Sobrecargar al niño de actividades extraescolares o de material informático puede conducirle a pasar de ser un regalo para los padres a ser un trofeo a exhibir
Respetar la infancia y no tratar de acortarla por razones prácticas es el resumen de un libro breve pero denso de contenido, y tan certero en su diagnóstico de situación como claro y positivo en los remedios que propone para educar de modo más humano en una época de frenética exigencia
Catherine L´Ecuyer es canadiense y madre de cuatro hijos. Estudió derecho en Canadá, es Máster del IESE Business School y tiene un Máster Europeo Oficial de Investigación de la Universidad Internacional de Catalunya. Ha trabajado como abogado en Montreal y, en España, como consultora en empresas como Abertis, Pepsi, Caprabo, Sony, Croda. Es autora de dos libros: Cómo conseguir una empleada del hogar comprometida, sin morir en el intento y Educar en el asombro. Este último ha llegado a ser el más vendido de Amazon.es.
El asombro como principio del deseo de conocer, tesis vertebral de su obra, choca contra un mundo postmoderno, que no se asombra de casi nada y está de vuelta de todo. ¿Cómo podemos respetar ese asombro, o recuperarlo si es que lo hemos perdido?
El sentido del asombro es innato en la persona, nacemos con ello. Es un mecanismo que nos permite conocer el mundo que nos rodea, es el deseo de conocimiento, decía Tomás de Aquino. Es cierto que ese sentido del asombro se puede perder si no lo respetamos. Bien sea por ausencia de momentos de silencio interior, por ritmos frenéticos, por saturación de los sentidos debido a la sobreestimulación, a la falta de límites al consumismo, etc. La buena noticia es que se puede recuperar: más naturaleza −primera ventana del asombro−, más belleza y sentido del misterio. No existe nada más nutritivo para el asombro que la belleza −expresión visible de la verdad y de la bondad− y el misterio −oportunidad infinita de conocer−, porque nos abren los horizontes de la razón.
Por una parte, Vd. recomienda fomentar la capacidad de asombro y por otra advierte de los riesgos de una estimulación sensorial continuada. ¿Cómo saber dónde situar la línea fronteriza entre interacción personal colaborativa y estimulación sensorial excesiva?
Dan Siegel, neurocientífico americano reconocido, nos dice que no hay necesidad de bombardear a niños, ni a nadie, con estímulos con la esperanza de construir mejores cerebros; el cerebro se desarrolla adecuadamente dentro de un entorno normal con una cantidad mínima de estímulos. Lo que cuenta, añade, es la calidad del vínculo que existe entre el niño y su principal cuidador.
La neurociencia confirma de alguna forma a Chesterton, quien decía que “a un niño de 7 años, le puede emocionar que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón, pero a un niño de 3 años, le emociona ya bastante que Perico abra la puerta”.
La epidemia del síndrome de hiperactividad en los más pequeños explica que los altos ejecutivos del Silicon Valley manden a sus hijos, según la obra afirma, a un colegio de élite que hace alarde de no usar tecnología en sus aulas.
Ellos dicen haberlo hecho porque la pantalla impide el pensamiento crítico, deshumaniza el aprendizaje, la interacción humana y acorta el tiempo de atención de los alumnos. Ese último punto está documentado por estudios. Y de momento, no existen estudios que justifiquen el fomento del uso de la tecnología en las aulas. El criterio que propongo para el uso de la tecnología en los parvularios y en el primer ciclo de primaria, es que la pantalla sea un apoyo, pero que no se convierta en intermediario entre el niño y la realidad.
Ese intermediario debe ser una persona de carne y hueso que quiere a nuestros hijos. No es bueno que nuestros hijos estrenen la realidad en el mundo digital antes de estrenarla en el mundo real. Estamos privándoles de la belleza de un mundo en tres dimensiones, creando unos jóvenes demasiado “planos”. Como decía un padre de aquel colegio de Silicon Valley, “la computadora no es más que una herramienta. El que sólo tiene un martillo piensa que todos los problemas son clavos”. Confundimos belleza con novedad.
Los momentos de crisis dice que son privilegiados para cuestionar sistemas, entre ellos el educativo. ¿No es más prudente esperar a que se calmen las tormentas?
Si pensamos que la tormenta es un hecho externo, ajeno al sistema educativo y que cesará con el paso del tiempo, la actitud pasiva es la correcta. Pero en ese caso, pienso que el sistema educativo es una de las causas y de las soluciones a la crisis que estamos atravesando. Hemos creado una sociedad que prepara a los niños para servir al sistema, y no para construir un mundo en el que el sistema sirva a las personas. La educación en el consumismo es un ejemplo de ello. Kundera decía “los niños no son el futuro porque algún día vayan a ser mayores, sino porque la humanidad se va a aproximar cada vez más al niño, porque la infancia es la imagen del futuro”.
El fin de la educación es el niño, no lo que pretendemos de él. Sustituir la cultura del esfuerzo por la del asombro, como propone, ¿será práctico y eficaz para construir su futuro como adulto?
No propongo sustituir la cultura del esfuerzo por la del asombro. Digo que la cultura del esfuerzo es consecuencia de la pérdida del asombro. Einstein decía que “no podemos resolver problemas usando el mismo tipo de pensamiento que usamos cuando los creamos”.
Si los niños de hoy en día no se esfuerzan porque la pérdida del sentido de asombro les ha bloqueado el deseo, el camino para recuperar la cultura de la falta de esfuerzo pasa por recuperar el asombro. Hemos de ir al origen de los problemas, no quedarnos en las recetas fáciles.
El educador es facilitador, no dirige. Actúa con discreción y humildad. ¿No es esta idea un poco utópica?
Tomás de Aquino decía que hay dos maneras de aprender; por invención y descubrimiento, y por disciplina y aprendizaje. Insistía en que la primera manera era superior a la segunda. Eso es porque el aprendizaje realmente sostenible ocurre cuando el que aprende lo hace suyo. Sin embargo, de eso no podemos concluir que el niño manda. Especialmente cuando es muy pequeño, el niño no sabe lo que le conviene, por lo tanto su opinión al respecto es irrelevante.
Manda su naturaleza. Y las personas con mayor sensibilidad para percibir y respetar las necesidades del niño en cada momento sabiendo lo que pide su naturaleza son sus padres. Y por ese motivo, en un centro educativo, los primeros que deberían mandar son los padres, en segundo lugar los educadores y en tercer lugar los niños. Pero los criterios de toma de decisión de los adultos deberían girar alrededor de lo que pide la naturaleza del niño, no de la comodidad, de imperativos de rentabilidad, o de ganas de lucir al niño o de convertirle en un objeto de marketing para el centro.
Hablando de eso, el niño se ha convertido en un símbolo de estatus entre los famosos. De ser un regalo pasa a ser un trofeo, un objeto de exhibición y así acaba por convertirse en un tirano. En este contexto social, ¿cómo pueden los padres y los educadores poner límites a los niños y a la vez fomentar su autoestima y hacerles sentir que valen la pena?
El consumismo es la forma más directa y letal de matar el asombro de un niño, porque con ello el niño da todo por supuesto y piensa que las cosas y las personas deben comportarse como él quiere. Los límites son imprescindibles en la educación. Demasiadas veces se cede en los límites, en función de lo que hacen otras familias, para que el niño “no se sienta marcado con respecto a sus amigos”. Pienso que esa forma de educar es muy peligrosa. Hemos de preguntarnos lo que conviene a nuestros hijos partiendo de la verdad de su naturaleza, ponerles límites en función de ello y no ceder. La canción “los demás niños lo tienen” es absurda. ¿Ese es un criterio que nos da credibilidad como padres? La autoestima no es función de lo que tiene uno, y tampoco es manifestación de autoestima querer hacer siempre lo que los demás, todo lo contrario.
Un niño fuerte, con personalidad, líder, es un niño cuya autoestima está basada en un vínculo de confianza de calidad con sus familiares. Ese niño ha crecido en una familia que tiene un proyecto, unos criterios propios, sabe escoger lo excelente, lo bello. Los americanos hablan del efecto desplazamiento. Mientras un niño está haciendo actividades que no le aportan nada, está perdiéndose otras que aportan mucho más a su desarrollo personal, como por ejemplo leer un buen libro, invertir en amistades verdaderas, pasar tiempo en la naturaleza, con sus padres, etc. No hemos de plantear los límites como algo negativo, sino como oportunidades. Dar al niño todo lo que pide, es muchas veces para compensar un vacío en el hogar.
¿Cree que es viable respetar el ritmo lento de actuar de los niños por parte de adultos apremiados por prisas frenéticas?
Pienso que se pueden hacer cosas para reducir el nivel de estrés y las prisas, empezando por levantarse quince minutos antes por ejemplo, o quitando actividades de la agenda que son prescindibles. ¡Nuestros hijos parecen pequeños ejecutivos estresados! También es verdad que hay momentos de prisas inherentes a la vida, situaciones que no podremos cambiar. Entonces hemos de cambiar la actitud con la que vivimos esas prisas. Vivirlo con sentido del humor, tener interioridad para dar sentido a lo que ocurre. La vida no es una película, es algo que vivimos en primera persona. ¿Se puede estar asombrado, contemplativo en el medio de un mundo ajetreado, frenético? No solo se puede, sino que se debe. Juan Pablo II decía: “Sin el asombro, el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal”.
Entrevista de Pilar de Cecilia.
Gentileza de Revista selección literaria, de Troa Librerías.
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