Marco cultural de la encíclica
"Deus caritas est" de Benedicto XVI
Manuel Ordeig Corsini
Murcia, 9-mayo-2006
Para entender con profundidad el enfoque de la Encíclica de Benedicto XVI, es necesario conocer los contextos que han dominado el pensamiento moderno desde la Ilustración o algo antes.
La Encíclica no es una exposición piadosa sobre Dios o sobre el mandamiento del amor. Ni siquiera una exhortación a la conversión cristiana por la caridad, entendida ésta como virtud operativa (hábito operativo bueno: que lleva a hacer el bien). Es mucho más.
Plantea la corrección, desde su base, de algunas deficiencias perniciosas del discurso dominante en los últimos siglos, que han conducido a la secularización de la sociedad y del mundo occidental.
Dentro de la complejidad de un análisis breve de cuestión tan amplia, el Arzobispo resaltó cuatro puntos neurálgicos.
1. La pérdida del sentido teleológico:
Se trata de uno de los errores fundamentales del pensar racionalista e ilustrado. Las cosas y el mundo son lo que se ve y se toca; es inútil preguntarse para qué son así; lo primero que interesa –y finalmente lo único– es conocer cómo son.
Tal doctrina no ha sido expuesta, tal cual, de modo explícito. Más bien se ha ido incorporando como una actitud normal de la vida misma. El pensamiento influye mucho en la vida, pero también la vida en el pensamiento. La praxis política, científica y artística ha ido conduciendo a prescindir del fin –sobre todo del fin último– del hombre y del mundo.
Se renunció, por principio, al concepto aristotélico de causa final y no se le ha encontrado sustitutivo válido.
En mi opinión, el defecto es más profundo aún: el olvido de la metafísica del ser. Desde Descartes la filosofía descansa sobre el pensar y, más tarde, sobre lo que se piensa del pensar. Marginado el ser, desaparece la causalidad; primero la eficiente (Empirismo inglés); luego la final; quedando sólo la material (análisis científico de los datos empíricos).
Muchas consecuencias acarrea ese olvido, entre otras, la crítica racionalista de la moral. El ser, tal como lo estudia el positivismo, no muestra en sí finalidad alguna. Tampoco el ser del hombre, que es un objeto más del universo. Si hubiera finalidad sería, en todo caso, una categoría (Kant) que le atribuye el sujeto pensante.
Un planteamiento así implica la ruptura con la cultura y la moral tradicionales, siempre incluyentes del porqué y el para qué de la vida. La respuesta a este porqué puede ser de tipo "religioso" o de razón natural. (Bien entendido que tal respuesta es siempre religiosa, aunque se pretenda dar desde un punto de vista natural; pues trata de abordar la pregunta sobre el fin último, más allá de toda ciencia humana).
Al desaparecer el fin, desaparece la noción de bien y de mal. No hay "orientación" de las acciones, y en consecuencia nada es mejor que su contrario. El bien y el mal se refieren siempre a los medios para alcanzar un fin o perfección. Si ésta no existe, o es meramente relativa, el bien y el mal también lo serán.
Por lo mismo, tampoco hay educación posible. No tiene sentido educar, si no se sabe para qué.
Ya Bernanos puso el dedo en la llaga cuando preguntó: "libertad, ¿para qué?". Y también MacIntyre (Tras la virtud, edit. Crítica), en la década de los 70, denunció el sinsentido de las virtudes, si no hay un sentido para la vida. Cf. también: Albert Dondeyne, Fe cristiana y pensamiento contemporáneo, ed.Cristiandad, 1986.
Contó el Arzobispo un suceso en USA por los años sesenta. Comiendo unos amigos suyos en una conocida hamburguesería, estaba una estudiante joven limpiando el suelo. En esto llegaron un grupo de gamberros y, viendo la situación, agarraron unos botes de ketchup y comenzaron a esparcirlo por el suelo recién limpiado. La gente estaba acobardada; y la chica, llorosa, sólo les preguntó: "¿por qué lo hacéis, por qué?". La respuesta fue desconcertante y clarificadora: "y... ¿por qué no?"
La libertad sin sentido, como el pensamiento sin sentido, sólo provoca el marasmo en las ideas y en las acciones. A medio plazo, el fruto es el relativismo general denunciado por Benedicto XVI.
La moral kantiana se mantuvo siglo y medio; pero fue por inercia de los principios ancestrales heredados del cristianismo (puritanismo protestante sobre todo). Kant pretendía desprenderlos de la simple razón natural, pero no se percataba de que esa razón pensaba así gracias al "humus" cristiano de los siglos anteriores. El tumultuoso siglo XX echó por tierra esos restos subconscientes de comportamientos "buenos" y "malos" y desbarató todo absoluto moral.
Aquí hizo una severa referencia a la moral de "valores". Aunque está de moda, es un engaño. Los valores, como tal, son siempre subjetivos; y por tanto relativos. Ninguno es estable por sí, sino por las conveniencias del momento. La prueba es que dependen de la moda y son manipulables por los medios de opinión: hoy se potencia y se honra lo que hace 20 años era un descrédito, o al revés. Si algo debe pedirse a la moral, es objetividad y estabilidad.
La Encíclica rompe radicalmente esos planteamientos, desde el momento en que se basa en una verdad irreductible: el hombre ha sido creado por Amor y para el Amor. Este es el punto de partida para cualificar todo conocimiento y todo comportamiento humanos. Lo demás debe girar en torno a esto; sin ello, no tiene sentido.
Al margen de la metafísica –en lo que no entra el texto–, sólo recuperando ese sentido fontal y final, hallará fundamento la antropología y todo lo relativo al hombre (que es, en definitiva, el universo íntegro), sin conducirle a la frustración. El hombre de los próximos siglos deberá reconducir sus conocimientos y afanes –ideales, ambiciones y satisfacciones–, para ponerlas a sombra de esta verdad fundamental.
2. La parcelación del conocimiento y la pérdida de la unidad integral de lo conocido:
Con la edad moderna surgen las ciencias positivas. Su amplio espectro hace necesaria la especialización. Pero, a la postre, esta necesidad se convierte en una verdadera pasión. La especialización conduce a la múltiple fragmentación del saber. Y ésta acaba en el aislamiento progresivo de los diferentes sectores de la actividad humana.
La especialización no es mala en sí misma, sólo en la medida en que conduce a la ruptura de la unidad vital del hombre. En este caso se pierde la "sabiduría" agustiniana, aquélla en que lo conocido se integra con el propio hombre, y le ayuda a alcanzar su fin último: forma un todo con la vida personal. Por eso la fragmentación y aislamiento de cada saber es algo negativo.
La secuela es el "astillamiento del saber" (A.Llano) propio de la posmodernidad: una multiplicidad inmensa de verdades fragmentarias, parciales y con frecuencia opuestas. Y el relativismo su consecuencia inevitable: al ser parciales, limitadas e hipotéticas –no definitivas, sólo "falsables" (Popper)–, ninguna puede tener pretensiones de absoluto. La Verdad se olvida o se margina, como algo ilusorio e irreal, o en todo caso inalcanzable. Sólo hay conocimiento cierto de lo material y concreto: lo que se puede ver y medir.
La especialización se convierte, por este camino, en una excusa para conocer las cosas; no con el fin de descubrir su origen y su finalidad, sino para poder dominarlas mejor. El afán de dominio del mundo supone que éste no tiene finalidad; simplemente, hay que sacarle el mayor provecho posible (como se dirá más abajo, al hablar del utilitarismo).
Históricamente sucedió que, desde aquel momento, cada ciencia se fue aislando: poniendo su fin en sí misma. No en el hombre; y mucho menos en Dios. Que es exactamente la postura contraria a la ciencia medieval, en la que todo conocimiento era una ayuda y formaba una unidad armónica con el ser humano.
En arte, la pintura aparecerá enmarcada: ya no "sirve" a algo o a alguien (decoración, catequesis visual,...), se trata de una obra de arte en sí misma. En música, aparecen los conciertos: una música que tampoco "es para" algo (religioso o profano); es música en sí, que merece ser escuchada por sí misma.
Hegel acaba construyendo el pensamiento absoluto, que se piensa a sí mismo. Y el existencialismo hace de la libertad una meta en y para sí misma: la libertad por la libertad, no para nada que le trascienda.
Marx hace de la sociedad política un fin, por encima de las personas individuales a las que, si es necesario, hay que sacrificar. Y la empresa liberal tiene también su fin en sí misma (nadie piensa que el fin de la Coca-cola son sus empleados o sus clientes: es llegar a dominar el mundo de los refrescos).
A esto puede llamarse individualismo, si se aplica este término análogamente a los diferentes niveles de comportamiento humano.
El desenlace más trágico es la separación y división de cuanto está unido en torno a la persona humana: fe y razón, individuo y sociedad, conocer y amar, verdad y libertad. Asistimos al intento de separar algo tan inseparable como la vida pública y privada de, por ejemplo, un líder político; cuando el sentido común aconsejaría desconfiar de la función pública de quien no es de confianza en su vida privada.
A la postre, ese encerrase en sí mismo ha conducido –entre otras cosas– a la lucha de clases, a nacionalismos exacerbados, a fanatismos, a insolidaridad, etc. Los totalitarismos del siglo XX son una manifestación clara.
La Encíclica "Dios es Amor", pretende recuperar la unidad del hombre. Un origen y un fin unificados suponen la cohesión interna del ser personal; construida además en torno al amor, como elemento vertebrador de la existencia. Todo conocimiento y toda manifestación cultural tiene sentido si se integra en el Amor que da sentido a la vida humana. Si rompe o se opone a ese Amor, está desenfocado o hiperdimensionado. Se hace necesario reconducirlo.
3. La artificiosa distinción entre "natural" y "sobrenatural":
Un fruto especialmente pernicioso de esa fragmentación y división ha sido la distinción entre "natural" y "sobrenatural" al hablar del hombre, y en concreto de la vida cristiana.
El renacimiento destaca, como es sabido, al hombre. Más tarde se comenzó a hablar del hombre como ser natural, al margen de su elevación al plano de la gracia (y consecuentemente al fin sobrenatural). Era la época del Deísmo, en la que a Dios se le consideraba ausente de los problemas humanos (y al hombre de los divinos). Y cuando esta distinción –que puede hacerse en un plano teorético–, olvida la unidad sustancial y de fin del hombre, se produce la ruina de la persona.
Se habla entonces de las virtudes humanas, del derecho natural, de la moral natural...; muchas veces como algo distinto –incluso opuesto– a lo que es propio del hombre como persona: su elevación a la categoría de hijo de Dios.
Aparece así una "felicidad natural", que no es a la que está llamado el ser humano, y que adormece las conciencias. El hombre está destinado a la felicidad eterna; y todo lo que no sea eso resulta una falsedad y un engaño.
Si fuera verdad esa felicidad natural (y todos sus derivados), ¿qué sentido tendría la Encarnación y la Muerte del Hijo de Dios? Sería como un "plus", como un regalo bueno pero innecesario. Cuando lo cierto es que la Redención es absolutamente necesaria para la felicidad de la persona humana.
De Lubac plantea esta cuestión primero en su libro "Surnaturel". Tras las acaloradas discusiones que produjo éste, escribe su segundo libro, más matizado –para evitar la "exigencia natural" de lo sobrenatural gratuito–, pero que marca un punto de inflexión en la reflexión teológica.
El "hombre natural" no existe. Sólo existe el hombre creado –primero– y luego redimido por Dios. Se puede distinguir, pero no separar, lo natural de lo sobrenatural. Juan Pablo II lo dice en Veritatis splendor cuando plantea la dificultad para vivir las exigencias morales hasta el final: "¿de qué hombre se habla? –dice- ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo" (n.103).
Aquella distinción mal enfocada ha tenido graves consecuencias. Entre otras, la separación de "lo religioso" y "lo civil". Así, la cultura, el arte, la ciencia, la política, etc., no pertenecen al ámbito de "lo religioso". Pueden funcionar, por tanto, al margen de conceptos tales como la moralidad, o el bien y el mal (ya que éstos, mal enfocados también, pertenecen al primero).
Lo religioso sobra en una concepción así del hombre. O, mejor, queda como un adorno; algo particular que, quien lo desee, puede incorporar a su vida, pero que nada tiene que ver con lo humano en su esencia más pura.
Los católicos han caído con frecuencia, y caen inconscientemente, en esta trampa. Por ello el arte y la ciencia han dejado, progresivamente, de ser cristianos; y el mismo camino llevan la política, la legislación, etc.
La frase del Conc.Vaticano-II, tantas veces citada por Juan Pablo II, "Cristo revela el hombre al propio hombre", no sólo es la "clave hermenéutica" (J.P.II) de todo el Concilio, sino también la de cualquier actividad humana.
Es necesario recrear una pintura, una música, una literatura católicas; en las que el espíritu humano se manifieste tal cual es, es decir, con toda la trascendencia que le confiere su fin sobrenatural. Y los creyentes deben comportarse y actuar siempre con la orientación que les marca su fin sobrenatural. Pretender crear un mundo bueno, al margen de esa trascendencia, es un contrasentido: sólo es bueno para el hombre lo que le conduce a su fin único.
El Sr.Arzobispo insistió de modo contundente en esta unidad. Pienso, sin embargo, que esto no se opone a la "legítima autonomía de las cuestiones temporales" que también cita el Concilio Vaticano II en más de un lugar (cf. GS,59, por ejemplo). Ni él quiso referirse a este punto al hablar.
Lo cito con el fin de evitar el peligro de entender esa actividad "católica" de cualquier creyente con un enfoque teocrático: el del clericalismo. Éste es –con palabras del Arzobispo– fruto de aquella misma deformación del pensamiento.
La solución va indudablemente por el camino de la "índole secular" (cf. AA, 29) de los laicos católicos. Es decir de una secularidad bien entendida. Que no consiste en ocultar la propia fe a la hora de construir el mundo (siendo unos "profesionales neutros", en el decir del Prelado del Opus Dei); sino en vivir la fe en el quehacer y en la vida personal, con una firme "unidad de vida" (cf. PO,14) entre su creer y su actuar.
Un modo de vivir que respeta la libertad propia de quien no tiene "recetas católicas" para solucionar los problemas humanos, sino una orientación moral para su actuación en conciencia, sabiendo que hay una pluralidad de soluciones a muchos de ellos (cf. LG, 37).
El Papa, en su Encíclica, rompe por su base esa distinción artificiosa entre natural y sobrenatural, planteando la vida humana con una unidad sustancial. El Amor en el origen y en el fin de la vida es único: el Amor de Dios, al que está llamado todo hombre. No hay otro fin ni otro camino al margen de éste. Siendo el mismo el amor a Dios y al prójimo.
En este sentido, el Arzobispo explicó que la referencia al eros es fundamental, si se desea poner de relieve tal unidad. El hombre es un ser erótico por naturaleza: creado para el amor; un amor que abarca todo –inteligencia, voluntad, afectos y corporalidad–. La religión, o es erótica o no es tal religión; porque pide amar a Dios con todas las fuerzas humanas, alma y cuerpo. Lo sobrenatural integra en sí la entera vida humana, con todas sus dimensiones.
4. El utilitarismo como razón última del quehacer humano:
Otra gran fractura del pensamiento ilustrado es el utilitarismo. Al no tener un fin trascendente, la razón última del actuar pasa a ser exclusivamente el interés, personal o de grupo. De este modo vuelven a aparecer aquí los individualismos, los nacionalismos, etc.
Como es lógico, este planteamiento hace imposible entender el concepto de gratuidad. Algo que resulta fundamental al hablar de Dios y del hombre como hijo de Dios.
En un mundo así concebido, por encima de los intereses individuales sólo se encuentran los dos grandes árbitros de la modernidad: el Estado y el Mercado. Su fin debería ser regular las relaciones bilaterales entre intereses individuales o grupales. Conseguir que la contraposición de éstos no degenere en violencia.
Pero sucede que, por las circunstancias de las democracias occidentales, las personas que intervienen en la política necesitan un respaldo financiero cada vez más desorbitante. Lo cual sólo puede obtenerse con el apoyo de grupos e instituciones económicamente muy fuertes. De este modo, el mismo Estado queda a condicionado por intereses utilitarios, de partido o capitalistas.
Fundados en este motivo inmediato y útil del actuar humano se encuentran, tanto el comunismo –que busca el interés de un "pueblo" anónimo absorbido por un Estado macrocefálico–, como el capitalismo –que sitúa la felicidad en la acumulación de bienes de consumo y de dinero–. Su consecuencia más grave es la rivalidad o incluso la guerra, en sus diferentes versiones: entre naciones, entre empresas, entre grupos sociales o entre individuos.
La paz, como dice el Concilio, no es la ausencia momentánea de violencia o el equilibrio de fuerzas. La paz llega sólo cuando el interés deja paso al amor.
Conviene añadir que la misma Teología Moral padeció este mal. Hace ya 40 años buscó también una justificación utilitaria. Por asimilación a los modos de pensar no creyentes, perdió de vista el fin del hombre y buscó su justificación fuera de él. De ahí nacieron la moral consecuencionalista y otras.
Asimismo la Teología de la Liberación está marcada por el interés; en este caso el interés de clase, cuando estaba de moda la lucha de clases marxista. Es interesante observar que nace tras la Teología de la Muerte de Dios (único fin del hombre), y siguiendo una Teología Política, con más contenido político (de praxis utilitaria) que teológico.
En este aspecto resalta lo que la Encíclica pone como categoría fundamental: el Amor como donación gratuita. Lo cual dinamita en su base todo utilitarismo y todo interés, como motores de la actividad humana.
Solamente aprendiendo, el hombre, a imitación de su Creador, a darse generosamente por amor y sin reservas, alcanzará la felicidad. Esa felicidad que busca acumulando cosas y bienes materiales, sin encontrarla.
Resumen:
La Encíclica Deus caritas est marca inequívocamente el camino para destruir en su base unas ideologías que, desde hace tres siglos, han invadido el pensamiento occidental, con las nefastas consecuencias vistas en el siglo XX.
Es necesario, no obstante, hacer una advertencia importante: su aplicación exige, de los creyentes, un cambio sustantivo en el modo de pensar. Una conversión; pero no sólo de las actitudes (virtudes), sino más de fondo: del modo de enfocar la vida personal y de la sociedad.
Esto no es nada fácil. Se podrá conseguir con la ayuda de Dios. Pero hará falta, además, mucha fe, mucha tenacidad y un heroísmo nada apocado.
Además hemos oído a un autor americano que compara los tiempos actuales con el final del Imperio Romano. No es que estemos abocados a unos "siglos oscuros", como los de la Alta Edad Media –dice–; es que estamos ya en ellos... y desde hace no poco tiempo.
Aquellos siglos fueron vencidos por grupos de hombres capaces de vivir su fe al margen de los dictados de un imperio decadente. Con la ayuda del Espíritu, que suscitó figuras egregias como San Benito, San Cirilo, etc., salvaron la sabiduría cristiana de la desaparición.
Así hoy. El mundo necesita grupos de hombres y mujeres que estén persuadidos de la Verdad, y dispuestos a vivirla y a dar la vida por defenderla. Tampoco hoy dejará el Espíritu Santo de promover las personas y las iniciativas necesarias para ello.
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