Fe cristiana y libertad personal en la actuación social y política
Consideraciones sobre algunas enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer
José Luis Illanes
Facultad de Teología Universidad de Navarra
"Romana", 31 (2000) 300-326.
Responsabilidad y mentalidad laicales
Este planteamiento tiene, entre otras, dos consecuencias o, tal vez más exactamente, una única consecuencia que tiene manifestaciones diversas según se la considere desde la perspectiva de la Iglesia como institución o desde la perspectiva del fiel cristiano. Considerémoslas, comenzando por la primera.
a) La misión de la Iglesia, y más concretamente del sacerdote -es éste el enfoque que, de ordinario, adoptó el Beato Josemaría Escrivá-, puede ser descrita acudiendo a lo que él mismo afirmó en una de sus homilías. "Si interesa mi testimonio personal -éstas son sus palabras-, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana" [70].
Una acción pastoral y sacerdotal así entendida reclama, como dimensión o aspecto esencial, trasmitir la fe cristiana con integridad y, por tanto, poniendo de manifiesto sus implicaciones éticas, también respecto a las cuestiones temporales, sociales y políticas, e incluyendo, por tanto, esa doctrina social que, como dijera Juan XXIII en la Mater et magistra [71], forma parte de la concepción cristiana de la vida. Se trata, pues, de un deber pastoral ineludible [72]. Pero esa transmisión debe realizarse sin olvidar que la doctrina católica -salvo situaciones en que el bien de la Iglesia haya justificado y motivado especiales pronunciamientos de la jerarquía eclesiástica [73] - apela a la conciencia a modo de luz que impulsa o promueve un proceso en el que, junto a ella, incidirán otras luces y valoraciones hasta llegar a una decisión de la que sólo cada hombre concreto es autor y responsable. Presupone, en suma, una clara conciencia acerca de la misión cristiana del laico, de la función que al cristiano corriente le corresponde en orden a la santificación, en su propio nombre y bajo su responsabilidad, de las realidades seculares.
La "toma de conciencia" acerca de la misión de los laicos, subrayada y potenciada por el Concilio Vaticano II, tiene también implicaciones, y muy importantes -comentaba en una entrevista concedida precisamente a "L'Osservatore Romano"-, respecto a la conciencia que los pastores tienen de su propia función. Los pastores deben ser, y son de hecho, cada día más conscientes -explicaba-, de "lo específico de la vocación laical, que debe ser promovida y favorecida mediante una pastoral que lleve a descubrir en medio del Pueblo de Dios el carisma de la santidad y del apostolado, en las infinitas y diversísimas formas en las que Dios lo concede". De ahí, entre otras, una conclusión: que "a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios -acordándonos de aquel grito del Bautista: «illum oportet crescere, me autem minui» (Jn 3, 30); conviene que Cristo crezca y que yo disminuya-, para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo". "La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre -proseguía- una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legitima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios" [74].
b) Desde la segunda de las perspectivas antes mencionadas, es decir, la de los laicos o cristianos corrientes, la conclusión que se impone puede expresarse con sólo tres palabras: sentido de responsabilidad. Lo que, a su vez, implica dos cosas:
-ante todo, conciencia de la necesidad de profundizar no sólo vital, sino también intelectualmente, en el mensaje cristiano, para poder así juzgar y decidir con conocimiento de causa, en suma, de adquirir una "formación" -término que al Beato Josemaría le gustaba emplear- que haga posible actuar en todo momento con plena espontaneidad y de modo "coherente" con la fe [75].
-y, paralelamente, conciencia de la necesidad de asumir de modo pleno la autoría de las propias acciones, ya que son efectivamente acciones propias, expresión de las personales convicciones y fruto de un proceso en el que fe cristiana, ciencia humana y sentimientos individuales se han entrecruzado hasta llegar a una decisión que brota de la propia razón y de la propia libertad.
Mons. Escrivá de Balaguer volvió repetidas veces sobre este punto, ya que su aguda conciencia sobre la libertad humana, añadida a su decidida valoración de la condición laical, le hacían reaccionar con fuerza ante toda manifestación del clericalismo, defecto en el que -así lo señaló en más de una ocasión- pueden incidir no sólo los clérigos, sino también los laicos. E1 cristiano, todo cristiano, debe tomar sus decisiones dando entrada en sus juicios a la luz de la fe, y ello como expresión espontánea y connatural de su convicción acerca de la verdad que la fe trasmite y, por tanto, en ejercicio de la propia libertad y con conciencia del papel que en el conjunto de su pensar deben jugar todas sus ideas y todos sus afanes. Por eso -son palabras de la homilía de 1967 ya varias veces mencionada-, a quien obra así "jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas, ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas" [76].
El reconocimiento de la legítima autonomía de las realidades temporales y, por " tanto, de la personal libertad y responsabilidad, debe mover a los cristianos a hablar en nombre propio, actuando en coherencia con los ideales evangélicos, pero sin pretender amparar su actuación bajo el patrocinio de la Iglesia y, menos aún, servirse de ella. En otras palabras, y acudiendo a una expresión que al Beato Josemaría le gustaba emplear, impulsa a actuar con "mentalidad laical", con la mentalidad propia de laicos, que aman al mundo, porque saben que ese es el lugar de su encuentro con Dios, que reconocen y respetan el valor y la substantividad de las cosas creadas, que son conscientes de su libertad y asumen, por tanto, sin medias tintas, su responsabilidad. "Tenéis que difundir por todas partes -así prosigue el párrafo hace un momento citado- una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones:
-a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;
-a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen -en materias opinables- soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;
-y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas" [77].
La paz de Cristo en el reino de Cristo
"Un secreto. -Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. -Dios quiere un puñado de hombres «suyos» en cada actividad humana. -Después... «pax Christi in regno Christi» -la paz de Cristo en el reino de Cristo". Este texto de Camino, ya anteriormente citado [78], puede servir de introducción a los párrafos finales de este estudio, puesto que nos sitúa ante esa "paz de Cristo" que estuvo siempre en el horizonte del Beato Josemaría, a la vez que nos permite, a la luz de cuanto llevamos dicho, poner de manifiesto, con mayor amplitud, lo que la expresión "la paz de Cristo en el reino de Cristo" implicaba en su corazón y en sus labios: la perspectiva de un convivir en libertad de hombres que, conscientes de su dignidad nativa y de su destino eterno, saben respetarse y amarse, y, en consecuencia, compartir, por encima de diversidades y diferencias, la gran aventura de la historia.
Josemaría Escrivá de Balaguer soñó siempre, viendo en ello uno de los frutos que cabía y debía esperarse de la labor que Dios le había encomendado el 2 de octubre de 1928, con el panorama de una multitud de cristianos presentes en los más diversos estratos de la sociedad, que, coherentes con su fe y conscientes de su libertad, difundieran en todos esos ámbitos un ambiente de convivencia, de respeto mutuo, de diálogo, de fraternidad.
De temperamento realista, no se dejó llevar de ensueños fáciles. No se le ocultaba que la experiencia histórica documenta la confrontación de intereses e incluso el proliferar de las luchas. Y reconoció sin ambages que la diversidad de pareceres es una constante de la historia humana. Más aún, por lo que a la diversidad de pareceres se refiere, vio en ella, como ya hemos apuntado, no una desventura que debía ser deplorada -como si el ideal histórico pudiera consistir en una uniformidad que se considera irremediablemente perdida o desgraciadamente irrealizable-, sino una realidad que podía y debía ser valorada. Pero siempre consideró y predicó que esa diversidad, aún siendo no sólo real sino amplia y profunda, no debía engendrar odios y enfrentamientos, sino cooperación y diálogo.
Y ello no sólo porque, en ocasiones, la diferencia de pareceres obedece sólo a una diversidad de puntos de vista, que hace que los pareceres, aun presentándose como encontrados, sean, en realidad, complementarios: "un objeto que a unos parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta" [79]. Sino, mucho más profundamente, porque el Evangelio nos da a conocer una fraternidad que trasciende todo tipo de divisiones: "Iesus Cbristus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las «magnalia Dei» (Hch 2, 11), de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer «la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14). A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡no sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo (...) No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios" [80].
"La conciencia de la limitación de los juicios humanos -afirma en el artículo Las riquezas de la fe- nos lleva a reconocer la libertad como condición de la convivencia. Pero no es todo, e incluso no es lo más importante: la raíz del respeto a la libertad está en el amor. Si otras personas piensan de manera distinta a como pienso yo, ¿es eso una razón para considerarlas como enemigas? La única razón puede ser el egoísmo, o la limitación intelectual de quienes piensan que no hay más valor que la política y las empresas temporales. Pero un cristiano sabe que no es así, porque cada persona tiene un precio infinito, y un destino eterno en Dios: por cada una de ellas ha muerto Jesucristo". "Se es [por eso] cristiano cuando se es capaz de amar no sólo a la Humanidad en abstracto, sino a cada persona que pasa cerca de nosotros" [81].
La libertad cristiana, que "nace del interior, del corazón, de la fe", no es -añade en ese mismo lugar- una libertad individualista, centrada en la pura afirmación de la propia autonomía o de la propia esfera de influencia y actuación, sino que posee "manifestaciones exteriores" y está unida a otra gran realidad cristiana: "la fraternidad". "La fe -la magnitud del don del amor de Dios- ha hecho -continúa, glosando la afirmación anterior- que se empequeñezcan hasta desaparecer todas las diferencias, todas las barreras: ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni de libre; ni de hombre ni de mujer: «porque todos sois una cosa en Cristo Jesús» (Ga 3, 28)". "Ese saberse y quererse de hecho como hermanos, por encima de las diferencias de raza, de condición social, de cultura, de ideología, es -concluye esencial al cristianismo" [82].
Y lo es de forma plena, también de cara a la historia. El ethos cristiano, la actitud espiritual que el cristianismo propugna, no es un ideal poético pero irrealizable y, en ese sentido, históricamente vacío, válido sólo para el ámbito reducido de la vida privada o incluso sólo para el más allá de la historia. No: es un ideal válido para hoy y ahora, y llamado a redundar, hoy y ahora, en todas las esferas del vivir. Proclamar que "no hay dogmas en lo temporal", que forma parte de la comprensión cristiana de la vida el reconocimiento de que no pueden imponerse en nombre ni de la fe ni de la razón soluciones o planteamientos temporales, sino que debe en todo momento respetarse la legítima libertad de los demás, no implica "que la postura del cristiano, ante los asuntos temporales, deba ser indiferente o apática". Nada más lejos de la realidad: "en modo alguno". "Pienso, sin embargo -añade inmediatamente después de esa declaración neta-, que un cristiano debe hacer compatible la pasión humana por el progreso cívico y social con la conciencia de la limitación de las propias opiniones, respetando, por consiguiente, las opiniones de los demás y amando el legítimo pluralismo. Quien no sepa vivir así, no ha llegado al fondo del mensaje cristiano" [83].
"Paz, verdad, unidad, justicia, ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, «llevando los unos las cargas de los otros» (Ga 6, 2), viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la ley" [84]. Porque -añade en otra homilía- "el Señor nos quiere [a los cristianos] por todos los caminos rectos de la tierra, para extender la semilla de la fraternidad -no de la cizaña-, de la disculpa, del perdón, de la caridad, de la paz" [85].
Ciertamente vivir ese ideal, hacerlo propio de modo que informe la totalidad de la propia vida y, desde ella y a través de ella, redunde en el conjunto de la sociedad, no es tarea fácil. Supone reconocer, y reconocer de forma no meramente teorética sino existencial, la realidad del destino del hombre; más concretamente, de su ordenación a una meta última, que consiste en la fraternidad acabada de los cielos, de la familia de los hijos de Dios. Supone también superar el egoísmo, el deseo de poder, las ansias de autoafirmación, lo que nunca es fácil, y menos todavía cuando se vive con pasión, y es así como la vida, y concretamente la vida política, reclama ser vivida.
"Hablar de libertad, de amor a la libertad, es -citemos de nuevo palabras textuales del Beato Josemaría- plantear un ideal difícil: es hablar de una de las mayores riquezas de la fe. Porque -no nos engañemos- la vida no es una novela rosa. La fraternidad cristiana no es algo que venga del cielo de una vez para todas, sino realidad que ha de ser construida cada día. Y que ha de serlo en una vida que conserva toda su dureza, con choques de intereses, con tensiones y luchas, con el contacto diario con personas que nos parecerán mezquinas, y con mezquindades de nuestra parte". "Si todo eso nos descorazona, si nos dejamos vencer por el propio egoísmo o si caemos en la actitud escéptica de quien se encoge de hombros -prosigue-, será señal de que tenemos necesidad se profundizar en nuestra fe, de contemplar más a Cristo". Ahí está, pues, la solución, ése es, pues, el camino: mirar a Cristo, meterse en Él con la fe y el amor, con la oración, hasta identificarse por entero con su persona. Porque sólo así, "en esa escuela", "aprende el cristiano a conocerse a sí mismo y a comprender a los demás, a vivir de tal manera que sea Cristo presente en los hombres" [86].
Los textos podrían multiplicarse, porque se trata de una de las constantes de su predicación. Pero no parece necesario: los ya citados son suficientes no sólo para exponer su mensaje, sino también para evocar el pathos, la pasión, con que lo trasmitía. Y con la que lo vivía. Al leer, o releer, algunos de esos textos cabe pensar que el Fundador del Opus Dei entroncó, al escribirlos, con la concepción griega, y clásica, de la política, es decir, su comprensión no como mero gobierno de cosas, sino como empresa común, como tarea de ciudadanos, de hombres que, sabiéndose libres e iguales, afrontan con serenidad y audacia los retos y avatares que depara el acontecer. Algo hay en ello de cierto: aunque en su predicación colocó decididamente el acento en el trabajo, hasta hacer de él el eje o quicio de su mensaje espiritual, lo situó en todo momento en un contexto plenamente humano, en el interior de un convivir entre hombres que se saben solidarios y actúan en consecuencia [87]. Pero su inspiración no está ahí, sino en el Evangelio. Josemaría Escrivá de Balaguer fue, siempre y ante todo, un hombre de fe, de una fe viva, es decir, de una fe que lleva a vivir de Dios y se desborda en amor, puesto que -como dice San Pablo- obra a través de la caridad [88]. Y esa fe fue lo que aspiró a transmitir, con conciencia de que en ella se encuentra no ya un remedio mágico para cualquier problema, sino algo mucho más importante: la fuerza de un amor que permite fundamentar, siempre y en todo momento, la convivencia. Ahí está, a fin de cuentas, el núcleo de su mensaje sobre la vida humana, también sobre la vida política.
Notas
[70] Es Cristo que pasa, n. 99; expresiones muy parecidas, referidas no ya a su labor personal como sacerdote, sino al Opus Dei en cuanto tal se encuentran en Conversaciones: "el principio que regula la actitud de los directores del Opus Dei en este campo es el de respeto a la libertad de opción en lo temporal", que lleva a "colocar a cada socio ante sus propias responsabilidades, invitándole a asumirlas según su conciencia, obrando en libertad" (n. 29).
[71] Cfr. JUAN XXIII, Mater etMagistra, AAS 53 (1961) 453.
[72] "El sacerdote -afirmaba el Beato Josemaría en una entrevista concedida en 1967- debe predicar -porque es parte esencial de su munus docendi- cuáles son las virtudes cristianas -todas-, y qué exigencias y manifestaciones concretas han de tener esas virtudes en las diversas circunstancias de la vida de los hombres a los que él dirige su ministerio. Como debe también enseñar a respetar y estimar la dignidad y libertad con que Dios ha creado la persona humana, y la peculiar dignidad sobrenatural que el cristiano recibe con el bautismo". "Ningún sacerdote que cumpla este deber ministerial suyo -continuaba diciendo- podrá ser nunca acusado -si no es por ignorancia o por mala fe- de meterse en política" (a críticas en este sentido había aludido la pregunta), ni de interferir "en la específica tarea apostólica, que corresponde a los laicos, de ordenar cristianamente las estructuras y quehaceres temporales" (Conversaciones, n. 5), ya que la recta predicación acerca de las virtudes cristianas y de sus exigencias concretas no excluye sino que presupone -en ello insistiremos enseguida- el reconocimiento de la libertad cristiana.
[73] El Fundador del Opus Dei dejó siempre constancia de la posibilidad de que la jerarquía eclesiástica -Romano Pontífice y Obispos- pudiera, en circunstancias especiales, requerir o al menos recomendar a los católicos una posición política común (cfr., por ejemplo, el texto de los Estatutos ya citado en la nota 46), pero no dejó tampoco de señalar que el carácter excepcional de esas situaciones implica su provisionalidad y, por tanto, su transitoriedad, evitando que se prolongue en el tiempo lo que está justificado sólo en momentos concretos. De no proceder así se correría el riesgo de incidir en planteamientos clericales (cfr. Conversaciones, nn. 12 y 59).
[74] Conversaciones, n. 59; cfr. también n. 12.
[75] Cfr. Forja, n. 712, así como, en referencia a los miembros de la Prelatura pero presuponiendo principios de validez general, Codex iuris particularis Operis Dei, n. 96, punto sobre el que puede consultarse también El itinerario jurídico del Opus Dei, cit, pp. 479-481. Estamos por lo demás ante una cuestión que el Beato Josemaría, ya desde los comienzos de su actuación sacerdotal, sintió muy vivamente, al advertir el insuficiente conocimiento de la fe que reinaba en ambientes y personas que, confesándose cristianas, no iban más allá de un devocionalismo individualista. "Os diré, a este propósito -escribe en una de sus Cartas, haciéndose eco de esa experiencia--, cuál es mi gran deseo: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían estas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos". "Es frecuente, en efecto -comentaba a continuación-, aún entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad -parte de la virtud cardinal de la justicia- y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad" (Carta 9-1-1932, nn. 45-46).
[76] Conversaciones, n. 117.
[77] Ibid.; sobre esta temática, además de algunos de los estudios ya citados en relación con la santificación del trabajo, puede verse E. REINHARDT, La legitima autonomia delle realtà temporali, en "Romana" 15 (1992) 323-335.
[78] Cfr. nota 13.
[79] Las riquezas de la fe, cit.
[80] Es Cristo que pasa, n. 13.
[81] Las riquezas de la fe, cit.
[82] Ibid.
[83] Ibid.
[84] Es Cristo que pasa, n. 157.
[85] Ibid. n. 124.
[86] Las riquezas de la fe, cit. Sobre la identificación entre el cristiano y Cristo, y el empeño ético-espiritual que esa identificación implica, volvió el Beato Josemaría repetidas veces, desde muy diversas perspectivas: pueden consultarse, de modo especial, las homilías Cristo presente en los cristianos y El corazón de Cristo, paz de los cristianos, recogidas ambas en Es Cristo que pasa, así como, para un estudio teológico, A. ARANDA, El cristiano "alter Christus, ipse Christus" en el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en AA.VV. Santidad y mundo, cit, pp. 129-187 (recogido y ampliado en A. ARANDA, El bullir de la sangre de Cristo, cit, pp. 203 ss.) y J.L. ILLANES, El cristiano "alter Christus-ipse Christus'. Sacerdocio común y sacerdocio ministerial en la enseñanza del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en AA.VV., Biblia, exégesis y cultura, Pamplona 1993, pp. 605-622.
[87] En esta misma línea, aunque desde otra perspectiva, P. DONATI, II significado del lavoro nella ricerca sociologica attuale e nello spirito del Opus Dei, en "Romana" 22 (1996) 122-134.
[88] Gal 5, 6.
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