Los “finalistas” plantean la afirmación de una providencia divina que gobierna el curso de los fenómenos naturales
5. TELEOLOGÍA Y TRASCENDENCIA
Dado que la cosmovisión actual subraya la existencia de dimensiones finalistas en la naturaleza, amplía, por tanto, la base del argumento teleológico.
Entre las pruebas de la existencia de Dios, el argumento teleológico ocupa un lugar destacado a lo largo de la historia y también en la actualidad. Fue articulado con especial vigor por Tomás de Aquino, quien utilizó las ideas de Aristóteles pero las situó en un nuevo contexto. A lo largo de su obra propuso diferentes formulaciones del argumento, entre las cuales destaca la “quinta vía” para demostrar la existencia de Dios.
Este es el texto de la quinta vía: “La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que algunas cosas que carecen de conocimiento, concretamente los cuerpos naturales, obran por un fin: lo cual se pone de manifiesto porque siempre o muy frecuentemente obran de la misma manera para conseguir lo mejor; de donde es patente que llegan al fin no por azar, sino intencionadamente. Pero los seres que no tienen conocimiento no tienden al fin sino dirigidos por algún ser cognoscente e inteligente, como la flecha es dirigida por el arquero. Luego existe un ser inteligente por el cual todas las cosas naturales se ordenan al fin: y a este ser le llamamos Dios”1.
El argumento se refiere a los cuerpos naturales (“corpora naturalia”), que carecen de conocimiento. Incluye, por tanto, toda la actividad natural que se despliega independientemente del conocimiento: la de los seres no vivientes, y también la actividad de los vivientes que no depende del conocimiento (la actividad orgánica, con todas sus funciones). Se afirma que los cuerpos naturales obran de la misma manera siempre o casi siempre (“semper aut frequentius”). Se trata de una afirmación extraída de la experiencia ordinaria y, bajo esa perspectiva, no ofrece dificultad: es verdadera, tanto en el ámbito de los vivientes como de los demás entes naturales. Tomás de Aquino se limita al conocimiento ordinario, pero su afirmación puede extenderse, sin dificultad, a la naturaleza tal como aparece ante la cosmovisión científica actual.
La constancia en el modo de obrar manifiesta que la actividad natural corresponde a tendencias que surgen de la naturaleza de los cuerpos. La regularidad de la actividad natural permite afirmar su carácter finalista: se excluye que los cuerpos naturales alcancen su fin por azar, porque lo alcanzan obrando de la misma manera siempre o casi siempre, y los efectos del azar no son regulares. El dinamismo natural es tendencial, y las tendencias se dirigen hacia la consecución de un fin que viene identificado con un bien.
La referencia al bien es el punto central del argumento. Se afirma que los cuerpos naturales obran en vistas a un fin (“operantur propter finem”), llegan al fin (“perveniunt ad finem”), y tienden hacia el fin (“tendunt in finem”), y que ese fin es algo óptimo. Esta referencia no sólo al bien, sino a lo óptimo, es fundamental: sin ella, el argumento no permitiría afirmar la existencia de Dios. La cosmovisión actual proporciona nuevas bases para comprobar el valor de la actividad natural y de sus resultados: en efecto, permite conocer con detalle la perfección de los mecanismos naturales en los individuos, y la organización de la naturaleza en diferentes niveles cooperativos que hacen posible la existencia humana.
Nos encontramos, por tanto, ante una actividad natural altamente direccional y racional, llevada a cabo por seres que carecen de conocimiento. Los cuerpos naturales no pueden tener esa direccionalidad por sí mismos, pues carecen de inteligencia. De ahí que sea preciso recurrir a una inteligencia capaz de dar razón de las tendencias naturales y de su ordenación hacia el bien. Por consiguiente, debe tratarse de una inteligencia que supera completamente a la naturaleza; más aún, de una inteligencia que ha previsto el modo de ser de lo natural y las tendencias que de él derivan: y sólo un Dios personal creador puede dar a lo natural su ser y su modo de ser.
En efecto, la inteligencia ordenadora corresponde al Ser que ordena todas las cosas naturales hacia su fin (“a quo omnes res naturales ordinantur in finem”). Debe tratarse, pues, no sólo de un ser diferente de la naturaleza, sino precisamente del Ser que es el autor de la naturaleza, porque sólo ese Ser puede producir unas tendencias que se encuentran inscritas en el interior de los cuerpos naturales. No basta, por tanto, recurrir a un ser que ordene los cuerpos desde fuera, imprimiéndoles algún tipo de movimiento: es preciso admitir la existencia de un Dios personal creador.
La quinta vía mantiene su valor en la actualidad, porque todos los aspectos mencionados son coherentes con la cosmovisión científica actual. Incluso puede decirse que el progreso científico amplía notablemente el ámbito de los hechos que sirven de base a las consideraciones contenidas en la quinta vía. En ese sentido, la quinta vía viene reforzada por ese progreso.
La quinta vía se centra en la finalidad individual, propia de cada cuerpo. Otras formulaciones tomistas del argumento teleológico subrayan la cooperación de agentes diferentes hacia un mismo fin: el orden de la naturaleza en su conjunto2. El núcleo del argumento es el mismo, tanto si se centra la atención en los aspectos individuales como en los cooperativos. Pero, en relación a los conocimientos científicos, tiene una gran fuerza la consideración del orden cooperativo, que ocupa un lugar central en la cosmovisión actual.
Algunas formulaciones tomistas del argumento teleológico son mucho más extensas que la quinta vía e incluyen análisis filosóficos detallados acerca de la finalidad natural que también son plenamente actuales. Por ejemplo, Tomás de Aquino alude a quienes pretenden explicar la naturaleza recurriendo sólo a la causa material y a la causa agente, y señala que esas causas intervienen en la producción de los efectos, pero son insuficientes para explicar su bondad3.
Es interesante subrayar por qué, en la argumentación tomista, se juzgan insuficientes las explicaciones que únicamente recurren a la necesidad y al azar. El motivo es diferente en los dos casos. Por lo que se refiere a las causas material y agente, a estas causas les corresponde una cierta necesidad; por tanto, permiten comprender que la actividad de los cuerpos se realice de un modo constante, pero no explican que se consiga un resultado óptimo: la causa material y agente son ciegas con respecto a la bondad del resultado. Por lo que se refiere al azar, se afirma que el azar no explica que la actividad de los cuerpos se realice de un modo constante: el azar es ciego con respecto a la constancia de la actuación. Por fin, tampoco se consigue una explicación suficiente recurriendo a la combinación de necesidad y azar; en efecto, aunque se admita que esa combinación puede explicar parcialmente la formación de la naturaleza, resulta insuficiente para explicar su perfección y, además, no explica su fundamento radical, ya que siempre remite a situaciones físicas anteriores (por curioso que pueda parecer al lector moderno, esa posibilidad, sobre la cual se insiste en nuestra época a propósito del evolucionismo, fue contemplada expresamente por Tomás de Aquino, quien recogió lo que acerca de esta cuestión había dicho Aristóteles muchos siglos antes4.
En definitiva, la finalidad natural, que consiste en una tendencia habitual hacia algo óptimo, postula una inteligencia: relacionar, dirigir, ordenar hacia un objetivo óptimo que se alcanza de modo habitual, son operaciones propias de una inteligencia. Y, si se tiene en cuenta que esa dirección afecta a las tendencias naturales y, por tanto, al modo de ser de lo natural, resulta lógico afirmar la existencia del Dios personal creador. La cosmovisión actual proporciona al argumento teleológico una base que es más compleja que la proporcionada por la experiencia ordinaria, pero la supera ampliamente en profundidad y precisión.
6. NATURALEZA Y PROVIDENCIA
La causa final actúa de dos maneras. Por una parte, como objetivo previsto por el agente, y por otra, como tendencia hacia un objetivo determinado. Todos los seres tienen tendencias, que responden a su modo de ser, pero sólo los agentes intelectuales pueden proponerse objetivos de modo consciente y libre.
En la primera parte del argumento teleológico se afirma que los seres naturales que carecen de conocimiento poseen unas tendencias constantes cuya actualización produce resultados óptimos, y que la constancia de las tendencias muestra que esos seres no actúan por azar, sino de acuerdo con la necesidad característica de las causas agentes. Luego se añade que la producción de resultados óptimos muestra que esos resultados son un objetivo previsto por un agente intelectual. Por tanto, hay una doble referencia al azar: se niega que las tendencias naturales respondan al azar, y también se niega que la bondad de los resultados pueda deberse exclusivamente a la confluencia azarosa de causas necesarias. Esa doble referencia corresponde a los dos niveles de la finalidad. En consecuencia, cuando se niega la finalidad natural, hay que precisar a qué aspecto se refiere esa negación, o sea, si se niega que existan tendencias naturales, o que exista una finalidad superior que se relaciona con el gobierno divino de la naturaleza.
Si se niega que existan tendencias, hay que enfrentarse no sólo con la evidencia propia de la experiencia ordinaria, sino con los logros del progreso científico, que subrayan ampliamente la existencia de direccionalidad en la naturaleza.
Con frecuencia, no se niega que existan tendencias particulares en la naturaleza, sino que exista una tendencia global en la evolución. Se afirma que la evolución procede de un modo oportunista, que no podría responder a un plan premeditado. En esas condiciones, ¿cómo podría hablarse todavía de un plan divino?
Sin embargo, esta dificultad desaparece cuando se advierte que el plan divino no implica una evolución rectilínea, siempre progresiva, sin accidentes: es más lógico suponer que Dios cuenta con la complejidad propia de las causas naturales para realizar su plan. La existencia de un plan divino es plenamente congruente con el carácter complejo de la evolución. Más aún: la complejidad del universo adquiere así un nuevo relieve. Puede comprenderse, por ejemplo, que quizás Dios haya querido que existan millones de galaxias para que puedan existir la Tierra y el hombre. En efecto, las teorías cosmológicas actuales afirman que los átomos más pesados se han producido en el interior de las estrellas, y ha podido ser preciso que esto haya sucedido muchos millones de veces para que, finalmente, se haya producido un solo planeta con las características concretas de la Tierra. La existencia de millones de galaxias y estrellas, que de otro modo parecería innecesaria, podría resultar necesaria para que, mediante procesos naturales, haya llegado a ser posible la vida humana (esto no excluye la posible existencia de vida en otros lugares del universo).
Entre la acción divina y la actividad de la naturaleza no existe una simple armonía. Si la actividad natural responde al plan divino, deberá afirmarse que Dios no sólo la respeta, sino que la quiere positivamente, aunque Dios también puede producir efectos que sobrepasen el curso ordinario de la naturaleza. Por tanto, resulta congruente que el plan divino cuente con el despliegue del dinamismo natural. Bajo esta perspectiva se comprende, por ejemplo, que el plan divino sea compatible con un despliegue zigzagueante del dinamismo natural que puede producir resultados no destinados a sobrevivir, y con la existencia de mecanismos en los que se combinan la necesidad y el azar, la variación y la adaptación. La afirmación del plan divino no equivale a afirmar que todo lo que sucede en la naturaleza sea bueno bajo cualquier punto de vista.
La existencia de un plan superior permite comprender en profundidad la existencia de la naturaleza. Sin duda, implica un cierto misterio, pero se trata del misterio que lógicamente encontramos ante lo divino. Por el contrario, si se niega la existencia del plan divino, la naturaleza queda envuelta en un misterio irracional, y existe un serio peligro de absolutizar las explicaciones parciales proporcionadas por las ciencias.
La principal dificultad que puede plantearse frente al argumento teleológico es la existencia del mal. Tomás de Aquino dedicó gran atención a este problema a lo largo de toda su obra. En la Suma Teológica, al exponer las cinco vías, sintetizó su respuesta en pocas palabras: Dios permite el mal en vistas a salvaguardar bienes mayores. Esta idea se aplica a dos casos diferentes: el mal moral, debido al mal uso de la libertad por parte de la persona humana, y el mal físico, que es el que propiamente se relaciona con la finalidad natural.
En el caso del mal moral, que es el pecado, y es el mal en sentido radical, no es fácil explicar cómo podría compaginarse su eliminación con la libertad humana. Por tanto, se puede comprender que Dios lo permita, porque la posibilidad del mal moral responde a la existencia de la libertad humana, que es un bien todavía superior.
El mal físico, al que propiamente se refiere el argumento teleológico, puede justificarse de dos maneras. En primer lugar, teniendo en cuenta que se trata sólo de un mal relativo que puede ordenarse a un bien superior, que es el bien espiritual. Y en segundo lugar, advirtiendo que los males físicos particulares pueden quedar integrados en bienes superiores incluso en el orden físico. La existencia del mal físico no se opone a la bondad divina: parece inevitable que existan conflictos entre diferentes bienes particulares, pero esos conflictos pueden resultar integrados en un bien superior.
