Una vez más, Roma tiende su mano a los seguidores de Lutero
No sé aún si, en el nuevo libro-entrevista de Peter Seewald con Benedicto XVI, volverá sobre el ecumenismo, como en el anterior, traducido al castellano con el título La luz del mundo. Sin duda, será un tema importante en las próximas semanas, ante la celebración de los quinientos años de la Reforma, con la oración ecuménica del papa Francisco en Lund (Suecia) a finales de octubre.
Una vez más, Roma tiende su mano a los seguidores de Lutero, aunque, con el papa Ratzinger, es preciso reconocer que «el luteranismo es sólo una parte del espectro del protestantismo mundial. Junto a ellos están los reformados, los metodistas, etcétera. Después está el amplio y nuevo fenómeno de los evangelistas, que se extienden con enorme dinamismo y están a punto de transformar todo el escenario religioso en los países del Tercer Mundo».
En su día, se puso mucho énfasis en el acuerdo alcanzado sobre la doctrina de la justificación, uno de los puntos centrales de la ruptura de Lutero con la tradición católica. La declaración conjunta fue firmada por la Federación Luterana Mundial y la Iglesia Católica en 1999, y acogida por el Consejo Metodista Mundial en 2006.
Fue un motivo de optimismo, empañado ciertamente por pasos dados en la órbita protestante que alejan de Roma, como la ordenación sacerdotal de mujeres, la aceptación de uniones homosexuales y la ambigüedad en diversas posiciones éticas esenciales. Pero Benedicto XVI reconocía que «al mismo tiempo hay en las comunidades protestantes personas que tienden vivamente hacia la auténtica sustancia de la fe y que no aprueban esta actitud de las grandes Iglesias».
Desde Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, se acentuó la urgencia de encontrar esa base común para responder desde la fe en Cristo a las grandes cuestiones planteadas en tiempos secularizados. Una de las claves radica quizá en la superación de dicotomías y disyuntivas, impropias tras la unidad de lo divino y lo humano operada por la Encarnación del Verbo.
Lo explicaba con gracia hace años un teólogo sevillano afincado en Navarra, Francisco Lucas Mateo-Seco, a propósito de los desgarramientos tan característicos de la posición de Lutero: «para él son incompatibles Dios y mundo, Escritura y Tradición, Cristo y jerarquía eclesiástica, fe y obras. Normalmente, donde Lutero pone una 'o', la teología católica coloca una 'y': Escritura y Tradición, Dios y mundo, Cristo e Iglesia, Fe y obras, libertad y gracia, razón y fe».
Vale la pena subrayar esa actitud de fondo integradora, también respecto de quienes, desde la perspectiva ortodoxa católica, no acaban de entender esa oración común, esa actitud abierta ante quienes están lejos. Porque se impone poner medios que faciliten la cercanía. Lo recordaba el papa Francisco el 10 de junio, al recibir a una delegación de la Comunión Mundial de las Iglesias Reformadas: ese encuentro representaba «un paso más en el camino que caracteriza el movimiento ecuménico; camino bendito y lleno de esperanza, a lo largo del cual buscamos vivir cada vez más de acuerdo con la oración del Señor “para que todos sean uno”». Se trata, en definitiva, de promover un crecimiento mutuo en la comunión espiritual, para servir mejor al Señor y dar a los hombres razón de la propia esperanza.
Uno de los párrafos finales del discurso del papa resume bien el estado de la cuestión, y orienta para repasar problemas y actitudes ante el ecumenismo en estos momentos. Imagino que con ese espíritu acudirá Francisco a Suecia:
«Hoy se experimenta a menudo una “desertificación espiritual”. Especialmente allí donde se vive como si Dios no existiera, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ser “cántaros” que apagan la sed con la esperanza, presencias capaces de inspirar fraternidad, encuentro, solidaridad, amor genuino y desinteresado; han de acoger y avivar la gracia de Dios, para no encerrarse en sí mismos y abrirse a la misión. No se puede, en efecto, comunicar la fe viviéndola de manera aislada o en grupos cerrados y separados, en una especie de falsa autonomía y de inmanentismo comunitario. Así no se da respuesta a la sed de Dios que nos interroga y que está presente también en tantas formas nuevas de religiosidad. Estas pueden favorecer a veces el repliegue sobre sí mismas y sus propias necesidades, dando lugar a una especie de “consumismo espiritual”. Por lo tanto, si los hombres de nuestro tiempo no encuentran una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz, al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios».