Parte de la obra: Humor y serenidad en la vida corriente, EUNSA, Pamplona 1996.
Índice:
1.- Tener algún tiempo para pensar
2.- Un cierto despego de los 'status symbol'
3.- Dominar la 'inquieta pereza'
El término serenidad, valga el juego de palabras, encierra un sentido imprecisamente preciso. Me explicaré. Tanto en su uso técnico como popular la serenidad designa un estado de ánimo[1]. Los estados de ánimo desempeñan la (primera) función de facilitar una valoración completa y global de la afectividad en un determinado instante o situación. Esa valoración, por la naturaleza subjetiva y fluctuante de los fenómenos afectivos, resulta aproximativa, indefinida; sucede algo parecido a si tuviésemos que obtener la tonalidad resultante de un conjunto de pinceladas dispersas, difusas, confusas y versátiles. Por lo tanto, no es nada fácil, en ese fondo impreciso y vago, cuajar una precisa definición de serenidad. Sin embargo, el vocablo serenidad expresa un significado fijo e inequívoco y describe perfectamente un tipo de estado de ánimo; dicho en otros términos, todos entendemos lo mismo con la palabra serenidad aunque no sepamos exactamente lo que queremos decir. De ahí su imprecisa precisión.
A pesar de esa intrínseca dificultad, tras largos años de trabajo y de ensayar diversos enunciados, el autor cree haber hallado la tecla explicativa y en un día de buen fario, con la suavidad y la gradual luminosidad de un amanecer, dio a luz esta definición de serenidad: la serenidad es una disposición de la sensibilidad para frenar el desbordamiento propio de los movimientos afectivos.
La clave explicativa de tan 'admirable' definición se esconde en la naturaleza psicosomática de lo afectivo. El motor generador del dinamismo afectivo es la búsqueda del placer y la huida frente al dolor. En este sentido, los movimientos o fenómenos afectivos persiguen consumar el mayor placer o soportar las mínimas dosis de dolor, y se dirigen hacia su objetivo según el paradigma dinámico de las pulsiones, un paradigma conforme a su naturaleza corporal; es decir, una fuerza bruta que apunta al objetivo de manera automática, maquinal, atronada y expansiva. Por consiguiente, los movimientos y fenómenos afectivos, en su pura condición psicosomática, tienden al desbordamiento, al desenfreno, a la búsqueda irrefrenable de mayor abundancia de placer o a la fuga alocada y violenta ante lo que suponga dolor. Esa fuerza bruta en expansión, al albur de su simple dinamismo, rebasaría o superaría los sosegados intentos de la voluntad para gobernarla. Sin embargo, la acción sosegada e intensa de la voluntad, suave pero perseverante, es capaz de disponer a la afectividad -con tiempo y calma[2]- para acoger favorablemente los requerimientos impelidos desde las decisiones voluntarias, aunque para ello haya de violentar el dinamismo afectivo placer-dolor, pero sin menoscabar la naturaleza psicosomática de los afectos.
Para armonizar los componentes del acto humano, y por efecto de la unidad sustancial, la voluntad interviene en el propio dinamismo emocional disponiendo a la afectividad en dos direcciones, principalmente: por un lado, un mecanismo pronto y rápido de descarga inmediata y súbita de tensión emocional intensa o condensada (sentido del humor); de otro lado, un sistema de brida afectiva para impedir o contrarrestar la tendencia a la expansión y a la explosión[3] de los fenómenos afectivos (serenidad). De esta forma consigue que los fenómenos afectivos debiliten su intensidad eruptiva de fuerza ciega y broten con menor resistencia a las decisiones voluntarias, aumentando así sus posibilidades de maleabilidad y moldeabilidad.
El autor reconoce, no sin cierto rubor y un mohín de azoramiento, un azoramiento perfectamente soportable pues los amables lectores bien merecen contarse entre los pacientes y benevolentes amigos del autor, y la buena amistad disculpa con holgura las ingenuas y menudas vanidades... Perdón, me he distraído. Quería decir: al autor le apetece confesar que sintió un punto de arrogancia huera ante su acabada definición de serenidad, con todo el acervo de conocimientos psicológicos contenidos en su sencilla formulación. En un instante se amontonaron las gratificaciones condensadas en años de búsqueda fatigosa e infatigable hasta dar con una noción cabal de serenidad. Y el tan ansiado hallazgo consiguió agrietar y resquebrajar el sereno ánimo del autor, para abrir plaza a un juvenil y apasionado ánimo festivo y eufórico. ¡Ay, los gozos del trabajo intelectual! ¡Enardecedoramente inefables! El autor salió a pasearse para sosegar el altanero torbellino interior.
Los paseos tranquilos apaciguan los ánimos turbulentos. Bastaron unos cuantos pasos para desvanecer la alharaca vanidosota y ensordecer los clarines de la gloria imaginaria, y al menguar la fogosidad del ánimo despertaba la capacidad reflexiva. La reflexión nubló los presagios bienhadados del horizonte vital, todavía más, los tornó sombríos. Todo transcurrió con esa típica y vieja alternancia anímica que el saber psicológico acuñó como 'la variación pendular del ánimo en la ansiedad creadora'.
Los insidiosos reclamos reflexivos retornaron al autor al mundo de la realidad. ¿Se entenderá una definición tan 'acabada y completa'? ¿Tiene alguna utilidad? ¿Recibirá una buena acogida -aunque sea crítica- por parte de la literatura especializada? El autor se respondía con previsiones y presagios ciertamente desesperanzados. Y ya en la frontera de un pesimismo de tinte sepulturero, apareció la pregunta central con su duda correspondiente: ¿cuántos leerán tan 'brillante definición'? Una pregunta que apuntilló la densa pesadumbre afectiva: a la luz de la escuálida ración de derechos de autor los amables lectores más bien deben escasear... y, además, ¿todos la entenderán? El autor no pretende ser descortés o presuntuoso; nótese que el cuestionamiento anterior viene inducido por el ánimo indolente y abatido, y sin ningún asomo de desconfianza en lo referente al potente ingenio del amable lector[4]...
Proseguía el autor con su cetrino monólogo interior. ¿Y para las gentes normales y corrientes? Esas gentes que movieron al autor a redactar estas páginas y a las que no les preocupa tanto el concepto de serenidad cuanto el hecho de sentirse serenos, ¿les reportará alguna utilidad esta académica definición? Imaginaba el autor a una madre de familia numerosa, al atardecer, intentando reprimir un incontenible grito histérico en el fragor mismo del enésimo desaguisado de uno de los muchos hijos, preguntándose: ¿tengo la sensibilidad dispuesta para refrenar los desbordamientos propios de los movimientos afectivos? Hasta el propio autor reconoce que si la susodicha señora no perdió la serenidad por el alboroto de los hijos, seguramente le estallaría en mil añicos por el impacto mental de tan aguda y perspicaz pregunta...
La verdad sea dicha, al autor se le esfumaron las altanerías descubridoras... Una vez más, en aquel reposado paseo, comprobó el carácter ciertamente tornadizo de los sentimientos y emociones humanas.
Esa 'admirable' definición, en todo caso, únicamente le rentaría un ajustado hueco en la hornacina de la Historia. Ahora bien, con aquella negrura afectiva, el autor maliciaba si el ingreso en la Historia no sería más cuestión de oportunismo que de los muchos méritos de la agudeza de ingenio. Además, cavilaba, cuando grabaran su nombre en las gruesas letras de la Historia ya le iba a pillar demasiado mayor...
Pues aún no repuesto de sus melancólicos devaneos creativos, el autor se enfrascó en la lectura de un libro de un amigo suyo, también con el soterrado intento de aprovecharse de los beneficios terapéuticos de las buenas lecturas. El nervio del libro recorría escenarios ajenos a la serenidad. Sin embargo, quizá por efecto de la polarización inconsciente al tema, el autor descubría a cada paso, de página en página, certeras apreciaciones sobre la serenidad. Con gran admiración por su parte, no exenta de algún gramo de envidia, comprobaba como su amigo, además, formulaba los serenos principios en términos asequibles al vivir cotidiano del hombre común.
Un tiempo después llegó a oídos del autor la publicación de un extenso artículo de su amigo, casi un libro, acerca de la serenidad; de resultas de ello concluyó que aquellas delicadas y serenas aportaciones seguramente corresponderían a notas o esbozos de esa teoría. Como la amistad disculpa bien las ingenuas vanidades y mitiga las tenues rencillas o envidiejas creativas, el autor se ocupó en recoger, humildemente, en una hojita de papel en blanco, las distintas recetillas prácticas sobre el ánimo sereno que tan acertadamente su amigo esparcía por el texto, unas recetas que con inusual maestría engarzaban lo técnico con lo cotidiano, el conocimiento de los mecanismos psicológicos con su habitual manifestación conductual.
El autor se siente en la obligación de advertir que mantiene con su amigo graves discrepancias y divergencias en lo referente a la concepción del hombre, a la filosofía del hombre. Discrepancias que en nada empañan, menguan o deslucen la amistad, más bien todo lo contrario, pues sucede lo que afirmaba Aristóteles de sus divergencias con su maestro Platón, salvando las distancias: las controversias refuerzan nuestra amistad porque nos une el férreo amor a la verdad que ambos profesamos.
El autor reprocha al amigo la insuficiencia de su doctrina para encontrar una explicación cabal y coherente a la radical unidad del hombre, en su esencia y en su acción, a pesar de los distintos órdenes de naturaleza (corporal y racional, espiritual) que la conforman.
Pero sobre todo arremete contra su amigo cuando este aconseja, como dinámica existencial, el abandonarse o dejarse arrastrar por una fuerza irresistible e irrefrenable del destino que guía y encauza la vida, una fuerza del destino que, además, ni sabe ni puede definir o perfilar. El hombre vive inmerso en el torbellino de una fuerza ciega e incognoscible. Con ello el amigo del autor dibuja un paisaje vital de horizontes borrosos y borrascosos, en el fondo desesperanzados. Vivir es componer una figura erguida por encima de los sones del destino sin saber muy bien por qué o para qué, es decir, una estampa de la existencia al más genuino tufillo estoico...
Tampoco está de acuerdo el autor con la consideración exclusiva de la filosofía como arte del vivir o arte para vivir. Aunque en este punto, justo es reconocerlo, el amigo del autor alcanza hechuras y maneras de maestro. Al adentrarnos en su terreno existencial, si examinamos las cosas de tejas para abajo desgajando los principios prácticos de la filosofía que los sustenta, en este caso el amigo del autor goza de tal hombría de bien, de tan asolerada experiencia de la vida, enfoca los problemas con una fina comprensión realista y cariñosa, que sus consejos adquieren la vitola de 'recetas para bien vivir', para recorrer la existencia con la postura inhiesta de la humana dignidad a la antigua usanza, antigua usanza que aún conserva la función de arcaduz de dignidades seculares.
Por una legítima 'deformación' profesional el autor reformuló los consejos de su amigo en formato tipo test. No pretende, por tanto, exponer el pensamiento del amigo, ni resumirlo o compendiarlo, tan sólo presentar -de manera asistemática- algunos de sus deleitosos y útiles consejos para sobrellevar los avatares existenciales con un aire de distendida serenidad. El test puede interpretarse, a la par, con una valoración diagnóstica y con una valoración pronóstica. Diagnostica la puntuación directa, bruta, que marca el nivel alcanzado de serenidad. La función pronóstica se desprende del análisis cualitativo de las respuestas; en efecto, en aquellos puntos más flojos de cada ítem el amable lector encontrará los senderos y las pautas que debe emprender para mejorar y elevar las cotas de serenidad.
El amable lector ha de resistir con todas sus fuerzas y energías a la posible tentación de intentar cumplimentar el test por su mujer o marido, el jefe o un compañero de oficina, algún vecino o familiar cercano... El amable lector aplíquese exclusivamente a lo suyo y anote sus puntuaciones personales. Una vez concluido este menester, y si lo considera oportuno, recomiéndele el libro a aquel amigo o conocido, marido o mujer, para quien la autoaplicación del test presumiblemente pueda reportar algún beneficio...
El test es de sencilla autoaplicación y autoevaluación: consta de seis ítems a los que el amable lector responderá en la forma que juzgue conveniente. Los enuncio uno tras otro, de corrido, y a continuación se glosan con brevedad[5] a fin de facilitar la siempre engorrosa y enojosa tarea de autoevaluación:
1.- Tener algún tiempo para pensar
2.- Un cierto despego de los 'status symbol'
3.- Dominar la 'inquieta pereza'
4.- Desterrar la tristeza
5.- 'El arte de descansar'
6.- Un buen amigo
La existencia del hombre se trenza alrededor de lo inesperado e imprevisto, de lo insospechado, ya que la vida nos sorprende a cada paso con impredecibles y repentinos meandros. Pero la vida no es ilógicamente imprevisible o caprichosamente impredecible, más bien la vida se adelanta o va más allá de las predicciones del hombre, le fuerza inopinadamente a transitar parajes inexplorados o extraños a sus anhelantes aspiraciones. La vida ve o va más allá... Por eso, cuando el hombre, con el apacible paso del tiempo, repasa y desmenuza el pasado, descubre en él un delicado hilo argumental, y a partir de ahí lo aparentemente casual adquiere un velado estatus lógico[6].
La lógica de la vida no es una lógica exacta o mecánica, sino una cierta lógica de probabilidad, a la cual la inteligencia humana tiene acceso de forma velada e inicial. La inteligencia ha de desvelar la falible lógica de la existencia y, con el inevitable margen de indeterminación, bosquejar los rasgos y las líneas maestras del existir personal, pues al acometer la vida en el espacio de sus propias leyes acotamos los perfiles de lo sorpresivo e inesperado. Esta labor del pensamiento es anterior a la acción, y básica, y el nervio de la serenidad. Se puede concretar en estas tres preguntas enlazadas: ¿eso que pretendo es lógicamente esperable de la vida?; ¿qué medios he de poner para alcanzar esos fines?; ¿con qué dificultades e inconvenientes tropezaré? Si actuásemos de otra forma la vida siempre nos pillará por sorpresa, y terminaríamos tropezando bruscamente con la más genuina realidad. En efecto, es propio del dinamismo psíquico del hombre esperar -en un primer momento- acontecimientos extraordinarios y bienhadados que allanen los caminos en la dirección de sus deseos inmediatos, y en la vida real este tipo de acontecimientos no suelen presentarse, y en las contadas ocasiones que aparecen, surgen con carácter excepcional o de oportunidad única. Más bien sucede todo lo contrario; el tono del vivir cotidiano se escribe en dirección opuesta: la ocupación gustosa cuaja después del trabajo cansino, fatigante o agotador; la ternura apetecible tras el amor sacrificado; el vino de la alegría fermenta en el lagar del áspero dolor...
El autor tiene la impresión de haberse enrollado de tal manera que malamente el amable lector podrá vislumbrar a dónde piensa ir a parar o cuál es la tesis defendida o enunciada. En el fondo se trata de una verdad simple y sencilla, asequible. Intentará explicarse con un fantasioso ejemplo, quimérico... Imagínese el amable lector a un adulto barbado, en excepcional ocasión y por razón peregrina, remoleando en la cama en día de labor cual adolescente dormilón. A partir de ahí, el resto de la escena es hilván de ese hilo imaginado, fantasioso. Las vergonzosamente confesables vueltas y revueltas perezosas y remolonas entre las sábanas calentitas concluyen con un repentino y traumático sofoco a la segunda mirada al despertador... !Los hados no permitan que el cuarto de baño se encuentre ocupado por algún hijo tardón o por la mujer que parsimoniosamente cuida de su enlucido matinal! El hipotético incidente puede finalizar con una incontenida explosión de ira. Ese día el aseo personal se realiza de forma atropellada y, por lo tanto, menos cuidadosa. La prisa excesiva difumina el tránsito entre el aseo, el vestirse y el desayuno; y el entrecruzamiento de tareas, con el fin de acortar los tiempos, consigue que el café tenga sabor a dentífrico, que uno acabe atragantándose, por la postura, al intentar atarse los zapatos al tiempo de degustar una galleta... Ya en el garaje, para colmo, advierte que, con las prisas, ha dejado encima del aparador aquel papelillo con el nombre y el teléfono de un posible cliente..., pero no hay tiempo de regresar. Un semáforo en rojo... y nueva dosis de impaciencia, de inquietud; en la ansiosa espera, a modo de espita de la angustia, nuestro barbado adulto arremete con acritud contra la caótica desorganización del tráfico, la ineptitud del alcalde y del gobierno, y contra... ¡la subida de impuestos! Otro semáforo en rojo... Después de dos o tres maniobras que rozan lo temerario y los lindes de la multa de tráfico, logra entrar en la oficina al límite mismo de los descuidos permitidos... Pero llega alterado, malhumorado, cansado, con el 'ánimo mareado'; ¡hay que tomarse un respiro...!
Regresemos al mundo real y observemos el despertar habitual y responsable de nuestro barbudo adulto: a su hora. Levantarse a la hora es levantarse con el tiempo holgadamente calculado para realizar todos y cada uno de los menesteres mañaneros. Si alguien se retrasara ligeramente en el cuarto de baño, el adulto barbudo no desesperará al primer envite pues aún le resta cierta autonomía de vuelo... Se asea según la rutina acostumbrada, viste una prenda detrás de otra en la secuencia de todos los días y a continuación disfruta del sabroso desayuno, con tiempo de cruzar alguna palabra con alguien de la familia o de hojear la prensa diaria... ¿Y si topa con un semáforo en rojo? Una miradita de reojo sobre el reloj, y al comprobar que todo marcha bajo control, pues... a esperar pacientemente, y con esa sensación de dominio hasta se permite el lujo de canturrear una tonadilla regional, si la garganta o el talante lo permitiesen a esas horas primeras. Ese adulto barbado se planta en la oficina con el ánimo sosegado, tranquilo, y se enfrasca en la tarea con el frescor y el vigor de las energías tempraneras...
Exactamente igual ocurre en la existencia humana: o prevemos los acontecimientos y sus lógicas consecuencias, o los sucesos nos dominan; o le imprimimos una dirección a la vida o los sorpresivos e inesperados ritmos de la existencia nos sofocarán en su vértigo. El fundamento primero de la serenidad es pensar, reflexionar, sobre la vida y en la vida, en abstracto y en concreto. Hemos de dedicarle un tiempo a pensar en la vida y sobre la vida.
Mi amigo, ya lo irá comprobando el amable lector, es tremendamente comprensivo y conocedor de las dificultades de todo tipo por las que atraviesa el hombre corriente, de las inquietas prisas 'de los tiempos modernos', de lo achuchado y apurado de un sinnúmero de economías... Para aquellos casos en que el ritmo trepidante del vivir no permite ni el mínimo hueco a una reflexión sosegada, el amigo del autor aún guarda una puerta abierta para una rebajada serenidad: no andar agobiados. Lo dice así: Es imposible mantener el equilibrio psicológico si el hombre anda agobiado por un trabajo profesional que sobrepasa sus capacidades, o por la inquietud que produce un trabajo que no es apto para llevarlo.
Serenidad y agobio, lógicamente, se oponen. La serenidad pide un ajuste entre las aspiraciones y las expectativas con las capacidades y posibilidades, un equilibrio entre los objetivos y los tiempos y medios precisos para alcanzarlos[7]; en definitiva, medirse, conocerse[8]. No hay ánimo que resista, y no se quiebre, ante un continuo y continuado aturullo en los quehaceres habituales y cotidianos. Por eso la serenidad es amiga entrañable del orden, y el orden también requiere reflexión y planificación.
La amable comprensión del amigo del autor le fuerza a sugerir recursos para no perder la serenidad incluso en temporadas de agobio. El postrer cordón umbilical con la serenidad, cuando el agobio solamente despunta, es la conversación afable con algún amigo, familiar o conocido que de tarde en tarde, a poder ser de forma breve y moderada, nos recuerde la belleza y dignidad de la existencia humana. ¡Felicítese el amable lector si mantiene amistad con persona de tan rara catadura! Telefonéele, ¡béselo!, y suplíquele perseverancia en esa buena costumbre, costumbre de la que pende el sostén y peldaño último para socorrer su (hipotéticamente) endeble, enfermiza y casi moribunda serenidad.
Llamamos 'status symbol' a los indicadores del prestigio y posición social y económica de un sujeto. Si empleáramos un lenguaje menos hortera diríamos sencillamente 'bienes de consumo': la inagotable cantidad de artilugios, artefactos, útiles, atuendos, enseres, utensilios, instrumentos, máquinas, 'aparatitos'... y demás cachivaches y chirimbolos capaces de convertir la vida en tan cómoda y agradable.
Por supuesto que el amigo del autor ni los critica ni los ataca, ni nadie en su sano juicio arremeterá contra un efecto y producto del bien hacer y del ingenio humano, contra aquello que amplifica insospechadamente las capacidades instrumentales de hacer el bien (o el mal, ¡desgraciadamente!, según el curso de la libertad), amplía las dimensiones del bienestar y aumenta la calidad de vida. El problema de los 'status symbol' no es de uso o necesidad, sino de abuso o exageración y de situarlos en su correcta ubicación ontológica y existencial.
La nocividad de los 'status symbol' comienza cuando nortean las aspiraciones inmediatas del hombre o si tuercen su contenido instrumental para convertirse en valores de primer rango en las motivaciones del sujeto. En estas condiciones causan profundos y serios estragos en la personalidad, con el agravante de pasar inadvertidos o desconocidos como causa etiológica. El autor no se toma la molestia de argumentar este asunto porque lo considera suficientemente conocido, no en vano constituye el núcleo argumental de la tan afamada y acreditada polémica acerca del 'tener' y el 'ser' en el hombre, una de las discusiones más representativas de las décadas mediales de nuestro siglo.
El amigo del autor añade, además de la honda razón aludida en el último párrafo, que la preocupación excesiva o desmedida por los 'status symbol' aviva en la persona la envidia y elensueño, aunque quizás a buena parte de los adultos les cueste un "hígado" reconocerlo, pues eso de la envidia y el ensueño parecen procederes psicológicos típicos de comportamientos infantiles o adolescentes.
Lo del ensueño da la impresión de ser más llevadero de aceptar. Si la persona se zambulle en la espiral de los 'status symbol' y en la vertiginosa celeridad de su novedosa novedad, difícilmente conseguirá sustraerse a la inquietud psíquica. No es cuestión de comprar o no comprar, disfrutar o no disfrutar, el aparatito o artilugio novedoso, el ensueño se produce al proyectar sus efectos beneficiosos más allá de su condición instrumental. Sucede algo parecido a este imaginario monólogo interior de un consumidor a punto de sucumbir en la compra de un coche último modelo un pelín más caro de lo asequible a su economía familiar: '... además, con la potente suspensión "a rodillo"[9] las curvas ni se notan, con esa suave conducción mi mujer viajará tranquila, es decir, no le gritará a los niños, de esa forma llegaremos al lugar de vacaciones sin crispaciones y enfados, y por lo tanto...' ¡Demasiado para un coche nuevo...! Añádanse los imaginados comentarios elogiosos de los vecinos, la envidieja de algún compañero de oficina, la elevación de la autoestima de la mujer, el ajuste emocional de los hijos al no sentirse inferiores a otros alumnos de padres de mejor posición social... ¡Demasiado para un coche nuevo...! ¡Para qué seguir...! El ensueño... o el estropicio de la imaginación desbordada.
La envidia ya es problema de mayor entidad, y menos soportable. Al autor la envidia le tiene verdaderamente confundido y perplejo en cuanto simple cuestión teórica. ¿Realmente existe o es un constructo teórico de algún psicólogo o asceta desocupado e imaginativo? En su dilatada experiencia jamás topó el autor con mortal alguno que se reconociera envidioso. De ahí sus dudas. A lo mejor sí existe pero se tiene de ella un concepto erróneo. Insistía Aristóteles en que la envidia se enciende por acontecimientos menudos y cercanos entre los iguales, no suelen suscitar la envidia los desiguales (inferiores o superiores). Fíjense en estos encabezamientos de comentarios acerca de familiares o conocidos: "no se que harán con el sueldo, pues poco más o menos..."; "algo 'raro' habrá, pues él fue toda la vida como mi marido..."; "claro, ¡así también yo!, si te contara..."; "más que buen profesional, es que se sabe vender, yo siempre estuve por encima de él en el colegio..."; "¡quién lo iba a decir!, si vieras cómo fue siempre..."
¿Soportarían otro ejemplo ramplón? Compruébenlo en esta excusa, presumiblemente inducida por la envidia, y no excesivamente infrecuente: 'Mamá, ¡el profesor "x" me tiene manía!, le copié el examen a "z" y a él le puso un siete y a mí me suspendió'... (¡Y algunos padres se lo tragan!). En esta situación aconsejo responder a los hijos con un contundente y sonoro zurriagazo (en el sentido metafórico de la expresión) al menos por tres razones: primera, y fundamental, por no estudiar, como era su deber; segunda, por dedicarse a artimañas indecentes e indecorosas ('tráfico de influencia intelectual'); y la tercera, ¡por bobo!, porque ya de copiar... ¡hay que copiar bien!
¡Cuidado con la envidia, mucho cuidado con la envidia! El proceder psicológico de la envidia es sibilino, ladino. A pesar de ello es fácilmente reconocible por los corazones sensibles y acogedores: la envidia se reconoce en los más leves movimientos de tristeza ante el bien ajeno o de alegría ante el mal ajeno. Por eso es tan contraria a la serenidad, porque despierta y enciende el cortejo efervescente y agitado de la tristeza. También desasosiega el cuerpo y alborota la imaginación. De todo esto hemos de hablar, nuevamente, en su lugar correspondiente.
Avisa el amigo del autor que el despego de los 'status symbol' no es tarea sencilla cuando asentó sus tentáculos en la personalidad. Entre otras razones porque una de las condiciones previas para este despegamiento, "sine qua non", es vivir con un cierto mimo la virtud de la templanza, puesto que los primeros movimientos de la envidia y el ensueño se fraguan en los sentidos externos: ahí ha de comenzar la labor de ataque, de gobierno. Con este laconismo define mi amigo la templanza: la comida sirva para dar satisfacción al hambre, y la bebida para extinguir la sed.
Con relativa frecuencia al concepto popular de pereza se le adhiere una capa pegajosa de gazapos y sofismas. El más dañino, quizá, sea el que pretende identificarla con el no hacer nada. La pereza no es eso, ni por asomo. La posibilidad de vivir sin hacer nada es tremendamente excepcional, en términos de frecuencia; prácticamente se reduce al caso de algún 'insensato jovenzuelo', de ordinario crítico y reivindicador, que vive a costa del esfuerzo del 'egoísta' de su padre... Al margen de esa situación, para el resto de los humanos, la caricatura del perezoso o vago coincide con un señor que de forma casi usual se deja ver unas ocho horitas por su puesto de trabajo, incluso por temporadas despliega una actividad incesante y frenética, febril, para recuperar las horas de palique y bostezo o para disimular ante el jefe, en los atardeceres del mes, los 'retrasos injustificados' en las tareas asignadas...
En su consideración esencial la pereza entronca derechamente con el hacer lo que hay que hacer en el momento en que hay que hacerlo, porque la pereza puede ser compatible o vivir agazapada en el activismo o tras la aparente actividad. Con seguridad el amable lector habrá reparado en cómo frecuentemente los sujetos menos entusiastas en el amarrarse a la tarea laboral suelen resultar los mejor informados de las lagunas y conflictos de otros departamentos o de la empresa en su conjunto, hasta diseñan las soluciones adecuadas y oportunas que, por supuesto, nunca coinciden con las arbitradas por los jefes... En el polo opuesto, y sin ánimo de ser insolidario, quien se aferra con ahínco a su labor no tiene tiempo, ni curiosidad, ni ganas de inmiscuirse en el trabajo de los demás, y menos aún en cuestionar las decisiones de los jefes, entre otras razones porque para eso son... ¡los jefes! ¿Se han fijado que las buenas gentes de natural flojo, y los estudiantes bondadosos pero flacuchos de esfuerzo, casi siempre encaran las vacaciones con ambiciosos planes de trabajo? ¿Y cómo las amas de casa menos ordenadas andan continuamente ordenando armarios? ¿Y los alumnos poco estudiosos siempre a vueltas con horarios y planes nuevos?
Según el amigo del autor la pereza se nutre del 'moverse por las imágenes falsas o momentáneas de las cosas' o del 'hacer lo primero que apetece'. Así, a base de repentinos e insustanciales cambios de actividad e intereses, terminan con el 'ánimo mareado'.
El hombre necesita la acción a la manera de la respiración del pensamiento, por eso la pereza le ataca en la 'almendra' de su posición existencial. Por su peculiar estructura ontológica un hombre sin acción es como un velero sin velas o un avión sin alas... Y cuando el hombre no actúa, para no sentir ese hueco interior, recurre a la acción imaginada. La imaginación proyecta la acción en el futuro[10]; y en el futuro imaginado el trabajo no cansa, las ilusiones no se desvanecen, los ánimo son constantes, las dificultades encuentran soluciones fáciles e inmediatas... En este sentido, un perezosillo acostumbra a ser una persona encantadora repleta de incontables, ambiciosos y complejos proyectos... ¡irrealizables! ¡De nuevo la imaginación! Mézclese una imaginación desbordada, un cuerpo cansino y adormilado, una continua nostalgia por la acción...: 'ánimo mareado'. Y el 'animo mareado', obviamente, no predispone al clima de sosiego y reposo que respira la serenidad.
Conviene diferenciar entre la pereza en cuanto hábito del sujeto y la pereza como disposición de la persona, íntimamente vinculada a la constitución y al temperamento[11]. Este ítem se ocupa de la primera. Un antiguo y admirado profesor, a quien el autor tuvo el placer de disfrutar en sus años mozos, reiterativamente repetía a modo de muletilla educativa: a mí no me importa tener alumnos vagos... ¡mientras estudien!
Bien, para finalizar, recuerde el amable lector que la 'inquieta pereza' se domina en y desde el cumplimiento del deber concreto y cotidiano: hacer lo que hay que hacer en el momento en que hay que hacerlo.
Antes de comenzar las apreciaciones sobre la tristeza, y para no desnortarse ni un ápice del genuino realismo existencial, el amigo del autor advierte: se acabarán antes las lágrimas que las causas del dolor... ¡Sí señor, la vida es... difícil, a veces muy difícil! Con acopio de ese felino arte de inacabar las frases para suscitar la imaginación del contertulio y en el tono de 'saudade morriñeira', aquel simpático e imaginario gallego de páginas atrás lo expresaría de esta guisa: '¡La vida tiene unos "momentiños"..., pero para qué les voy a contar!'
¡Para qué les voy a contar...! Por "momentiños"..., en ocasiones o por temporadas, los dardos del dolor y el sufrimiento ahogan o acoquinan los espacios vitales, existenciales. La inevitable presencia del dolor y el sufrimiento no debería representar sorpresa o extrañeza alguna porque un somero sentido común prueba y comprueba la omnipresencia del dolor en las existencias individuales y en la historia de los pueblos. El más chato y ramplón de los realismos confirma que nadie escapa a la experiencia del dolor y el sufrimiento; de un dolor y un sufrimiento en su esencia desnuda, sin sucedáneos, pues como puso de relieve Tomás Moro, con un sentido común reduplicado, por santo y por británico, 'el dolor, si no duele, ya no es dolor'. El nervio del problema no debería situarse en la presencia del dolor y del sufrimiento, sino en aceptar y afrontar el dolor, en saber sufrir los males.
¡Las contumaces, tercas e interminables causas de dolor y sufrimiento...! Sin embargo, dolor y sufrimiento no son sinónimos de tristeza, aunque el dolor y el sufrimiento enciendan y despierten tristezas. La tristeza inunda de negra pesadumbre la textura interior. Ante el dolor y el sufrimiento inevitables el hombre ha de responder con entereza, sin reacciones histéricas o neuróticas, sin aspavientos desproporcionados y teatrales, circenses, sin victimismos amanerados, sin reclamos ególatras, sin dar la murga al primer vecino o pariente cuya bondad o timidez le impida zafarse... La usual maestría del amigo del autor lo condensa en esta fórmula: súfranse todos los destinos con suavidad de ánimo, pues es más de hombres reírse de la vida que llorarla...
El dolor y el sufrimiento, en su vertiente objetiva, son notas cinceladas en el pentagrama de la existencia, datos que se escapan a la esfera de la libertad del hombre; no así la tristeza, que supone una elaboración subjetiva, íntima, de proceder afectivo. La tristeza es una pasión y toda pasión una reacción o respuesta del sujeto; por tanto, acompaña a la pasión el sello de lo personal: depende del hombre. El hombre atesora el señorío de poder gobernar y moderar sus tristezas.
El efecto propio y específico de la tristeza es la pesadumbre del ánimo[12]; la pesadumbre del ánimo conduce a un repliegue o encogimiento del ser sobre sí mismo que paraliza la acción, la actividad[13]. Pesadumbre y pasividad engendran el clima característico de la tristeza: la somnolencia, el bostezo, la dejadez, el hastío, el aburrimiento...; se refugia y alimenta en el "placer" del victimismo, del lamento, de la queja, del reproche... Es decir, desagua en la 'inquieta pereza', una 'inquieta pereza' que desequilibra y desgarra la tranquilidad del ánimo, esa tranquilidad del ánimo antesala de la serenidad.
El hombre, en ocasiones, tiene todo el derecho para estar triste, por efecto del dolor o del sufrimiento, pero jamás para dejarse inundar, abrazar, por la tristeza, por la tristeza inmoderada. 'Hay que sufrir los males como se pasa el invierno', dice el amigo del autor. Bonita y certera expresión, ¿verdad? ¡Gran sabiduría y hondura ontológica se esconde detrás de esa suave metáfora existencial! ¡Es verdad!: hay que sufrir los males como se pasa el invierno...
La vida es difícil, ¡qué caray!, los 'momentiños' augurados por el quejumbroso gallego se arriman a carretadas... ¡Pero tampoco es para tanto si uno se empapa del realismo del vivir! Porque la vida también muestra un lado luminoso, con 'momentiños' de enfáticos gozos y de anhelos inmortales. La vida nos regala desde la contemplación extática de un amanecer, cuando la naturaleza que despierta despliega su magnificente majestuosidad, hasta la vivencia estética ante una obra de arte; los disfrutes de la amistad leal y la simple mirada cristalina del amor humano fecundo, arsenal de tesoros inefables; los arranques briosos, enérgicos y decididos para hacer y extender el bien; los incontables gestos y hechos que patentizan la bondad y nobleza insondables de algunos seres humanos; el instante eterno de saberse amorosamente mirado por Dios, alzar los ojos a lo alto y exultar en el silencio interior: ¡tengo a Dios para mí solito...!
La vida navega mares bravíos, noches de borrasca y de tormenta, y de borrasca con tormenta, que se alternan y conjugan con días de horizontes claros y despejados, con amaneceres encantadores que invitan a la faena y a la aventura... ¡Cuánta experiencia vital rezuma el 'hay que sufrir los males como se pasa el invierno'! Con el mismo realismo necesario para aceptar los inviernos de la vida, y los otoños grises y nostálgicos, hemos de reconocer las olorosas y románticas primaveras, y también los luminosos y coloristas veranos. ¡Incluso la vida hasta nos reserva, como en el ciclo natural, 'veranillos de San Miguel'! El 'veranillo de San Miguel' es conocido en algunas regiones como el 'veranillo del membrillo', por ser esos dos o tres días calurosos de finales de septiembre fecha propicia para el madurar del membrillo. También cuando la vida presagia o apunta algún 'estío', o amenaza una 'tormenta', solemos disfrutar sucesos o momentos inolvidablemente gustosos que bien parecen remanso propicio para acaudalar bríos y ánimos para cruzar el 'invierno'...
Puntuemos lo anterior en la solfa del acaecer cotidiano y habitual, sin la menor concesión al lirismo o a la épica del vivir. El autor, en uno de esos ya comentados escasos días creativos, acuñó una expresión al estilo de su amigo: ¡La vida se encabrita! Encabritarse no es palabra elegida al azar, o por su sonoridad, o por su riqueza metafórica, no; pretende ser reflejo fiel y exacto de la desarmante potencia y poderío, de la fuerza desenfrenada, con la que algunas situaciones vitales amenazan con aplastarnos o arrastrarnos. ¡Se me vino el mundo encima!, que dice el sentir popular. En otras ocasiones la energía del encabritarse de la vida surge con la suavidad de lo inesperado, se entrecuela vagorosamente por los poros del ser, por sus resquicios, helando y petrificando lo que le sale al paso...: una mala noticia, una catástrofe natural, la maliciosa intervención de alguien... y, ¡hala!, al garete las ilusiones, los proyectos o el trabajo de años o de toda una vida... Con el agravante de no poder contar con un turno de réplica o de apelación. ¡Se ha muerto padre...! ¡Y en qué mal momento...! ¡¡Los padres siempre se mueren en muy mal momento...!! ¡Pero para qué les voy a contar...! Por supuesto, bien consciente es el autor del infructuoso e innecesario intento de descubrir los perfiles de la expresión la 'vida se encabrita', porque la propia experiencia del amable lector le permitirá detallarlo minuciosamente en todas sus aristas y recovecos. ¿Y si resultara vivencia desconocida para algún amable lector? Ni se inquiete, ni se preocupe, ni se apure, que si no se muere pronto... ¡lo sabrá![14]
Ese tono de crudo y estricto realismo, conjugando los buenos y malos 'momentiños', abona el terreno propicio y fecundo para la serenidad, pero la tristeza anega ese ambiente porque lo colorea de su negra pesadumbre, inunda las capacidades y expectativas del hombre de una tonalidad temerosa y melancólica, ansiosa y agobiante. ¿Me permiten imitar a mi amigo?: bébase la vida a sorbos lentos de ánimos largos, y cuando la vida 'se encabrite' preciso será 'sufrir los males como se pasa el invierno'...
Más vale no dejarse seducir por las simples apariencias y no catalogar este ítem como una tesis menor o incluirla en los factores de segundo orden para la serenidad: el descanso es vital para el equilibrio del ánimo, a pesar de no ser un requisito esencial. El descanso, en buena lógica, ocupa una plaza posterior al cansancio, por eso conviene tomarse la ligera molestia de comenzar repasando alguna de las notas nucleares del concepto de cansancio.
Cansancio y serenidad casan mal, salvo en personalidades muy maduras, porque el cansancio 'recuece' el ánimo y activa la ira. El proceso psicológico del cansancio cursa, más o menos, según la siguiente secuenciación: el cansancio y la fatiga despiertan a la tristeza, pues la tristeza es una sensación inmediata al malestar biológico, del cuerpo; la tristeza apesadumbra el ánimo y estanca la acción, y para sacudirse esa pesadumbre interior el hombre tiende a refugiarse en la imaginación; pero esa imaginación, gobernada por la tristeza, tiñe el presente y proyecta el futuro según la sombra de su oscura tonalidad y, de esa manera, lo por venir adquiere tintes pesimistas, de ahogo vital, de ansiedad o angustia... En definitiva, el cansancio vivencia negativamente las acciones presentes y problematiza las futuras. En ese clima ansioso, inquieto, difícilmente arraiga el ánimo tranquilo, sereno.
Este proceder psicológico explica por qué en temporadas de exceso de cansancio o de fatiga, de agotamiento, la realidad circundante -cotidiana-, los problemas de todos los días, pueden adquirir un tono de problematicidad aguda, con sensación de encontrarse frente a situaciones insuperables o insoportables, pero que en el fondo carecen de base objetiva alguna porque son meras proyecciones subjetivas de la tonalidad interior.
Ahora bien, y a pesar de lo dicho, reafirmamos la tesis mantenida páginas atrás: cansarse hay que cansarse si se pretende ser un profesional competente y dar de comer a los niños... Luego, el problema no es el cansancio sino el aprender a dominar sus efectos nocivos o perniciosos, y para contribuir a ello se ha inventado el 'arte de saber descansar'. De dónde deducimos el primer axioma del descanso: el descanso siempre sigue al cansancio y cumple la misión de reparar fuerzas para volverse a cansar... Lógico, ¿no?
También podríamos expresarlo en un lenguaje empresarial: los profesionales competentes programan el descanso como un factor más del rendimiento. Aunque pueda sonar a paradójico, es preciso convencerse de que la vida no se disfruta tanto por el descanso cuanto por el trabajo gustoso. Afirmación, como el amable lector comprenderá, que cobra un contenido críptico para una buena parte de la juventud, y para algún madurito o madurita que todavía no abandonó las querencias juveniles.
Tampoco los jóvenes, al disfrutar de la plenitud del vigor corporal, son conscientes de la limitación de las energías del cuerpo y actúan como si la explosión de la vitalidad fuese un caudal inagotable. ¡Cuidado! En este sentido conviene no olvidar tres cuestiones capitales. Primera, para la salud corporal el descanso es una necesidad psicosomática del mismo rango que el comer, dormir, beber... Segunda, los excesos o el mal uso de las energías corporales pasan factura, antes o después, en términos de quebranto del bienestar o de la salud. Tercera, la urgencia del descanso aumenta al ritmo que disminuyen las fuerzas del ardor juvenil, por efecto de ese "maravilloso" proceso que recibe el sugestivo nombre de 'envejecimiento'...[15]
Y una última consideración a este respecto, sustanciosa. El descanso es una acción del hombre y, por lo tanto, opuesta y contraria a la pereza; o dicho de otra forma, la pereza no descansa, todo lo contrario, cansa. Para argumentarlo basta con refrescar los cercanos comentarios sobre la 'inquieta pereza' y el 'ánimo mareado'. Lo que nos lleva a concluir: cualquier tipo o género de descanso que lesione, disminuya, interfiera o quiebre los hábitos, disposiciones y costumbres del buen trabajo y para el buen trabajo no implica descanso en el sentido de 'descanso humano'. Y esta conclusión nos conduce a una noción fundamental: el descanso es una necesidad del hombre, del hombre entero (espíritu y materia), y no exclusivamente del cuerpo. El hombre necesita distanciarse momentáneamente de la actividad material para no echar en el olvido los bienes y goces del espíritu, y también restablecer los desgastes psicofísicos. Con todo lo avanzado hasta aquí, reformulamos el rótulo anterior: 'el arte de saber descansar como seres humanos'.
Aunque cansancio y serenidad casan mal, sin embargo, el cansancio habitual y corriente no suele presentar especiales dificultades para el hombre, normalmente los problemas acostumbran a aparecer con los primeros síntomas de agotamiento o de agobio. Hasta en el cansancio el hombre precisa moderación y mesura. Un primer paso del 'arte de descansar' consiste en estar alerta para no caer en el agotamiento o en el agobio.
Generalmente el agotamiento y el agobio no son efecto de la abundancia o exceso de trabajo, más bien crecen en las arenas movedizas de la 'inquieta pereza' o de la falta de orden (o programación). Si el trabajo y las ocupaciones abundan, y cada tarea no se hace en el tiempo y los tiempos pertinentes, a partir de ahí, el resto de la actividad, entra en un febril torbellino que inevitablemente conduce al aturdimiento y al trabajo insuficientemente o mal acabado, con la consiguiente insatisfacción, pues las buenas gentes aspiran a hacer las cosas bien hechas, y las cosas bien hechas guardan un especial parentesco con la calma y el sosiego, la tranquilidad.
También pueden nacer de una preocupación desmedida o excesiva, obsesiva o a deshora, especialmente si esta preocupación no se continúa con la correspondiente acción práctica. Las preocupaciones y responsabilidades familiares, sociales, profesionales, requieren orden y concierto, mesura y proporción, es decir, gobierno racional, so riesgo de quedarse en simples movimientos afectivos que cursan según las leyes tornadizas y convulsas de lo psicosomático. Por eso insiste el amigo del autor en la ineludible necesidad de la disciplina mental, para pensar en los momentos oportunos (y sólo en ellos), actuar a su tiempo, y olvidarse de las preocupaciones cuando no se debe o no se puede hacer ni lo uno ni lo otro. Una disciplina mental que ordena la siguiente secuencia: pensamiento-acción-tiempo. Lo que se puede expresar de esta otra forma: estar en lo que hay que estar.
Una vez ahuyentados el agobio y el agotamiento, volvemos al cansancio habitual. El cansancio diario, decíamos, no suele presentar especiales dificultades psicológicas para el hombre. En una corporalidad sana el cansancio provocado por un abundante e intenso trabajo y el trajinar de todos los días, se remedia con los procedimientos y mecanismos propios de la cotidaneidad: el debilitamiento de las energías corporales se restituye con una comida sana, la galbana tras unas horas de trabajo se disipa con una simple conversación amistosa o un rato de lectura apacible, la fatiga de una jornada agotadora desaparece con un sueño tranquilo y reparador.
Contrariamente al sentir popular, el descanso habitual no necesita tomarse mucho tiempo, o tiempos largos[16]. Un autor del siglo XIII afirmaba que el descanso es como la sal de la actividad, basta una pizca para dar sabor y gusto a un suculento cocido; en la misma línea, en el siglo XVII, otro autor lo comparaba a las salsas, que sin ser lo más nutritivo y enjundioso, aderezan las comidas. A excepción de esos parones semanales, trimestrales, anuales, reivindicados por el sentido común, y que son solaz del espíritu y remanso de convivencia y oración, en condiciones de normalidad psíquica y de salud, el descanso es cuestión de gotas y de respetar los tiempos y el ritmo de los ciclos vitales.
Ahora bien, no siempre la vida nos permite la posibilidad de mantener ese ritmo regular y programado de los descansos habituales, a veces la vida se 'encabrita', y la vida se puede encabritar por cualquiera de sus variadísimos flancos: conflictos, situaciones o preocupaciones objetivamente graves; premura o cronicidad de conflictos o situaciones difíciles; extralimitarse en las cargas laborales; responsabilidades o condiciones vitales que apesadumbran; recargas del ánimo; preludios de estrés; momentos iniciales o álgidos de sufrimientos doloridos o dolorosos... En todas esas variopintas circunstancias es preciso recurrir a remedios de acción inmediata y de eficacia probada.
Entre los remedios accesibles y válidos, eficaces, destaca el pasear, el andar. Un autor, no recuerdo bien si a finales del siglo XVI o principios del XVII -y por encontrarnos en el epígrafe dedicado al descanso no he de molestarme en buscarlo en el fichero...- recomendaba, también para los accesos de ira, 'paseos tranquilos por parajes bellos cantando cancioncillas piadosas'. Eso de las 'cancioncillas piadosas' quizá se pueda obviar, pero sí entonando tonadillas de cadencias armoniosas, nada estridentes, con letras de susurros amorosos de añejo sabor romanticón, de ésas que mecen las emociones y los sentimientos... Póngalo a prueba el amable lector y experimentará cómo se evaporan los exudados del ánimo y la intimidad subjetiva se tiñe de una tonalidad apacible y animosa. Se puede sustituir por un rato de algún deporte no violento, compatible con la edad del sujeto. En definitiva, cansar el cuerpo con sosegada suavidad para controlar el desbordamiento imaginativo y para facilitar el conciliar el sueño.
Tomás de Aquino aconsejaba algo de resultados casi taumatúrgicos, dada la desproporción entre el remedio y sus efectos: un baño reposado en agua tibia, o calentita[17]. ¡Un remedio genial!, y barato. Un remedio conocido por las abuelas a la antigua usanza, quienes recomendaban bañar a los bebés en agua tibia antes de acostarlos. Tenga presente el amable lector que estos remedios son de aplicación en situaciones de alguna excepcionalidad, no para practicarlos diariamente. ¡Mira que dedicarle todos los días un buen rato a remojar tierna y adormiladamente el ánimo en bañera cómoda y con sales olorosas, si el sujeto ya ha cumplido los cuatro o cinco meses y tiene la obligación de alimentar a la mujer y a los hijos...!
El amigo del autor también conoce un recurso eficacísimo para las circunstancias de alguna excepcionalidad: una copita de vino antes de retirarse a dormir. Lo explica porque ayuda al sueño, al sueño profundo. Advierte el amigo del autor que para la eficacia del remedio han de cumplirse dos condiciones previas. En primer lugar, que el vino no sea "peleón", porque los vinos peleones suelen ser 'cabezones', es decir, levantan dolor de cabeza, y el dolor de cabeza desasosiega el sueño. En segundo lugar, la persona en cuestión no ha de ser bebedor habitual, pues una copita de más en un bebedor habitual se acerca peligrosamente a la borrachera, y la borrachera da muy mal dormir, por la sed.
¡Qué sabiduría del vivir y conocimiento de la psicología humana escondían aquellos ponches de nuestras abuelas! Todavía hoy se pueden recomendar para curar alguna gripe y alguna 'gripe del ánimo'. El autor se siente en la necesidad de insistir, aun a riesgo de resultar plúmbeo, en el carácter excepcional de este tipo de remedios, si algún amable lector se tomara este consejo como remedio habitual o frecuente, con casi absoluta seguridad le pronostica que no acabará descansado sino un tantico borrachín...[18]
El amable lector habrá advertido que todas las recomendaciones coinciden en converger en torno al buen dormir, y es que el sueño es el remedio de los remedios para el cansancio y la tristeza. No hay cansancio, responsabilidad o situación conflictiva, en condiciones de normalidad, que se resista a un sueño profundo y prolongado. En este sentido la cultura ha acuñado una cita clásica, y por clásica obligada: "El sueño restablece los miembros debilitados para el trabajo, alivia las mentes fatigadas y libera a los angustiados de sus penas"[19]. Parece increíble el poder reparador del sueño, tanto a nivel biológico, como psicológico o racional.
La eficacia de esta virtud reparadora del sueño se multiplica si conocemos su dinamismo, y algún truquillo. El autor da fe de su sólido convencimiento en la certeza de las apreciaciones siguientes, surgidas de la simple observación experiencial, al tiempo que reconoce su absoluta ignorancia acerca de los mecanismos y procesos que las sustentan. De todos modos el amable lector tiene a su alcance el confrontar y cotejar la veracidad de lo afirmado con su experiencia personal. Un primer asunto, cada organismo tiene una personal necesidad o capacidad de sueño; conocer este extremo es de vital importancia para esta especie de terapia del sueño: si no se alcanza ese mínimo se inutiliza buena parte de su poder reparador, pero más ineficaz resulta si se sobrepasa. Otra cuestión, el madrugar, a igualdad de horas, rentabiliza los efectos beneficiosos del sueño; quiero decir, se descansa mejor desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana, que acostarse a las doce y levantarse a las doce (en algún determinado tipo constitucional sucede precisamente al revés). Un tercer asunto, y último, con la única excepción de los casos de anomalías afectivas, el sueño aumenta su poder reparador si el sujeto al acostarse pone el despertador...
Antes de finalizar resulta obligada una referencia al otro recurso potente contra el cansancio y la tristeza: la amistad. La amistad es tan importante para el descanso del espíritu como el sueño para el descanso del cuerpo. Y la amistad añade a nuestro asunto un valor metodológico sobreañadido, pues nos introduce de la mano en el ítem final del test.
¡Ah, casi se me olvida! A pesar de encontrarse explícita e implícitamente dicho en las consideraciones anteriores y resultar una advertencia innecesaria para el amable lector, el autor recuerda, a título de cierre del razonamiento, que han menester del 'arte de descansar' exclusivamente los que se han 'cansado' trabajando duro e intenso... En el hipotético caso contrario, primero comiencen por aplicarse con ahínco al dominio de la 'inquieta pereza' y sólo a continuación recuerden los recursos y remedios de este epígrafe.
El amigo del autor afirma con cabal rotundidad: no hay cosa que tanto equilibre el ánimo cómo una dulce y fiel amistad. Una proposición argumentable por vía negativa, basta con comprobar como la soledad despierta una tristeza amarga, sombría y opaca. La naturaleza esencialmente social del hombre ha de expandirse y ejercitarse en el quehacer de la vida corriente y cotidiana: para sabernos humanos necesitamos la cercana experiencia del querer y el ser querido, del llorar y reír juntos, de sentirnos solidarios allá donde encontramos pena, o desconsuelo o desencanto; las alegrías engolfan a la persona en la medida que escuchamos su eco sonoro en los corazones amigables y amistosos; y, ¡tantas veces!, para sufrir erguidos hemos de acercarnos a un desahogadero o a un rodrigón, apoyarnos en la muleta de un hombro fuerte o de un brazo rocoso...
Víctor García Hoz describe la amistad como un suave dejarse estar en compañía del amigo. Y es que la amistad sincera produce suaves efectos en la afectividad. Tonifica y equilibra los ánimos atizados por los vaivenes existenciales y el trajinar de todos los días; remansa las euforias y atenúa las pesadumbres; es acicate y espuela en las dificultades al tiempo que bálsamo para las heridas de la vida... La conversación amigable y amistosa holga el espíritu, esponja el ánimo, amplifica y despeja los horizontes vitales, disipa el cansancio y mitiga la tristeza: las penas compartidas parecen menos penas y las alegrías compartidas contagian los ánimos.
Pero..., si siempre la amistad resultó vino de crianza esmerada y selectiva, en los tiempos que corren da la impresión de ser un bien en veda. Quizá algún amable lector, a la vista del tenaz individualismo de la sociedad actual, considere que con esta lírica de la amistad el amigo del autor se ha dejado inundar por el idealismo, o al menos no se encuentra tan cercano a lo real como nos tiene acostumbrados. Convénzase, amable y paciente lector, del realismo de mi amigo: 'Pero en estos tiempos, que son tiempos difíciles y con tanta falta de amigos, al menos no se elijan hombres tristes, que todo lo lloran, sin que haya cosa alguna que no les sirva de motivo para quejas; y aunque tengan fe y amor, es contrario al equilibrio psicológico el amigo que anda siempre inquieto y el que se lamenta de todo'. Para interpretar el pensamiento anterior en su sentido correcto sepa el amable lector que mi amigo no es cristiano; es decir, emplea la expresión 'fe y amor' en su significación exclusivamente humana.
Pues a pesar y en medio de ese feroz y atroz individualismo aún puede florecer tibiamente la serenidad, el equilibrio del ánimo, a condición de no frecuentar el trato de gentes tristes, de ésas que todo lo lloran y todo le sirve de ocasión y motivo de quejas y lamentos... ¿Verdad que existen personas así? Gentes hay que otean el futuro como presagio de desgracias. ¿No es posible que alguna vez, por momentos o temporadas, ¡excepcionalmente!, también nosotros fuimos gentes que todo le servía de motivo para quejas y lamentos...? A este tipo de sujetos, o de (personales) tonalidades afectivas, hemos de huirle como a apestados, y gritarle desde la distancia: no te me acerques que me 'jorobas' mi ya frágil y quebradiza serenidad. Repare el amable lector que en las últimas líneas el autor se permitió una frágil licencia a la ironía, cosa poco habitual en él, pues todas las personas, desde las de ánimo sepulturero hasta nosotros mismos en los peores momentos, merecen la cortesía y deferencia de nuestra consideración más distinguida; una cosa es el estereotipo caricaturesco, pedagógico, y otra la persona singular. Todavía más, tenemos la obligación de acercarnos allí donde las bravuras del vivir o lo avinagrado del corazón han dejado el poso del desconsuelo o el desencanto, para intentar aliviar penas y regalar unos gramos de optimismo y contento.
Y así, con la esperanza de entablar nuevas amistades, llegamos la final del test. El autor espera que los distintos brochazos para contestar los ítems facilitaran al amable lector la siempre engorrosa tarea de la autoevaluación. Por supuesto, también da por descontado que el amable lector habrá sumado la puntuación sobrada para presumir ante familiares y conocidos de una serenidad afortunada y guapa...
Previsiblemente a aquellos amables lectores cuya impertérrita serenidad les permitió alcanzar este punto, les asaltarán al menos dos interrogantes. El primero: ¿nos presentará a ese amigo tan reiteradamente nombrado y aún por nombrar? El segundo abordará a los lectores de férrea atención; este tipo de lectores recordará que esta segunda parte del libro ampulosamente se titulaba "de los tiempos modernos", y ante el curso tomado por la escritura del autor, se plantearán una disyuntiva en estos o parecidos términos: ¿será una errata de imprenta o sencillamente el autor se ha enfrascado o distraído con la serenidad y para nada ha tocado ni los tiempos modernos ni tampoco los antiguos? Ya se sabe, disculparán los lectores benevolentes, que los hombres dados a los menesteres de los muchos libros suelen ser proclives a este tipo de deslices u olvidos... ¡Ya lo siento!, pero no hubo olvido, y al desvelar uno de los interrogantes espero despejar los dos. Mi amigo se llama... Lucio Anneo Séneca, escritor cordobés del siglo primero[20].
El autor recurrió a este divertimento, a este juego, con la sana intención de provocar en algún amable lector la ligera impresión de estarnos refiriendo al pensamiento de algún filósofo o psicólogo moderno. De ahí lo "de los tiempos modernos".
Advierto a los amables lectores entusiastas o juvenilmente apasionados, o a los menos duchos en los itinerarios del trabajo intelectual, que este tipo de juegos no esconden ningún sibaritismo intelectual, más bien representan una cabriola o malabarismo del pensamiento. Ni evidencian una especial agudeza de ingenio ni construyen pensamiento, pues una sola cita no hace doctrina. El autor, simple y llanamente, pretende decir algo adornándose con una cita culta. Tampoco puede presumir de original, ni en el planteamiento ni en la técnica.
La idea de conversar y recomendar a Séneca, con las cautelas ya enunciadas, se la sugirió Descartes en una de sus cartas a la princesa Elisabeth[21]: "Cuando elegí el libro de Séneca 'De vita beata' para proponerlo a Vuestra Alteza como una conversación que pudiera serle agradable, sólo tuve en cuenta la reputación del autor y la dignidad del tema, sin pensar en la manera como lo trata, la cual, al considerarla luego, no la encuentro lo bastante exacta como para que merezca ser seguida. Pero para que Vuestra Alteza pueda juzgar más fácilmente al respecto trataré de explicar aquí de qué modo tiene que ser tratado este tema por un filósofo como él, que, al no estar iluminado por la fe, sólo tenía la razón natural como guía..."
En la técnica también el autor resultó un alumno copión. Azorín escribió un famosísimo artículo con esta técnica. El artículo comenzaba con la descripción de un lector que entre sus manos mantenía abierto un libro, del libro sobresalían unas tiritas de papel en blanco, de cada una de las tiritas Azorín copiaba el párrafo subrayado por el lector, sólo al final, al cerrar el libro, se podía leer el título y el autor....
Por supuesto, el autor no ha jugado con lo que no se puede jugar: el pensamiento de Séneca. Aunque, recuerde el amable lector, tampoco se pretendía presentar su pensamiento, sino una escogida serie de 'vitolas para bien vivir'. Las citas son fieles adornadas con la ligera cosmética que evitara el reconocimiento, por eso no se han encomillado los textos[22]; esta fidelidad a los textos quizás indujo a algún amable lector a formarse un concepto equivocado de 'mi amigo', tal vez como un escritor un poco cursi o algo retórico, no es eso; el sabor rancio corresponde a la construcción antigua, rancia ya por el desuso. Para mantener este cierto camuflaje recurrimos a la traducción de una edición popular y buscamos sinónimos -pocos- para aquellos términos o expresiones que de otra forma darían pistas definitivas sobre la personalidad o la época del amigo del autor. Por ejemplo, allí donde Séneca habla de 'la tranquilidad del ánimo' se ha remozado por 'psicología del hombre equilibrado', para referirse a los antiguos 'bienes de hacienda y fortuna' acuñamos el americanismo horrible e insustancial de los 'status symbol'; el antiguo 'negocio' deja paso al moderno 'trabajo' y el sereno 'ocio' al "infrecuente" 'pensar'... De todos modos no pasa de ser un superficial maquillaje, pues para no desvirtuar el genuino pensamiento de Séneca, el autor ha debido mantener expresiones que bien podían otorgar pistas casi definitivas: 'ánimo mareado', 'súfranse todos los destinos'..., 'y aunque tengan fe y amor'...
Con esta parafernalia silvestremente intelectual el autor pretendía, como ya adelantó, servirse de una cita culta para presentar al amable lector tres profundas reflexiones que sospecha pueden resultar de utilidad al hombre corriente y moliente de este siglo que declina:
Primera: ¡existe la naturaleza humana! La almendra ontológica es independiente de los tiempos existenciales, de los tiempos que le haya tocado vivir al hombre. ¡Casi resulta imposible imaginar a las gentes del siglo I agobiadas por la aceleración y las preocupaciones del trabajo! Es que no agobia tanto el trabajo cuanto se agobia el hombre en el trabajo. ¿Y que el siglo I pudiera definirse como tiempo de pocos amigos? Si se movían en el espacio geográfico de una aldea... ¡Quién iba a sospechar que el siglo I, en apreciación de Séneca, era tiempo de cenizos y agoreros...! En el hombre, dentro del hombre, ahí anida primaria y fundamentalmente el secreto del sufrimiento y de la felicidad. Los tiempos que corren, desde esta óptica, son meramente reactivos.
Segunda: para la felicidad humana es accidental el progreso, los medios y recursos técnicos e instrumentales. Entiéndase bien lo afirmado por el autor y su amigo, Séneca, y no les achaquen o critiquen aquello que no han dicho. El progreso científico-técnico es beneficioso para el hombre, sin discusión. Es más, la ausencia de progreso revelaría un estancamiento o decadencia del hombre, pues el hombre es un ser creativo y un ser para la acción; el hombre tiene el mandato divino de sojuzgar la tierra, de pastorear la naturaleza. Sin embargo, los frutos o efectos del trabajo, el progreso, se sitúan en la línea de lo instrumental o accidental para el ser del hombre y, por lo tanto, no tienen capacidad de suplencia o suplantación de los dinamismos esenciales; es decir, la felicidad se agazapa detrás de los actos conformes a la naturaleza humana, y no detrás de los logros o los éxitos sociales o profesionales. Einstein condensaba esta idea en una frase de especial hondura: 'El problema no es la bomba atómica, el problema es el corazón del hombre'.
También se puede expresar en un lenguaje al gusto del autor: el hombre deviene feliz cuando labora con honradez e intensidad, cuando ama con lealtad y finura, cuando sufre con una tenue sonrisa que destila una serenidad refrescante..., y no al cambiar de coche o al comprarse una novedosa lavadora que acopla a cada programa de lavado una melodía clásica... Sin que, por supuesto, sea malo, sino todo lo contrario, cambiar de coche o adquirir una lavadora que además de lavar más blanco nos acerque a los ocultos placeres de la melomanía...
Tercera: ¡No es nuevo lo de los tiempos malos! Al menos en el siglo I ya los autodiagnosticaban como tiempos difíciles. Si el amable lector tuviera unos gramos de tiempo y paciencia, lo que cuadraría a la perfección en un texto sobre la serenidad, le propongo un paseo por la historia de los siglos leyendo a autores que coincidan en escribir acerca del vivir del hombre, independientemente del enfoque o la profesión, y se sorprenderá de la cantidad ingente de diagnósticos aciagos y vaticinios funestos que jalonan la historia de nuestros 'optimistas' antepasados... Encontrará, también, una variopinta riqueza de expresiones de este tipo: '¿a dónde vamos a ir a parar?', '¿qué mundo insufrible legaremos a nuestros hijos?', '¡la humanidad se autodestruye!', 'no habrá espacio para todos, ni alimentos, ni energía, ni focas... ¡ni dinosaurios!' Da la impresión que el encargo de profeta de desgracias o el oficio de providentes es un ministerio al gusto de los intelectuales de todos los tiempos. La mayoría tiende a olvidar que el oficio providente le corresponde exclusivamente a Dios, por naturaleza.
No concedamos a este tipo de nefastas previsiones o profecías un carácter más allá de la simple señal de alarma o indicador de caminos. Y en vez de anclarnos en los lamentos o en las altisonantes y aparatosas predicciones de desgracias, empecinémonos en el amable y noble empeño de buscar soluciones, de encontrar salidas, que es la huella tangible del señorío del hombre sobre la naturaleza. El mundo sigue en pie a pesar de las alarmantes y angustiosas predicciones agoreras de nuestros abuelos, de las previsiones cicateras de los 'científicos' de otros tiempos; no hagamos más el ridículo, por mucho que nuestros negativos vaticinios los encelofanemos al murmullo del lenguaje científico de la más rabiosa actualidad. Ese fichero que tanta pereza me da consultar, aún debe conservar una ficha que recoge la "clarividente" profecía de un autor en 1760: "Los bosques serán talados hasta el punto de que dentro de algún tiempo los hombres carecerán de madera para calentarse y para cocinar sus alimentos". ¿Comprenden la precariedad de las variables predictivas conjugadas por nuestro "intrépido" autor? En su horizonte científico no había un mínimo resquicio para imaginar la energía de fusión, o la fototónica, la solar, los generadores isotópicos o... ¡el petróleo! ¡Aún peor!: el pobre hombre, con toda su renombría a cuestas, desconocía ¡¡el carbón!! Ingenuo pensador, vaticinaba el devenir del bienestar humano en función de la ¡cantidad de madera! No hagamos más el ridículo, por favor.
Aprovechemos el tiempo y el ingenio en detectar los problemas para encontrar soluciones adecuadas e inteligentes, con la certidumbre de la capacidad de inventar, descubrir, crear, que alberga el corazón del hombre cabal. Contemos, además, con la fidelidad de Dios en el cumplimiento de su encargo providente y con su inagotable e infinita misericordia, una misericordia paternalmente amorosa. Encaremos el futuro con talante optimista y gastemos los esfuerzos y los bríos en atajar el mal en su raíz: 'el problema no es la bomba atómica, el problema es el corazón del hombre'.
¿Pretende el autor conducir al amable lector a un optimismo entusiasta o ingenuo? Nada más alejado de su intención. Y si en algo el escrito se deslizara por esa dirección, sería efecto de las malas entendederas del amable lector o de la escasa pericia del autor en explicar sus pensamientos. Y para no lesionar las 'entendederas' del amable lector ni con la suave bruma de la duda, hemos de inclinarnos por la segunda razón...
El hombre es libre. El acontecer de la historia es responsabilidad del hombre. El mal existe, y abundante, y lacerante. Y el mal es responsabilidad única y exclusiva, directa e inmediata de las acciones de hombres concretos, de hombres con nombres y apellidos, de hombres que intervinieron en momentos y situaciones determinados del acontecer histórico. Es decir, la historia pudo cambiar si ellos tomaran otras decisiones voluntarias. Somos los hombres singulares quienes construimos la estructura y el tejido social. Junto a ellos, con ellos, también existen hombres singulares, con nombres y apellidos, capaces de explorar y ensayar veredas y soluciones del lado del bien, de la dignidad del hombre. Como diría Viktor Frankl, sólo existen dos razas de hombres: la raza de los hombres 'buenos' y la de los 'menos buenos'. En nuestros cálculos hemos de contar con las dos razas. ¿Que nos quedamos sin alimentos para la humanidad? ¿No sabremos rentabilizar mejor la fertilidad de las tierras, un uso más adecuado de los ciclos naturales? ¿Tampoco hay energía? ¿No habrá alguien que descubra nuevas formas de energía, o fórmulas técnicas que permitan una optimización de los recursos existentes? ¡Seguro...! Gastemos el ingenio y el esfuerzo en rentabilizar las potencialidades y facultades del hombre para el bien y hacia el bien, y ahorremos el tiempo y el dinero en los vaticinios seductores de una ciencia, ideología o política que tan sólo percibe los tonos oscuros y negros de la realidad. Y el hombre creído, con fe, hágalo con la segura convicción de que 'aún no se abreviado el poder de Dios'...
Pero tampoco pretende el autor incitar al entusiasmo, al siempre arriesgado y tornadizo juego afectivo de optimismos y pesimismos, de optimismos frente a pesimismos. Optimismo y pesimismo son sentimientos, y nunca los sentimientos pueden tomarse como argumentos. Conviene desterrar el sencillo cliché de "la media botella..." Hay que ser realistas, objetivos. Lo de "la media botella", pues... ¡depende!: si en la media botella sólo queda la mitad de la medicina que a uno le salvaría la vida, pues se muere uno "la mitad" pero, ¡eso sí!, con mucho optimismo...
Contrariamente a lo que pueda parecer, el autor intenta sugerir al amable lector la vía del más puro y objetivo de los realismos. ¡Las cosas son como son! Y el más rabioso de los realismos permite esta tajante y rotunda afirmación: ¡Los tiempos actuales son los mejores tiempos de la historia! ¿En qué se fundamenta? En que los tiempos presentes son los únicos tiempos en los que el amable lector y el autor pueden alcanzar la felicidad porque no disfrutaremos otros. Si esperásemos tiempos mejores, o menos problemáticos, o más propicios, con toda seguridad nos cogería en exceso cansados de esperar o, a lo mejor, 'criando jaramagos'...
El autor se encuentra tan convencido de la necesidad de un pragmático realismo que la incluye como la condición intelectual previa y necesaria para la felicidad. En un primer paso el realismo ha de establecer un diagnóstico preciso y certero de las circunstancias y acontecimientos; y en un segundo paso, jugar el juego del mineral y la ganga, juego al que tiene un especial hábito el hombre acostumbrado a contemplar los aconteceres desde una perspectiva providente. El realismo es, por tanto, el arte de saber entresacar a las circunstancias su mejor lado, su escorzo menos desfavorecido...
Quizá al analizar 'los tiempos modernos' con este enfoque realista, desde la vertiente del vivir hondo del hombre (filosofía-psicológica), se obtenga un cuadro con predominio de sombras, un cuadro que dibuja un paisaje de tonos sombríos y horizontes cenicientos[23]; un análisis que si no conduce al dramatismo y a la desesperanza, al menos sí invita al desencanto... No obstante, y a pesar de lo certero y ajustado de esos diagnósticos, a nada conducen, no hacen camino, si se mantienen en el plano del lamento estéril e insolidario, o en la rimbombante y sonora declaración de 'enérgica condena' de la institución de turno u oficio; de manera especial si esas previsiones y vaticinios corresponden a científicos, organismos o conferencias internacionales de esas que todo lo lloran y todo le sirve de motivo para quejas y lamentos, de quienes amable y cortésmente recomendaba Séneca huir. Ante tamaño cúmulo de malos presagios, catástrofes y desgracias que parecen reservarnos los tiempos por venir, la postura correcta y sensata es el optimismo mezclado con una guindita de humor. El autor lo aprendió de una de las plumas más sombrías que ha surcado la historia de la literatura, Kafka, por paradójico que pueda parecer: 'Las cosas iban tan mal... que necesariamente ¡mejoraron!'
Las consideraciones anteriores, con seguridad, se apartan un tanto, o un mucho, del carril por el que discurre la vida del hombre corriente y moliente. Es muy probable que ese despunte de pesimismo existencial, de cenizo o agorero perpetuo y global, ¡gracias a Dios!, sólo roce ocasionalmente al amable lector, casi siempre como consecuencia de la fatiga o del exceso de trabajo y preocupaciones. Previsiblemente resulte más cercano al acontecer ordinario otra actitud que recoge Tagore, con su habitual belleza, en "Pájaros perdidos"[24]: "Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas". ¿Verdad que sí? Aquí, sí. Aquí el retrato, sin ánimo de molestar, puede adquirir contenidos o tonos familiares, frecuentes: si llueve, porque nos mojamos; si reluce el sol, porque aprieta 'la calor'...
Por un momento el autor dudó si ejemplarizaba o no la actitud anterior con detalles del quehacer cotidiano, desistió ante la posibilidad de herir la susceptibilidad de algún amable lector al reconocerse retratado en esas nostalgias o apegamientos al pasado o en los sueños de un idílico futuro, que tanto impiden el disfrutar del tiempo más precioso y hermoso: el hoy.
No obstante, y por cuestión de honor[25], ha de hacer una excepción y contar una anécdota de la vida misma. Ocurrió no hará más de dos o tres años. Hallábase el autor impartiendo un curso en una ciudad americana, una auténtica ciudad-jardín. Por algún motivo, imposible de recordar, en una de las 'comidas-de-trabajo' el autor se vio rodeado por ocho o nueve señoras jovencillas, demasiado jovencillas para los años que ya se gasta el autor. Bien entrado el almuerzo, la jovencilla sentada justo enfrente del autor, lo miró con 'ojos de perdiz enloquecida'[26]; con una mirada tan expresiva y notoria que en seguida advirtieron el conjunto de los comensales. Pues con ese mirar atónito y desvaídamente penetrante, le dijo al autor en tono de susurro tierno: 'Profesor, me suscita usted la confidencia, le voy a confesar mi más recóndito secreto'...
El amable lector se hará cargo de la situación algo embarazosa que embargaba al autor. A pesar de que seguramente le recordaba a su abuelito, y que tan sólo despertaba confidencias..., pero ¡así!, ¡en público!, renunciando a ese sabor de intimidad tan connatural a los secretos recónditos y escondidos... La mozuela prosiguió como si tal cosa, sin perder ni un ápice del tonillo un tanto teatral:
-Mire, Profesor, constantemente sueño, ¡apasionadamente!, en llegar a viejecilla y en una hamaca pasarme las horas leyendo y contemplando los atardeceres...
Ante tamaña confesión el autor respiró aliviado, mientras se escuchó una nerviosa risita que alguien fue incapaz de reprimir, seguramente por la ansiosa espera de la oculta confesión. Con el talante relajado, y un tantín en tono guasón, el autor replicó a la 'romántica lectora':
-Mire..., ¡joven señora!, yo de usted comenzaría a disfrutar ahora, ya... No vaya a ser que después no pueda: de viejecilla muy posiblemente tendrá... ¡cataratas! Leer con lupa es oficio fatigoso y cansino y, a lo peor, malamente distinguirá los anaranjados anocheceres en un tenue, lejano, confuso y borroso blanco y negro...
¡Verdad que sí! ¿Verdad que si despojamos al sucedido anterior de su cariz caricaturesco nos podríamos ver reflejados tanto el autor como alguno de los amables lectores? Esperamos que crezcan los hijos para disfrutar de ellos, y en 'cuantico' crecen, lógicamente, se 'largan' con sus amigos y amigas; nos pasamos la vida relatando lo sacrificado de la educación de los hijos, y cuando se emancipan nos entra el síndrome del 'nido vacío'; en el fragor del trabajo uno ansía unos mesecitos de 'baja laboral', y si la enfermedad llegase... nos sentimos inútiles e inservibles por no trabajar; inconfesablemente quizá aspiramos al reconocimiento y a la fama, y si la alcanzamos resulta un engorro molesto y tortuoso; algunas 'señoras a la antigua usanza' reivindicaban ternura en épocas de amor fogoso, y cuando el amor sólo podía ser tierno sentían nostalgia del amor fogoso... ¡Pero para qué seguir! ¡Le pedimos a la vida lo que la vida no puede dar y en los momentos en que no puede darlo!
Aún nos resta otro ángulo para cerrar el arco. Acababa el autor de dictar esta conferencia en un lugar encantador: Cartagena de Indias[27]. En el consiguiente resopón se le acercó una señora de edad 'intermedia' muy al estilo de las de aquellas tierras: grandotota, armoniosamente grandota, de una belleza tirando a agreste, lucidota, mulatona... ¡Vaya, que le costaba al autor practicar la sabia y prudente costumbre de no mirar a señora que no sea la propia...! ¡Una señora estupenda, recatada, a pesar de venir servida en formato abultado! Bien, pues la ya encomiada señora comenzó con los halagos y requiebros sobre las lindezas dialécticas del autor, tal y como suelen demandar las normas de la cortesía para pegar la hebra con el orador de turno. La experiencia del autor le indica que, en estas ocasiones, si la adulación cobra acentos desmedidos suele ser preludio de algún "pero"... Y así sucedió por enésima vez. La señora de belleza resaltada, con toda su humana grandura, con voz entrecortada y nerviosa, mientras unas lágrimas esquivas abandonaban su aposento natural, susurró al autor: 'Profesor, estoy totalmente de acuerdo con su teoría; "pero" le ha faltado tocar mi caso... Cuando "una" es capaz de dar fe que la vida es tan bellamente bonita como usted la ha dibujado y, sin embargo, "una" la ha tirado por la borda por su única culpabilidad o estupidez..., ¿qué consuelo nos queda en estos casos?' Las lágrimas seguían su camino deslizante, la mirada se tornó huidiza y esquiva, la señora suscitaba y reclamaba ternura. La situación estaba a punto de sobrepasar los lindes de lo emotivo, ¡y de lo escénico!, porque el autor, además, nunca había visto llorar en 'cacao'... Con la emoción contenida, y haciendo acopio de toda su capacidad de comprensión, el autor contestó:
-'Mi amigo', Séneca, seguramente le daría este esperanzador consejo: 'También después de una mala cosecha hay que volver a sembrar'...
"También después de una mala cosecha hay que volver a sembrar..." Hoy, aquí, ahora. '¡Todo lo demás son fantasías'...!
La serenidad, y el sentido del humor, arraigan y se templan en lo cotidianamente real. Esta actitud vital de aferrarse al presente, agarradura de la serenidad, también la describió 'otro amigo' del autor con fórmula pegadiza y pedagógica. En esta ocasión el autor silenciará el nombre de su 'otro amigo' en la seguridad de que no le gustará verse metido en los andurriales de estos argumentos. La experiencia vital de mi 'otro amigo' le condujo a redactar un decálogo de la serenidad; cada uno de los diez consejos comienza con esta fórmula: "Sólo por hoy..." ¡Hoy, hoy, hoy!: clima propicio de la serenidad, y del sentido del humor.
Espero que mi 'otro amigo' no se moleste si me tomo la libertad de leerle al amable lector el primero de sus consejos y el inicio del tercero: "Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez"; "Sólo por hoy seré feliz..." ¡Vivir con intensidad cada día!: ahí anida el secreto de la serenidad, enfocada en su vertiente psicosomática.
¡Vivir con intensidad cada día! ¿Todos los días? Casi todos los días... ¿Y cuando la vida se 'encabrita'? Cuando la vida se encabrita...¡también! Aunque existen unos "momentiños" en los que a uno, 'sólo por hoy', únicamente le resta el cobijo amable de abandonarse en el regazo del buen Dios. ¡Abandonarse en Dios!: raíz honda para cuajar la serenidad cuando enfatizamos lo racional, el hombre en su enteriza unidad. Hemos fondeado en la misma raíz del sentido del humor, lo que evidencia que la serenidad y el humor son dos manantiales de una fuente común.
¿A qué esta machacona insistencia en la serenidad?, se preguntará algún atento y amable lector. El humor y la serenidad, como todos los estados de ánimo, ocupan una posición axial en las acciones del hombre. Los estados de ánimo no sólo recubren de su tonalidad la textura interior del ser, la intimidad subjetiva, sino también colorean la objetividad de la realidad: deforman la percepción correcta de los datos objetivos según la tonalidad afectiva. Además, entorpecen la ejecución de las decisiones voluntarias. Permítame el amable lector que lo explique con un sucedido corto, pues el autor agotó su cansancio de razonar en falsilla filosófica allá por las primeras páginas de este texto.
Fue en un día plácido. Séneca[28] paseaba la blanca cabellera, trofeo preciado de senectud, por los jardines de su hacienda. Se le acercó un muchachote de brillante curriculum y con fundadas esperanzas de próximos y brillantes éxitos. Entablaron, poco más o menos, el siguiente diálogo:
-'Maestro, vengo en busca de su consejo sabio. Maestro, ¿puede decirme cuánto valgo como hombre?'
-'No tengo datos para saber cuánto vales'.
-'¿Acaso desconoce mi curriculum? ¿Se lo detallo?'
-'No, no es necesario. Bien conozco tu 'historial', y la cantidad y brillantez de tus logros, a pesar de tus cortos años. Pero no sé lo qué vales como hombre, porque la vida aún no te ha probado. A los hombres se nos conoce cuando la vida nos prueba. ¿Cuándo se conoce el valor del soldado? ¿Al lucir el uniforme inmaculado, con aire vanidosote, en la garita del tranquilo cuartel? No, en la guerra: es en la guerra donde el soldado demuestra la grandeza y hondura de su valor. Y el marinero, ¿dónde demuestra que es un "lobo de mar'? ¿En la taberna del puerto? ¿En la travesía del mar en calma? No, hijo mío, no; en la tormenta, en la mar bravía: cuando la mar se "encabrita" brinda al marinero la ocasión de demostrar su arte y pericia naval. Hijo mío, para saber lo que vales, espera a que la vida te pruebe'...
Y cuando la vida nos pruebe, ¡que nos probará!, bueno será que, entonces, nos encuentre... ¡serenos!
[1]En la literatura de inspiración humanística también tiene el sentido de virtud.
[2]A este procedimiento lo denominaba Aristóteles "dominio político", frente al "dominio despótico" que la voluntad ejerce sobre el sistema muscular-motor.
[3]La afectividad tiene otro mecanismo de explosión para la condensación de carga emocional insatisfecha: la ira. Sin embargo, como ya advertimos al estudiar el sentido del humor, la ira representa un procedimiento momentáneo de descarga, que una vez cumplida esa función, se convierte a la vez en fuente de recarga emocional.
[4]La sutil agudeza del amable lector ya habrá advertido que el autor utiliza como un simple recurso didáctico las (imaginadas) referencias personales, pues no cuenta entre sus gustosas aficiones el hablar de sí mismo, ni se presenta motivo u ocasión para ello. Incluso cuando la referencia tiene una apoyatura en la vida real, siempre se relata con la fabulación del novelista y jamás con la precisión del biógrafo. El pudor del autor le impide mostrar sus expansivas debilidades, aunque fuesen tan veniales como los leves gozos del trabajo intelectual. Tampoco el planteamiento teórico presenta la novicia originalidad adornada por el tono irónico del escrito; añadase a lo ya dicho en la primera parte, que el autor bebió en las fuentes, aparentemente contrarias, del profesor F. J. J. Buytendijk ('El dolor', Revista de Occidente, Madrid, 1958).
[5]No olvide el amable lector que no se desarrollarán los temas correspondientes a los distintos ítems, tan sólo se remarcan dos o tres ideas o puntos para facilitar pautas sencillas de autoevaluación.
[6]El hombre religioso descubre detrás de los acontecimientos la congruencia de la mano amorosa y providente de su tierno padre Dios.
[7]De ahí que aprovechar el tiempo, hacer en cada momento lo que hay que hacer, sea uno de los más eficaces antídotos contra el agobio.
[8] Andar agobiado es malo, pero desocupado, peor. El amable lector, de momento, no deduzca conclusiones anticipadas, espere al turno del ítem tres, 'dominar la inquieta pereza', y comprobará como la serenidad es compatible con un trabajo intenso y abundante.
[9]Con este imaginario ejemplo de suspensión queda bien patente que en cuestiones de mecánica el autor no es especialmente ducho...
[10]"Si una persona centra su atención en el futuro es fácil que se olvide de los problemas presentes: siempre puede empezar en serio mañana" (Bandura, A., Teoría del aprendizaje social, Espasa-Calpe, Madrid, 1982, p. 195).
[11]Es costumbre del autor, en este texto, endilgar los ejemplos cultos a pie de página: lo que corresponde al componente "no-actividad" en la caracterología de Le Senne.
[12]Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II q 37 a 2.
[13]Lo explica muy bien el decir popular: "cuando me dieron esa noticia, me quedé helado..."
[14]No pierda de vista el amable lector que simplemente glosamos los items para ayudar a la autoevaluación del test, ni se persigue ni se intenta explicar la teoría sobre el azar, el destino o la providencia. En estas páginas se pretende evaluar el temple del ánimo con un chato pragmatismo. La clave de este asunto estriba, en su hondura ontológica, en encontrar un sentido profundo y real al sufrimiento. Algo sobre ello escribió el autor en uno de sus libros ("Hijos que duelen", Loma Editorial, México, 1992). Pero la fuente central, de inexcusable lectura, difícilmente superable, es la carta acerca del sufrimiento humano del Papa Juan Pablo II ("Salvifici doloris").
[15]En esto, como en otras muchas cosas, la naturaleza ha sido sabia, ¡y feminista!, y aunque el proceso de envejecimiento también atañe a las mujeres, en ellas siempre imprime un ritmo parsimonioso, suave, casi imperceptible...
[16]Tomarse tiempos largos para el descanso habitual suele ser capricho de la pereza o ardid de la comodidad. Con la excepción de estos dos casos; a) cuando surge alguna disarmonía en el ánimo, aunque sea leve; la recomposición de lo afectivo pasa por un transcurrir del tiempo reposado y parsimonioso, con quietud; b) el cansancio del trabajo intelectual también necesita un descanso prolongado y sosegado, compatible con otros tipos de actividad.
[17]Suma Teológica, I-II q. 38 a. 5. También Agustín de Hipona: "Había oído que el baño es llamado así porque arroja del alma la tristeza" (Confesiones, L. IX, c. 12).
[18]El autor desaconseja encarecida y enardecidamente la costumbre, tan a la moda, de recurrir a fármacos o sustancias con riesgo de dependencia o adicción para conciliar el sueño, combatir el insomnio o descansar, salvo si media prescripción médica.
[19]San Ambrosio, 'Deus Creator omnium', ML 16, 1473. El autor conoce la cita por habersela leído a Tomás de Aquino en la Suma Teológica (I-II q. 38 a. 5). También Agustín de Hipona (Confesiones, L. IX, c.12): "Me dormí y desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor".
[20]Nacido en Córdoba (4-65); muy joven marchó a Roma para estudiar poesía y elocuencia. En Roma se aficionó a la filosofía y destacó como brillante orador. Agripina le encargó la educación de su hijo Nerón (49-50).
[21]4 del VIII de 1645
[22]Comprenderá el amable lector, por las razones aludidas, que a nada conduce la localización de las citas, además no excluiría la lectura reposada de los "Tratados Morales". Así, como quien no quiere la cosa, el autor ha ido recomendando una granada lista de esos libros que ayudan a la ponderada reflexión y, por lo tanto, a la serenidad:
1.- 'El sentido del humor', Vázquez de Prada.
2.- 'Tratados Morales', Séneca.
3.- '...Y Dios permite el mal', Maritain.
4.- 'Tónicos de la voluntad', Ramón y Cajal.
5.- 'El hombre en busca de sentido', Viktor Frankl.
6.- 'Salvifici doloris', Juan Pablo II.
También ha indicado libros del propio autor. Libros que por una pudorosa modestia no incluye en esta lista. El amable lector podría leerlos si lo tiene a bien; una delicadeza que le agradecerían los hijos del autor por la ya mencionada escasa cuenta de los derechos de autor...
[23]Piénsese en la ruina y miseria moral del mundo desarrollado que llevó a Su Santidad Juan Pablo II, en 1982, a pedir la recristianización de Europa. La miseria material y las condiciones inhumanas de vida de gran parte de los pueblos o tribus de Africa o Asia. La extensión del subdesarrollo conviviendo con el hiperdesarrollo de las naciones ricas. La lacerante desigualdad social y económica, la ignorancia, de las clases desfavorecidas en extensas regiones de América. El atroz azote del revisionismo marxista chino y el horrible despertar, la pesadilla, de los pueblos que han conseguido sacudirse el marxismo; etc.
[24]Nº 6.
[25]El autor prometió a la protagonista contar el sucedido en este escrito, y gústale al autor cumplir sus promesas.
[26]Avisa el autor que eso de 'ojos de perdiz enloquecida' es una expresión socorrida ya que no encuentra la expresión correcta.
[27]El autor da fe que en Cartagena de Indias también se celebran conferencias; y con abundancia de público, un púbico divertido y colorista, internacional.
[28]El autor redacta a su aire un párrafo de Séneca en el libro comentado.
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