Tomás de Aquino afirma expresamente que Dios ha creado el universo para el hombre. Recuerda que puede hablarse de la finalidad en dos sentidos: como tendencia natural, o como plan de un agente inteligente, y afirma que el hombre es el fin de las criaturas en los dos sentidos5.
Para afirmar que Dios ha creado el universo en vistas al hombre es preciso recurrir a razonamientos que trascienden el ámbito del argumento teleológico. Pero esa afirmación resulta plenamente congruente con la existencia, en todos los niveles de la naturaleza, de tendencias naturales cooperativas que hacen posible la vida humana. Desde esta perspectiva, la aplicación de la noción de bien a la naturaleza implica un antropocentrismo legítimo, que refleja el puesto central del hombre en el cosmos.
7. LA INTELIGIBILIDAD DE LA NATURALEZA
La naturaleza resulta parcialmente inteligible cuando se la contempla a la luz de los conocimientos proporcionados por la experiencia ordinaria y por las ciencias. Pero adquiere su sentido pleno cuando contemplamos el sistema de la naturaleza a la luz de su fundamento radical y de la vida humana.
Desde la perspectiva finalista, la actividad de la naturaleza aparece como obra de una “inteligencia inconsciente”: la naturaleza no delibera, pero actúa como si realmente poseyera una capacidad racional.
La expresión “inteligencia inconsciente”, si se la interpreta literalmente, es contradictoria, porque contiene dos términos incompatibles. Por tanto, sólo puede ser utilizada como una metáfora. Pero la metáfora tiene una base real: las operaciones de la naturaleza son direccionales y, además, cooperan en la producción de resultados que, en muchos aspectos, sobrepasan ampliamente lo que puede conseguirse mediante la tecnología más sofisticada. En ese sentido, la naturaleza sobrepasa a la razón humana que, por otra parte, sólo puede producir artefactos en la medida en que conoce y utiliza las leyes naturales.
A veces se intenta explicar la naturaleza tomando en cuenta exclusivamente su composición y sus leyes: el orden sería el resultado de combinaciones aleatorias de procesos, y la finalidad sería sólo aparente. Bajo esta perspectiva, y partiendo de la oposición entre el azar y la finalidad, cuanto más se acentúa la función del azar queda menos espacio para la finalidad. Sin embargo, la oposición entre azar y finalidad no es absoluta, porque el azar exige la finalidad. En efecto, ni siquiera podría hablarse de azar si no existiera una direccionalidad, como tampoco tendría sentido hablar de desorden si no existiese ningún tipo de orden.
Las críticas contra la teleología suelen suponer que existe una contradicción absoluta entre el azar y la finalidad; en consecuencia, las explicaciones en las que interviene el azar se valoran como argumentos contra la finalidad. Pero no existe tal contradicción absoluta entre azar y finalidad. Al afirmar la finalidad, no se excluye cualquier tipo de azar. Simplemente se subraya que el azar y, en general, cualquier combinación de fuerzas ciegas, no puede ser considerado como una explicación total.
Por ejemplo, para explicar el origen de una frase que tiene sentido en un determinado lenguaje, no basta probar que existe alguna probabilidad de que se haya producido mediante combinaciones de letras al azar: si no existe previamente un lenguaje, con su alfabeto, su diccionario y sus reglas gramaticales, ninguna combinación de letras podrá formar términos con significado. En el origen tiene que haber inteligencia. Esto es igualmente válido con respecto a la naturaleza. La afirmación de la finalidad equivale a afirmar que la inteligibilidad de la naturaleza se fundamenta, en último término, en una actividad inteligente. La inteligencia inconsciente debe basarse en una inteligencia consciente.
Al comentar las ideas de Aristóteles sobre la finalidad natural, Tomás de Aquino propuso una especie de definición de la naturaleza, contemplada desde su fundamento metafísico radical, que es muy original y aventaja en profundidad a las ideas de Aristóteles, además de ser sorprendentemente coherente con la cosmovisión actual. Dice así: “la naturaleza es, precisamente, el plan de un cierto arte (concretamente, el arte divino), impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado: como si el artífice que fabrica una nave pudiera otorgar a los leños que se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave”6.
Tres aspectos de esta cuasi-definición merecen una atención especial: la racionalidad de la naturaleza, su conexión con el plan divino, y el énfasis que se pone en la auto-organización.
En primer lugar, se subraya la racionalidad de la naturaleza al identificar la naturaleza con el plan de un arte (en el original latino, “ratio cuiusdam artis”). De hecho, el progreso científico pone de manifiesto, hasta extremos antes insospechados, la eficiencia y sutileza de la naturaleza. El éxito de la ciencia amplía cada vez más nuestro conocimiento de la racionalidad de la naturaleza. Aunque los productos de la tecnología superen en algunos aspectos a la naturaleza, siempre se basan en los materiales y las leyes que la naturaleza pone a nuestra disposición; y, desde luego, la naturaleza siempre nos aventaja, a gran distancia, en muchos aspectos de gran importancia.
En segundo lugar, la conexión de la naturaleza con el plan divino expresa el fundamento radical de la racionalidad de la naturaleza: es una manifestación del plan divino; por tanto, de un plan sumamente sabio. Además, la acción divina no se limita a dirigir desde fuera la actividad natural: el plan divino se encuentra inscrito en las cosas (se dice en el original latino: “ratio cuiusdam artis, scilicet divinae, indita rebus”). Lo natural posee modos de ser, con las correspondentes tendencias, que conducen hacia resultados óptimos. Se comprende, por tanto, que no existe oposición entre la acción natural y el plan divino; por el contrario, el plan divino incluye el dinamismo tendencial de lo natural y se realiza a través de su actualización.
En tercer lugar, se alude a la auto-organización como una característica básica de la naturaleza. El ejemplo es muy gráfico: como si se pudiera otorgar a los trozos de madera que se moviesen por sí mismos para construir una nave. Esa idea corresponde, de un modo que no podía sospecharse cuando fue escrita hace más de siete siglos, a los conocimientos actuales acerca de la auto-organización de la naturaleza, que implica, además, un gran nivel de cooperatividad entre sus componentes, sus leyes, y los diferentes sistemas que se producen en los sucesivos niveles de organización. Queda subrayada, de este modo, la direccionalidad de la naturaleza, también en su aspecto sinergético, y se insinúa la emergencia de nuevos sistemas y propiedades como resultado de la acción sinergética o cooperativa.
Por otra parte, también merecen especial atención las implicaciones de la catacterización tomista de la naturaleza. En efecto, se pone de manifiesto el valor positivo de la naturaleza como resultado del plan divino. Se explica también la articulación de la necesidad y la contingencia porque, de una parte, la naturaleza es contingente por ser el resultado de la acción libre de Dios, y de otra, posee una fuerte consistencia de acuerdo con el modo de ser que Dios ha inscrito en lo natural. Asimismo, se pone de relieve la articulación entre la unidad y la multiplicidad, porque la perfección del universo se consigue a través de la cooperación de sus componentes y, en último término, se ordena hacia la vida humana, ya que la naturaleza constituye el ámbito que hace posible la existencia de la persona humana y el desarrollo de sus capacidades. Por fin, se comprende la articulación entre el ser y el devenir, porque Dios ha puesto en la naturaleza unas virtualidades que hacen posible su progresiva evolución, y cuenta con la cooperación del hombre, a través de su trabajo, para llevar a la naturaleza hacia un estado cada vez más perfecto. En definitiva, esa definición tomista expresa el núcleo de la perspectiva metafísica y finalista de la naturaleza, y tiene gran importancia para determinar su valor en el contexto de la cosmovisión actual
Mariano Artigas, en dialnet.unirioja.es/
* Dada la longitud del artículo se publicara en dos partes en días consecutivos
Notas:
1. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 2, a. 3.
2. TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los gentiles, I, c. 13; III, c. 64; De potentia, q. 3, a. 6, c.; Comentario a la Metafísica de Aristóteles, libro XII, capítulo 10, lectio 12; Comentario al evangelio de San Juan, prólogo; Comentario al Símbolo de los Apóstoles, artículo 1
3. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 5, a. 2.
4. TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Física de Aristóteles, libro II, capítulo 8, lectio 12.
5. TOMÁS DE AQUINO, Comentario a las Sentencias , libro II, distinción I, cuestión II, artículo III, cuerpo.
6. TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Física de Aristóteles, libro II, capítulo 8, lectio 14.
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