Catedrático de Filosofía de la Universidad de Navarra
4 de noviembre de 2002
Excelentísimo Señor Rector Magnífico, Excelentísimos e Ilustrísimos Señores, Compañeros de trabajo universitario, Señoras y Señores:
I. Autoconservación y novedad.- El significado común de dos aniversarios.- Fidelidad e innovación.- Identidad como avance.- Metodología de los nuevo.- La organización del descubrimiento.- Las personas, fuentes de innovación.- Dimensión comunitaria de lo nuevo.- La tentación del localismo.- II. ¿Una causa perdida?.- Investigación innovadora.- La Universidad en la sociedad del conocimiento.- Propuestas para la nueva educación universitaria.- Ontología de lo nuevo.- Optimismo y esperanza.- Teología de lo nuevo.
¿Una causa perdida?
Este alegato a favor de lo nuevo parece privar definitivamente a los saberes humanísticos del poco prestigio que les queda en una sociedad dominada por la eficacia y rapidez de las nuevas tecnologías.
¿Para qué nos vamos a engañar? Las humanidades son, de entrada, una causa perdida. Disciplinas que, hasta hace bien poco, constituían el núcleo de la enseñanza universitaria han quedado prácticamente abandonadas. Las lenguas clásicas, la filosofía, la historia, la literatura, la pedagogía, la lingüística... no pasan frecuentemente de ser un componente ornamental de un entrenamiento que se considera unívocamente dirigido a la capacitación profesional en cuestiones técnicas, sanitarias, jurídicas o empresariales. En algunos países, la enseñanza secundaria apenas conserva un muñón de estos saberes que se estudian en los libros y se adquieren a través del diálogo personal. No prenden entonces las vocaciones humanísticas o son violentamente ahogadas por padres que velan por la presunta prosperidad futura de sus hijos. En consecuencia, las carreras universitarias de letras, casi ausentes de las universidades de más reciente creación, arrastran en otras una existencia lánguida, con escasos alumnos y dotaciones decrecientes.
El Fundador de la Universidad de Navarra solía decir que fomentar los estudios de humanidades equivale a afirmar la primacía del espíritu sobre la materia. Lo cual, 'a sensu contrario', puede significar que su abandono implica la consagración de la primacía de la materia sobre el espíritu. Y esto, a su vez, implica que se renuncia al hallazgo de lo nuevo, cuya fuente, como ya sabemos, no es otra que el propio espíritu humano.
No pocos fenómenos actuales, que revelan decadencia cultural y pérdida de sentido, encuentran su trasfondo en ese feroz pragmatismo que desprecia cuanto no ofrezca una utilidad inmediata. Falta calado existencial para percibir los valores morales y no pocas veces se registra una grave ceguera para los significados religiosos. La vida humana se empobrece, la resignación campea y el conservadurismo consumista se generaliza.
Hay, con todo, una puerta entreabierta a la esperanza, que viene dada por la nueva línea de sutura entre la rebelión de los mundos vitales -sofocados por la colonización estructural- y la emergencia de las nuevas tecnologías. Las predicciones que aventuré hace unos años se han cumplido en buena parte, porque ha comparecido un nuevo territorio social que ya no se encuadra en el campo del Estado ni en el del mercado, sino que viene a configurar lo que hoy día se denomina cultura. Sin entrar ahora en el análisis del complejo significado actual de este vocablo, cabe subrayar que la proliferación de canales de comunicación y entretenimiento ha puesto en primer término la necesidad de una ingente cantidad de "contenidos" de carácter narrativo. Su producción es tarea de escritores y guionistas, profesiones típicamente literarias y con gran demanda hoy en día. Aunque no se trata de una necesidad coyuntural, porque la narratividad es una condición existencial inseparable del ser humano.
Por otra parte, las humanidades se han revelado como la base de actividades profesionales en las que el conocimiento de los caracteres de las personas presenta una importancia esencial, cual es el caso de la gestión de recursos humanos. Y el cúmulo de información y la finura de análisis que ofrecen las humanidades es, a mi juicio, superior a las aportaciones de las ciencias sociales, aunque el camino que es preciso seguir actualmente exige un estrecho acercamiento entre las ciencias humanas y las disciplinas literarias.
La formación humanística confiere hondura a las profesiones, hasta el punto de que Pieper ha llegado a afirmar que toda actividad profesional vivida con rigor y seriedad presenta una dimensión filosófica, sin la cual pierde su capacidad creativa y se ve abocada a la mera rutina.
Si Max Weber pudiera levantarse de su tumba muniquesa y darse un paseo por nuestras universidades, pronto le vendría a la memoria su célebre expresión "rutinización del carisma". ¿Qué es lo que distingue a un funcionario de la docencia de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un estudiante gregario en un inquieto buscador del saber? Lo que establece la diferencia es la creatividad, el afán del conocimiento nuevo, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de salirse de los supuestos, de cuestionar el punto de partida en los planteamientos convencionales. Necesitamos reactivar la habilidad de diseñar de antemano las diversas formas como se puede objetivar el espíritu, es decir, como se puede humanizar el mundo y la sociedad. ¿Qué pasaría si las cosas fueran de otro modo o las hiciéramos de distinta manera?
La creatividad es una especie de efervescencia que no se logra con algo así como un "realismo en estado sólido", por utilizar una expresión de Millán-Puelles. Para saltar un obstáculo, hay que "tomar carrerilla": apartarse físicamente de la barrera con objeto de ganar la aceleración precisa para superarla. Aparentemente, las humanidades nos apartan de la realidad inmediata. Pero lo que efectivamente nos facilitan es autotrascendernos. Una obra de arte, un gran libro, la comprensión sintética de un período de la historia, el planteamiento inédito de un problema metafísico, todas estas creaciones nos abren un mundo. Permiten que veamos otra faz de la realidad, a la luz quizá de la idealidad. La libertad civil sólo se convierte en una atmósfera social cuando proliferan los focos de innovación, de creatividad, de inconformismo. Si los sociólogos nos dicen que nos acercamos a una coyuntura histórica en la que nuestra vida estará afectada por riesgos menos previsibles, como el atentado contra las Torres Gemelas ha venido a confirmar, la mejor respuesta será un modo de pensar más libre, menos prendido a las objetividades ya sabidas. Y pensar así es una destreza que no se puede aprender si se prescinde del sentido de la cultura y de la ciencia, con el que se ha de familiarizar a los niños y a los jóvenes a través de la lectura.
En último término, cabría preguntarse: ¿qué se consigue con una educación humanística? Y contestar con Fernando Inciarte:
"No mucho, pero algo. Lo dijo de manera clásica un Vicecanciller de la Universidad de Oxford a principios de siglo, la belle époque, en su discurso de recepción de los nuevos estudiantes, los freshmen. Aquel Vicecanciller se llamaba, por más señas, Smith. Prevenía a sus alumnos diciéndoles: 'Miren ustedes'... no creo que el Vicecanciller Smith les hablara así. Se ceñiría más bien a los hechos escuetos. Los hechos escuetos eran que durante sus estudios -eso era lo que les decía- aquellos estudiantes no iban a aprender gran cosa. Y desde luego nada que fuera a tener aplicación para su futura vida profesional. Hacía una excepción. Era generoso. La excepción se refería a aquellos que fueran a quedarse enseñando en la Universidad o en colegios humanísticos: aprendería algo que les iba a servir. Éstos sí. Pero ¿los otros? ¿Qué iban a aprender para la vida? Nada. Apenas nada. 'Apenas', porque en el fondo lo único que iban a aprender, les decía, era sólo esto: que cuando los demás, la gente -en cualquier circunstancia de la vida (política o como fuera)- se pusieran a hablar, ellos habrían aprendido por lo menos a discernir si aquellas personas tenían algo que decir o no tenían nada que decir. Y concluía modestamente: después de todo, es lo más importante que se puede aprender en la vida, o para la vida".
