Acabamos de leer en el evangelio de Juan que Jesús está a punto de afrontar la Pasión pero, antes, anuncia a los discípulos: “Mi paz os doy”. Una paz completamente diferente a la paz que el mundo nos da, que es superficial, quizá da cierta tranquilidad y alegría, pero solo hasta cierto punto.
Por ejemplo, la paz de las riquezas: “Ya estoy en paz, porque lo tengo todo arreglado para vivir toda la vida sin preocupaciones”. Esa es una paz que da el mundo. “No te preocupes, no tendrás problemas porque tienes mucho dinero”. La paz de la riqueza. Pero Jesús nos dice que no confiemos en esa paz, porque, con gran realismo, añade: “¡Pero mira que hay ladrones que pueden robar tus riquezas!”. No es una paz definitiva la que te da el dinero. Pensad también que el metal se oxida, ¿verdad? ¿Qué quiere decir? ¡Una caída de la Bolsa… y adiós a todos tus ahorros! No es una paz segura: es superficial, temporal.
Y lo mismo con otros tipos de paz mundana. La del poder tampoco funciona: un golpe de Estado te la quita. Pensad cómo acabó la paz de Herodes cuando los Magos le dijeron que había nacido el Rey de Israel: ¡la perdió de golpe! O la paz de la vanidad, que es una paz coyuntural —hoy eres estimado y mañana serás insultado—, como Jesús entre el Domingo de Ramos y el Viernes Santo.
En cambio, la paz que da Jesús es de otra consistencia completamente distinta. La paz de Jesús es una Persona: ¡el Espíritu Santo! El mismo día de la Resurrección, Jesús fue al Cenáculo y saludó: “La paz sea con vosotros. Recibid el Espíritu Santo”. Esa es la paz de Jesús: una Persona, un gran regalo. Y cuando el Espíritu Santo está en nuestro corazón, nadie puede quitarnos esa paz, ¡nadie! ¡Es una paz definitiva! ¿Cuál es nuestra tarea? Proteger esa paz. ¡Custodiarla! Es una paz grande, una paz que no es mía, sino de otra Persona que me la regala, de otra Persona que está dentro de mi corazón y me acompaña toda la vida. ¡El Señor me la ha dado!
Esa paz se recibe con el Bautismo y con la Confirmación, y sobre todo se recibe como un niño cuando le hacen un regalo: sin condiciones, de todo corazón. Y ese Espíritu Santo hay que protegerlo, pero sin encarcelarlo, pidiendo ayuda a ese gran don de Dios. Si tenéis la paz del Espíritu, si lleváis el Espíritu dentro y sois conscientes de ello, no se turbará vuestro corazón. ¡Estaréis seguros! Pablo, en la primera lectura, nos ha dicho que, para entrar en el Reino de los Cielos, es necesario pasar muchas tribulaciones. ¡Y todos pasamos tantas! Más pequeñas o más grandes.
“No se turbe vuestro corazón”: esa es la paz de Jesús. La presencia del Espíritu hace que nuestro corazón esté en paz. ¡No anestesiado, pero sí en paz! Consciente y en paz: con la paz que solo da la presencia de Dios.