La forma en que se trasmitieron los libros sagrados invita a continuar escuchándolos como la primera vez que fueron proclamados
Incluimos el texto de la conferencia de D. Juan Chapa, Decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra y profesor Agregado de Sagrada Escritura, el 6 de marzo ppdo., durante las jornadas Diálogos de Teología 2012, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
* * *
El marco de esta conferencia es la Exhortación Apostólica Verbum Domini, sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Más en concreto, esta sesión está dedicada a la trasmisión de la Palabra de Dios, tal como queda testimoniada en los manuscritos más antiguos.
El enfoque a la hora de abordarla podría ir encaminado a satisfacer nuestra curiosidad histórica y arqueológica, y por tanto ceñirme en estos minutos a una descripción física de los papiros y códices bíblicos. Sería una aproximación válida, que en sí no requiere más preámbulos. Sin embargo, teniendo en cuenta que estas sesiones vienen celebrándose bajo el título de “Diálogos de Teología”, pienso que el público aquí presente espera algo más. Por ello, trataré de mostrar lo que aporta un análisis de los papiros y códices de la Biblia para entender adecuadamente la Palabra de Dios, especialmente hoy en día cuando los estudios recientes de este tipo de manuscritos están ofreciendo nuevos retos a los especialistas de la Biblia.
En el curriculum de teología, la cuestión de la trasmisión del texto bíblico cae dentro de la asignatura de Introducción General a la Escritura. Recordarán ustedes que, tradicionalmente, el estudio de los manuscritos se incluía en el tratado del texto, que a su vez iba vinculado al del canon. Es decir, después del tratado sobre la inspiración, venía el del canon, seguido del estudio del texto, para finalmente pasar a su interpretación. El interés recaía en mostrar que el texto que tenemos se había trasmitido fielmente y que por tanto conservábamos verdaderamente la Palabra de Dios. Sin embargo, en tratados de Escritura más modernos, como por ejemplo el de Manucci, se deja ese planteamiento y la cuestión del texto se estudia al principio, a continuación de las cuestiones introductorias sobre lo que es la Palabra de Dios, dentro del capítulo dedicado a su trasmisión. Es decir, precede al tratado sobre la inspiración y canon, algo que por un lado resalta la importancia que tiene el hecho de que la Palabra se conserve por escrito, pero que por otro, al separarse del canon, puede correr el riesgo de quedar desligado del hecho de que el texto de la Sagrada Escritura es Palabra de Dios en la Iglesia.
La Verbum Domini no se ocupa directamente de la cuestión del texto. De hecho no hace ninguna referencia explícita a su transmisión. Pero, a mi modo de ver, lo tiene en cuenta cuando habla de la hermenéutica de la Biblia en la Iglesia. Allí Benedicto XVI exhorta a no tener miedo a la investigación histórico-crítica seria[1], si bien haciendo notar sus limitaciones y poniendo en guardia frente a los peligros tanto de una hermenéutica bíblica secularizada como de una lectura fundamentalista de la Escritura[2]. Me parece que el estudio de la trasmisión de la Palabra sirve para mostrar la poca solidez y utilidad que tienen las actitudes extremas censuradas por el Papa. En otras palabras, el análisis de los manuscritos permite corroborar la importancia que tiene la “letra”, pero en una comunidad de fe, y al mismo tiempo mostrar la invalidez de las lecturas literalistas, sean de carácter histórico-crítico o sean de carácter fundamentalista. Abordaré esta cuestión ciñéndome a la transmisión del Nuevo Testamento. Y la plantearé partiendo, a modo de ejemplo, de una problemática bastante extendida en algunos ámbitos, sobre todo norteamericanos, que pone en evidencia los peligros de las interpretaciones extremas arriba aludidas.
1. La “tergiversación” del texto y la inspiración de la Escritura
El ejemplo que deseo aducir está tomado de la postura representada por un biblista muy conocido en Estados Unidos llamado Bart Erhman. Se trata de un profesor serio, capaz de hacer estudios rigurosos, especialmente en el campo de la crítica textual, pero que en ocasiones le falta rigor o le sobra frivolidad. En ciertas obras de divulgación, el cualificado y competente profesor viene a decirnos que el estudio de los papiros y códices bíblicos nos muestra que no podemos fiarnos de la Biblia, puesto que no trasmiten el texto original. En otras palabras, para Ehrman los manuscritos más antiguos prueban que ese texto se ha ido deteriorando a medida que se copiaba, por lo que ahora solo tenemos un conjunto de escritos que han sido alterados y que, por tanto, no podemos aceptar tal como se han transmitido. Ante esta situación, Ehrman se ve en la obligación de “abrir los ojos” a posibles lectores “ingenuos” de la Escritura, que piensan que la Biblia —que por haber sido inspirada por Dios— transmite la Palabra de Dios al pie de la letra, y hacerles ver que están equivocados. Pero con el fin de sacar del error a esos cristianos, llega al extremo opuesto. Según él, la Biblia es un libro humano, escrito y copiado por escribas que cambiaron los textos hasta el punto de hacer irreconocible el original. Pero no sólo esto: los cambios textuales revelan una concepción del cristianismo que no era igual al de los tiempos apostólicos.
Para entender cómo llega Ehrman a esta conclusión conviene tener en cuenta su biografía espiritual, ya que no se puede separar la interpretación de la Biblia de los presupuestos con que cada persona se acerca a ella. Erhman creció en una familia protestante y recorrió más tarde un itinerario religioso bastante tortuoso, a partir de una profunda fe evangélica en la inspiración verbal de la Escritura. En un libro de divulgación titulado en castellano “Jesús no dijo eso” cuenta el proceso de su “conversión”.
Antes de recordarlo, deseo hacer un breve paréntesis: El título original de esta obra es Misquoting Jesus. The Story Behind Who Changed the Bible and Why, que según una traducción literal sería algo así como Citar incorrectamente a Jesús. La historia detrás de quién cambió la Biblia y por qué. Sin embargo, su edición castellana revela que los editores no se han limitado a una traducción literal del título de la edición americana sino que, siendo grosso modo fieles a lo que el autor afirma, han querido ofrecer un título más impactante —por no decir más escandaloso— de lo que ya es el original. Así pues, cambiaron “Citar incorrectamente a Jesús” por Jesús no dijo eso; y “La historia que está detrás de quién cambió la Biblia y de por qué” por Los errores y falsificaciones de la Biblia. Por supuesto, un título necesita llamar la atención y éste lo consigue. Pero aludo a esta divergencia en la traducción, porque de alguna manera expresa gráficamente la tesis que el autor sostiene: así como los lectores interpretan lo que leen y ponen el texto en otras palabras cuando lo leen, los copistas interpretaron los textos de las Escrituras que tenían delante y los modificaron al copiarlos.
Vuelvo al itinerario personal de Ehrman. En ese libro cuenta que de ser un adolescente descuidado en materia religiosa pasó a ser un born again Christian, un “cristiano renacido” que redescubrió con entusiasmo su fe. Tras ese paso se convirtió en un decidido fundamentalista y en un apasionado estudioso de los manuscritos de la Biblia. No obstante, esos mismos estudios le hicieron cuestionarse lo que hasta el momento creía. Según él, las enseñanzas que había recibido sobre el carácter inspirado y verbal de la Escritura chocaban con el progresivo análisis de los manuscritos. El conocimiento de los distintos manuscritos del Nuevo Testamento en los que, al copiarse, se habían introducido cambios le iban llevando a conclusiones aparentemente dramáticas: “¿De qué nos servía proclamar que la Biblia era la palabra infalible de Dios, cuando en realidad no teníamos las palabras infalibles que Dios había inspirado sino sólo las copias realizadas por los escribas, copias que en ocasiones eran correctas y en ocasiones (¡en muchas ocasiones!) no? ¿De qué nos servía afirmar que los autógrafos (los originales) habían sido inspirados? ¡No teníamos los originales! Ésa era la cuestión: teníamos sólo copias plagadas de errores y la enorme mayoría de ellas había sido realizada siglos después de que los originales hubieran sido compuestos y era evidente que difería de ellos en miles de formas distintas” (p. 19).
