En su catequesis semanal el Papa reflexionó sobre el Triduo Pascual de la Semana Santa, que comienza el Jueves Santo con el gesto de lavar los pies a los apóstoles, "expresión de la entrega como servicio a Dios y a los hermanos”
Queridos hermanos y hermanas:
Mañana comienza el Triduo Pascual que se abre con la celebración de la Última Cena, en la que Jesús ofreció, con el Pan y el Vino, su Cuerpo y su Sangre al Padre, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. El gesto de lavar los pies es expresión de esa misma entrega como servicio a Dios y a los hermanos. En el Bautismo, la gracia de Dios nos ha lavado del pecado, y cada Eucaristía nos interpela a seguir el mandamiento de su amor.
El Viernes Santo recordaremos las palabras de Jesús en la Cruz: «Está cumplido». El sacrificio del Cordero inmolado, que transforma la mayor iniquidad en un acto supremo de amor, lleva a término el plan contenido en las Escrituras. Nuestra vida refleja este amor perfecto, cuando ofreciéndola por los demás, como Jesús nos enseñó, lo hacemos presente en medio de su pueblo.
El Sábado Santo, contemplaremos el descanso de Jesús en el sepulcro. Junto a María, mantendremos encendida la llama de la fe y de la esperanza. En tarde, en la Vigilia Pascual, celebraremos al Resucitado, centro y fin de la creación y de la historia, en la alegre esperanza de su retorno. La piedra del dolor será removida por el resplandor de la resurrección, que ilumina nuestro presente y nuestro futuro.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los muchos jóvenes, así como a los grupos provenientes de España, México, Ecuador, Argentina y otros países latinoamericanos. Que el Señor nos conceda a todos participar plenamente en el misterio de su muerte y resurrección haciendo nuestros sus propios sentimientos. Muchas gracias.
Queridos hermanos y hermanas, mañana es Jueves Santo. Por la tarde, con la Santa Misa en la Cena del Señor, comenzará el Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, que es el culmen de todo el año litúrgico y también el culmen de nuestra vida cristiana.
El Triduo se abre con la conmemoración de la Última Cena. Jesús, la víspera de su pasión, ofreció al Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y, dándolos como alimento a los Apóstoles, y les ordenó que perpetuaran la ofrenda en memoria suya. El Evangelio de esta celebración, recordando el lavatorio de los pies, expresa el mismo significado de la Eucaristía, bajo otra perspectiva. Jesús −como un siervo− lava los pies de Simón Pedro y de los otros once discípulos (cfr Jn 13,4-5). Con ese gesto profético, expresa el sentido de su vida y de su pasión, como servicio a Dios y a los hermanos, porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mc 10,45).
Es lo mismo que pasó en nuestro Bautismo, cuando la gracia de Dios nos lavó del pecado y fuimos revestidos de Cristo (cfr Col 3,10). Y pasa cada vez que realizamos el memorial del Señor en la Eucaristía: entramos en comunión con Cristo Siervo al obedecer su mandamiento, el de amarnos como Él nos amó (cfr Jn 13,34; 15,12). Si nos acercamos a la santa Comunión sin estar sinceramente dispuestos a lavarnos los pies unos a otros, no reconocemos el Cuerpo del Señor. Es el servicio de Jesús que se entrega a sí mismo, totalmente.
Luego, pasado mañana, en la liturgia del Viernes Santo meditamos el misterio de la muerte de Cristo y adoramos la Cruz. En los últimos instantes de su vida, antes de entregar su espíritu al Padre, Jesús dijo: ¡Todo está cumplido! (Jn 19,30). ¿Qué significan estas palabras? Significa que la obra de la salvación se ha cumplido, que todas las Escrituras hallan su pleno cumplimiento en el amor de Cristo, Cordero inmolado. Jesús, con su Sacrificio, trasformó la iniquidad más grande en el amor más grande.
En el curso de los siglos ha habido hombres y mujeres que, con el ejemplo de su existencia, reflejaron un rayo de ese amor perfecto, pleno, incontaminado. Me gusta recordar un heroico testigo de nuestros días, Don Andrea Santoro, sacerdote de la diócesis de Roma y misionero en Turquía. Unos días antes de ser asesinado en Trebisonda, escribía: «Estoy aquí para vivir en medio de esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne… Nos hacemos capaces de salvación solamente ofreciendo la propia carne. Hay que llevar el mal del mundo y hay que compartir el dolor, absorbiéndolo en la propia carne hasta el fondo, como hizo Jesús» (A. Polselli, Don Andrea Santoro, le eredità, Città Nuova, Roma 2008, p. 31).
Que este ejemplo de un hombre de nuestro tiempo, y tantos otros, nos ayuden a ofrecer nuestra vida como don de amor a los hermanos, a imitación de Jesús. Porque también hoy hay muchos hombres y mujeres, verdaderos mártires, que ofrecen su vida con Jesús por confesar la fe, solo por ese motivo. Es un servicio, servicio del ejemplo cristiano hasta la sangre, el servicio que nos hizo Cristo, que nos redimió hasta el fin. Y ese es el significado de las palabras Todo está cumplido.
¡Qué bonito sería que todos, al final de nuestra vida, con nuestros errores, nuestros pecados, y también con nuestras buenas obras, con nuestro amor al prójimo, podamos decir al Padre, como Jesús: Todo está cumplido; no con la perfección con la que lo dijo Él, pero sí decir: Señor, he hecho todo lo que he podido. Todo está cumplido. Adorando la Cruz, mirando a Jesús, pensemos en el amor, en el servicio, en nuestra vida, en los mártires cristianos, y también nos vendrá bien pensar en el final de nuestra vida. Ninguno sabe cuándo será, pero podemos pedir la gracia de poder decir: Padre, he hecho todo lo que he podido. Todo está cumplido.
El Sábado Santo es el día en que la Iglesia contempla el reposo de Cristo en la tumba tras el victorioso combate de la Cruz. En el Sábado Santo la Iglesia, una vez más, se identifica con María: toda su fe se recoge en Ella, la primera y perfecta discípula, la primera y perfecta creyente. En la oscuridad que envuelve la creación, Ella permanece sola manteniendo encendida la llama de la fe, esperando contra toda esperanza (cfr Rm 4,18) en la Resurrección de Jesús.
Y en la gran Vigilia Pascual, en la que resuena nuevamente el Aleluya, celebramos a Cristo Resucitado, centro y fin del cosmos y de la historia; velamos llenos de esperanza en espera de su vuelta, cuando la Pascua tenga su plena manifestación.
A veces, la oscuridad de la noche parece penetrar en el alma; a veces pensamos: ya no hay nada que hacer, y el corazón ya no encuentra fuerzas para amar… Pero, precisamente en esa oscuridad, Cristo enciende el fuego del amor de Dios: un resplandor rompe la oscuridad y anuncia un nuevo inicio, algo comienza en la oscuridad más profunda. Sabemos que la noche es más noche, es más oscura poco antes de que comience el día. Pues, precisamente en esa oscuridad, es Cristo quien vence y enciende el fuego del amor.
La piedra del dolor es removida dejando sitio a la esperanza. ¡He ahí el gran misterio de la Pascua! En esa santa noche la Iglesia nos entrega la luz del Resucitado, para que en nosotros no haya el lamento de quien dice ya no…, sino la esperanza de quien se abre a un presente lleno de futuro: ¡Cristo ha vencido a la muerte, y nosotros con Él! Nuestra vida no acaba ante la piedra de un sepulcro; nuestra vida va más allá, con la esperanza en Cristo que ha resucitado precisamente de aquel sepulcro. Como cristianos estamos llamados a ser centinelas de la mañana, que saben discernir las señales del Resucitado, como hicieron las mujeres y los discípulos que acudieron al sepulcro el alba del primer día de la semana.
Queridos hermanos y hermanas, que en estos días del Triduo Santo no nos limitemos a conmemorar la pasión del Señor, sino que entremos en el misterio, que hagamos nuestros sus sentimientos, su actitud, como nos invita a hacer el apóstol Pablo: Tened los mismo sentimientos que Cristo Jesús (Fil 2,5). Entonces la nuestra será una feliz Pascua.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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