Una propuesta que une verdad y misericordia
La auténtica misericordia, así como la actitud del verdadero buen pastor, exige decir claramente cuál es la vía que les conducirá a la felicidad eterna y dónde está el mal y cuáles son los caminos para liberarse de él, poniendo todos los medios necesarios para acompañar a los fieles que lo necesiten en este difícil camino
Cuando el Card. Caffarra vió el título de esta sesión, similar al de una conferencia que di en Bologna, me llamó para preguntarme si había cambiado idea respecto a lo que había publicado en Ius Ecclesiae, y tuve que tranquilizarlo. No se trata de proponer cambios o novedades, sino de intentar explicar el porqué de la doctrina y de la praxis y proponer algunas vías de acción.
Pocos días antes, habían publicado un artículo de Marx en Il Foglio en el que decía: «Tenemos que encontrar el modo para que estas personas reciban la Eucaristía. ¡No se trata de buscar modos para mantenerlos fuera! Tenemos que encontrar modos para acogerlos. Debemos usar nuestra imaginación y preguntarnos si podemos hacer algo. La atención se debe centrar en cómo acoger a estas personas». No se trata, evidentemente, de Karl Marx, sino del Card. Marx, presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Hay que dar respuesta a estas palabras.
En esta ocasión, siguiendo las sugerencias de los organizadores, estudiaré del problema de los divorciados y vueltos a casar y a las respuestas que el Magisterio de la Iglesia ha dado a diversas praxis pastorales que no tienen suficientemente en cuenta la verdad de las cosas cuando alguno de los fieles que se encuentran en esta situación pide recibir la Eucaristía.
La respuesta que daré no será sólo práctica, sino que tratará de ir a las razones objetivas de la praxis de la Iglesia ante estas situaciones, que han sido explicadas con bastante claridad en el Magisterio reciente de la Iglesia, desde Juan Pablo II hasta la reciente Exhortación de Benedicto XVI sobre la Eucaristía y desarrolladas en los últimos meses por diversos autores. Es, por otra parte, el tema más controvertido en los medios de comunicación social durante la precedente Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos[1].
Una actitud pastoral auténtica, que está atenta a descubrir la verdad de la situación de los fieles por medio de la acogida fraterna, del diálogo y del acompañamiento, lleva a establecer un primer y fundamental criterio de distinción de las situaciones matrimoniales irregulares en general, que se aplica muy bien a la situación de los divorciados y vueltos a casar, como luego veremos: cuál es la realidad −la verdad objetiva− de la situación en que se encuentran estos fieles y la relación intrínseca entre matrimonio, indisolubilidad y Eucaristía. En esta ocasión, como hice en el texto de 2001 antes mencionado, empezaré indicando los documentos más recientes del magisterio eclesiástico, limitándome al problema los bautizados divorciados y vueltos a casar civilmente.
Los documentos más significativos, entre los que incluyo tantos documentos y discursos no oficiales de los Pontífices como documentos de los Dicasterios de la Curia Romana respecto a la mencionada situación, en los cuales fundamentaré la exposición, son los siguientes, por orden cronológico:
a) JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, n. 84[2]. En este número, el Papa expone las razones profundas de la praxis de la Iglesia, los posibles remedios jurídicos y pastorales y reafirma la doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio como guía en la solución de estos casos, poniendo el fundamento de la acción pastoral en una defensa de la verdad informada por la caridad.
b) CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar, 14 de septiembre de 1994[3]. Ante las propuestas de algunos Obispos de Alemania acerca de la admisibilidad a la comunión eucarística de los divorciados vueltos a casar, esta carta aclara algunos equívocos y reafirma la doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio, confirmando la praxis vigente que ya recogía la Familiaris Consortio[4].
c) PONTIFICIO CONSEJO PARA LOS TEXTOS LEGISLATIVOS, Declaración sobre la admisión a la comunión de los divorciados vueltos a casar, 24 de junio de 2000[5]. En esta declaración, se explica por qué no es posible admitir a la comunión eucarística de los divorciados vueltos a casar, haciendo una especial referencia a la interpretación del can. 915 del Código de Derecho Canónico.
d) CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA, Direttorio di Pastorale Familiare, nn. 213-220[6]. Este directorio, aunque se refiere a la Iglesia en Italia, es interesante porque logra una gran armonía entre el derecho, entendido como lo que es justo y no sólo como norma positiva, y la acción pastoral, proponiendo líneas de acción muy útiles, siempre en el respeto de la verdad sobre el matrimonio y de la necesaria acogida y misericordia ante los divorciados y vueltos a casar civilmente.
e) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Directorio de Pastoral Familiar de la Iglesia en España, nn. 224-228[7]. Este directorio dedica todo el capítulo V a la atención pastoral de las familias en situaciones difíciles e irregulares. Los números apenas mencionados se refieren específicamente a los divorciados y vueltos a casar.
f) BENEDICTO XVI, Al clero della Valle d’Aosta, 25 de julio de 2005, en Supplemento a L’Osservatore Romano del 25 julio 2005, Ciudad del Vaticano 2005, p. 21, en el que, respondiendo a las preguntas de los presentes, hace algunas consideraciones sobre los divorciados y vueltos a casar desde la perspectiva de la fe y el sacramento del matrimonio.
g) BENEDICTO XVI, Ex. Ap. Sacramentum Caritatis, 22 de febrero de 2007, nn. 27 y 29, en la que profundiza en las razones de la praxis de la Iglesia ante estas situaciones y la confirma.
h) FRANCISCO, Discurso de clausura de la III Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, 18 de octubre 2014.
La situación de los divorciados vueltos a casar representa uno de los mayores desafíos pastorales en la Iglesia de nuestros días, porque son cada vez más frecuentes las uniones civiles de católicos que antes habían recurrido al divorcio[8]. Ante estas situaciones, no han faltado voces que han pedido que, ante un matrimonio irremediablemente fracasado y una sucesiva unión estable, se les pudiera admitir a los sacramentos. La Iglesia, consciente de su grave deber de salvaguardar la verdad sobre la indisolubilidad del matrimonio como un bien de la persona y del grave daño que produciría una pastoral equivocada, ha reafirmado la verdad sobre la indisolubilidad del matrimonio, subrayando al mismo tiempo la necesidad de una actitud pastoral de caridad y misericordia que ayude a quienes se encuentran en estas situaciones, dentro del respeto de la verdad, a encontrar el camino de la auténtica conversión[9].
Este problema es analizado en el n. 84 de la Familiaris Consortio: «La experiencia diaria enseña, por desgracia, que quien ha recurrido al divorcio tiene normalmente la intención de pasar a una nueva unión, obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose de una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes católicos, el problema debe afrontarse con atención improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado expresamente. La Iglesia, en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes −unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental− han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación».
Más recientemente, el Papa Benedicto XVI se ha referido a este gran desafío que hoy se encuentra la Iglesia. Una intervención suya, que aunque no era un discurso oficial sino un diálogo espontáneo con el clero, tuvo mucho eco en los medios de comunicación social y fue interpretada por algunos −en modo errado− como un primer paso hacia la modificación de la praxis constante de la Iglesia ante la situaciones de los divorciados vueltos a casar. Benedicto XVI, en un encuentro con el clero del Valle d’Aosta en el verano siguiente a su elección como Romano Pontífice, evidencia estos problemas cuando afirma: «Diría que es particularmente dolorosa la situación de cuantos se habían casado en la Iglesia, pero no eran verdaderamente creyentes y lo hicieron sólo por tradición, y encontrándose después en un nuevo matrimonio inválido se convierten, encuentran la fe, y se sienten excluidos del sacramento [de la Eucaristía]. Realmente éste es un sufrimiento grande, y cuando fui Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe invité a diversas Conferencias Episcopales y especialistas a que estudiaran este problema: un sacramento celebrado sin fe. Si se pueda encontrar aquí un motivo de invalidez porque le faltaba al sacramento una dimensión fundamental, no me atrevo a decirlo. Yo personalmente lo pensaba así, pero de las discusiones que hemos tenido he entendido que el problema es muy difícil y todavía debe ser profundizado. Pero dada la situación de sufrimiento de estas personas, se debe profundizar»[10].
En estas palabras del Papa, que son como un pensar en voz alta, el Pontífice afirma que él mismo se ha puesto en profundidad la pregunta sobre el papel de la fe en la celebración del sacramento del matrimonio. Y su pregunta no es académica sino que responde a una verdadera preocupación pastoral ante esas situaciones difíciles, que lo llevó a concluir que aquello que en un primer momento no le parecía tan complicado ahora se da cuenta de que es más difícil de determinar. Luego veremos la respuesta que ha dado el Papa a esta preocupación en su reciente Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis.
Dada la complejidad de las diversas situaciones, es necesaria una atenta labor de discernimiento pastoral, como requisito previo para ayudar a los bautizados en su situación particular. Por ello, dice la Familiaris Consortio, n. 84: «En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido». Sobre la eventual nulidad del primer matrimonio, el Directorio de la C.E.I. establece que la acción pastoral se deberá dirigir también a la ayuda concreta y especializada que se debe dar a las personas para que, si fuera el caso, pudieran someter al juicio del tribunal eclesiástico la posible nulidad del primer matrimonio, pues la declaración de nulidad abriría el camino a la regularización de la segunda unión[11]. En el Directorio de la C.E.E. encontramos la misma idea, aunque los Obispos añaden que, antes de acudir al Tribunal eclesiástico, convendrá poner los medios para que, en los casos en que sea posible, los cónyuges convaliden la unión o recurran a la sanación: «Es necesario tener presente que no sólo se debe promover la unión conyugal cuando hay un matrimonio válido; también cuando consta la posibilidad de nulidad matrimonial, tanto los COF [Centros de orientación familiar] como los jueces eclesiásticos, emplearán los medios pastorales necesarios para inducir a los cónyuges, si es posible, a convalidar su matrimonio y a restablecer la convivencia conyugal»[12]. En cualquier caso, no conviene crear falsas expectativas ni, mucho menos, convertir la declaración de nulidad en un instrumento para resolver el problema creado por el fracaso de un primer matrimonio[13]. La sentencia canónica de nulidad tiene naturaleza declarativa y los jueces sólo pueden dictar una sentencia de nulidad cuando hayan alcanzado la certeza moral sobre ésta, fundada en las actas del proceso, como vimos en una sesión precedente. Ello no quita que la responsabilidad pastoral exige el buen funcionamiento de los tribunales y el respeto del derecho de los fieles de tener acceso a un proceso justo[14].
Juan Pablo II, refiriéndose a los divorciados vueltos a casar, afirma que se les debe ayudar con auténtica caridad pastoral, para que no se sientan excluidos de la Iglesia: «En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza» (Familiaris Consortio, 84).
En este sentido, es importante aclararles que no están excomulgados, una idea que con frecuencia se encuentra entre los fieles. Por su parte, los pastores deben ser coherentes con estas palabras del Pontífice. Un ejemplo de esta coherencia la encontramos en lo que dice Juan Pablo II sobre la educación cristiana de los hijos. Si se negara a estos padres el bautismo de los hijos por el hecho de que ellos no están casados canónicamente, ¿cómo podrían seguir el claro consejo que daba el Pontífice de educarlos en la fe cristiana? Al final volveré sobre este tema.
Uno de los temas sobre los cuales más se ha discutido, sobre todo en el ámbito pastoral, es el de la admisión a los sacramentos, particularmente la comunión eucarística y la penitencia. Al respecto, la Familiaris Consortio, 84 ha confirmado la doctrina tradicional, que se funda no en razones formales sino en la fidelidad al mensaje fundacional de Cristo sobre la indisolubilidad del matrimonio. Estas son las palabras de Juan Pablo II: «La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio».
Benedicto XVI ha también entrado en el tema de la fundamentación teológica y antropológica de esta praxis de la Iglesia, cuando recuerda la relación estrecha que existe entre matrimonio y Eucaristía: «La Eucaristía, sacramento de la caridad, muestra una relación particular con el amor entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio. Profundizar en esta relación es una necesidad propia de nuestro tiempo (Cf. JUAN PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 57: AAS 74 (1982), 149-150). El Papa Juan Pablo II afirmó en numerosas ocasiones el carácter esponsal de la Eucaristía y su relación peculiar con el sacramento del Matrimonio (…). La Eucaristía corrobora de manera inagotable la unidad y el amor indisolubles de cada Matrimonio cristiano. En él, por medio del sacramento, el vínculo conyugal se encuentra intrínsecamente ligado a la unidad eucarística entre Cristo esposo y la Iglesia esposa (cf. Ef 5,31-32). El consentimiento recíproco que marido y mujer se dan en Cristo, y que los constituye en comunidad de vida y amor, tiene también una dimensión eucarística. En efecto, en la teología paulina, el amor esponsal es signo sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que alcanza su punto culminante en la Cruz, expresión de sus «nupcias» con la humanidad y, al mismo tiempo, origen y centro de la Eucaristía»[15]. Como veremos a lo largo de esta sesión, esta relación inseparable entre los dos sacramentos está en la base de la praxis eclesial en las situaciones irregulares y, de modo particular, ante los divorciados y vueltos a casar. Por ello, la pregunta que debemos hacernos no es si sea conveniente o no cambiar la praxis, sino si la Iglesia puede cambiarla sin traicionarse a sí misma, a su Fundador y a los fieles que acuden a ella en busca de una solución a su difícil y dolorosa situación.
Ante algunas praxis pastorales que permitían, en determinadas circunstancias, que los divorciados y vueltos a casar se acercaran a la comunión eucarística, permaneciendo en una situación externa de contradicción con el principio de la indisolubilidad del matrimonio, en el año 1994 una carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe reafirmó la doctrina de la Iglesia. Entre otras cosas, se dice que una praxis que admita la comunión eucarística a quienes se encuentren en estas situaciones es contraria a la verdad sobre el matrimonio y a la doctrina de Cristo sobre la indisolubilidad[16]. Esta prohibición, come establece el texto citado de la Familiaris Consortio, no es una sanción por la inobservancia de una ley eclesiástica, sino una consecuencia de la objetiva contradicción entre su situación y «el amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía», que impide la recepción de la Eucaristía sin un previo camino de conversión que pasa a través de la absolución sacramental, la cual exige la regularización de la situación o, al menos, cuando haya causas graves para no separarse, la voluntad de no realizar los actos propios de los cónyuges, los cuales estarían en abierta contradicción con la fidelidad de Cristo a su Iglesia que es significada sacramentalmente por el matrimonio de los bautizados[17]. Igualmente, la carta rechaza la doctrina de la llamada “nulidad de conciencia”, según la cual, si los fieles estuvieran “seguros en conciencia” de que el primer matrimonio había sido nulo, podrían acercarse a la comunión eucarística. Este rechazo obedece al hecho de que el matrimonio no es una cuestión meramente privada sino que tiene una dimensión intrínsecamente social y eclesial.
Del mismo modo que la Iglesia tiene el derecho/deber de recibir el verdadero consentimiento de los fieles hábiles para contraer matrimonio, los fieles tienen la obligación de someter la validez de su matrimonio a la autoridad competente, porque no se puede pretender que con un juicio privado −que algunos califican como juicio de la conciencia moral−, que no tuviera en cuenta la verdad y que se pretendiera autónomo de cualquier autoridad, decidan sobre la validez de su matrimonio. Estrictamente hablando, el juicio sobre la validez o la nulidad de un matrimonio no es un juicio de la conciencia moral, pues no se refiere directamente al bien que hay que obrar o al mal que hay que evitar. Es un juicio sobre una situación jurídica, social −la realidad o la inexistencia del matrimonio−. Ese juicio no compete a cada persona, cuando se trata de declarar la validez o la nulidad con efectos sociales. Sí sería de su competencia, en cambio, por lo que se refiere a la decisión sobre el modo de vivir un matrimonio cuando, en conciencia, el fiel tuviese la certeza de su nulidad.
Sobre la inadmisibilidad a la comunión eucarística de los divorciados vueltos a casar hay otro documento, más reciente, del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos[18], en el cual se reafirma la doctrina manifestada por la Familiaris Consortio. Este documento se refiere en concreto a la interpretación del c. 915 del Código de derecho canónico, según el cual: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave». Ante algunas interpretaciones del canon según las cuales no se podría afirmar que los divorciados vueltos a casar entran en el supuesto de «quienes obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave», porque no se puede juzgar del interior de las personas, el Consejo Pontificio aclara que este canon no se debe interpretar de modo que sólo quien tuviera una actitud hostil y de rechazo y una clara conciencia de su situación de pecado podría ser excluido de la comunión. Efectivamente, para algunos autores, «puesto que el texto habla de “pecado grave”, serían necesarias todas las condiciones, incluidas las subjetivas, que se requieren para la existencia de un pecado mortal, por lo que el ministro de la Comunión no podría hacer ab externo un juicio de ese género; además, para que se hablase de perseverar “obstinadamente” en ese pecado, sería necesario descubrir en el fiel una actitud desafiante después de haber sido legítimamente amonestado por el Pastor»[19]. Tal interpretación, afirma el documento, haría inaplicable la norma. Ello no significa, sin embargo, una total condena o una punición, sino la necesidad de defender la verdad sobre la indisolubilidad, la cual es objetivamente contradicha en el caso de los divorciados vueltos a casar que mantienen relaciones conyugales.
El documento, al definir los elementos de estas situaciones matrimoniales irregulares que hacen que entren dentro del supuesto considerado en el canon 915 afirma:
«La fórmula “y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave” es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son:
a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva;
b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;
c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual»[20].
Ello no significa que no pudieran darse casos en que los fieles estuvieran de buena fe, o que no pudieran darse situaciones de divorciados vueltos a casar en las cuales hubiera una situación que no es intrínsecamente contraria con el principio de la indisolubilidad, porque el primer matrimonio era nulo y por una grave injusticia no ha sido declarado tal, a pesar de los esfuerzos de los fieles, o por cualquier otra circunstancia[21]. La doctrina clara es que, ante una situación objetivamente contradictoria con la indisolubilidad del matrimonio, los fieles tienen la obligación de abstenerse de la comunión eucarística mientras no se resuelva su situación. Además, como recuerdan los citados documentos, también está en juego la comprensión de la doctrina de la indisolubilidad por parte de la comunidad cristiana y el peligro de escándalo ante una praxis que pueda desdibujar esta verdad, induciendo en error a los fieles[22].
En cualquier caso, afirma el documento del Pontificio Consejo, la exigencia debe ir acompañada de caridad pastoral, haciendo un gran esfuerzo para explicar a los fieles las razones de estas disposiciones y evitando así llegar a situaciones violentas de denegación pública de la Eucaristía. Aun en este caso, se deberá luego explicar al fiel el motivo del rechazo, ayudándolo a abrirse a la verdad como requisito para una verdadera conversión[23].
El otro aspecto importante de la situación de los fieles divorciados y vueltos a casar es el de la admisión al sacramento de la penitencia, que también está en estrecha relación con la recepción de la Eucaristía. La Familiaris Consortio, 84 afirma: «La reconciliación en el sacramento de la penitencia −que les abriría el camino al sacramento eucarístico− puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, −como, por ejemplo, la educación de los hijos− no pueden cumplir la obligación de la separación, “asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos”».
El directorio de la Conferencia Episcopal Italiana afirma: «Sólo cuando los divorciados vueltos a casar dejan de ser tales pueden ser readmitidos a los sacramentos. Es necesario, por tanto, que ellos, arrepentidos de haber violado el signo de la alianza y de la fidelidad de Cristo, estén sinceramente dispuestos a una forma de vida que no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio o con la separación física y, si es posible, con el retorno a la primera convivencia matrimonial, o con el compromiso de llevar un tipo de convivencia que contemple la abstención de los actos propios de los cónyuges»[24]. Esta última posibilidad se refiere a los casos en los que hay causas graves, como el deber de educar los hijos habidos de esa unión, que impiden la separación. Si se cumplen estos requisitos, que muestran el arrepentimiento y el deseo de conversión, el fiel podrá ser admitido a la penitencia y, en consecuencia, a la comunión eucarística, siendo necesario en todo caso evitar el peligro de escándalo. Lo explica con las siguientes palabras el Directorio de la Conferencia Episcopal Española: «Para que los divorciados civilmente y casados de nuevo puedan participar en los sacramentos, son requisitos necesarios: a) abrazar una forma de vida coherente con la indisolubilidad de su verdadero matrimonio; b) el compromiso sincero de vivir en continencia total en caso de ser moralmente necesaria la convivencia dada la imposibilidad de cumplir la obligación de separarse; c) que la recepción del sacramento no cause escándalo en los demás que pudieran conocer su situación»[25].
Como conclusión, este número 84 de la Familiaris Consortio que hemos analizado con detalle recuerda que estas disposiciones, que podrían parecer demasiado duras, lo que hacen es reflejar ese doble principio que debe iluminar la actuación de los pastores ante estas situaciones, es decir, caridad en la verdad: «Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia estos hijos suyos, especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido abandonados por su cónyuge legítimo. La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad». Es muy claro también el Directorio de la Conferencia Episcopal Española, que recuerda la necesidad de conjugar caridad y amor a la verdad: «En toda situación difícil es necesario hacer presente la verdad de Cristo. Él es el único que “conoce el corazón del hombre” (cfr. Jn 2,25) y puede sanarlo. Por el contrario, es la situación de soledad o de buscar caminos fuera de la vida eclesial lo que conduce a tomar decisiones precipitadas o sin considerar sus consecuencias en la vida cristiana. Por eso, el primer paso en la atención de estos casos es el anuncio de la verdad de Cristo como la gracia que nos hace libres (cfr. Jn 8,32). La auténtica caridad y comprensión con la persona que nace del corazón de Cristo, supone siempre la proclamación clara y completa de la verdad»[26].
También en el último Sínodo de los Obispos, que trató sobre la Eucaristía, hubo diversas intervenciones sobre la situación de los divorciados y vueltos a casar y la posibilidad o no de recibir la comunión en algunos casos.
Benedicto XVI, en la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis, da respuesta a algunas perplejidades manifestadas por algunos, yendo, como es frecuente en él, a las razones últimas de una praxis que se mantiene en su sustancia y que no puede cambiar sin traicionar la verdad sobre la Eucaristía y sobre el matrimonio. Sus palabras se desarrollan en el contexto de la indisolubilidad del matrimonio como un bien intrínseco de toda unión conyugal que, además, adquiere una especial firmeza en el caso del matrimonio sacramental.
Un primer punto al que hace referencia es la atención que el Sínodo prestó a la situación de los divorciados vueltos a casar, que tiene su razón en la relación estrecha que existe entre Eucaristía y matrimonio: «Puesto que la Eucaristía expresa el amor irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se entiende por qué ella requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio, esa indisolubilidad a la que aspira todo verdadero amor (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1640). Por tanto, está más que justificada la atención pastoral que el Sínodo ha dedicado a las situaciones dolorosas en que se encuentran no pocos fieles que, después de haber celebrado el sacramento del Matrimonio, se han divorciado y contraído nuevas nupcias. Se trata de un problema pastoral difícil y complejo, una verdadera plaga en el contexto social actual, que afecta de manera creciente incluso a los ambientes católicos. Los Pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones, para ayudar espiritualmente de modo adecuado a los fieles implicados»[27].
Seguidamente, el Papa afirma que el Sínodo ha confirmado la praxis de la Iglesia ante estas situaciones difíciles y escribe, con palabras muy similares a las utilizadas por Juan Pablo II en la Familiaris Consortio, que «El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos»[28].
¿Qué soluciones propone el Pontífice ante estas situaciones, además de confirmar y explicar los motivos de la inadmisibilidad a la Eucaristía? En primer lugar, tema que ya hemos visto al estudiar la indisolubilidad y la nulidad del matrimonio, habla de la posibilidad de estudiar en sede judicial la nulidad del primer matrimonio cuando haya razones fundadas para pensar en ella, con la idea clara de la armonía entre derecho y pastoral, que encuentra su fundamento en el amor a la verdad. En los demás casos, sostiene, cualquier solución verdaderamente justa y pastoral debe tener en cuenta la situación real y objetiva de las personas, siempre en el respeto de la verdad y evitando el peligro de escándalo: «Por esto, cuando no se reconoce la nulidad del vínculo matrimonial y se dan las condiciones objetivas que hacen la convivencia irreversible de hecho, la Iglesia anima a estos fieles a esforzarse por vivir su relación según las exigencias de la ley de Dios, como amigos, como hermano y hermana; así podrán acercarse a la mesa eucarística, según las disposiciones previstas por la praxis eclesial. Para que semejante camino sea posible y produzca frutos, debe contar con la ayuda de los pastores y con iniciativas eclesiales apropiadas, evitando en todo caso la bendición de estas relaciones, para que no surjan confusiones entre los fieles sobre del valor del matrimonio (Cf. Propositio 40)»[29].
Por último, haré una breve referencia a otro tipo de situaciones difíciles, la de los separados o divorciados no casados de nuevo, que no entraría en el concepto canónico de “situaciones matrimoniales irregulares” y que no pueden ser equiparadas con la situación de los divorciados vueltos a casar. La razón de la mención a estas situaciones está en que en no pocas ocasiones encontramos pastores que, erradamente, aplican a estas situaciones la praxis anteriormente indicada. Ante estas situaciones, sin embargo, es necesario un claro discernimiento pastoral.
En la Familiaris Consortio, 83 se las describe: «Motivos diversos, como incomprensiones recíprocas, incapacidad de abrirse a las relaciones interpersonales, etc., pueden conducir dolorosamente el matrimonio válido a una ruptura con frecuencia irreparable. Obviamente la separación debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento razonable haya sido inútil. La soledad y otras dificultades son a veces patrimonio del cónyuge separado, especialmente si es inocente. En este caso la comunidad eclesial debe particularmente sostenerlo, procurarle estima, solidaridad, comprensión y ayuda concreta, de manera que le sea posible conservar la fidelidad, incluso en la difícil situación en la que se encuentra; ayudarle a cultivar la exigencia del perdón, propio del amor cristiano y la disponibilidad a reanudar eventualmente la vida conyugal anterior.
»Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el divorcio, pero que −conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial válido− no se deja implicar en una nueva unión, empeñándose en cambio en el cumplimiento prioritario de sus deberes familiares y de las responsabilidades de la vida cristiana. En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo todavía más necesaria, por parte de ésta, una acción continua de amor y de ayuda, sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos».
Por tanto, es claro que quien ha sufrido la separación o el divorcio no se encuentra en situación incompatible con la fe de la Iglesia sobre el matrimonio. Es más, en estos casos, la actitud de la comunidad cristiana debe ser de especial apoyo a estos fieles, para que, en su difícil situación y ante una sociedad que muchas veces rechaza la indisolubilidad del matrimonio y ejercita presiones injustas, testimonien la fidelidad matrimonial.
El Directorio de la Conferencia Episcopal Italiana analiza las diversas situaciones, proponiendo los remedios pastorales adecuados a cada una de ellas. En el caso de quien ha sufrido la separación o el divorcio, pero permanece fiel a la primera unión y no intenta un nuevo matrimonio, empeñándose en el cumplimiento de los propios deberes familiares, la comunidad cristiana «debe expresar una estima plena, consciente plenamente de que su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana es digno de respeto y asume un valor particular de testimonio también para las demás familias»[30].
Esta situación se daría también cuando el fiel se ha visto obligado a recurrir al divorcio por motivos graves referidos al propio bien o al de los hijos, como es el caso en el cual el único medio para proteger los propios derechos o el bien físico o espiritual del cónyuge o de los hijos es el recurso al divorcio. En este caso no se busca el divorcio en cuanto tal, sino como único medio posible para conseguir efectos que en un sistema jurídico justo se deberían poder conseguir a través de la separación, pero que en el sistema jurídico estatal concreto no se pueden lograr por esa vía.
Sobre la admisión a los sacramentos, el Directorio de la Conferencia Episcopal Italiana dice que de por sí no existen obstáculos, en la medida en que el divorcio no ha sido culpable o, cuando se ha tenido que recurrir a éste como el único medio para defender el propio bien o el de los hijos, se tiene la clara conciencia de que el matrimonio es indisoluble y se testimonia esta fe con el modo de vida[31]. Lo confirma el Directorio de la Conferencia Episcopal Española con las siguientes palabras: «Con el que se ha visto obligado, sin culpa de su parte, a sufrir las consecuencias del divorcio civil, el cuidado pastoral seguirá un camino similar al que se ha de tener con los separados no casados de nuevo. La comunidad cristiana ha de sostenerlos y ayudarlos en el ejemplo de fidelidad y coherencia cristianas que, en su caso, tiene un valor particular de testimonio frente al mundo y a la Iglesia. No existe, por este motivo, obstáculo alguno para que puedan ser recibidos a los sacramentos»[32].
Caso diverso es el de quienes son moralmente responsables del divorcio, e injustamente lo han pedido y obtenido, aunque no se hayan vuelto a casar. En estas situaciones, afirma el Directorio de la C.E.I., se les debe ayudar «tanto para una eventual reanudación de la vida conyugal, como para que superen la tentación de contraer nuevas nupcias»[33]. Sobre la admisión a los sacramentos de la penitencia y la Eucaristía, se dice que «para que pueda acceder a los sacramentos, el cónyuge que es moralmente responsable del divorcio pero no se ha vuelto a casar, debe arrepentirse sinceramente y reparar concretamente el mal realizado. En particular, “debe manifestar al sacerdote que él, aunque ha obtenido el divorcio civil, se considera verdaderamente unido delante de Dios en el vínculo matrimonial y que ahora vive separado por motivos moralmente válidos, en particular por la inoportunidad o también por la imposibilidad de restablecer la convivencia conyugal” (CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA, La pastorale dei divorziati risposati e di quanti vivono in situazioni matrimoniali irregolari, 48, del 26 de abril de 1979, en Enchiridion CEI II, 3406-3467). En caso contrario, no podrá recibir la absolución sacramental, ni la comunión eucarística»[34].
Por su parte, el Directorio de la Conferencia Episcopal Española afirma: «También al cónyuge causante del divorcio −lo mismo se ha de hacer con el que es responsable de la separación− se le ha tratar con la mayor comprensión y misericordia. Pero para ser recibido a los sacramentos, ha de dar muestras de verdadero arrepentimiento. Esto implica reparar, en lo posible, la situación irregular que ha provocado. Debe ser consciente de que, a pesar de haber obtenido el divorcio civil, su matrimonio continúa siendo válido y que, en consecuencia, la situación de separación en que se encuentra tan sólo es moralmente lícita si existen motivos que hacen inviable la reanudación de la convivencia conyugal. Y hacia ese objetivo −siempre con la máxima prudencia y respeto− deberá orientarse preferentemente la acción pastoral»[35].
Aunque a lo largo de la exposición he ido haciendo referencia a las consecuencias de la situación de los divorciados y vueltos a casar, concluiré con el estudio sistemático del régimen jurídico que se aplica a estas situaciones, tratando de explicar el porqué de los límites en la participación de la vida sacramental y eclesial de los divorciados vueltos a casar.
Los fieles divorciados y vueltos a casar deberían descubrir el sentido positivo de las limitaciones a que se ve sometida su vida eclesial: son limitaciones que se imponen no como un castigo o una pena, sino como exigencias necesarias del amor y del respeto a la verdad del principio sobre la indisolubilidad del matrimonio y a la relación estrecha que existe entre matrimonio, indisolubilidad y Eucaristía. Los fieles que se encuentran en la situación a que he hecho referencia, si viven las sabias disposiciones de la Iglesia, testimonian de algún modo la misma verdad. En muchas ocasiones, en efecto, la obediencia con la que se cumplen dichas disposiciones eclesiales puede constituir un auténtico camino en el interior de la comunidad eclesial, por el que aquellos fieles pueden ser acompañados por sus pastores y por sus hermanos en la fe.
1. «La Iglesia reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez» (Familiaris Consortio, 84; Sacramentum Caritatis, 29)
El texto ya citado de la exhortación apostólica Familiaris Consortio n. 84 y que es confirmado por el de la exhortación Sacramentum Caritatis, n. 29, es muy preciso, al explicar las razones por las que los divorciados vueltos a casar no pueden ser admitidos a la comunión eucarística:
1ª. «Son ellos mismos los que impiden que se les admita, ya que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía».
Es el estado de vida en el que se encuentran −al menos, la apariencia en el fuero externo− el que es objetivamente contradictorio con la Eucaristía. Siendo dos sacramentos que se significan recíprocamente y que constituyen la Iglesia, quien se encuentra en situación matrimonial irregular no puede comulgar porque existe una razón jurídica de vital importancia para la Iglesia[36].
No se puede justificar el acceso libre a la Eucaristía de los divorciados vueltos a casar, porque su situación es objetivamente contradictoria con este sacramento. Sería ésta una solución ficticia, que conllevaría grandes daños en la Iglesia y oscurecería la verdad del principio. No hay ninguna razón que pueda justificar un acto antieclesial de esta naturaleza: «Recibir la Comunión eucarística hallándose en contraste con las normas de la comunión eclesial es, por lo menos, algo en sí mismo contradictorio. La comunión sacramental con Cristo implica y supone la observancia, muchas veces difícil, del orden de la Comunión eclesial, y no puede hacerse recta y fructuosamente si el fiel, aunque quiera acercarse directamente a Cristo, no respeta esas disposiciones»[37].
La comunión eclesial exige tanto que aquellos fieles acojan las disposiciones de la Iglesia con ánimo pacífico, como que la comunidad y los pastores sepan escucharles y acompañarles en el camino que cada uno de ellos debe recorrer. Los márgenes de dicho camino están constituidos por aquellas normas, que no son limitaciones intolerables ni vestigios de formalismo pastoral −como algunos autores pretenden−, sino exigencias intrínsecas de la dimensión esencialmente jurídica de los sacramentos[38]. En el respeto de dichos márgenes, son muchos los caminos que los fieles pueden recorrer, pues muchas y muy diversas son las situaciones en las que se pueden encontrar estos fieles[39]. En cualquier caso, conviene recordar que la pastoral de la Iglesia sobre los divorciados vueltos a casar y sobre quienes se encuentran en otra situación matrimonial irregular, no se puede limitar al problema de la admisibilidad o no a la Eucaristía[40].
Sobre el tema de la admisión a la Eucaristía, come he dicho, con frecuencia se oyen voces e incluso los pastores se sienten presionados para que se cambie la praxis eclesial. Estos cambios responden, según algunos, a un rigorismo injustificado, por lo que proponen la abolición de los requisitos establecidos para poder recibir la eucaristía en estas situaciones que el Magisterio ha de nuevo confirmado. No es posible, sin embargo, que los cambios en la praxis vayan más allá de algunas cuestiones de procedimiento. La esperanza de las personas en situación irregular que están excluidas de los sacramentos no debería dirigirse hacia la modificación de las normas jurídicas o de la praxis eclesial, sino más bien hacia el cambio en su comportamiento que demuestre el reconocimiento de la verdad de su situación y el deseo sincero de conversión[41].
2ª. «Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio» (Familiaris Consortio, 84).
Los fieles católicos que, viviendo en situación irregular, no se acercan a la Eucaristía pueden demostrar con esta actitud no un desprecio del sacramento, sino, al contrario, un profundo respeto de la relación que existe entre el matrimonio y la Eucaristía[42]. De este modo, en lugar de causar escándalo, la participación de estos fieles en la vida litúrgica y en la oración comunitaria puede convertirse en un testimonio cristiano, que toda la comunidad debe saber valorar y respetar.
2. La reconciliación en el sacramento de la penitencia
«La reconciliación en el sacramento de la penitencia −que abriría el camino al sacramento eucarístico− puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios −como, por ejemplo, la educación de los hijos−, no pueden cumplir la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos»[43]. Sólo esta actitud demostraría el verdadero arrepentimiento, que es la puerta de la conversión.
Benedicto XVI confirma esta praxis de la inadmisibilidad de los divorciados y vueltos casar a los sacramentos, salvo en las circunstancias establecidas, aunque luego recomienda, entre los medios que pueden ayudar en el camino de conversión, «el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual»[44], que claramente no se puede confundir con el sacramento de la reconciliación.
Es claro que no sería suficiente la decisión de abstenerse de los actos propios de los esposos durante un período de tiempo determinado, con ocasión de un evento concreto en el cual se querría recibir la Eucaristía, por ejemplo, la Primera Comunión de un hijo. Lo explica el directorio de la Conferencia Española: «En la dolorosa situación de los que no se sienten capaces de vivir según la condiciones antes expresadas, al tratarse de algo que afecta al “estado de vida”, no basta un compromiso explícitamente temporal para la admisión a los sacramentos con ocasión de un evento particular. En todo ello se ha de buscar la sinceridad de los motivos y la rectitud de intención»[45].
3. Los límites en la participación en la vida de la Iglesia
La situación de los divorciados vueltos a unir civilmente comporta también limitaciones en la participación en la vida eclesial, en concreto por lo que se refiere a aquellos cargos, ministerios o funciones que exigen en quienes los ejercen una coherencia de vida y el deber de evitar todo posible escándalo.
El Directorio de la Conferencia Episcopal Italiana, citando el Decreto sobre la pastoral de los divorciados vueltos a casar, establece que «la participación de los divorciados vueltos a casar en la vida de la Iglesia está condicionada por su pertenencia no plena a ella. Es evidente, por tanto, que ellos “no pueden desempeñar en la comunidad eclesial aquellos servicios que exigen una plenitud de testimonio cristiano, como son los servicios litúrgicos, en particular, los de lectores, el ministerio de catequista, el oficio de padrino de los sacramentos”[46]. Desde el mismo punto de vista, se debe excluir su participación en los consejos pastorales, cuyos miembros, participando en plenitud de la vida de la comunidad cristiana, son de algún modo sus representantes y delegados. No existen, en cambio, razones intrínsecas para impedir que un divorciado vuelto a casar haga de testigo en la celebración del matrimonio: sin embargo, la prudencia pastoral pediría que se evite, por el claro contraste que existe entre el matrimonio indisoluble del cual el sujeto hace de testigo y la situación de violación de la misma indisolubilidad que él vive personalmente»[47]. Lo mismo se podría decir de la realización de otras funciones en la Iglesia, como la de ser abogado o procurador ante los tribunales eclesiásticos, dado que esta situación priva objetivamente de la buena fama, que es uno de los requisitos para ejercer estas funciones (cfr. can. 1483).
4. Sacramentos de la iniciación cristiana para los hijos
Sobre este tema el directorio de la C.E.I. afirma que, aun en el caso de situaciones irregulares, los padres siguen siendo los principales responsables de la educación cristiana de los hijos: «La comunidad cristiana debe mostrar una gran apertura pastoral, acogida y disponibilidad en relación con los hijos nacidos en estas uniones: ellos, efectivamente, son totalmente inocentes respecto a la eventual culpa de los padres. Por su parte, los padres, prescindiendo de su situación regular o no, siguen siendo los primeros responsables de la educación humana y cristiana a la que los hijos tienen derecho. Como tales, deben ser ayudados y sostenidos por toda la comunidad cristiana»[48].
Igualmente, por lo que se refiere a la petición de los sacramentos de la iniciación cristiana para sus hijos, y especialmente el bautismo, el directorio de la C.E.I. afirma que, dado que el bautismo de los niños que no han alcanzado el uso de razón se administra “en la fe de la Iglesia”, y que los padres que se encuentran en situación matrimonial irregular pueden tener, no obstante su situación, esta fe, «se proceda a la celebración del bautismo con la condición de que ambos padres, o al menos uno de ellos, garanticen que darán a sus hijos una verdadera educación cristiana»[49]. En estos casos será especialmente importante la elección del padrino, el cual deberá asumir responsablemente la obligación de cuidar la educación cristiana del niño (cfr. cann. 872-874).
Por otra parte, recuerda que la petición de los sacramentos para los hijos es ocasión de evangelización y oportunidad de conversión[50]. Puede ser un buen momento para ayudarles a volver a la práctica religiosa, como aconsejan la Familiaris Consortio, 84 y la Sacramentum Caritatis, n. 29.
Respecto a los demás sacramentos de la iniciación cristiana para los hijos −Eucaristía y Confirmación− al valorar el caso concreto y tomar una decisión, los pastores tendrán en cuenta no sólo la situación y la disponibilidad religiosa y de fe de los padres, sino principalmente la necesidad de crecimiento espiritual de los hijos y el apoyo especial que necesitan por parte de la comunidad cristiana en los diversos momentos del camino de la madurez cristiana[51].
5. El bautismo de las personas en situación irregular
Los no bautizados que se encuentran en situación matrimonial irregular, para recibir el bautismo, deben tener las disposiciones necesarias, lo que implica no sólo la aceptación de la fe sino también una vida coherente con las exigencias de la doctrina cristiana. Por ello, sería un contrasentido la administración del bautismo a quien se encuentre en situación objetiva de pecado grave por haber violado la indisolubilidad, que es propiedad de todo válido matrimonio, también no sacramental (cfr. can. 915 el cual, aunque se refiere a la Eucaristía, consideramos que se aplica en modo análogo a la recepción de otros sacramentos). Si por una causa grave, como puede ser la educación de los hijos, no fuera posible separarse en el caso de los divorciados y vueltos a casar o de quien se han casado con un divorciado, al menos tendría que aceptar el haber violado la indisolubilidad del matrimonio y estar dispuesto a vivir una vida coherente con la indisolubilidad del matrimonio, que en ese caso sería la de vivir como hermano y hermana, es decir, absteniéndose de los actos propios de los cónyuges (cfr. FC 84).
En caso contrario, faltarían los requisitos para la lícita administración del bautismo. Como establece el can. 865 § 1: «Para que pueda bautizarse a un adulto, se requiere que haya manifestado su deseo de recibir este sacramento, esté suficientemente instruido sobre las verdades de la fe y las obligaciones cristianas y haya sido probado en la vida cristiana mediante el catecumenado; se le ha de exhortar además a que tenga dolor de sus pecados». Quien, por el contrario, no estuviese dispuesto a vivir una vida cristiana coherente, no tiene las disposiciones necesarias para recibir el bautismo: su actitud contradice en la raíz el significado profundo del bautismo, que es la conversión de vida y la llamada a la santidad. En estos casos, habría que diferir el bautismo hasta que la persona dé muestra, no sólo con el arrepentimiento, sino también con su vida, de estar dispuesto a aceptar las exigencias de la vida cristiana.
6. Funerales religiosos
El último aspecto de la pastoral en las situaciones matrimoniales irregulares al que hace referencia el directorio italiano es el de los funerales religiosos. Teniendo en cuenta el significado del funeral cristiano, mediante el cual se agradece al Señor el don del bautismo concedido al difunto, se implora la misericordia divina sobre él, se profesa la fe en la resurrección y en la vida eterna, se invocan el consuelo y la esperanza cristiana, en particular para los familiares, «la celebración del rito de exequias no está prohibida para estos fieles, siempre que no haya habido una oposición explícita por parte de ellos y se evite el escándalo de los demás fieles»[52]. Lógicamente, en la elección del lugar y de la ceremonia de los funerales, los pastores deben tener en cuenta la situación concreta, tratando de hacer de la ceremonia una ocasión de esperanza y a la vez de evangelización de la comunidad cristiana. En caso de duda sobre la oportunidad de celebrar el funeral, se ha de consultar al Ordinario del lugar (cfr. can. 1184).
Cualquier solución auténticamente pastoral debe tener en cuenta necesariamente la verdad de las cosas. La auténtica misericordia, así como la actitud del verdadero buen pastor, exige decir claramente cuál es la vía que les conducirá a la felicidad eterna y dónde está el mal y cuáles son los caminos para liberarse de él, poniendo todos los medios necesarios para acompañar a los fieles que lo necesiten en este difícil camino. En algunos casos, la solución será la declaración de nulidad del primer matrimonio siguiendo las vías establecidas por la Iglesia, fruto de siglos de experiencia pero pienso que serán siempre una excepción, puesto que todo matrimonio se presume válido hasta que no se pruebe con certeza la nulidad. Sin embargo, no se puede negar que en nuestros días pueda haber más matrimonios nulos que en el pasado, por la grave falta de formación y por los modelos anti-matrimoniales que nuestra cultura presenta a los jóvenes. Esto conlleva que los pastores deben velar por el buen funcionamiento de los tribunales y por la celeridad de los procesos, pues, si queremos ser coherentes, no es justo que digamos a los fieles que deben someter su caso a los tribunales y que luego no se les dé la posibilidad real de acudir a ellos y obtener una respuesta en un tiempo prudente: el Código de Derecho Canónico habla de un año para la primera instancia y de seis meses para la segunda, mientras que en muchos tribunales las causas duran muchos años, y en no pocas diócesis ni siquiera ha sido constituido el tribunal. En la mayoría de los casos, la pastoral ante estas situaciones tendría que contribuir a que quienes se encuentran en esa situación comprendan el sentido profundo de la doctrina de la Iglesia y estén dispuestos a emprender un camino de conversión que les lleve a una vida que sea coherente con la verdad del matrimonio y la Eucaristía.
En no pocos casos, cuando los fieles aceptan su situación contradictoria y están sinceramente arrepentidos de aquello que en su vida ha contradicho la verdad del Evangelio sobre el matrimonio, deciden llevar una vida que no niega la indisolubilidad de su matrimonio. Cuando hay causas que lo justifiquen, como es la existencia de hijos de esa segunda unión estable, los citados documentos aclaran que podrían no interrumpir la convivencia, pero comprometiéndose a no realizar los actos propios de los cónyuges, caso en el cual tendrían las disposiciones necesarias para recibir la absolución sacramental y recibir la Eucaristía, evitando siempre el escándalo o la confusión de los fieles. Nadie niega que sea un camino difícil, pero la experiencia de muchos buenos pastores demuestra que este camino es el camino adecuado, y que los frutos para los fieles y para la misma sociedad son palpables. Otros caminos, que terminan por diluir las exigencias de la vida cristiana, serían un atajo falso, que no lleva a conseguir la auténtica felicidad de los fieles ni el fin último de la Iglesia, que es la salvación de las almas.
Héctor Franceschi
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)
[1] Para una versión breve del problema, envío al artículo publicado en Palabra, noviembre 2013.
[2] Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 84, en AAS 74 (1982), p. 184-186.
[3] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar, 14 de septiembre de 1994, en AAS 86 (1994), pp. 974-979; traducción castellana en Ecclesia, 22 de octubre de 1994, pp. 1605-1606. Como es sabido, la petición de que se admita a la Eucaristía a los divorciados vueltos a casar se ha hecho sentir no sólo a nivel doctrinal. El 10 de julio de 1993, los Obispos de la Provincia Eclesiástica del Rin Superior (Alemania) publicaron una carta pastoral sobre «el acompañamiento pastoral de los divorciados». (La traducción castellana puede encontrarse en Ecclesia, 8 de octubre 1994, pp. 1514-26). En ella, los Obispos estimaban que los fieles podían encontrarse en condiciones de aplicar la epiqueya, en el sentido de acercarse lícitamente a la Eucaristía, a pesar de la prohibición general. A estas propuestas respondió la Congregación para la Doctrina de la Fe en su «Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la Comunión Eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar».
[4] Un buen comentario a esta carta se puede leer en C. M. González Saracho, La admisión a la Eucaristía de los fieles divorciados que se han vuelto a casar civilmente, Roma 2000, pp. 151-161. Sobre la respuesta de los Obispos del Rin Superior a esta carta de la Doctrina de la Fe, cfr. ibid., pp. 162-170.
[5] En Communicationes, 32 (2000), pp. 159-162. Versión española en Palabra 434-435 (agosto-septiembre 2000), sección “documentos”.
[6] Conferencia Episcopal Italiana, Direttorio di pastorale familiare per la chiesa in Italia: annunciare, celebrare, servire il "Vangelo della famiglia", Roma 1993 (en adelante DPFI. La traducción del documento es mía).
[7] Conferencia Episcopal Española, Directorio de Pastoral Familiar de la Iglesia en España, Madrid 21 de noviembre de 2003 (en adelante DPFE).
[8] DPFE, n. 224: «Se extiende dolorosamente la mentalidad de que tras un fracaso en la vida matrimonial se ha de rehacer la vida con un nuevo matrimonio, aunque sea sólo civil. Aumenta el número de las personas que tras pedir el divorcio civil vuelven a contraer matrimonio, incluso algunas de ellas pretenden posteriormente el acceso a los sacramentos».
[9] Un tema concreto al que se refiere la Familiaris Consortio, 84 al hablar de la necesidad de evitar cualquier actuación que vaya en detrimento de la defensa de la indisolubilidad del matrimonio es la prohibición absoluta de realizar cualquier ceremonia en el caso de nuevo “matrimonio” de un fiel que ha recurrido al divorcio: «Del mismo modo el respeto debido al sacramento del matrimonio, a los mismos esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor −por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral− efectuar ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la impresión de que se celebran nuevas nupcias sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído».
[10] Benedicto XVI, Al clero della Valle d’Aosta, 25 de julio de 2005, en Supplemento a L’Osservatore Romano del 25 luglio 2005, Ciudad del Vaticano 2005, p. 21.
[11] Cfr. DPFI, n. 204-206.
[12] DPFE, n. 213.
[13] Ibid.: «En el caso de que, convencidos, y tras la pertinente orientación familiar, estén decididos a acudir a los Tribunales Eclesiásticos en demanda de la nulidad matrimonial, la disolución del matrimonio en favor de la fe o la dispensa del matrimonio rato y no consumado, se les debe aconsejar, entre otras cosas, que han de estar dispuestos a someterse al juicio de la Iglesia. No pretendan anticipar ese juicio, incluso si tuvieran certeza moral subjetiva de la nulidad de su matrimonio».
[14] Cfr. Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum Caritatis, 22 de febrero de 2007, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2007, n. 29 y la lección sobre el sentido del proceso de nulidad en este mismo curso.
[15] Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 27.
[16] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar, cit., n. 6.
[17] Cfr. Ibid. n. 4.
[18] Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración sobre la admisión a la comunión de los divorciados vueltos a casar, cit., proemio.
[19] Ibid., proemio.
[20] Ibid., 2.
[21] Conviene recordar, sin embargo, que el mismo hecho de contraer una nueva unión sin la autorización de la Iglesia implica un acto de responsabilidad moral, aunque ésta pudiera estar muchas veces disminuida.
[22] Cfr. Ibid., 5.
[23] Ibid., 3: «Naturalmente la prudencia pastoral aconseja vivamente que se evite el tener que llegar a casos de pública denegación de la sagrada Comunión. Los Pastores deben cuidar de explicar a los fieles interesados el verdadero sentido eclesial de la norma, de modo que puedan comprenderla o al menos respetarla. Pero cuando se presenten situaciones en las que esas precauciones no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles, el ministro de la distribución de la Comunión debe negarse a darla a quien sea públicamente indigno. Lo hará con extrema caridad, y tratará de explicar en el momento oportuno las razones que le han obligado a ello. Pero debe hacerlo también con firmeza, sabedor del valor que semejantes signos de fortaleza tienen para el bien de la Iglesia y de las almas».
[24] DPFI, n. 220.
[25] DPFE, n. 227.
[26] DPFI, n. 205.
[27] Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 29.
[28]Ibid.
[29]Ibid.
[30]DPFI, n. 211.
[31]Cfr. Ibid. Cfr. también Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2383.
[32] DPFE, n. 222.
[33] DPFI, n. 212.
[34] Ibid.
[35] DPFE, n. 223.
[36] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar, cit., n. 6.
[37] Ibid., n. 9.
[38] Cfr. T. Rincón-Pérez, La liturgia y los sacramentos en el derecho de la Iglesia, Pamplona 1998, pp. 93-105.
[39] Son interesantes las reflexiones de G. Muraro, I divorziati risposati nella comunità cristiana, Figlie di San Paolo, Torino 1994, pp. 99-114, en las que se muestra «la misericordia de Dios por otras vías...», es decir, la comunión espiritual, la penitencia, etc. De todos modos, no hay que olvidar que la principal vía es la conversión y el poner los medios para resolver la situación en que se encuentran, pues estos medios no sustituyen a la vía fundamental que lleva a la conversión y al cambio de vida.
[40] Un ejemplo claro de cómo la acción pastoral deba ser mucho más amplia, preocupándose también de realizar una eficaz labor preventiva de estas situaciones, lo encontramos en el Directorio de la C.E.I. cuando afirma: «Para que pueda ser acogedora y misericordiosa, la acción pastoral tendrá que comprender, junto al aspecto de la asistencia, el de la prevención. Sin duda, es necesario intervenir en los casos de auténtica y verdadera crisis y ofrecer ayudas puntuales y específicas para tratar de resolver, o al menos conducir hacia un cierto mejoramiento, las situaciones matrimoniales irregulares. Pero todavía más importante e indispensable es realizar una acción preventiva: a través de una sabia e incisiva labor educativa, no separada de adecuadas formas de intervención en las estructuras sociales que puedan garantizar el correcto nacimiento y desarrollo del matrimonio y la familia. En este contexto, aparece como verdaderamente oportuna una seria preparación para el matrimonio» (DPFI, n. 201).
[41] Cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana con ocasión de la inauguración del año judicial 2006, en AAS 98 (2006), p. 137.
[42] Cfr. Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 27 y 29.
[43] Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 84.
[44] Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 29.
[45] DPFE, n. 227.
[46] Conferencia Episcopal Italiana, La pastorale dei divorziati risposati..., cit. n. 22.
[47]DPFI, n. 218.
[48]Ibid., n. 231.
[49]Ibid. n. 232.
[50]Ibid.
[51]DPFI, n. 233.
[52] Ibid., n. 234.
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