Investigación innovadora
Según saben los lectores de libros de historia, el futuro no suele avanzar entre el fragor de las armas y el rumor de las parlerías. Prefiere casi siempre el atajo de las sendas perdidas, florece de improviso en ambientes serenos y fértiles. Los héroes de las narrativas reales rara vez fueron reconocidos por sus contemporáneos, no irrumpieron ruidosamente en el espacio público, mas tuvieron la elegante generosidad de labrar la tierra cuyos frutos otros recogerían.
Los que han hecho de la Universidad su forma de vida son los que saben -en contra de evidencias tan clamorosas como falaces- que la indagación de verdades nuevas es el método más adecuado para cambiar la sociedad desde dentro. La sociedad se mejora en el intenso silencio de las bibliotecas, en la atención concentrada de los laboratorios, en el diálogo riguroso de las aulas, en el servicio solícito de las oficinas y talleres, en la atención delicada y tenaz a los enfermos. Todas estas tareas universitarias son, en último término, investigación: afán gozoso y esforzado por encontrar una verdad teórica y práctica cuyo descubrimiento nos perfecciona al perfeccionar a los demás.
Buscadores, aficionados a desvelar enigmas y a descubrir portentos: eso es lo que son todos los hombres y mujeres que trabajan en la Universidad. Entienden la tarea encomendada a cada uno -profesor, alumno, enfermera, gestor- como una empresa de indagación compartida, cuya finalidad es encontrar lo bueno y lo mejor a través del avance en el conocimiento. Por eso los universitarios han de fomentar cada vez más entre ellos un convencimiento operativo y estable de que el laborar cuidadoso y creativo viene a ser el gran recurso para resolver los graves y acuciantes problemas que la condición humana tiene hoy planteados.
Si, deslumbrados por la fascinación caótica que actualmente ejerce la sociedad como espectáculo, desdeñaran esas cosas menores que forman el tejido de la cotidianidad profesional, estarían pagando un tributo lamentable a los ídolos del foro público. Sería una lástima lo que entonces dejarían de hacer. No se trata en modo alguno de propugnar un repliegue narcisista sobre la intimidad privada. Se trata, por el contrario, de redescubrir la competencia ética y social de los ciudadanos comunes y corrientes, cuyas iniciativas creadoras constituyen el origen de energías que permiten avanzar hacia la configuración de una sociedad más libre y justa.
"La concentración es el bien, la dispersión es el mal", decía el pensador norteamericano Ralph Waldo Emerson. Investigar es concentrarse en torno a focos de interés cuyo horizonte se dilata a medida que en ellos se penetra. Si falta la investigación, la conversación pública se trivializa y se degrada, el ejercicio de las profesiones pierde operatividad e incidencia pública, el carácter moral de las personas queda aislado y disperso. El individualismo egoísta erosiona lo que algunos llaman "capital social", es decir, la capacidad para trabajar cooperativamente en iniciativas y organizaciones sociales libremente promovidas por sus propios protagonistas.
La Universidad es la institución que, desde hace siglos y también ahora mismo, acierta a convertir la búsqueda personal de lo nuevo en una tarea cooperativa, cuyo fundamento no es otro que la confianza mutua. Si la sospecha abre grietas en la solidez de la confianza, se torna problemático servir al bien común de los estudios superiores, que estriba precisamente en romper entre muchos las barreras fácticas del conocimiento y desvelar así verdades nuevas. Cuando el bien común académico se desdibuja, cuarteado por la desconfianza crítica, se puede decir que la Universidad como institución desaparece del panorama social y deja de ser la escuela de solidaridad que hoy se está reclamando a gritos.
No es lo mismo el bien común que el interés general. Aquél es un concepto ético, éste es más bien un concepto técnico. Y sólo hay propiamente Universidad cuando las dimensiones morales de la convivencia prevalecen sobre las puramente utilitarias. Cabe entonces entender el bien común como un valor complejo y unitario, al que se sirve desde cualquier posición que se ocupe o cualquier edad que se tenga. Las sociedades del capitalismo tardío tienden a marginar a los jóvenes y ancianos, mientras que fijan casi todo su interés en un solo tipo de persona: el adulto infantilizado, ése que al parecer compone las millonarias audiencias televisivas. Por eso, como dice Lustiger, "los jóvenes acampan fuera de la ciudad", y a los viejos se los recluye de manera vergonzante. La Universidad, en cambio, debe ser capaz de integrar a todos en la tradición dinámica del saber, donde la curiosidad inventiva de los jóvenes, la madurez de los adultos y la experiencia de los mayores componen una especie de caleidoscopio que va ofreciendo figuras sorprendentes e irrepetibles. Imagen que nos sirve para entender la íntima conexión que en la Universidad acontece entre la investigación y el estudio.
No cabe separar el estudio de la investigación, como si correspondieran respectivamente a una fase pasiva y a una fase activa en el empeño por saber más. Desde los que hoy mismo acaban de llegar a la Universidad de Navarra hasta los que dieron -con extraordinaria entrega y sin medio material alguno- sus primeros pasos institucionales hace ahora cincuenta años, todos hemos de ser estudiosos, amantes de los grandes libros y de los artículos recién aparecidos; todos hemos de estar al día y de ahondar en la inagotables vetas de la cultura clásica. Recordemos el lema agustiniano: "si dices basta, estás perdido". No hay límites para el entusiasmo por el saber, para la pasión por la verdad. De ahí que el estudio universitario desemboque siempre en la investigación, o sea, en el descubrimiento riguroso de nuevos fenómenos del humanismo, la ciencia y la técnica, minuciosamente protocolizado, y dado a conocer a la comunidad de indagadores que hoy tiene alcance mundial. Y, a su vez, el clima de exploración que penetra toda la comunidad universitaria hace que la docencia y el propio estudio no sean nunca un ejercicio repetitivo, pasivo y acrítico, alejado de los foros internacionales donde se debaten las ideas llamadas a configurar el inmediato futuro.
La propia narrativa de las indagaciones científicas testimonia que no hay que esperar a situaciones ideales para lanzarse a investigaciones ambiciosas (aunque sólo sea porque las situaciones ideales, sencillamente, no existen). Lo decisivo es lo que Zubiri llama "voluntad de verdad", ese deseo incontenible de ponerse en claro con lo que las cosas son.
No somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee a nosotros. La verdad, dice Leonardo Polo, no admite sustituto útil. Esa verdad necesaria no nos encadena: nos libra de la irrespirable atmósfera del subjetivismo y de la esclavitud a las opiniones dominantes, que representan obstáculos decisivos para el despliegue de un diálogo seriamente humano.
'Veritas liberabit vos'. La fuerza liberadora de la verdad es un valor genuinamente cristiano. La fe no ha de constituir nunca limitación o barrera, sino acicate para la investigación y apertura de posibilidades no accesibles a la razón meramente humana. Así lo muestra la vinculación del surgimiento de la ciencia moderna a una concepción cristiana del mundo, que se encuentra también en el origen histórico de las universidades.
Junto con esta especie de "hambre de realidad", es imprescindible tener la humildad y la sabiduría de trabajar en equipo, de configurar unos grupos de investigación que aúnen el entusiasmo de los jóvenes estudiantes con la experiencia de los estudiosos más maduros. Es lo que el Fundador de la Universidad de Navarra denominó "labor de seminario": capacidad de esparcir generosamente las semillas del conocimiento y paciencia activa para dejar crecer juntos los renuevos del saber científico.
Nada puede sustituir al encuentro personal que acontece entre profesores, estudiantes y todos los que trabajan en la Universidad. Cuando se produce, en el aula, en el laboratorio, en un despacho, en un pasillo o al aire libre del campus, la palabra se hace cauce de una personalidad que se abre a otra para actualizar el servicio conjunto a la verdad, el bien y la belleza. La Universidad no es una factoría de informaciones brutas que pasan de mano en mano. Es un ámbito privilegiado de eso que los clásicos llamaban "amistad social". Una amistad que sólo es posible entre los que quieren a otros, precisamente porque quieren con otros. Con otros quieren la promoción de un bien común que trasciende los intereses individuales y hace destellar la benevolencia como donación generosa y creativa.
