Mons. Javier Echevarría reflexiona en el podcast de este mes sobre la última obra de misericordia corporal
“Hijos e hijas mías, amigos y amigas: saber morir es tan importante como saber vivir, y en los dos casos podemos ser ayudados”, dice el Prelado del Opus Dei, que recomienda también facilitar la Unción de los enfermos.
La última obra de misericordia corporal es enterrar a los difuntos. Volvamos de nuevo los ojos a Cristo, que nos habla en los Evangelios. En su Pasión, la crueldad de los hombres niega el más mínimo gesto de misericordia hacia el Señor, a quien vemos cautivo, sediento, enfermo, desnudo y rechazado por su pueblo.
Sin embargo, apenas Cristo muere en la Cruz descubrimos un gesto de misericordia con su Cuerpo, de esa misericordia que Dios ha sembrado en los corazones de los hombres. Unas manos piadosas descuelgan al Señor de la Cruz, lo entregan a su Madre, y lo envuelven en un sudario limpio y lo entierran en un sepulcro nuevo.
Muchas veces he pensado en este pasaje y entiendo perfectamente que los brazos dignos para acoger el cuerpo de Cristo eran los de su Madre con una vida tan limpia y tan generosa con su hijo y con todas las personas. Meditando esta escena, se enciende un rayo de esperanza en nuestros corazones, cuando comprendemos que los hombres, que no supimos acoger al Salvador en su nacimiento y le maltratamos en su paso por la tierra, fuimos capaces de ofrecerle al menos una digna sepultura.
Así narra este episodio san Josemaría: “Nicodemo y José de Arimatea −discípulos ocultos de Cristo− interceden por Él desde los altos cargos que ocupan. En la hora de la soledad, del abandono total y del desprecio..., entonces dan la cara audacter (Mc XV, 43)...: ¡valentía heroica!”
El fundador del Opus Dei prosigue su oración con estas palabras: “Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad! Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., serviam!, os serviré, Señor”. Como él mismo nos aconsejaba, san Josemaría vivía las escenas del Evangelio, metiéndose muy dentro como un personaje más.
Cristo nació para morir y así salvarnos. Esta escena debe remover nuestros corazones, pues la muerte forma parte de nuestras vidas y nos ayuda a dar sentido al tiempo que transcurrimos en este mundo. En la encíclica Spes Salvi leemos que sólo Jesucristo “indica el camino más allá de la muerte; sólo quien es capaz de hacer todo esto es un verdadero maestro de vida (...). El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte”.
Hijos e hijas mías, amigos y amigas: saber morir es tan importante como saber vivir, y en los dos casos podemos ser ayudados. El cristiano ha de afrontar ese momento −en sí mismo o en los demás− con esperanza y serenidad. En ocasiones, puede presentarse la tentación de no hablar sobre la muerte ante una persona enferma o muy débil. A la vez, no dejemos de reconocer que unas palabras de ayuda y consuelo pueden resultar una caricia para el alma.
Ofrecer la Unción de los enfermos no ha de ser motivo de angustia o pesar: en esos momentos la gracia de Dios sostiene al alma de quien podría afrontar con lógica inquietud lo desconocido. Dejemos actuar a Dios. Una y otra vez, los sacerdotes somos testigos de cómo la misericordia del Señor alivia a los moribundos cuando se les administra ese sacramento. En esas ocasiones, todas y todos recemos con estos pacientes, hablémosles con naturalidad del Cielo, sostengámosles con nuestra fe, y recordémosles que no estarán solos, sino que en la vida eterna les espera el Amor infinito de Dios.
Un día de 1932, san Josemaría acompañaba a morir a un hombre en el Hospital General de Madrid. Aquella persona, ante la cercanía de la muerte, recordaba todos los errores de su vida; y sus ofensas a Dios inquietaban su alma. El fundador del Opus Dei relataba así esta escena años más tarde: “Me decía a gritos, sin que pudiera hacerle callar: −Con esta boca mía podrida no puedo besar al Señor. −¡Pero si le vas a dar un abrazo −le dije− y un beso muy fuerte enseguida, en el Cielo!”. Aquel hombre murió en paz, sostenido también por la fe de este santo sacerdote, que supo estar a su lado en el momento de la prueba final.
Dar sepultura a los muertos es una tarea que está llena de posibilidades para fortalecer la fe de los vivos. Quien experimenta el fallecimiento de un ser cercano, agradecerá que le acompañemos con nuestra oración y serenidad; si hemos de decir unas palabras de pésame, procuremos darles un tono sobrenatural, para que nuestra fe sirva de consuelo a quien lo necesita. Quizá muchas personas carecen actualmente de una amiga o un amigo que les recuerde que Dios es un Padre, que se ocupa también de los que se han marchado.
Asimismo, es muy propio de los cristianos cuidar materialmente los lugares donde reposan los difuntos, limpiando sus tumbas y depositando algunas flores. No se trata sólo de avivar el recuerdo y de rezar por sus almas, sino que estas atenciones hacia los fallecidos demuestran también el respeto que mostramos hacia los cuerpos. Creemos firmemente en la resurrección de la carne, y los lugares donde descansan los restos de quienes conocimos nos hacen presente que volverán a la vida.
Quien ha rezado ante una tumba sabe que el amor no se apaga, sino que sigue vivo. La fe nos da la certeza de que la misericordia de Dios es capaz de traspasar de modo misterioso la barrera de la muerte. ¡Qué grande es el poder de la misericordia con la que, gracias a la resurrección de Jesucristo, podemos alargar nuestro cariño más allá de los confines de esta vida!
Pensemos lógicamente en María, la Madre del Crucificado. Sobre sus rodillas descansó Cristo cuando le desclavaron de la Cruz. Ella continuó llenándole de cuidados, aun con el corazón roto. “Ninguno como María −ha dicho Papa Francisco− ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre para salvarnos. Todo en su vida fue plasmado por la presencia de la misericordia hecha carne. La Madre del Crucificado Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el misterio de su amor”. Como nos invita el Santo Padre, imitemos a la Virgen dolorosa en nuestro servicio diario a los vivos y a los difuntos.
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei.
Fuente: opusdei.es.
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