Ehrman, atormentado por estas dudas, acabó en un escéptico agnosticismo relativista. En su descripción de las razones que le llevaron a su increencia no faltan las exageraciones chocantes: “Hay más diferencias entre los manuscritos que se conservan del Nuevo Testamento que palabras en el Nuevo Testamento” (p. 23)[3]. Aunque reconoce que muchas de esas diferencias son mínimas e insignificantes, el problema a su juicio sigue ahí: “¿De qué nos sirve insistir en que Dios inspiró las palabras mismas de las Sagradas Escrituras si no tenemos las palabras mismas de las Sagradas Escrituras?” (pp. 23-4). A raíz de estas preguntas termina negando el mismo carácter inspirado de las Escrituras, pues afirma que si Dios hubiera querido que su pueblo tuviera sus palabras, se las habría dado. El hecho de que no contemos con esas palabras demuestra que Dios no las ha preservado para nosotros, por lo que la Biblia es a fin de cuentas un libro nada divino, un libro absolutamente humano.
Es verdad que, sobre todo en Estados Unidos, existen corrientes evangélicas que piensan que la Biblia prácticamente fue escrita al dictado de Dios. Son los llamados cristianos evangélicos fundamentalistas. La crítica de Ehrman va dirigida en buena medida contra ellos, pero pasa del blanco al negro sin matices. ¿La razón? Aparentemente el estudio de los manuscritos. Si Dios no habla al hombre a través de la Biblia, ¿cómo tenemos garantías de que nos habla de verdad? Porque, si no conservamos el texto original —el texto escrito por autores inspirados por Dios—, a mucha gente le puede parecer justo pensar que la Biblia no es una fuente fidedigna. Si los hombres han cambiado la Biblia adecuándola a los intereses propios de una determinada época, ¿no habría que relativizar el valor de la Biblia y aceptar que al fin y al cabo es un texto muy humano? Y si la Biblia es un libro humano, ¿cómo puede éste dar respuestas permanentes a temas vitales?
Para avalar su tesis y dirigiéndose a personas sin conocimientos previos en la materia, intenta mostrar cómo los escribas modificaron los textos bíblicos para conseguir que esos textos respaldaran con más claridad un determinado tipo de cristianismo. Ehrman aduce ejemplos de cómo, a su juicio, los textos han sido afectados por cuestiones teológicas o sociales que estaban vivas en las iglesias antiguas. Subraya que ciertos factores contextuales movieron a los copistas a cambiar el texto, especialmente para que se opusiera con mayor contundencia a los herejes, a las mujeres, a los judíos y a los paganos. Es decir, para Ehrman, los escribas no solo estaban copiando el texto sino que lo iban adaptando a sus propios intereses. Es lo que en otro libro llama “La corrupción ortodoxa de la Escritura”. No tenemos tiempo para discutir esta cuestión con mayor detalle. De todas maneras, a pesar de sus elaborados razonamientos, hay que decir que en muchos casos no queda nada claro si los cambios estuvieron originados por intereses doctrinales o por otras razones más prosaicas como los errores o iniciativas personales de los copistas. Sin embargo, los ejemplos que él aduce con erudición sirven para desconcertar a personas sin buena educación bíblica. Es más, emplea los cambios de los copistas como arma para “iluminar” a los fieles y hacerles creer que están engañados en su concepción de la Biblia.
Ehrman repite constantemente en Jesús no dijo eso que la religión cristiana es solo una “religión del libro” y este es precisamente su principal error. Aunque la expresión admite diversos significados y normalmente se aplica a las religiones que fundamentan su doctrina en textos sagrados (principalmente el judaísmo, el cristianismo y el Islam), sabemos que el significado de la Biblia en la tradición católica no permite etiquetar a la fe cristiana como “religión del libro”. El Catecismo de la Iglesia Católica es explícito. En su número 108 dice: “Sin embargo, la fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval, Homilia super missus est, 4,11: PL 183, 86B). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24, 45).”
Por eso, frente a las afirmaciones de Ehrman, se puede decir que el concepto de la religión cristiana como una religión de la Palabra viva y no como una “religión del libro” encuentra su confirmación precisamente en las alteraciones ocasionales que los escribas introdujeron. El hecho de que los copistas cambiaran el texto en sus copias muestra que no se sintieron de ningún modo obligados a tratar los manuscritos que tenían delante como si hubieran sido escritos en el cielo. En esto también se distinguen de la concepción judía de la Escritura. Los rabinos indicaron la santidad de los escritos canónicos diciendo que “manchaban las manos”. Con ello se quería decir que eran algo santo, puesto que en el rabinismo cualquiera que tocaba una cosa santa tenía que llevar a cabo un baño ritual. Además, se debían seguir fielmente unas pautas en la copia exacta de los libros sagrados. En cambio, los escribas cristianos no compartían esa actitud hacia los escritos del Nuevo Testamento. Tenían respeto y cuidado cuando copiaban los textos, pero estaban convencidos de que el significado se hacía completamente claro en la Biblia en su conjunto, no en el texto concreto tal como había sido copiado.
Un texto singular no puede situarse separado de los otros textos de la Biblia. Los evangelios, las cartas de Pablo u otros escritos del Nuevo Testamento que sufrieron algunos cambios en la historia de la tradición manuscrita no fueron alterados intencionalmente con la finalidad de corromperlos. Esos cambios nos hablan de los esfuerzos de los cristianos para entender los textos mejor y siempre en subordinación a la Iglesia. Los escribas no eran fundamentalistas, personas que creían que copiaban un texto que creían que había sido directamente entregado por Dios a los hombres. Copiaban los textos con fidelidad y, si intencional o accidentalmente cambiaban algo, no les preocupaba en gran manera porque entendían ese texto particular a la luz del resto de las Escrituras y a la luz de las enseñanzas de la tradición apostólica. Ellos no corrompieron el texto por interés personal. En cualquier caso, la Palabra de Dios recibida en la Iglesia era mayor que las Escrituras. La Iglesia vino antes. Es la que nos da las Escrituras. Como dice la Verbum Domini, igual que la Palabra eterna se encarnó en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, la Sagrada Escritura nace en el seno de la Iglesia por el Espíritu Santo. Que esto es así lo demuestra precisamente el testimonio de los manuscritos más antiguos. Los primeros cristianos no tenían una concepción del texto bíblico como la de Ehrman ni pensaron que los textos que ellos copiaban tenían casi carácter mágico de modo que de su copia exacta dependiera la fidelidad a la fe cristiana. Trasmitían unos textos que remitían al hablar de Dios a los hombres por medio de los profetas y de los apóstoles. La misma materialidad de los textos que copiaban, es decir, el tipo y formato de los manuscritos, lo confirma.
2. Los libros al comienzo del cristianismo
En la antigüedad el soporte sobre el que trasmitir un mensaje escrito era variado: se escribía en piedra, restos de cerámica (óstraca), tablillas enceradas, papiros, pergaminos, etc. Los libros en general eran de papiro o pergamino y podían tener el formato de rollo o códice.
El papiro (del que deriva la palabra “papel”) recibe el nombre de la planta acuática con que se fabrica. Se trata de un tipo de junco de largo tallo en forma triangular que en la antigüedad prácticamente sólo crecía en Egipto. El material de escritura se producía a partir de las fibras de su médula. Se formaba una capa de fibras colocando en paralelo unas junto a otras, sobre las que se disponía una segunda capa perpendicular a la primera. Golpeando con un martillo de madera, la savia de las fibras hacía que las dos capas quedasen pegadas. Tras secarse y pulirse con piedra pómez, se obtenía una hoja para escribir flexible y fuerte, de color marrón claro.
El pergamino se obtiene a partir de la piel animal, sobre todo de oveja o cabra, aunque también de asno, cerdo o ternera. Su industria se desarrolló en Pérgamo (Asia Menor), de donde recibe el nombre. Su uso es muy antiguo, aunque se popularizó a partir del siglo III a.C. La piel se mojaba en una solución de carbonato de calcio durante varios días hasta que quedaba limpia. Luego se extendía sobre un marco, se secaba, se pulía con piedra pómez y se blanqueaba con tiza. Por vitela se entiende el pergamino de mejor calidad, originalmente fabricado con piel de res no nacida o muy joven. El pergamino al principio se utilizó como las tablillas de cera para escribir mensajes breves, notas o borradores. Pero a finales del siglo I d.C. Marcial se refiere ya al uso del códice de pergamino para obras literarias.
El libro en la antigüedad al principio tenía el formato de un rollo (en latín, volumen). El rollo se fabricaba pegando diversas hojas de papiro y, con menos frecuencia, de pergamino. La altura de la hoja, y por tanto del rollo, variaba según el uso y la época, pero rondaba los 30-40 cm. La longitud, en cambio, era considerable. En casos extremos podían alcanzar los 40 metros. De todas formas, un rollo típico podría tener unas 20 hojas individuales. Se podían cortar hojas de un rollo para textos más breves y también añadir hojas adicionales o pegar otro rollo. El texto estaba escrito en columnas por la parte interior.
Al escriba le competía preparar el material. Si iba a escribir en pergamino, necesitaba cortarlo al tamaño que le hacía falta y completar el pulido de la superficie. Luego debía marcar los márgenes y líneas sobre las que copiar. Si iba a escribir en papiro, tenía que cortar las hojas al tamaño deseado y preparar la superficie. Pero, por lo que sabemos, no se rayaban las hojas antes escribir. Para los papiros se utilizaba tinta vegetal. En cambio, los pergaminos se escribían habitualmente en una tinta de base metálica, que suele producir un ácido que daña las copias.
Los judíos utilizaban habitualmente el rollo de pergamino para la Torah y otras obras. Los griegos y romanos preferían por lo general escribir sus libros en papiro. Por su parte, los autores del Nuevo Testamento, además de emplear el rollo de papiro o pergamino para sus libros, quizá escribieron también algunos de sus textos en cuadernos de notas, formados de diversas tablillas enceradas o de hojas de papiro, atadas con cuerdas por un borde. Estos cuadernos fueron desarrollándose hasta llegar a constituir un códice. Como veremos más adelante, en este formato es como se escribe la mayor parte de los libros del Nuevo Testamento.
Los escribas no tenían pupitres, mesas ni sillas. Se sentaban sobre sus piernas cruzadas y colocaban en sus rodillas —quizá sobre una tabla— el material en que iban a escribir. A un lado, en el suelo, ponían el manuscrito que tenían que copiar. Es probable que cada escriba copiara directamente del original, recordando la palabra o frase, o hablando en alto para sí mientras escribía. Que una persona dictara y otras copiasen se hacía en la Edad Media en los monasterios, pero no parece que se practicara en la antigüedad. La copia se solía cotejar antes de entregarla a quien la había encargado. Sabemos que algunos manuscritos del Nuevo Testamento se corrigieron así. Otros, en cambio, no.
El concepto de publicación era muy diferente al actual. Un autor hacía circular unas pocas copias entre sus amigos. Si les gustaba y hablaban de ella, otras personas podían enviar a sus escribas a que las copiaran y así sucesivamente. Un coleccionista de libros podía encargar a un esclavo que copiara el texto que quería. Por tanto, la circulación de una obra, incluidas las del cristianismo primitivo, era lenta, aunque las circunstancias debieron variar según los escritos. Probablemente la mayoría de las copias del Nuevo Testamento se hicieron para ser utilizadas en las iglesias. Y se copiaba lo que interesaba. Por ejemplo, de los siglos II y III se han encontrado en Egipto unos 50 fragmentos de los evangelios canónicos y solo 5 fragmentos de evangelios apócrifos. Aunque los datos arqueológicos están siempre condicionados por la suerte de las excavaciones, la proporción da una idea de qué textos suscitaban mayor interés entre los cristianos.
El códice (en latín, codex) es el formato de libro equivalente al actual. Consta de cuadernos de hojas dobles (folios), es decir, de hojas que se doblaban por la mitad, escritas por ambas caras. El códice más común estaba compuesto de varios cuadernos cosidos entre sí y colocados dentro de una cubierta de tapas duras. Cada cuaderno tenía como base cuatro folios doblados por la mitad (= 8 hojas, 16 páginas). Existían también cuadernos de menos o más folios.
Los códices se hicieron primero con papiro y luego con pergamino. Excepcionalmente, se fabricaban unos pocos manuscritos de lujo con pergaminos teñidos de púrpura. En ocasiones incluso se usaba tinta de plata y oro. En la primitiva cristiandad apenas se utilizaban los adornos. Quizá el escriba añadía alguna ornamentación al final, pero nada más. Los manuscritos iluminados y las miniaturas son producto del mundo medieval.
Los dos lados de una hoja de pergamino son un poco diferentes en color y carácter: el pelo es más oscuro y absorbe la tinta más fácilmente, mientras que el lado de la carne es más aceitoso y a veces repele la tinta. Los dos lados se distinguen a la vista. Era costumbre que las hojas que estaban cara con cara de un códice mostraran el mismo lado de la piel.
El formato de códice se originó en buena medida como un modo de hacer más accesible los contenidos de un libro. Su uso se incrementó rápidamente, pues en comparación con el rollo presenta numerosas ventajas. En primer lugar, de espacio, ya que las hojas de un códice están escritas por los dos lados. Si para el evangelio de Lucas se necesitaría un rollo de 10 metros de largo y para las cartas de Pablo al menos dos rollos, en un solo códice cabían los cuatro evangelios o todas las cartas de Pablo. Asimismo resulta mucho más sencillo encontrar un pasaje concreto en un códice que en un rollo.
Aunque no parece que los cristianos hayan sido los inventores del códice, lo que sí es cierto es que fueron los primeros en difundirlo y en usarlo de manera sistemática, hasta convertirlo en parte central de la actividad de la Iglesia. Salvo contadas excepciones, cuando en las primitivas comunidades se copiaba algún texto para uso privado la gente hacía lo mismo que todo el mundo: utilizaban la parte de atrás en blanco de un papiro usado. Cuando se copiaban textos que eran probablemente de uso público, los copiaban en códices (sin excluir posibles excepciones). En cambio, cuando copiaban homilías y obras de contenido religioso pero no normativo, generalmente utilizaban el rollo, al estilo de los textos literarios. Es decir, el códice no fue adoptado globalmente para producción de libros cristianos, sino que más bien los cristianos adoptaron el códice como el formato normativo de copias públicas. Estas copias fueron producidas deliberadamente para textos que eran de uso litúrgico mientras que esta práctica no se generalizó para otro tipo de libros. Por tanto, se puede decir que el formato de códice para libros de carácter normativo es uniforme y constante. Salvo muy contadas excepciones, para copias profesionales de la Biblia se utilizaba el códice.
3. El texto, no la letra
Para los cristianos que copiaban y escuchaban esos textos la eficacia del texto no dependía de una concepción ritual derivada de una comprensión literalista de la Escritura. El mismo hecho de que desde muy pronto los textos bíblicos se tradujeran a otras lenguas está en contra de esa consideración. Su importancia radica en el contenido y en el hecho de que, como hemos visto que se desprende de los rasgos formales de los códices, eran libros para ser leídos en voz alta sobre todo en las reuniones litúrgicas.
Podría decirse que en el carácter pragmático de los primeros libros cristianos, donde no parece haber una particular veneración ritual por los libros litúrgicos, se manifiesta la eficacia permanente de la oralidad original. Los libros tenían sin duda un valor como lectura privada o catequética, pero trasmitían verdaderamente su contenido cuando se leían en las celebraciones litúrgicas. Eran textos fundamentalmente para ser leídos en contextos litúrgicos, es decir, en el contexto de la Iglesia. Hay que tener en cuenta que la mayoría de las personas no sabían leer. Pero los textos no eran para unos selectos. La autoridad del texto venía dada cuando la comunidad lo escuchaba. Así se explica que pudieran coexistir aparentes discordancias entre los textos. Las variantes no eran realmente serias porque eran subsumidas por el conjunto de texto. Las palabras individuales del texto tenían valor en el marco general del pasaje que se leía. Al mismo tiempo la comunidad determinaba el sentido correcto del pasaje, y declaraba qué variantes podían tener importancia. Ella misma actuaba como controladora del texto.
La lectura de los textos que se consideraban normativos estaba destinada a formar y reforzar la autocomprensión de las comunidades cristianas. La lectura pública de la Escritura no era sobre el pasado, sino también e igualmente sobre el presente, hasta el punto que los oyentes se entendían a sí mismos en términos de la historia de la Escritura. En otras palabras, los textos bíblicos leídos en las celebraciones litúrgicas tenían la capacidad de hacer presente no sólo el acontecimiento narrado en esos libros sino establecer una continuidad con los primeros receptores de esos textos. Escuchar “siempre lo mismo” garantizaba la eficacia de la palabra leída porque ponía en contacto a los oyentes con los autores que la habían puesto por escrito y con la comunidad que utilizó esos textos por primera vez.
En cierto sentido parece que los códices querían seguir funcionando como los primeros textos cristianos de los que tenemos constancia. Las cartas de Pablo desempeñaban la función de hacer presente al apóstol. La antigua doctrina retórica epistolar entendía que la carta tenía como finalidad hacer presente al remitente entre los destinatarios a los que iba dirigida la misiva. Era el sustituto de una conversación. A través de las cartas el apóstol era escuchado como si estuviera presente allí donde estas se leían. Análogamente, podemos pensar que las “memorias” de los apóstoles que se leían en celebraciones litúrgicas querían trasmitir de viva voz la predicación apostólica (y el uso del término apomnemoneumata que utiliza Justino en Ap. 67 de alguna manera lo connota). Y lo mismo se podría decir del Apocalipsis, en donde es especialmente evidente el contexto oral y litúrgico en el que surge. Así pues, los primeros códices cristianos continuaban dando primacía a la oralidad. La textualidad era esencial, pero no se podía disociar de los orígenes orales con los que se relacionaba.
Conclusión
La variedad de lecturas presentes en los manuscritos de la Biblia muestra que la actitud de los cristianos hacia el texto sagrado era muy distinta de la que se observa en las religiones del libro. El modo en que se introdujeron variantes prueba que los escribas no se sentían obligados a tratar los manuscritos con la reverencia y temor exigidos a un texto que se considera que ha sido escrito directamente por Dios. Ciertamente, los escribas sabían que eran textos inspirados por venir de los apóstoles, pero tenían también conciencia de que esos libros eran parte integrante de la fe recibida. El verdadero significado del texto se hacía patente en la Iglesia, donde los escritos se convierten en Palabra viva. La aparente flexibilidad al copiar muestra la interrelación del texto con la fe de la Iglesia y cómo ésta lo interpreta al mismo tiempo que se alimenta de él.
Dicho esto, hay que añadir que, a pesar de las miles de variantes que existen y que en su inmensa mayoría apenas tienen trascendencia desde el punto de vista teológico, toda posible lectura divergente está sujeta a la analogía de la fe bíblica. Es decir, merced a la unidad y continuidad de la Revelación, unos textos proyectan luz sobre otros. Ningún texto puede verdaderamente contradecir a otro. Cualquier apariencia de contradicción introducida por una variante se debe resolver a la luz del principio de la analogía de la fe y la unidad de la Escritura.
Esto no excluye la crítica textual, que se ha practicado en la Iglesia desde el siglo II. Con el transcurso del tiempo, los estudiosos del texto han ido examinando todos los testimonios existentes (manuscritos griegos, traducciones antiguas y citas de los Padres) y han podido reconstruir un texto que mejora el de cualquier manuscrito tomado individualmente. Ese texto reconstruido, que está en la base de las ediciones modernas de la Biblia, es sustancialmente idéntico al de los originales. No hay ningún libro de la antigüedad mejor atestiguado que el Nuevo Testamento.
Se ha dicho que la religión cristiana, en cuanto que se sirvió de códices y no de rollos, no es una religión del libro sino del “paper-back”, de un libro en rústica. La imagen es ilustrativa del carácter y papel que tienen los libros en el cristianismo. Sin embargo, la religión cristiana es más bien la religión del texto vivo, de la Palabra encarnada y proclamada. Los textos eran textos para ser escuchados antes que para ser leídos. Más aún, y aunque esta consideración resulte un tanto banal, podríamos imaginar que, si los primeros cristianos hubieran dispuesto de grabadoras, no habrían tenido necesidad de escribir los libros que nosotros consideramos sagrados. Al menos, así parecen sugerirlo la materialidad de los libros y la manera en que fueron copiados. La forma en que se trasmitieron invita a continuar escuchándolos como la primera vez que fueron proclamados.
Juan Chapa. Universidad de Navarra
Notas
[1] “El estudio de la Biblia exige el conocimiento y el uso apropiado de estos métodos de investigación. Si bien es cierto que esta sensibilidad en el ámbito de los estudios se ha desarrollado más intensamente en la época moderna, aunque no de igual modo en todas partes, sin embargo, la sana tradición eclesial ha tenido siempre amor por el estudio de la «letra». Baste recordar aquí que, en la raíz de la cultura monástica, a la que debemos en último término el fundamento de la cultura europea, se encuentra el interés por la palabra” (Verbum Domini, n. 32).
[2] “Quisiera llamar la atención particularmente sobre aquellas lecturas que no respetan el texto sagrado en su verdadera naturaleza, promoviendo interpretaciones subjetivas y arbitrarias. En efecto, el «literalismo» propugnado por la lectura fundamentalista, representa en realidad una traición, tanto del sentido literal como espiritual, abriendo el camino a instrumentalizaciones de diversa índole, como, por ejemplo, la difusión de interpretaciones antieclesiales de las mismas Escrituras. El aspecto problemático de esta lectura es que, «rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma. El fundamentalismo rehúye la estrecha relación de lo divino y de lo humano en las relaciones con Dios... Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu, y no llega a reconocer que la Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y en una fraseología condicionadas por una u otra época determinada» (Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, I, F” (Verbum Domini, n. 44).
[3] Siendo numéricamente verdad, los cambios son muy pequeños. La crítica textual ha establecido con seguridad más del 90 % del texto. El apenas 10 % restante sobre los que existen dudas de cuál fue la lectura original no afecta al mensaje sustancial del Nuevo Testamento. Por eso, no es legítimo tomar la parte por el todo para provocar el escándalo.
Bibliografía
K. ALAND - B. ALAND, The Text of the New Testament: An Introduction to the Critical Editions and to the Theory and Practice of Modern Textual Criticisms (trans. Erroll F. Rhodes; 2d ed. Grand Rapids: Eerdmans 1995)
R. S. BAGNALL, Early Christian Books in Egypt (Princeton University Press, Princeton, NJ – Woodstock 2009) 18-24
J. CHAPA, “La materialidad de la Palabra: manuscritos que hablan”, en Estudios Bíblicos 69 (2011) 9-37, “The Living Letters of Paul”, en The Incarnate Word, Biblical Series 3, Vol. 2, no 7 (2009) 645-677, “Papiros y códices del Nuevo Testamento”, en Palabra 531 (2008) 77-80
B. D. EHRMAN, Jesús no dijo eso. Los errores y falsificaciones de la Biblia (Barcelona, Editorial Crítica [«Ares y Mares»] 2007)
H. Y. GAMBLE, Books and Readers in the Early Church. A History of Early Christian Texts (Yale University Press, New Haven – London, 1995), “Literacy, Liturgy, and the Shaping of the New Testament Canon”, en: C. HORTON (ed.), The Earliest Gospels: the Origins and Transmission of the Earliest Christian Gospels. The Contribution of the Chester Beatty Gospel Codex P45 (JSNTSup 258; T&T Clark, London 2004) 27-39.
K. HAINES-EITZEN, Guardians of Letters. Literacy, Power, and the Transmitters of Early Christian Literature (Oxford University Press, Oxford 2000)
L. W. HURTADO, The Earliest Christian Artifacts. Manuscripts and Christian Origins (Eerdmans, Grand Rapids, MI 2006) (trad. esp.: Los primitivos papiros cristianos. Un estudio de los primeros testimonios materiales del movimiento de Jesús [Sígueme, Salamanca 2010])
C. H. ROBERTS, Manuscript, Society and Belief in Early Christian Egypt (Oxford University Press for the British Academy, London 1979)
C. H. ROBERTS – T. C. SKEAT, The Birth of the Codex (Oxford University Press for the British Academy, London 1983)
G. N. STANTON, Jesus and the Gospel (Cambridge University Press, Cambridge 2004) (trad. española: Jesús y el evangelio [Desclée de Brower, Bilbao 2008]).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |