El Prelado del Opus Dei reflexiona en el podcast de este mes sobre la corrección fraterna, que “apunta un deber de todos los cristianos”
“Cuando alguien nos hace una advertencia para nuestro bien, hemos de ver ahí una manifestación de la misericordia divina, que se sirve de instrumentos humanos con el fin de guiarnos por el camino del bien”.
La historia de la salvación nos muestra un continuo alternarse del amor misericordioso de Dios y de la debilidad de los hombres. Como una madre sigue por la casa a su hijo más pequeño, evitándole peligros o daños, así ha guiado Dios a la humanidad a lo largo de los siglos. Cada uno de nosotros ha podido experimentar en su propia vida esa guía, esa mano cercana de la Providencia divina. Y por esto, ¡cuántas caídas o equivocaciones en nuestro caminar se han convertido en ocasiones de encuentro con el Señor!
Corregir al que se equivoca nos anuncia una obra de misericordia que el Señor ejerció constantemente, como leemos en los relatos bíblicos, cada vez que los hombres se empeñaban −y podemos decir, nos empeñamos− en emprender el camino del mal. La historia del Pueblo elegido es una clara manifestación de este cuidado divino. En muchas situaciones, Yavhè podría haberlos soltado de su mano, pero siempre −también a veces con castigos y otras con advertencias de los profetas−, volvía a atraerlos hacia Sí, reencaminándolos por las vías de la salvación.
Con la encarnación del Verbo, la misericordia de Dios ha tomado un rostro humano: el de Jesús. Dios se ha hermanado con nosotros para buscarnos uno a uno: en nuestras circunstancias, con nuestras características, con los muchos o pocos talentos que poseamos. En el Evangelio, vemos que Jesucristo no se abstiene de reprender, de corregir, a quienes desea llevar por la senda recta; no sólo a los fariseos que rechazaban su mensaje, sino también a sus amigos: a Pedro, incluso con dureza, cuando el Apóstol le insinúa que debe evitar la Pasión; o a Marta en Betania, con dulzura, por preocuparse en exceso de las tareas de la casa. El Señor sabía utilizar el tono y el lenguaje que más convenía a cada persona.
Siguiendo el ejemplo del Señor, recordemos que la corrección fraterna practicada con rectitud, sin humillar, ha sido una ayuda en la Iglesia desde los comienzos. “Hermanos −escribió san Pablo a los Gálatas−, si acaso alguien es hallado en alguna falta, vosotros, que sois espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, cuidando de ti mismo, no vaya a ser que tú también seas tentado”. No señala el Apóstol otra cosa distinta sino el mandato de Jesús: “Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano”.
Por tanto, la corrección fraterna apunta un deber de todos los cristianos. Cuando alguien nos hace una advertencia para nuestro bien, hemos de ver ahí una manifestación de la misericordia divina, que se sirve de instrumentos humanos con el fin de guiarnos por el camino del bien. En un primer momento, quizá nos resulte amarga, poco agradable. El orgullo puede impulsarnos a rebelarnos, a buscar excusas que siempre son fáciles de hallar. Sin embargo, si se considera en la presencia de Dios esa advertencia, surgirá el agradecimiento sincero porque alguno se ha tomado la molestia de advertirnos un error que no habíamos percibido.
No subestimemos aquí el poder de la misericordia, ya que una corrección fraterna aceptada con humildad, puede consolidar una relación, reforzar una amistad, evitar futuras complicaciones o ser el punto de inicio de una nueva etapa en la vida.
Hace años, el Papa Benedicto XVI −a quien debemos estar muy agradecidos− se refirió ampliamente a esta manifestación de la caridad. «Hoy somos generalmente muy sensibles −decía− al aspecto del cuidado y de la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos». Y añadía: «Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos −confirmaba el Papa− que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien».
Por esto, os digo a todos y me digo a mí, al ayudar con la corrección fraterna, hay que guiarse por la caridad y la prudencia, buscando el momento oportuno y el modo más adecuado de hablar, para no herir innecesariamente a esa hermana o a ese hermano nuestro. El mismo san Pablo animaba a los Gálatas a corregirse «con dulzura». Entonces, para hacer bien una corrección fraterna lo mejor será pensar sobre ese modo de ayudar en la presencia de Dios, rogando al Espíritu Santo que ponga en nuestra boca las palabras oportunas, con plena rectitud de intención.
Puede surgir la tentación de pensar que esa advertencia caerá en saco roto, o que esa persona no luchará para cambiar, o que sus problemas no nos afectan... Y no es así. Quienes estamos en la Iglesia formamos un cuerpo unido, y los errores de los demás, sin escandalizarnos y sin juicio crítico, han de despertar en nosotros sentimientos de misericordia y necesidad de ayudar con caridad.
Cuando se corrige, es necesario también contar con el tiempo: la gracia interviene de modo efectivo, pero las personas necesitan −necesitamos− tiempo para lograr el cambio oportuno. Recordemos que el apóstol Pedro no aceptó que Cristo fuera a la muerte, ni siquiera tras habérselo anunciado el Maestro, y lo hizo expresamente y con energía. Fue preciso que le contemplara en cadenas para meter en su alma que aquel sacrificio era la Voluntad de Dios.
Quizá también a nosotros nos ocurra que, tras haber corregido a alguien, su actitud no mude y persista en el error. En esos casos, recemos por esa persona, ya que la oración es el primer modo de ayudar. Una vez plantada la semilla de la misericordia, hay que regarla con oración, con paciencia y cariño humano, y así esa semilla germinará y dará fruto.
Consideremos además que con la práctica de la corrección fraterna se combaten eficazmente las habladurías y los comentarios irónicos, que tanto daño causan en las relaciones familiares y sociales. Este puede ser un buen propósito para el Jubileo de la misericordia: evitar hasta la más pequeña crítica a nuestros parientes o amigos, a los superiores y a quienes dependen de nosotros, a conocidos y desconocidos. Puede parecernos tarea no fácil, pues a lo largo de la jornada quizá se presentan numerosos roces y malentendidos; pero, si nos empeñamos, con la ayuda y la fortaleza de Dios, seremos sembradores de una serenidad que aporta quien huye de la confrontación y propone soluciones positivas.
Ayudémonos pues mutuamente con el bálsamo de la misericordia. Nadie logrará la felicidad si la busca él solo. No seamos ajenos a las luchas de los demás y pidamos al Señor la sencillez de corazón para aceptar las correcciones con humildad y agradecimiento, cuando nos las hagan; y para ayudar corrigiendo con afecto y comprensión a quienes tengamos que prestar esa ayuda.
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei
Fuente: opusdei.es.
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