Las "grandes amistades" que florecen en el diálogo universitario superan la estrechez del intercambio bilateral de opiniones y sentimientos. Vienen a ser como un dinamismo ascendente en el que somos arrastrados hacia zonas más libres y abiertas, donde emerge lo mejor de nosotros mismos, y los ideales cobran vida y parecen adquirir personalidad ante la mirada de la mente. El diálogo está entonces amasado más de silencios que de palabras. Los interlocutores escuchan calladamente la voz de una antigua y nueva sabiduría, la cual les aúna más estrechamente que el cruce de sus particulares ocurrencias.
La apremiante promoción de la investigación científica en la que se empeñan hoy todas las auténticas universidades no ha de responder a un mero afán de prestigio institucional, porque lo propio de las comunidades universitarias no es la competitividad mercantil sino una apertura cooperativa impulsada por el humanismo cívico. Cada una con su estilo irrepetible, todas las universidades persiguen una misma finalidad y forman una especie de constelación únicamente perceptible para quienes hacen suyo aquel proverbio ruso que evocó Solzhenitsyn en ocasión memorable: "Una palabra de verdad vale más que el mundo entero". Las nuevas tecnologías vencen al tiempo transportando esas palabras verdaderas por el ciberespacio, con lo cual la comunicación científica adquiere una escala planetaria que hace efectivo, después de siglos, el ideal universalista de la Universidad. Ideal que, por cierto, no ha florecido especialmente en la España contemporánea, en la que tan propensos somos a curvarnos sobre nosotros mismos, afanados con problemas que surgen de tanto andar por casa, ignorantes de lo que acontece o aconteció en el mundo, como Inciarte ha puesto agudamente de relieve en un libro que debería ser de lectura obligatoria para intelectuales hispanos.
La Universidad en la sociedad del conocimiento
Piensan algunos que nos encontramos en una "sociedad de expectativas limitadas"; que hemos llegado al punto muerto del equilibrio entre nuestras capacidades productivas y nuestras exigencias de bienestar. Pero lo cierto es que la actitud de cínico escepticismo no es la más sensata, incluso en quien lee habitualmente los periódicos o todavía se atreve a ver el telediario.
El ambiente crepuscular de este comienzo de milenio parece abonar la tendencia al pesimismo, típica de las sociedades satisfechas. La proclamación del éxito del neoliberalismo capitalista, como panacea universal, ha resultado prematura. Su aplicación precipitada a los países del Este, recién salidos del totalitarismo, ha producido el increíble fenómeno de que en algunos de ellos se haya vuelto a elegir democráticamente a los viejos dirigentes comunistas para intentar salir del marasmo de la delincuencia mafiosa. La ley del embudo aplicada por los poderosos a los necesitados, a través de las reglas de la Organización Mundial del Comercio, ha provocado -desde Seattle- una oleada de protestas cuyos excesos no ocultan abusos que claman al cielo.
No nos salen las cuentas. Y así acontece porque las magnitudes que manejamos sólo dan lugar a operaciones de suma cero. Nos dedicamos a intercambiar bienes incompartibles: dinero, poder e influencia persuasiva. Lo demás es lúdico o estético: subjetivo. Si alguien dice que, además de estos bienes incompartibles, hay otros compartibles que dan lugar a sumas superiores a cero, se le mira con cierta conmiseración, como a un pobre ingenuo. La poesía del corazón choca frontalmente con la prosa del mundo.
Y, sin embargo, tenemos una fuente inagotable de recursos, que está a la mano, y por la que deslizamos distraídamente la vista. Es el semillero de las energías propiamente humanas, que generan bienes dotados de una sorprendente característica: aumentan cuando se comparten, se expanden con su uso, se multiplican al ser participados. Para disfrutar de la paz, preciso la colaboración de todos. No puedo dialogar realmente con mi televisor interactivo: necesito un grupo de amigos. Y las "charlas" por Internet suelen ser superficiales y equívocas, anónimas en todo caso. Como ya hemos visto, la colaboración interpersonal es especialmente necesaria para generar el conocimiento nuevo: no me lo puedo guisar y comer yo solo, sino que lo descubro con otros, lo aplico con otros y lo enseño a otros. Como advirtió agudamente Wittgenstein, lo que sabe uno solo no lo sabe nadie.
Apelar al conocimiento como salida del atolladero resulta, a estas alturas, muy poco original. Pero es que, además, toda la retórica del advenimiento de la sociedad del saber está en buena parte lastrada por este equívoco: la suposición de que el conocimiento es un asunto de intelectos individuales, con el que poco o nada tienen que ver la historia, el entorno social y las actitudes éticas.
El resultado de este equívoco acerca de la naturaleza del conocimiento es el olvido de algo tan obvio como fundamental, que viene a constituir la razón de ser de la propia Universidad. Consiste en percatarse de que para saber, hay que llegar a saber. Dicho con mayor sencillez: que saber y aprendizaje son inseparables, que se coimplican. No hay saber innato ni automáticamente transmisible. El olvido del carácter vital del conocimiento, su naturaleza emergente, de ganancia pura, es lo que permite a algunos hablar por ejemplo de "transferencia de tecnología", como si el saber técnico se pudiera trasladar de un lugar a otro como una mercancía. Se puede facilitar o inducir el conocimiento, pero no se puede transferir, porque no constituye un bien mostrenco. En la medida en que se ignora esta índole del saber -que, en general, se ignora- la naturaleza propia de la educación universitaria queda oscurecida y socialmente trivializada. Y lo que necesitamos, dicho drásticamente, es tomarnos la educación en serio: dedicarle muchos más recursos económicos y, sobre todo, humanos; dignificarla profesionalmente; hacerla accesible a todo tipo de personas, con independencia de su salud o de su posición social; ayudar a que se generalice en los países menos favorecidos. Mientras no lo realicemos, la apelación a la sociedad del saber continuará siendo casi siempre una escapatoria retórica.
Las grandes conmociones sociales y culturales que estamos viviendo en este inicio de siglo vuelven a prestar una sorprendente actualidad a los ideales universitarios de avance científico y humanístico. Como en otros momentos de su ya larga historia, la Universidad deber redescubrir en nuestro tiempo el papel decisivo que le corresponde en la orientación de cambios tan hondos. Porque -como ya he señalado- la memoria histórica nos dice que dejarse llevar por la corriente de los acontecimientos externos equivale a la decadencia de la Universidad; mientras que su florecimiento sólo acaece cuando acierta a ser ella misma una institución abierta al cambio y activo factor de cambios.
La mutación que ahora se está produciendo implica, efectivamente, el paso de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento. La quiebra de la interpretación materialista de la historia no sólo se ha hecho patente en los acontecimientos de la Europa del Este, sino que está mostrando su miseria en la entropía moral de los países consumistas, cuyas patologías sociales -especialmente las que conciernen a la disolución de la familia- son cada día más inquietantes. Ahora bien, este decaimiento ético discurre en paralelo con una prometedora "revolución silenciosa" que está transformando positivamente nuestro modo de trabajar y de pensar. Hoy ya sabemos que la verdadera riqueza de los pueblos no estriba primariamente en la capacidad de producir y transformar materias primas. Nuestro principal recurso consiste actualmente en la potencialidad para generar nuevos conocimientos, así como en la agilidad y versatilidad para procesar y transmitir información.
Claro aparece que, en una situación de esta traza, las demandas que se hagan a la Universidad serán tan perentorias como arduas de responder. Para estar a la altura de tales circunstancias epocales, para ser capaces de gestionar el cambio con originalidad y eficacia, la propia mentalidad de los universitarios habrá de experimentar una significativa renovación. Pero lo más interesante de este desafío reside en que el progreso que se nos está pidiendo es -como antes sugería- un avance hacia nosotros mismos, un nuevo encuentro con la genuina tradición de la 'Universitas studiorum'. La nueva sensibilidad cultural, así como el impresionante despliegue de la ciencia y la tecnología en las últimas décadas, han roto los compartimentos estancos de las disciplinas convencionales, y están clamando por una nueva articulación de los conocimientos que vuelva a radicar la pluralidad de los saberes en la unidad de un horizonte humano con verdadero sentido. Y en este contexto, el paradigma de la unidad de vida, propuesto por el Fundador de la Universidad de Navarra, presenta una extraordinaria fecundidad.
Nunca se insistirá bastante en que, con los nuevos parámetros históricos, la interdisciplinariedad ha dejado de ser un lema decorativo, una especie de lugar común en el discurso universitario. La interdisciplinariedad es hoy una exigencia indeclinable, porque los problemas reales a los que la Universidad debe buscar solución abarcan siempre diversos aspectos científicos y no pueden quedar atrapados por la red de un sistema organizativo rígido.
La propia gestión interna de las universidades ha de quebrar su cansino ritmo y tiene que agilizarse, simplificarse y adecuarse a la dinámica de las corporaciones más avanzadas de nuestro tiempo, sin mimetizarse ni con las empresas de negocios ni con las organizaciones burocráticas. Lejos de entorpecer la iniciativa académica, la administración universitaria ha de ponerse al servicio de una fluida comunicación interfacultativa, para lo cual se impone cancelar con todos los respetos procedimientos que, si fueron útiles en el pasado, han dejado definitivamente de tener vigencia en un contexto social tan complejo y variable como el que nos ha tocado habitar.
Propuestas para la nueva educación universitaria
La educación universitaria debe partir del principio de que lo importante no es enseñar, lo importante es aprender. Porque la única finalidad de la enseñanza es el aprendizaje. Perogrullada a la que, como a todo lo obvio, le sucede que casi nadie la advierte. Enseñar no es una función vital, porque no tiene el fin en sí misma; la función vital es saber, ya que llegar a conocer es el rendimiento o logro propio de un viviente racional que llega a ser más, que potencia sus propias capacidades. Nadie puede sustituir al alumno: nadie puede aprender por él, mejor que él, si él no aprende. El protagonista nato de la educación es el estudiante, no el profesor iluminado. Para incrementar la calidad de la enseñanza universitaria, a quienes hay que mejorar es a los propios alumnos, labor que libremente les compete en primerísimo lugar -y durante toda su vida- a ellos mismos.
Ya ha habido ocasión de insistir en que sólo se avanza en el conocimiento dentro de una comunidad de investigación y aprendizaje. La educación es una simbiosis, porque aquello en lo que se pretende avanzar -el conocimiento- constituye una práctica compartida, que tiene un curso histórico, un contexto social y unas implicaciones éticas, religiosas incluso. Si se considera que todos estos factores son accidentales al propio saber, lo que sucede entonces es que el saber se desvitaliza y se cosifica, porque queda desarraigado de su tierra natal, de esas comunidades de tradición y de progreso entre las que la Universidad se sitúa en una posición de avanzada. Por utilizar una vieja metáfora, nosotros somos enanos a hombros de gigantes. Vemos más que los que nos precedieron precisamente porque no nos olvidamos de ellos. El saber es un empeño histórico, en el cual se puede participar cuando se aporta a la empresa común. Como ha recordado Charles Taylor, la cultura de la autenticidad propia de nuestro tiempo se estrecha y se aplana cuando se encierra en el individualismo atomista.
La índole social del avance en el saber queda patente cuando se tiene en cuenta lo que Carlos Llano Cifuentes llama "costos subterráneos de las equivocaciones". Hay acciones en las que nos hemos equivocado, pero nos resistimos a reconocerlo. El reconocimiento social de nuestros errores teóricos y prácticos -que es la postura oportuna, sensata y valiente- conlleva la incomodidad de sacar a la luz los costos ocultos consecuentes a esos errores.
La creatividad implica una conducta que en la cultura moderna suele desconocerse y que en la Universidad debería estar a la orden del día: rectificar. Hemos de agradecer que los demás nos corrijan para facilitarnos el reencaminamiento en la dirección que conduce a la finalidad buscada, es decir, a la verdad. Es insensato e irreal pensar que se deben mantener las decisiones adoptadas porque, de lo contrario, se socava el "principio de autoridad" (curioso principio que no pertenece a ninguna ciencia: sólo a la retórica de los autoritarios y dogmáticos). Mantener y no enmendar juicios y opiniones es la actitud más anticientífica y más injusta que concebir se pueda.
Como dice Arrow Buffet, lo primero que hemos de hacer cuando nos percatamos de encontrarnos en un hoyo es dejar de cavar. ¿Cómo darse cuenta de que nos hallamos en un agujero? Cuando nuestra visión panorámica se va paulatinamente reduciendo, cuando las añoranzas pesan más que los proyectos, cuando sólo vemos ya el muro de enfrente.
Es curioso que cuanto más cerca nos encontramos de una verdad inesperada o incómoda es cuando más tendemos a reafirmar nuestras evidencias, a ratificar en lugar de rectificar. Un auténtico científico -en el más amplio sentido de la palabra- no debe nunca tratar de apuntalar sus convicciones sino, por el contrario, hacerlas lo más vulnerables que pueda, o sea, sensibles al toque de la verdad. La rectificación encierra un alto coeficiente de creatividad, aunque no siempre resulte agradable.
Es muy curioso releer lo que los antiguos filósofos griegos dicen acerca de la figura del sabio, del 'sophós'. Lo más interesante son los ejemplos que suelen poner. Un sabio es, por ejemplo, un buen zapatero: el que domina un arte aprendido de otros y en el que llega a ser maestro, es decir, que puede enseñarlo a otros. Poco tiene que ver esto, al parecer, con la figura moderna del 'savant' o del 'scholar', del científico renombrado o del erudito inasequible. Y, sin embargo, como ha destacado MacIntyre, toda ciencia es originariamente un oficio, un 'craft': tiene mucho de artesanal, mucho más de lo que cierta pedantería académica está dispuesta a reconocer. Quien se embarca en una empresa que pretende innovar el conocimiento -y, desde luego, en una Universidad- tiene que integrarse en una comunidad con usos y costumbres, con reglas y prescripciones, cuyo sentido es preciso captar operativamente, para incorporarlo de manera vital e intentar mejorarlo a fuerza de creatividad.
La actual inflación de la ética -y, sobre todo, de "las éticas"- resulta sospechosa. Y, sin embargo, resulta ineludible mantener que la educación posee una decisiva dimensión moral. La ética no nos la podemos quitar de encima, por más permisivos que pretendamos ser. Porque la moral no es una especie de armatoste constrictivo, llegado de no se sabe dónde, que nos viene a aguar la fiesta con sus reglas y mandatos. La moral -como dice mi maestro, Antonio Millán-Puelles- es la lógica de la libertad, la estructura básica de la convivencia. Por más que tratemos de prescindir de ella, siempre acaba por comparecer, incluso como huésped no invitado. Más vale, entonces, acogerla y tratar de respetarla, aunque sólo sea por la cuenta que nos trae. Habría que advertir además que -con todas sus dimensiones y variedades- la ética es sólo una. Que no hay varias "éticas". Que no cabe separar estrictamente la ética profesional de la ética personal, ni la moral pública de la moral privada. Las consecuencias de una escisión de este tipo las encontramos en los casos Enron, WoldCom, Arthur Andersen, y otros ejemplos más cercanos de "contabilidad creativa". La ética es el saber para una vida lograda, que sólo puede conseguirse por medio del logro de esa vida buena. Lo decisivo para acercarse a la excelencia en la educación universitaria es la calidad del 'ethos' de la institución académica, el espesor humano de su cultura corporativa, el nivel del ambiente que en ella se respira, el estilo de la convivencia en sus aspectos formales y, sobre todo, informales. Tal es el secreto a voces de la "educación liberal" o humanista: el logro de una atmósfera de entusiasmo por la verdad, en un clima de diálogo culto. Sobre este trasfondo, las técnicas educativas adquieren toda su importancia, porque se ponen al servicio de un humanismo vivido que se adquiere en el trato asiduo con unos saberes que, al intentar penetrar en ellos, nos interpelan.
Aunque el reciente desprecio por los "contenidos" de la enseñanza haya sido letal para la calidad de la educación, sigue siendo verdad que el objetivo de la docencia no es la transmisión de datos informativos sino el fomento de hábitos intelectuales y prácticos. Lo importante no es lo sabido sino el saber. Esta primacía del saber sobre lo sabido constituye la clave de lo que pueda llegar a ser la educación en la sociedad del conocimiento. Tal galaxia social no se caracterizará por la abundancia de conocimientos sino por la necesidad de innovarlos, la cual obviamente no se remite a los conocimientos mismos ni a sus recombinaciones rutinarias: apela derechamente a las personas que pueden saber más. Lo descriptivo cederá la primera posición a lo metodológico. Lo formativo tendrá mayor relevancia que lo informativo. El objetivo focal será una intensa y amplia preparación intelectual: aprender a pensar con hondura y creatividad. Para formar líderes intelectuales capaces de servir a la sociedad, no hay -en definitiva- otro camino que el desarrollo de una permanente actitud de amor a la verdad. Porque sólo el deseo imperioso de atenerse a la realidad misma estimula a hacer continuamente vulnerable lo ya sabido, con objeto de saber mejor, es decir, de penetrar en el misterio del hombre, del mundo y de Dios.
En contraste con los planteamientos relativistas y pragmáticos que hoy parecen dominar, lo que mantengo es que la definitiva fuente de lo nuevo se encuentra en la realidad no manipulada por el hombre. No se trata de un naturalismo utópico, en el que se olvidara que lo importante no son las cosas sino su sentido: se trata de afirmar la primacía del enfoque metafísico sobre el culturalista.
La condición de posibilidad para hacer realidad este nuevo enfoque de la educación universitaria viene dado por la emergencia de las tecnologías multimedia. Y, a la inversa, el empleo de estos recursos de la tecnología informática y comunicativa resulta educativamente ineficaz si no se adopta un enfoque decididamente humanista. Para lograr esta urdimbre entre humanismo y tecnología -cuya interpenetración es la clave de la sociedad del saber- resulta imprescindible advertir que las nuevas tecnologías ponen en primera línea a sus usuarios, destacan a las personas y a su capacidad de creación e innovación, precisamente porque las faenas más rutinarias pueden automatizarse. Creer que la propia automatización resulta educativa es como coger el rábano por las hojas. Pero no utilizarla decididamente equivale a cerrar las únicas puertas que hoy se entreabren a la sociedad del saber. Quien rechace hoy el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación se convertirá en un eremita científico.
Mi propuesta de fondo consiste, por tanto, en tomarse la educación universitaria en serio. Semejante actitud constituye la única alternativa viable a la deriva inercial y escasamente solidaria que está adquiriendo el capitalismo tardío. Por lo demás, la raíz antropológica del uso dinámico del capital se revela al advertir que la producción de riqueza potencia la ulterior producción de riqueza. Este enriquecimiento interno y activo, que se aplica al campo económico, encuentra su origen y paradigma en el autoenriquecimiento que acontece en la vida intelectual y ética gracias al crecimiento ontológico y operativo que implica la adquisición de hábitos científicos y morales. Las virtudes cognoscitivas y prácticas representan el único modo que las mujeres y los hombres tienen de no perder la propia vida, de que el tiempo vital no se les escurra como agua entre las manos, sino que se remanse en la forma de ser más y, en consecuencia, ser capaz de más.
La adquisición progresiva de hábitos antropológicos es la única forma de que aumente la productividad social al ritmo requerido por el tiempo presente. El lema "sociedad del conocimiento" es una certera forma de expresar que, a estas alturas del proceso histórico moderno, los recursos propiamente humanos deben pasar a ser el motor de un mundo que se está abriendo a las posibilidades y los riesgos de la globalización. Dicho de otro modo, la actual civilización mundial sólo se puede proseguir con una cierta armonía si remite a lo que Juan Pablo II ha llamado cultura del hombre. Lo cual, a su vez, no es algo que se pueda esperar de la dinámica objetiva del mercado ni del funcionamiento de las organizaciones burocráticas. Está en manos de la iniciativa concertada de los ciudadanos, de su inteligencia y de su capacidad de decisión y de acuerdo. Esto es lo que, en su raíz, significa el protagonismo de la nueva ciudadanía.
Ontología de lo nuevo
Si algo se ha querido dejar claro a lo largo de esta lección inaugural es que las reformas estructurales son necesarias, pero insuficientes, para encaminar la institución universitaria hacia esa nueva vitalidad que le está pidiendo el mundo actual. Lo verdaderamente imprescindible y perentorio es, como dijo Karl Jaspers, esa fuerza espiritual básica sin la cual son inútiles todas las reformas de la Universidad.
Tal energía interna no es una simple cuestión de organización o de entusiasmo. Depende esencialmente de la idea de la realidad que en la Universidad se cultive. Si tal concepción es ideológica -es decir, abstracta y estática- esa fuerza interior se resecará y la Universidad contribuirá a paralizar el dinamismo histórico y social. Al situarse fuera de la realidad y tratar de configurarla de manera voluntarista, toda ideología presenta una esencial dimensión utópica. Y, a su vez, las utopías son herejías cristianas secularizadas.
Según ha dicho Robert Spaemann, la utopía está muerta. Pero, ¿qué nos queda cuando lo que presuntamente sustituía a la religión se revela como ilusorio? O bien la vuelta al origen, el retorno al Dios vivo, o bien una radical antiutopía que niega cualquier dimensión trascendental del pensamiento humano. Richard Rorty, entre otros escritores relativistas, ha dibujado esta antiutopía: es el sueño de una sociedad liberal, en la cual han desaparecido todas las exigencias absolutas del conocimiento, la religión y la ética; en la cual sólo se consideran como verdaderos el placer y el dolor, sopesados según aquello que Amartya Sen ha llamado una "métrica mental". No debemos tomarnos nada en serio: queremos sentirnos bien, y eso es todo. El lugar del nihilismo heroico de Nietzsche lo ha ocupado un nihilismo banal que, como también dice Spaemann, se llama a sí mismo "liberal" y a sus adversarios "fundamentalistas". Para este nihilismo 'light', libertad significa multiplicación de las posibilidades de opción (algo así como 'choice'). Pero no deja emerger ninguna opción por la que valga la pena renunciar a todas las demás. Ya no hay lugar para el tesoro escondido en el campo, por el cual vende cuanto tiene quien lo encuentra.
Y, sin embargo, lo nuevo sigue siendo insoslayable, inevitable, irrenunciable. Según Boris Groys, la exigencia de innovación es la única realidad que se expresa en la cultura. La atracción por lo nuevo es una ley que vige también en la post-modernidad, después de haberse despedido de todas las esperanzas de una revelación de lo oculto y de un progreso orientado hacia metas. Pero la postura de Groys está basada en que la cultura ya no remite a ninguna realidad extracultural, ni procede de la libertad o la creatividad humanas. Porque, para él, la cultura se ha convertido en parte de la economía y, en consecuencia, lo culturalmente nuevo ya no supone el alumbramiento de algo real que permaneciera velado, sino que se basa en una transvaloración de los valores y, al cabo, en cambios de estrategias de producción cultural. El pensador ruso considera que la utopía moderna es una especie de conservadurismo del futuro, y que por ello no es extraño que las actitudes revolucionarias hayan recurrido a las fuerzas destructivas propias de la guerra, acogiéndose en último término a ideologías extremadamente reaccionarias, como es el caso de la Unión Soviética, que Groys conoce por experiencia. Pero estimo que su propia postura no resulta aceptable, porque implica la consagración de una subsunción de la cultura en la economía que congela toda posibilidad de cambios reales que no sean ni meramente estéticos ni desesperadamente utópicos.
En una reciente propuesta sobre la Universidad actual, Jacques Derrida nos ha mostrado lo que puede dar de sí la desvinculación de la realidad extracultural y la "deconstrucción" de los ideales humanísticos de inspiración clásica:
"[...] La universidad moderna debería ser sin condición. Entendamos por 'universidad moderna' aquella cuyo modelo europeo, tras una rica y compleja historia medieval, se ha tornado predominante, es decir 'clásico', desde hace dos siglos, en unos Estados de tipo democrático. Dicha universidad exige y se le debería reconocer en principio, además de lo que se denomina la libertad académica, una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad. [...] La universidad hace profesión de la verdad, promete un compromiso sin límite para con la verdad. [...] Esta universidad sin condición no existe, de hecho, como demasiado bien sabemos. Pero, en principio y de acuerdo con su vocación declarada, en virtud de su esencia profesada, ésta debería seguir siendo un último lugar de resistencia crítica -y más que crítica- frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos. Cuando digo 'más que crítica', sobreentiendo 'deconstructiva' (¿por qué no decirlo directamente y sin perder el tiempo?). Apelo al derecho a la deconstrucción como derecho incondicional a plantear cuestiones críticas no sólo a la historia del concepto de hombre sino a la historia misma de la noción de crítica, a la forma y a la autoridad de la cuestión, a la forma interrogativa del pensamiento".
Ahora bien, la deconstrucción no tiene final ni finalidad. No tiene final porque ella misma es el final. Y no tiene finalidad porque implica el cierre de la época de la búsqueda filosófica de la verdad y de la pretensión de las continuas innovaciones que están vinculadas a esa búsqueda, sin que exista -según Derrida- posibilidad de renovación o superación de tal época. Lo que aquí se entiende por Universidad, e incluso por "verdad", poco tiene ya que ver con lo que ha venido significando, mal que bien, a lo largo de la cultura humanista. Y así se confirma cuando se examina la propuesta de "nuevas humanidades" que hace también Derrida.
La deconstrucción, desde luego, no consiste en el intento de desmontar la tecnoestructura o, al menos, de perforarla, para volver a esa realidad vital originaria en la que a mi juicio se encuentra la fuente última de toda novedad. En un magnífico estudio sobre la situación de la investigación en la sociedad actual, Fernando Inciarte ha caracterizado así la tarea de los deconstruccionistas post-modernos y las consecuencias culturales de tal actividad:
"La deconstrucción que hoy día practican más que proclaman (de-construcción no es sino la traducción literal del Ab-bau heideggeriano), no va ya dirigida a desenterrar lo originario, natural y primitivo removiendo toda clase de sedimentos. Lo único que hace es perpetuarlos: considerar que todo es copia de otra copia, es signo no de un significado sino de otro signo, es una pérdida no sólo del concepto de verdad sino incluso del de sentido; considerar que -como decía Wittgenstein, citando al escéptico vienés Karl Kraus- el progreso consiste sobre todo en parecer siempre más importante de lo que se es. ¿De qué me sirve romper con la cabeza la pared de mi celda, si más allá me voy a encontrar con otra celda? Es el sinsentido elevado a sistema y del que el reflejo evidente es la confusión de una sociedad hiperinformativa en donde la imagen es todo y la distinción entre apariencia y realidad tiende a desaparecer: por no hablar de aquella otra entre lo bueno y lo malo. El deconstruccionismo representa, por así decirlo, el resello filosófico de ese mundo que, pese a tantas revoluciones -socialistas, comunistas, nazis, populistas, nihilistas, etc.-, cada vez se ha ido imponiendo más. Es el triunfo de lo artificial sobre lo natural, de las múltiples posibilidades sobre las modestas realidades, de las imágenes sobre el hecho escueto, de la ilusión, en una palabra, sobre la verdad: el triunfo del fetichismo. Fetichismo es fundamentalmente substitución del todo por la parte, de lo real por lo imaginario, del significado por el signo, de le representé por le representant. No por casualidad 'fetichismo' es, junto con 'narcisismo', la palabra clave, no sólo, por ejemplo, de la crítica republicana de Marx al capitalismo liberal, sino también del deconstructivismo" .
El relativismo escéptico de la cultura en apariencia dominante no sólo implica la muerte espiritual del alma, sino también de toda cultura vital, sin la cual la Universidad misma acaba por responder a la fúnebre descripción que de ella hiciera Ortega y Gasset: "cosa triste, inerte, opaca, casi sin vida". La Universidad que, desde hace ocho siglos, ha sido capaz de responder a los desafíos provenientes del exterior, se muestra ahora casi inerme ante la amenaza que brota de ella misma y que la está vaciando de su propio contenido. Estamos ante el fenómeno que los sociólogos actuales denominan "implosión", es decir, explosión seca, hacia dentro, producida por un interno vacío. No se trata de un problema funcional. Lo que late en el fondo es una cuestión metafísica.
Los problema metafísicos se refieren radicalmente a la pregunta ya formulada por Aristóteles: "¿Qué es el ser?". De la respuesta que a ella se dé, depende el destino de la Universidad. El atolladero en que ahora se encuentra la institución académica deriva de que la contestación dominante a este interrogante decisivo discurre, por lo general, en la línea del materialismo evolucionista. El ser, la realidad, todo tipo de realidad, es materia evolucionada. Lo cual implica que no hay diferencias esenciales entre las distintas especies de cosas, porque todas ellas provienen de un mismo material, primordialmente homogéneo, a partir del cual las diferencias son más aparentes que reales. Si "todo es uno y lo mismo", como ya mantuvieron los sofistas, entonces ni hay ahora nada nuevo respecto al origen, ni existe la posibilidad de que lo haya.
La visión que del mundo tiene el evolucionismo materialista excluye toda novedad y cualquier progreso, porque está dirigida hacia atrás, con una actitud epistemológica en la que la memoria domina a la inteligencia. La esencia de lo que es -y de lo que eventualmente será- reside en lo que fue. Lo que parece nuevo en rigor no lo es. Porque, o bien estaba ya preformado de manera latente en el tejido originario, o bien su novedad es puramente ilusoria ya que en verdad no es más que -según la expresión típica de todo reduccionismo- aquello que ya era al comienzo. Las diferencias esenciales no son más que antropomorfismos. Y el hombre mismo, según ha advertido agudamente Spaemann, se convierte en un antropomorfismo: en una ficción de sí mismo por obra de sí mismo.
Para aspirar a conseguir lo nuevo, es preciso admitir que lo hay o, mejor quizá, que puede haberlo. Lo cual exige una ontología realista y esencialista, es decir, que admita diferencias fundamentales entre unas realidades y otras, y que esté abierta a la posibilidad de llegar a conocerlas.
En contra de la superficial contraposición entre una estática filosofía de la sustancia y una dinámica filosofía de la función, acontece más bien que la abolición de la esencia sustancial conduce al inmovilismo. Lo cual queda establecido en la distinción aristotélica entre las diversas rúbricas de la clasificación de los sentidos del ser. Porque sólo la diferenciación entre el ser en acto y el ser en potencia puede dar razón del surgimiento de lo nuevo. Como argumenta Aristóteles, si no es posible que lo que no es llegue a ser, entonces todo lo que llega a ser tendría que preexistir.
El preformacionismo inmovilista es, en efecto, la cara oculta del evolucionismo materialista. Los razonamientos antisofísticos conservan en este punto toda su validez hasta el día de hoy y presentan una inusitada actualidad. Porque, como residuo de la "hermenéutica total" tardomoderna, lo que ha quedado es la confusa percepción de un mundo indiferenciado e inerte, en el que todo está mezclado con todo y en el que nada realmente nuevo puede acontecer.
Llegados a esta situación filosófica terminal, es perentoria la emergencia de un nuevo modo de pensar. Se trata de un modo de pensar analógico, que se diversifica de acuerdo con las articulaciones y variaciones de lo real, ofrecidas a la inteligencia a través de los sentidos externos e internos. Por eso es capaz de salvar lo cualitativo y flexibilizarse para acoger la diferencia sin perder la identidad. Frente al "delirio báquico" de la dialéctica -del que hablaba Hegel- es un pensar sereno. Mas, en comparación con las fijaciones positivistas (decantación de aquella misma dialéctica), muestra un continuo dinamismo capaz de acoger y suscitar lo nuevo. Rompe con las contraposiciones ideológicas, porque no se acoge a ese modo abstracto de discurrir que sustituye las distinciones y los vínculos reales por sus simulacros polarizados. Para avanzar desde lo oscuro a lo claro, rechaza 'ab initio' esa confusión fundamental en la que todo lo aparentemente contradictorio se resuelve siempre en el monótono y cansino "todo es uno y lo mismo". Sabe que -y sabe por qué- no hay mediación superadora del ser desde el no-ser. Y por eso mismo es capaz de buscar los caminos de la pluralidad, de la conciliación, de la gradualidad y de la armonía.
Optimismo y esperanza
En el núcleo conceptual de las actuales paradojas de la idea de realidad se encuentra un concepto clave: la noción de naturaleza. No es fácil prescindir de ella, por molesta y superada que pueda parecer a nuestras ilustradas mentes. No es sencillo desembarazarse de lo natural para dejar vía libre a lo racional, porque la "desnaturalización" del hombre acaba por conducir al naturalismo de lo humano y, a la postre, al irracionalismo, que implica "el final de la Universidad". No es fácil prescindir del concepto de naturaleza y, además, resulta peligroso. La actual experiencia del deterioro medioambiental es, en este contexto, más reveladora que cualquier experimento conceptual. En rigor, la cuestión ecológica ha puesto de relieve los límites fácticos del pensamiento materialista. Pero desembarazarse de lo natural presenta consecuencia aún más graves, porque sin esta noción, el propio concepto de lo sobrenatural se cae por su base, de manera que la teología pierde pie. Y la teología, nos guste o no nos guste, es el alma de la Universidad y la última clave del sentido de lo nuevo.
Como se ha visto en el epígrafe anterior, si -desandando un supuesto proceso evolutivo- se considera la realidad física como un tejido indiferenciado, como una cantidad informe e inerte, sin relieves cualitativos ni internos dinamismos, se tenderá a tratarla como un inagotable material de trabajo con el que se puede hacer cualquier cosa. Tal es la visión mecanicista del mundo, con su concepción deísta del Absoluto, que está en la base de las utopías revolucionarias y transformadoras de la realidad, propias de la modernidad tardía, y que sigue alimentando ese gigantesco proceso metabólico de la producción, consumo y destrucción que recorre la entraña de las actuales actividades comerciales y bélicas, como ha puesto de relieve Roberto Calasso, en 'La ruina de Kasch', con una lucidez casi insoportable. Nietzsche advirtió muy bien lo principal que tras el mecanicismo materialista se esconde: voluntad de poder. Alcanzó también a anunciar la capacidad destructiva de las ideas y creencias ilustradas, que han conducido el dinamismo universitario a un punto muerto, como ha reconocido Allan Bloom. (Aunque resulte sorprendente que el propio Bloom recomiende más Ilustración para superar el 'impasse' académico al que Ilustración ha llevado a las universidades americanas). Pero Nietzsche no vislumbró que los límites de esa voluntad de dominio vendrían dados por la olvidada estructura propia de aquella materia presuntamente inercial o pasiva, que no habría experimentado ningún cambio esencial desde el caldo primordial del que todo proviene hasta la realidad compleja y fragmentada que hoy tenemos a la vista. (Ya vimos que, precisamente, la entraña del materialismo consiste en esa especie de "recuerdo" inalterable que siempre remite las cosas actuales a otras más primitivas y menos formalizadas, a las que la realidad presente constitutivamente se reduce). Ni el marxismo en su momento, ni el pragmatismo hoy, han tenido en cuenta una variable que resulta decisiva: la escasez de los recursos materiales y la terquedad de las leyes cualitativas que rigen el equilibrio del universo físico y, en otro sentido, la armonía de las comunidades humanas. Expulsada por la puerta de la historia, la vieja y despreciada 'physis' vuelve a entrar por la ventana de la realidad natural.
Y es que, en definitiva, no hay noción más abstracta y negativamente idealizada que la de la materia mecanicista. Lo peor que tiene tal materia es que no existe: es un constructo ideológico tan proteico -por carente de atributos- que se puede poner como sustrato o hipótesis de cualquier teoría o concepción del mundo, aunque semejantes visiones nunca consigan dar cuenta de la realidad, precisamente porque están montadas al aire, porque carecen de una fundamentación metafísica sin la cual la propia consistencia de la Universidad se desvanece. Frente a esa ficción interesada, lo que efectivamente existe es una realidad inteligible y finalizada, dotada de propiedades naturales que -en contra de todas las caricaturas que de ellas se han hecho- no tienen nada de misteriosas o ilusorias, pero que -en cualquier caso- no resulta posible ignorar ni en la investigación científica, ni en la tarea educativa, ni en la comprensión filosófica y teológica del ser creatural.
A la luz de estas consideraciones, aparentemente tan alejadas de nuestro azacanamiento diario, se advierte que la esperanza cristiana de la salvación ha de injertarse en una visión del mundo y de la vida que sea capaz de acogerla, que no sea por principio reluctante a ella.
La cuestión de la esperanza pasa a primer término cuando nos encontramos en la fase terminal de una época en la que la mayoría de los movimientos que se advierten presentan una índole inercial. La esperanza brilla por su ausencia cuando lo mejor que puede pasarnos es seguir un trecho más como hasta ahora. Y es que el objeto de la esperanza no es lo seguro; el objeto de la esperanza es lo nuevo. La esperanza, como pasión y como virtud, se refiere a un bien arduo y humanamente incierto que no se halla precontenido en las condiciones iniciales y que sólo se puede atisbar si uno adopta el bello riesgo de aventurar la propia vida.
La esperanza del hombre solamente asoma en el horizonte existencial cuando la propia vida se entiende como un drama cuya dinámica no es la de un mecanismo sino la de una narración. Lo peor del reduccionismo tecnocrático es que siempre promete más de lo mismo, pero es ciego para esos lances de la libertad en los que puede fulgurar lo nuevo. Por eso es tan triste el progresismo y resultan tan monótonas las utopías: porque no son capaces más que de recombinar lo dado, ya que sitúan el motor del cambio en una instancia impersonal y objetiva que sólo puede repetir hasta la saciedad lo ya visto, lo ya vivido. Y más penoso aún resultaría el caso de una teología que confundiera la esperanza teologal con la resignada aceptación de unos mecanismos de progreso que hace tiempo mostraron su inanidad.
El tipo de hombres que han generado esas utopías asociadas al progresismo tecnológico queda lúcidamente descrito por Ernst Jünger en una anotación del 22 de septiembre de 1945, publicada en el segundo volumen de sus 'Radiaciones':
"[...] desconocedores de las lenguas antiguas, del mito griego, del derecho romano, de la Biblia y de la ética cristiana, de los moralistas franceses, de la metafísica alemana, de la poesía del mundo entero. Enanos en la vida verdadera, colosos de la crítica, de la destrucción, en la cual consiste su misión que ellos ignoran. De una claridad y distinción nada comunes en todos los asuntos mecánicos: deformes, atrofiados, confusos en todo lo concerniente a la belleza y el amor. Titanes de un solo ojo, espíritus de tinieblas, negadores y enemigos de todas las fuerzas creadoras -esos hombre podrían sumar sus esfuerzos durante millones de años sin dejar tras de sí una obra que pesase lo que una brizna de hierba, lo que un grano de trigo, lo que un ala de mosquito. Alejados del poema, del vino, de los sueños, de los juegos, y prendidos irremisiblemente en las redes de las falsas enseñanzas impartidas por engreídos maestrillos de escuela [...]".
Y es que la apuesta incondicionada por la eficacia genera una espantosa esterilidad. La apuesta por la fecundidad, en cambio, presupone un suelo fértil, una cultura, un cuidado, un cultivo del espíritu, como condición imprescindible para la generación y el crecimiento. Por eso la mentira primordial, el 'proton pseudon', de la tardomodernidad ilustrada consiste en situar la esperanza en la línea de la eficacia y desarraigarla de los enclaves de la fecundidad. En cambio, el fomento del amor a la sabiduría, la primacía del factor humano en las organizaciones y la promoción de una imagen libre y digna del hombre constituyen hoy lo que podríamos llamar 'praeambula' spei.
Cuando el paradigma de la fecundidad queda sustituido por el modelo de la eficacia, lo que se ofrece a cambio de la esperanza es el "optimismo". Ese optimismo vacío y bobalicón, según el cual, a pesar de todo y no se sabe por qué, todo tendrá un 'happy end'. De ese optimismo superficial cabría decir algo parecido a lo que Nietzsche afirmaba de la felicidad: que no es una virtud humana sino un sentimiento fomentado por los prepotentes. El cristiano de antaño sabía muy bien lo que pedía cuando imploraba que Dios le librara "de la muerte repentina y de las manos de los poderosos".
Tal es el inicial movimiento de ese drama personal que representa, para cada uno, la historia de la salvación. Parte de comprobar la vanidad de la eficacia meramente humana, del poder puro, y se prolonga en el arrepentimiento de haberse dejado arrastrar por tal ensoñación. Adopta entonces la actitud de dejarse llevar dócilmente de la mano y mantener el oído atento a una Verdad cuyo origen no se puede encontrar entre las cosas de este mundo.
Teología de lo nuevo
El cristiano sabe que la historia intramundana no tiene la última palabra. Ella misma está dirigida por una Sabiduría providente que nada tiene que ver con la hegeliana "astucia de la razón". Por eso, en rigor, no hay una filosofía de la historia, si ésta se entiende como una explicación inmanente de sí misma. Hay, sí, una teología de la historia como saber acerca del 'status viatoris' cuyo último significado sólo se esclarece a la luz del 'status comprehensoris' que Cristo nos ha ganado con su muerte en la Cruz y su resurrección gloriosa. Nuestra propia muerte -límite entre la revocabilidad y la irrevocabilidad - se abre entonces a la esperanza, y nuestra vida se llena de sentido y responsabilidad.
No es la esperanza cristiana un lenitivo a las tensiones y luchas de esta vida. No adormece las capacidades de plantearse problemas y buscarles soluciones, tarea que la Universidad aborda desde su característica perspectiva educativa y teórica. Todo lo contrario. Devuelve a esta existencia nuestra toda su seriedad y toda su trascendencia. Hoy sabemos, con recientes y clamorosas evidencias, que el consabido "opio del pueblo" no es el cristianismo sino que lo son precisamente esas utopías totalitarias desde las que se lanzaron semejantes acusaciones. Al despertar del letargo ideológico, hemos de abrirnos a un renovado realismo cristiano que se toma muy a pecho los empeños de este mundo, justo porque éste es el campo de juego de la humana libertad que aquí ha de ganarse una plenitud trascendente. Como dice el Fundador de la Universidad de Navarra, los hijos de Dios no hemos de desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae la verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Ésta ha sido mi predicación constante desde 1928, añade Josemaría Escrivá: "llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano".
La presencia de Cristo entre nosotros, en nuestras comunidades y en nuestro mundo, es el 'novum' radical, el origen y la finalidad última de toda auténtica innovación. Él es la fuente de nuestra esperanza, el foco que -sabiéndolo o sin saberlo- atrae hacia sí los anhelos históricos de una vida social más armónica y lograda, más productiva y fecunda. El actual empeño eclesial en una nueva evangelización de las sociedades tradicionalmente cristianas constituye, por tanto, la clave para conseguir que las inquietudes de este tiempo de cambio desemboquen en iniciativas verdaderamente renovadoras.
Sólo este sólido fundamento de esperanza hace viable la prosecución del proyecto cultural al que seguimos llamando Universidad. Cuando el cinismo materialista y el relativismo cultural amenazan la posibilidad de institucionalizar el descubrimiento y la transmisión de la verdad, los cristianos sabemos que la Universidad establece una ámbito privilegiado para la manifestación de una libertad que libera de la pasividad y el conformismo. Máxima expresión intelectual de la esperanza que impulsa la búsqueda humana de la verdad, la teología es como la savia que mueve hacia la luz y hacia la vida ese árbol de las ciencias que es la institución universitaria.
El mayor desafío intelectual de este período de entre-épocas consiste, quizá, en el descubrimiento del papel arquitectónico que a la filosofía y a la teología les corresponde respecto al proceso por el que -como dice Juan Pablo II- la fe se hace cultura. En la inspiración fundacional de la Universidad de Navarra se encuentra ese impulso para encarnar la fe en todas las tesituras culturales y profesionales, contribuyendo así a una renovada síntesis de los saberes y a la formación armónica de las jóvenes generaciones. A pocos días ya de la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, el entrañable recuerdo de su figura amabilísima desemboca en la renovada fidelidad a un proyecto universitario cuya hondura teológica hunde sus raíces en una patente santidad de vida.
La "relación trascendental" de la Universidad con lo nuevo no se debe principalmente a la edad temprana de los que a ella acuden como estudiantes, porque un universitario ha de seguir siéndolo toda la vida, sin entrar jamás en el "Philisterium", como se denominaba en los países germanos la vida burguesa de aquéllos que en un tiempo fueron alumnos de la Universidad. La constitutiva novedad de la institución académica brota de sus raíces cristianas. La Palabra de Dios revela continuamente su fuerza juvenil. Es joven por naturaleza; no se limita a contagiar un entusiasmo pasajero, sino que comunica una profunda 'Begeisterung', una espiritualización operada por el propio Espíritu que lo hace todo nuevo: el espíritu de Jesús, que no ha conocido la vejez.
Hay un modo clásico y humanamente digno de envejecer, pero no hay un modo cristiano. Envejecer significa haber superado el punto culminante, replegarse hacia el final físico. Este repliegue puede engradecerse con la fuerza moral de la renuncia, pero la vejez meramente humana es impensable sin la resignación. Y la resignación no es una virtud cristiana. Cristo no se resignó a la muerte ni lo hace ninguno de sus santos. La resignación incluye una idea de tiempo perdido que es ajena al sentido cristiano del tiempo: hasta el propio Marcel Proust se percata de que -si no se supera- es incompatible con la literatura como vocación. La juventud en el cristiano, incluso en el que es viejísimo, excluye que su infancia espiritual se torne infantilismo en la vejez. Lo que le mantiene joven es la juventud de la Palabra de Dios, esa llama que arde en el Evangelio e impide que la palabra de Cristo se encuentre completamente a sus anchas en el mundo desencantado de los adultos.
El cristianismo se hizo valer en el mundo de entonces, al que no le faltaban fuerza, madurez y nobleza, gracias a su juventud. Esa anticipación la pagaron frecuentemente los primeros cristianos con la muerte. Con una muerte a la que iban con sentido de aventura y de victoria, porque la juventud se proyecta naturalmente hacia el triunfo. El cristianismo es, desde sus mismos inicios hasta hoy, una vivencia de novedad que en pocas instituciones ha podido desplegarse tan connaturalmente como en la Universidad.
Contra las tempranas objeciones de la Gnosis sobre qué novedad podría haber aportado Jesucristo, si ya estaba todo -hasta en sus menores de talles- preanunciado en el Antiguo Testamento, contesta Ireneo: "Sabed que Él ha traído toda novedad, porque ha venido Él mismo"1. E Hipólito, refiriéndose a toda la vida de Cristo, se pregunta: "¿No son éstas cosas nuevas? Lo que nunca se ha visto en el curso del mundo, eso es una cosa nueva [...]. Porque nueva es tu salvación, nuevo el camino por el cual tú has sido redimido mediante la Cruz y los clavos de Dios".
Los santos actuales ofrecen al cristianismo todo el espacio de su alma y se dejan inundar por su juventud tan plenamente como las primeras generaciones de los seguidores de Cristo. Como decía Bernanos, el cristiano es esencialmente aquél que en este mundo guía y reúne a la juventud. Y ¿dónde mejor que en la Universidad?
Con la ayuda de Dios, que no ha de faltar, el futuro de la Universidad de Navarra está asegurado. Al cabo de su primer medio siglo de vida, seguimos viendo muy claro que la clave de ese porvenir no son los medios materiales, de los que nunca hemos estado ni estaremos sobrados, a pesar de la generosidad de tantas personas que aciertan a percibir la trascendencia de su labor educativa y científica. La clave de ese futuro reside en la dinámica fidelidad a un espíritu que lleva valorar la dignidad intocable de las personas y a anteponer el bien común de la institución a los intereses particulares del individuo. Magnanimidad, grandeza de alma, se llama tal actitud de fondo. Es lo que nunca hemos de perder, aquello por lo que -con alegría esperanzada- siempre hemos de velar.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |