Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales
1. Introducción
¿En qué sentido pueden ser útiles las enseñanzas de san Josemaría Escrivá a la reflexión de un filósofo, sea o no cristiano?
Es posible que para contextualizar correctamente los términos y lugares teológicos de los que se sirve san Josemaría para difundir por todos los ambientes el mensaje de la vocación universal a la santidad, hayamos de estar familiarizados con la tradición del pensamiento cristiano en la que él mismo se formó. No obstante, aunque el hecho de que personas muy distintas, con muy diversa formación, no encuentren particulares dificultades para sentirse interpeladas por su mensaje sugiere que la clase de familiaridad que se precisa no se consigue necesariamente con erudición abundante.
Sin embargo, es patente que su predicación se abre a temas nuevos, específicamente modernos, tratados de manera especial por la filosofía de los dos últimos siglos: mundo, trabajo, tiempo, historia, vocación, cultura, libertad, ciudadanía, unidad de vida… Cuestiones todas que perfilan los contornos de lo que, recordando a Heidegger [1] y a Hannah Arendt [2], podríamos denominar una «teoría de la mundaneidad», y que, en la predicación y la vida de san Josemaría, aparecen articuladas con una sencillez y profundidad inusuales, de un modo que invita a poner en relación su mensaje con la reflexión filosófica y sociológica sobre estas cuestiones; una invitación que resulta especialmente oportuna en nuestro tiempo cuando, también desde un punto de vista filosófico y sociológico, la religión vuelve a estar en primer plano [3].
No se me oculta que, a primera vista, las restricciones metodológicas con las que se presenta la filosofía social contemporánea —principalmente no incorporar presupuestos antropológicos fuertes (sospechosos siempre de expresar posiciones particulares), ni, por supuesto, una filosofía de la historia que se sustraiga a toda posibilidad de falsación— podrían operar como un factor disuasorio, a la hora de reconocer en la vida y obra de un sacerdote católico algo relevante para el discurso filosófico.
No obstante, en la medida en que las convicciones religiosas, sin perder su especificidad [4], incorporan contenidos cognitivos, esta limitación de la filosofía social contemporánea constituye un obstáculo superable, sobre todo cuando el mismo discurso filosófico-social actual evoluciona en la línea de diagnosticar las patologías sociales atendiendo principalmente a las experiencias de opresión e injusticia, tal vez débilmente articuladas, pero no por ello menos reales, de personas corrientes, ajenas a las exigencias de coherencia y erudición de discursos teóricos que a menudo se presentan vinculados a posiciones elitistas [5]. Precisamente esta evolución, que pretende devolver legitimidad ética a discursos con frecuencia muy abstractos, podría conducir a reconocer, también, la relevancia de un mensaje que es acogido por gentes de muy diversa extracción social y cultural, y que para todos ellos se convierte en un modo, eminentemente positivo, de afrontar opresiones de muy diverso tipo. Que se trate de un mensaje fundamentalmente religioso no debería constituir un problema, desde el momento en que dicho mensaje se presta a una exposición articulada y comprensible de sus contenidos, que no comporta confusión alguna entre lo sabido y lo creído.
Ahora bien: ¿es legítimo acercarse a los textos y la vida de Josemaría Escrivá, tratando de identificar los temas filosóficos en ellos implícitos, obviando las cuestiones teológicas que plantean? Más aún: ¿es siquiera posible? ¿Y qué interés podría tener esta tarea? En lo que sigue no afrontaré directamente las dos primeras cuestiones. Pienso que el mejor modo de mostrar el alcance y los límites de un empeño semejante es poniéndolo por obra. Sin duda, como apuntaba anteriormente, desentrañar los temas filosóficos implícitos en un autor que de ningún modo pretendió escribir una filosofía requiere cierta familiaridad con las fuentes y la perspectiva desde las que escribe, que en este caso son fuentes teológicas. Ahora bien, ¿qué sentido podría tener ilustrarse sobre la teología con objeto de hacer explícitas las dimensiones filosóficas de un pensamiento? ¿No es esto un despropósito?, ¿no significa invertir por completo el dictum medieval, para hacer de la teología una ancilla philosophiae? Peor aún: ¿no significa degradar un mensaje espiritual, de forma y contenido marcadamente existencial, al estatuto de una teoría más, exponiéndola a correr el destino de cualquier otra teoría?
No en mi opinión. Pues si, como lo pienso, la predicación y la vida de san Josemaría Escrivá configura una manera peculiar de estar en el mundo, que hace justicia armónicamente a las distintas dimensiones humanas, profundizar en ese mensaje, explicitar las categorías y la articulación temática que en él se contienen y ponerlas en relación con las que ha acuñado el pensamiento filosófico y sociológico contemporáneo, puede resultar de interés para estas últimas ciencias, y, más en general, para todos aquellos que, con objeto de ganar una perspectiva sapiencial sobre la propia tarea, persiguen comprender la estructura y el dinamismo de la existencia humana en el mundo. Por lo demás: ¿no es lógico esperar que una predicación dirigida a resaltar el valor santificador de las realidades seculares tenga algo que decir a las ciencias humanas que se ocupan de esas realidades seculares?
2. Una tensión constitutiva
Por de pronto, en el núcleo del mensaje de san Josemaría sobre la santificación de las realidades ordinarias, se encuentra la exhortación a «ser del mundo sin ser mundanos» [6]. Ahora bien, en esta expresión se anuncia una tensión a la que también, de un modo u otro, cualquier filósofo que reflexione sobre la condición humana ha de rendir cuentas, si no quiere simplificar indebidamente el contenido de la experiencia. A lo largo de la historia, los filósofos han expresado, consciente o inconscientemente, la tensión constitutiva de lo humano de maneras muy diferentes: como compromiso entre contemplación y acción (Aristóteles), como conflicto entre moralidad y felicidad (Kant), como discrepancia actual entre el interés a largo plazo e interés a corto plazo (Hume [7]) existencia propia o impropia (Heidegger)…; estas u otras tensiones no hacen otra cosa que expresar un rasgo derivado de nuestra finitud, a la que me gustaría llamar, metafóricamente, nuestra «herida constitutiva», que nada tiene que ver con la culpa original, sino que se relaciona con la apertura al infinito posible por nuestra racionalidad. Gracias a ello, el ser humano es «horizonte y confín» —en la expresión de Tomás de Aquino [8]—, un ser fronterizo, al decir de Simmel [9], irreductible a una función única (Jaspers), capaz, sin embargo, de trascendencia.
Es precisamente en esa «tensión constitutiva», que define nuestra condición de criaturas racionales, donde toma cuerpo la esperanza [10]; una esperanza que, nuevamente, puede adquirir formas distintas, dependiendo de cómo de profunda se conciba esa herida. Así, la esperanza alimentada por el pensamiento utópico es sin duda muy diversa de la alimentada por la fe cristiana, tanto al menos como lo es su visión del hombre [11]. Para san Josemaría, la identidad humana queda definida por nuestra condición de hijos de Dios [12], y la esperanza que surge de la conciencia de tal filiación [13]es una esperanza que, en tanto el hombre experimenta la realidad del pecado, no ya como transgresión actual de la ley, sino como olvido práctico de Dios [14], es una esperanza de redención consumada, que abraza también al mundo [15]. Pues, como dice san Juan, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos (cfr. 1Jn 3, 2), y mientras tanto —como diría san Pablo— el mundo sigue sujeto a vanidad (cfr. Rm 8, 20).
En este punto tiene importancia resaltar el plural: el mundo espera la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19) [16], en plural. Porque la vanidad a la que está sujeto no es el producto de la acción de un solo hombre, sino de muchos [17]. En efecto: ¿en qué consiste esta vanidad? En último término, en el hecho de que los seres humanos viven replegados sobre sí mismos, lo cual, colectivamente, se plasma en estructuras auto-referenciales, opacas a la trascendencia [18]. Qué pertinentes resultan, en este sentido, las palabras del Papa Francisco, cuando alerta sobre la necesidad de superar rutinas y pensar en otros modelos de desarrollo [19]. Pues la redención del mundo pasa por la transformación de esas estructuras auto-referenciales, impulsando un modo de vida, individual y colectivo, animado, en su raíz, por un principio diferente:
«Hemos de trabajar mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo que debemos santificar. Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios. Si la hiciéramos por nosotros mismos, por orgullo, produciríamos solo hojarasca: ni Dios ni los hombres lograrían, en árbol tan frondoso, un poco de dulzura» [20.]
Ciertamente, ya para san Agustín el amor de sí hasta el desprecio de Dios era principio fundador de una ciudad terrena, a la que habría de oponer otra ciudad diferente, fundada sobre el amor de Dios hasta el desprecio de sí. Ahora bien, al proponer su mensaje, san Josemaría no incide tanto en el desprecio de sí, ni del mundo, como en la posibilidad de cultivar un aprecio diferente de sí mismo y del mundo, un aprecio que remite a la mirada aprobatoria con la que Dios contempló su creación [21], y que resulta de nuevo posible para el hombre tras la redención obrada por Cristo. Lo que san Josemaría ofrece es una visión positiva del mundo y de las realidades humanas [22], que en último término deriva de la conciencia de la filiación divina. Ésta constituye, para san Josemaría, la clave de lectura desde la que afrontar la tensión constitutiva de la existencia humana.
En efecto: todas las realidades humanas, desde las más espirituales hasta las más materiales, quedan libres de la vanidad allí donde, liberado de rutinas [23], el hombre vive pendiente de Dios, como hijo suyo, y no para el mundo, como su esclavo: entonces el hombre arrastra consigo todas esas realidades —su mundo— a un destino más alto: las libera, con la libertad de los hijos de Dios:
«Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que –en ese movimiento— se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1Co 10, 31)» [24].
Este movimiento ascendente, que a través del hombre recapitula todas las cosas en Cristo, queda recogido de forma condensada y terminante en un texto que aparece en varios lugares de los escritos de san Josemaría: «Sólo hay dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural o se vive vida animal» [25].
Se trata de una expresión radical, que, a primera vista, parece pasar por alto la posibilidad teórica de una vida humana intermedia entre la animal y la sobrenatural. Sin embargo, esto es indicativo de que san Josemaría se dirige al hombre realmente existente, que nunca es solo un hombre natural, instalado en lo ya conseguido, sino en tensión constitutiva hacia algo más. Y el mensaje que le dirige es precisamente que la consistencia de lo humano y la belleza del mundo se preserva únicamente cuando el hombre vive por encima de sí mismo, según el don de Dios.
Formulada en estos términos, la idea tampoco es del todo extraña a la tradición filosófica. Ya Aristóteles exhortaba a «no tener pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino, en la medida en que no es dado, inmortalizarnos y vivir según lo más divino que hay en nosotros» (EN, X, 7). Y el propio Kant, después de haber trazado límites a la posibilidad del conocimiento metafísico, no puede dejar de referirse a los ideales de la razón, siquiera como ideales regulativos de nuestra experiencia, sin los cuales toda ella, la ciencia incluida, quedaría privada de sentido [26]. Frente a esto, el pretender vivir exclusivamente conforme a criterios humanos, extraídos de nuestra pobre experiencia cotidiana, no solo resulta humano, sino «demasiado humano» (no en el sentido de Nietzsche, sino en el de Aristóteles) [27].
En efecto: a la experiencia humana, como apunta Pascal, pertenece alguna forma de auto-trascendencia, lo cual significa que existe una auto-limitación contraria al dinamismo propio de la vida humana, pues ésta reclama concebirse a sí misma como expresión y posibilidad de algo más grande de lo que nos es dado realizar aquí y ahora. Aristóteles concebía este «más» como una vida contemplativa que, en su expresión perfecta, siempre quedaba fuera del alcance humano, pues era privilegio de los dioses. En todo caso, para él, este modo contemplativo y divino de vivir parecería separar al hombre de los avatares humanos. La filosofía moderna no ha continuado por lo general en esa dirección; en su lugar ha aceptado, a lo sumo, formas de trascendencia intra-mundanas, como las accesibles en el arte, o, de otro modo, en la moral.
Por contraste, en un mensaje radicalmente religioso, como el de san Josemaría, el mundo corre el destino del hombre, de los hombres, y la exhortación a llevar vida contemplativa y, en este sentido, vivir «por encima de lo humano», incluyendo esas formas intra-mundanas de trascendencia, alcanza una radicalidad inusitada: no como una forma cualquiera de «auto-trascendencia» natural, ni tampoco según un ideal cualquiera, simplemente humano, de «contemplación», sino como invitación a recibir el don de Dios. Así, «ser cristiano es actuar sin pensar en las pequeñas metas del prestigio o de la ambición, ni en finalidades que pueden parecer más nobles, como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas: es discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros» [28].
En ello va implícita, también, una manera peculiar, estrictamente cristiana, de concebir la dimensión temporal de la existencia. San Josemaría remite con frecuencia al texto de san Pablo: «Caritas Christi urget nos» (2Co 5, 14) para iluminar el sentido profundo que tiene, para el cristiano, el «aprovechamiento del tiempo»: «Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad» [29].
Esta concepción de la temporalidad, penetrada por la urgencia de la caridad, está repleta de consecuencias estructurantes de la existencia y del vivir cotidiano, que en san Josemaría adquieren concreciones muy específicas [30]. En todo caso, es viviendo con esa radicalidad, concibiendo su vida ordinaria ante todo como correspondencia al amor de Dios manifestado en Cristo y, por tanto, procurando un activo desprendimiento de sí mismo, como el hombre, la mujer cristiana, sea cual sea su condición, contribuyen a liberar la creación entera de la vanidad a la que ha sido sujeta por el pecado; «ser contemplativos» y «santificar las realidades terrenas» son actividades propias de los hijos de Dios, inseparables entre sí, y que están al alcance de todos los hombres, sin excepción, porque no descansan simplemente en las posibilidades de la naturaleza humana, sino en el don sobrenatural de Dios [31].
En efecto: la exhortación a vivir vida sobrenatural no equivale a propugnar una contemplación filosófica al alcance de unos pocos privilegiados; ni es tampoco expresión de una virtud heroica producto del puro esfuerzo humano; sino que apunta sencillamente a vivir en el mundo como hijos de Dios, en Cristo, con la convicción esperanzada de que viviendo así, aceptando humildemente el don de Dios, y correspondiendo a él con todas las fuerzas, se lleva a término la redención, la liberación del mundo.
3. La unidad radical de culto y cultura
Conviene advertir que en lo anterior va implícita una manera específicamente cristiana de entender la cultura, o, mejor dicho, la conexión original —hoy día frecuentemente olvidada— entre culto y cultura. Es verdad que el uso explícito que hace san Josemaría del término cultura está más próximo a la acepción clásica y moderna —cultura como cultivo, como civilización [32]— que a la más contemporánea —cultura como expresión de la subjetividad, como modo de vida de un pueblo, que se expresa en normas y símbolos compartidos [33]—. Sin embargo, en su mensaje se encuentran profundamente fusionados ambos sentidos, como lo requiere la acepción original. Pues en el núcleo de toda cultura hay un culto. Sin embargo, mientras que en las religiones no cristianas ese culto giraba en torno a ritos sacrificiales, mediante los cuales los hombres mostraban su dependencia de la divinidad, en el cristianismo es Dios mismo quien se ofrece en sacrificio por los hombres, para rescatarlos del mal y hacerles partícipes de la misma vida de Dios. Y es precisamente este sacrificio el que está llamado a constituirse en el centro y la raíz de una nueva cultura, en la que ya no hay lugar para más víctimas, y en la que por consiguiente puede, entre otras cosas, crearse un espacio propiamente político, no secuestrado por discursos victimistas [34].
Más radicalmente, ese acto sacrificial, revelador al mismo tiempo del amor de Dios por el hombre y del valor del hombre a los ojos de Dios, hace de los cristianos un único pueblo, con una misión específica en el mundo, pues constituye la fuente de ese otro culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23), que tiene por protagonistas a todos los cristianos, los cuales, conmovidos por el sacrificio de Dios en Cristo, aspiran a proyectar el mismo espíritu de Cristo en todas las actividades humanas, según la verdad que les es propia. Con ello enlaza directamente la exhortación de san Josemaría a santificar todas las realidades terrenas, cultivándolas según su lógica propia y en conformidad y prolongación del culto eucarístico [35]. Una exhortación en la que va implícita la importancia primordial del esfuerzo por adquirir las virtudes requeridas por nuestro lugar en el mundo, así como el rigor y la competencia profesional.
El mensaje de la santificación de las realidades terrenas invita a profundizar en el hecho de que la conexión entre culto y cultura, apuntada ya en las palabras del Génesis donde se dice que el hombre fue creado ut operaretur, para trabajar [36], encuentra realización efectiva en la vida ordinaria, cuando la práctica moral y la entera vida social están alentadas por la vivencia del misterio eucarístico; por supuesto esa conexión tiene lugar también allí donde el rigor del trabajo intelectual propio de cada ciencia permanece abierto a un horizonte sapiencial, que encuentra su último sentido en la búsqueda de Dios. Sin embargo, considero significativo que, no obstante reconocer el papel singular de los intelectuales en la configuración de la cultura, a la hora de enfocar la cuestión específica de la santificación de estas tareas, san Josemaría se refiera a ellas indistintamente también como «trabajo», haciendo notar que la unidad entre fe y ciencia, que el cristiano reconoce como posible por una cuestión de principio, no se alcanza con frecuencia fácilmente, sin mediar un «duro trabajo» [37].
Ésta —la de trabajo— es la categoría fundamental de la que se sirve san Josemaría para encauzar el culto que el cristiano está llamado a tributar a Dios en medio del mundo, precisamente al mismo tiempo que crea cultura. En efecto, en ese culto racional, agradable a Dios va implícita la búsqueda de la verdad, teórica y práctica, como una exigencia intrínseca del trabajo bien hecho: «Veritatem facientes in caritate» (Ef 4, 15). Y así, el culto que el cristiano tributa a Dios está en la base de su unidad de vida [38], y en último término también de la unidad misma de la cultura [39].
Ana Marta González, en romana.org/
Notas:
1. [Martin Heidegger, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2ª ed, 2009.]
2. [Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993.]
3. [Cfr. Hans Joas & Klaus Wiegandt (eds), Secularization and the world religions, Liverpool University Press, Liverpool, 2009. Cfr. Colin Campbell, The Easternization of the West. A Thematic Account of Cultural Change in the Modern Era, Paradigm Publishers, Boulder, 2007.]
4. [Como observa Hans Joas, las convicciones religiosas se distinguen de puras argumentaciones racionales, porque incorporan elementos que inciden profundamente en la propia identidad: por ello no se avienen a los mismos parámetros que rigen en discusiones puramente intelectuales. Sin embargo, eso no significa que se sustraigan a toda crítica racional; se trata más bien de acertar con el modo de hablar sobre la fe y el modo de exponer sus contenidos, un modo que haga posible analizarlos y tornarlos comprensibles, sin por ello intelectualizarlos. Cfr. Hans Joas, Einleitung, en Was sind religiöse Überzeugungen?, Wallstein Verlag, Göttingen, 2003, pp. 9-17.]
5. [Cfr. Axel Honneth, La sociedad del desprecio, Trotta, Madrid, 2011, pp. 63-73.]
6. [San Josemaría, Camino, n. 939. Edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid, 2002.]
7. [No obstante el inmanentismo psicologista que le define («We never really advance a step beyond ourselves», Treatise of Human Nature, Book I, Part II, Section VI), Hume refleja esa tensión en el orden práctico.]
8. [«Et inde est quod anima intellectualis dicitur esse quasi quidam horizon et confinium corporeorum et incorporeorum, inquantum est substantia incorporea, corporis tamen forma». Tomás de Aquino, ScG, lib. 2 cap. 68 n. 6.]
9. [«El hombre es el ser fronterizo que no tiene ninguna frontera». Cfr. George Simmel, “Puente y puerta”, en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, ediciones Península, Barcelona, 2001, pp.45-53, p. 53.]
10. [La tensión que percibe Aristóteles entre felicidad sin más —que sería puramente contemplativa— y felicidad «humana» —mixta de contemplación y acción—, la reinterpreta Santo Tomás como felicidad perfecta y felicidad imperfecta. En todo caso refleja el hecho de que el hombre no es un animal clausurado sobre sí mismo, cuyo cumplimiento se sigue naturalmente, sino precisamente un animal racional, que anticipa una idea de perfección y aspira a más de lo que actualmente tiene [...] perfección que además no puede cumplir por sí solo. Por eso la racionalidad puede comparase con una «herida» abierta, y presentarse como el «lugar» donde arraiga, también en lo humano, cualquier esperanza, así como la apertura al don de Dios: en primer lugar, el don de la filiación divina. Cfr. S.Th.I.II.q. 5, a. 5, ad 1, donde Tomás de Aquino se pregunta: ¿puede alcanzar la felicidad el hombre por sus medios naturales? Y contesta que no, para decir que sin embargo puede dirigirse a Dios para que le haga feliz. Lo interesante es que para argumentar este punto cita a Aristóteles: «Lo que podemos por nuestros amigos es como si lo pudiéramos por nosotros mismos» (EN, III, 3, 1112b 27-28).]
11. [Cfr. Benedicto XVI, Spe Salvi, especialmente nn. 20-30.]
12. [Lo específico de san Josemaría es precisamente estimular la conciencia de la filiación divina como un principio de vida nueva, que ha de iluminar toda la actuación del cristiano. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vidacotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. II, p. 3.]
13. [Lo específico de san Josemaría es precisamente estimular la conciencia de la filiación divina como un principio de vida nueva, que ha de iluminar toda la actuación del cristiano. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vidacotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. II, p. 3.]
14. [Con ello puede relacionarse la frecuente exhortación de San Josemaría a evitar la rutina en la vida de piedad. Evitar la «rutina» es procurar un trato personal, no formulario, con Dios. Sería un modo de evitar recaer en lo que Heidegger llamaría la existencia impropia, donde el “se” impersonal toma las riendas de nuestra vida. Precisamente Heidegger se refiere a eso en términos de “caída” (Cfr. Martin Heidegger, Ser y tiempo, & 38).]
15. [«Cuando reconocemos las pequeñeces y la contingencia de las iniciativas terrenas, ese trabajo se abre a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer y lo convierte en lugar de encuentro con Dios […]. Pero si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morad eterna y el fin para el que hemos sido creados —amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo—, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas […] Sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por eso la esperanza no me separa de las cosas de la tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor». San Josemaría, Amigos de Dios, n. 208.]
16. [Cfr. San Josemaría, Forja, n.1: «Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine [...] De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna».]
17. [Esta idea encuentra eco en las reflexiones modernas sobre el origen de la cultura. Concretamente, puede apreciarse una conexión con la observación de Kant —y antes de Rousseau— según la cual los «vicios de la cultura» se encuentran especialmente ligados al despliegue de la vida social (Cfr. Immanuel Kant, Religión dentro de los límites de la mera razón, 6: 27), en tanto que afectada por una debilidad original, que lleva a temer que los otros prosperen más que uno; debilidad que, según Kant, solo podría superarse en la medida en que la razón moral se hiciera cargo del progreso, y una comunidad ética viniera a contrarrestar los efectos negativos del principio malo en nosotros. (Ibíd., 6: 93 y ss.).]
18. [«Muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales, políticas, culturales… abandonadas a sí mismas o en manos de quienes carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia. Tú, por cristiano —investigador, literato, científico, político, trabajador…— tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero —escribe el Apóstol— está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios». San Josemaría, Surco, n. 311.]
19. [Francisco, Laudato si’, nn. 43, 49, 191, 194.]
20. [San Josemaría, Amigos de Dios, n. 202.]
21. [«Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». San Josemaría, Conversaciones, n. 114a (Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de Jose Luis Illanes, Rialp, Madrid, 2012).]
22. [Cfr. José Luis Illanes, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Eunsa, Pamplona, 2003.]
23. [Cfr. Nota 15.]
24. [San Josemaría, Conversaciones, n. 115c.]
25. [«Procuremos que aumente nuestra humildad. Porque sólo una fe humilde permite que miremos con visión sobrenatural. Y no existe otra alternativa. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural». San Josemaría, “Vida de fe”, Amigos de Dios, n. 200. «No olvidemos jamás que para todos —para cada uno de nosotros, por tanto— sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de él». San Josemaría, Amigos de Dios, n. 206.]
26. [«La razón es arrastrada por una tendencia de su naturaleza a rebasar su uso empírico y a aventurarse en un uso puro, mediante simples ideas, más allá de los últimos límites de todo conocimiento, a la vez que a no encontrar reposo mientras no haya completado su curso en un todo sistemático y subsistente por sí mismo. Preguntamos ahora: ¿se basa esta aspiración en el mero interés especulativo de la razón o se funda más bien única y exclusivamente en su interés práctico? [...] De acuerdo con la naturaleza de la razón, estos fines supremos deberán tener por su parte, una vez fundidos, la unidad que fomente aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro interés superior. La meta final a la que en definitiva apunta la especulación de la razón en su uso trascendental se refiere a tres objetos: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios» (KrV, A 797/B825; A 798/B826).]
27. [En efecto: para Nietzsche lo «demasiado humano» hace referencia a la necesidad de otro como referente de la voluntad, mientras que para Aristóteles sería «demasiado humano» —solamente humano— renunciar a cultivar lo más divino que hay en nosotros. Así, señala: «Es indigno del hombre no buscar la ciencia a él proporcionada» (Metafísica I, 982 b30) —aunque sea una ciencia divina como la metafísica, que podría excederle. Y en la Ética a Nicómaco, como ya se ha comentado en texto, aun reconociendo que vivir vida contemplativa excede las fuerzas humanas, argumenta que «no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo lo que esté a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros» (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 32-35).]
28. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 98.]
29. [San Josemaría, Amigos de Dios, n. 43.]
30. [Por ejemplo: el cristiano ha de ser diligente; no debe tener «preocupaciones», sino «ocupaciones», lo cual es también una manera de concretar el abandono en la Providencia. Debe organizar su tiempo de tal modo que pueda realizar con calma y serenidad sus deberes (incluyendo el descanso), y ayudar a sus hermanos, lo cual, en la práctica, supone imponerse un horario, de algún modo convirtiendo los «deberes imperfectos» en «deberes perfectos», pues de lo contrario hay tareas que absorberían toda la atención, y el “llevar los unos las cargas de los otros” no encontraría ocasión de materializarse.]
31. [Cfr. Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona, 1986.]
32. [San Josemaría habla claramente de que la cultura es medio y no fin (Cfr. Camino, n. 345). Pero además habla de «hacer del día una misa» (Apuntes tomados de una predicación, 19-III-1968, citado en Javier Echevarría, Vivir la Santa Misa, Madrid 2010, p. 17), en lo que se apunta claramente la relación entre culto y cultura, culto en espíritu y verdad, etc; en alguna ocasión también comenta el texto de Rm 12, donde san Pablo habla del «culto racional». Y eso es muy importante: la cultura es medio y símbolo, pero desgajada del culto que le da sentido, termina por fragmentarse en mil pedazos. Con objeto de resaltar la continuidad con temas modernos, apuntaré que también el uso explícito que hace Kant del término es, sobre todo, el de «perfeccionamiento», y, más en general, el de mediación, en lo que se apunta levemente su aspecto simbólico (Cfr. Ana Marta González, Culture as mediation. Kant on nature, culture, and morality, Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2011, pp. 361).]
33. [Cfr. Ana Marta González, “Cultura y civilización”, en Ángel Luis González (ed.), Diccionario de Filosofía, Eunsa, Pamplona, 2010, pp. 265-268.]
34. [Cfr. Ana Marta González, “La víctima del destino. Ensayo sobre un tipo de nuestro tiempo”, en Lourdes Flamarique y Madalena D'Oliveira-Martins (eds.), Emociones y estilos de vida. Radiografía de nuestro tiempo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2013, pp. 157-177.]
35. [Cfr. Cruz González-Ayesta, «El trabajo como una Misa. Reflexiones sobre la participación de los laicos en el munus sacerdotale en los escritos del Fundador del Opus Dei», en Romana, n. 50 (2010), pp. 200-221.]
36. [«Porque el trabajo —lo vengo predicando desde 1928— no es una maldición, ni un castigo del pecado. El Génesis habla de esa realidad antes de que Adán se hubiera rebelado contra Dios (Cfr. Gn 2, 15). En los planes del Señor, el hombre habría de trabajar siempre, cooperando así en la inmensa tarea de la creación”. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 81.]
37. [«Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si él ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —aunque sea con duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas. Yo soy la verdad. El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean… Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración… Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enreciar en una unidad de vida sencilla y fuerte». San Josemaría, Es Cristo que Pasa, n. 10.]
38. [Ibíd.]
39. [Se ha puesto de relieve en ocasiones que este concepto —unidad de vida— constituye una de las aportaciones más originales de san Josemaría al vocabulario ascético. Sin embargo, querría apuntar que la aportación trasciende con mucho el plano ascético, desde el momento en que lo vemos proyectado en el horizonte de la cultura. Para una visión panorámica de este concepto, cfr. Ignacio De Celaya, voz «Unidad de vida» en José Luis Illanes (coord.) Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo–Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Burgos–Roma, 2015 (3ª ed) pp.1217-1223.]
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |