristianismo (Santander: Sal Terrae, 1988), 15-17.
29. Ver: A. Vásquez, “Madurez”, en Diccionario Teológico de la vida consagrada, dir. A. Aparicio – J. Canals (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1989) 989-990. J. San José Prisco, La dimensión humana de la formación sacerdotal (Salamanca: Publicaciones de la Universidad Pontificia de Salamanca, 2002), 149-150.
32. «Sentir y conocer las distintas mociones que en anima se causan, las buenas para recibir y las malas para lanzar». En Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Introducción, textos, notas y vocabulario por Cándido de Dalmases (Santander: Sal Terrae, 1990), n. 313.
34. A. Cencini – A. Manenti, Psicología y formación. Estructuras y dinamismos (México: Paulinas, 1994), 46.
35. L. Mª García Domínguez, “Acompañamiento y discernimiento vocacional”, Todo uno 111, (1992): 05-26.
39. García Domínguez, Acompañamiento y discernimiento, 10.
40. L. M. Rulla, Antropología de la vocación cristiana 1, Bases interdisciplinares (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1990), 254.
42. A. Cencini – A. Manenti, 71-75.
44. B. Lonergan, Método en teología (Salamanca: Sígueme, 1988), 231-234.
46. Maurizio Flick y Zoltan Alszerghy, Juan Alfaro y Karl Rahner, Jhon Courtney Murray, Gerhard Ebeling, Avery Dulles, Reionhold Niebuhr, Ignace de la Potterie, Stanislas Lyonnet, T. J. Deidun, Federico Pastor y José M. González Ruiz.
47. Max Scheler, Dietrich von Hildebrand, Joseph de Finance, Bernard Lonergan, Paul Ricoer.
49. Una breve descripción de cómo funcionan es dada por Lonergan en: Método en teología (Salamanca: Sígueme, 1988).
52. AVC 1, 121-124; 144-150; 288-291
53. A. Cencini – A. Manenti, 96.
55. A. Cencini – A. Manenti, 64.
56. A. Cencini – A. Manenti, 65.
58. A. Cencini – A. Manenti, 103.
61. A. Cencini – A. Manenti, 147.
65. Sobre el proceso de simbolización ver: AVC 1, 189-214; 295-297.
Conclusión General
1. A. Sosa, “Preferencias Apostólicas Universales de la Compañía de Jesús, 2019-2029”. 19 de febrero de 2019. Consultado en 31 de mayo de 2019. https://www.ausjal.org/wpcontent/uploads/preferenciassj.pdf
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