Fiesta en el cielo y la tierra: El Papa canonizó a Santa Teresa de Calcuta
El Amén de la numerosísima asamblea en la Plaza de San Pedro y un intenso aplauso emocionado se elevó al cielo, en acción de gracias a Dios, uniéndose a los corazones llenos de fervor de todo el mundo, cuando el Papa Francisco pronunció la fórmula de canonización en latín e inscribió en el Libro de los Santos a la Madre Teresa de Calcuta. Y el canto gozoso y solemne del Jubilate Deo subrayó el momento en que las reliquias de la nueva Santa se colocaban al lado del altar.
«¿Quién comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13). Este interrogante del libro de la Sabiduría, que hemos escuchado en la primera lectura, nos presenta nuestra vida como un misterio, cuya clave de interpretación no poseemos. Los protagonistas de la historia son siempre dos: por un lado, Dios, y por otro, los hombres. Nuestra tarea es la de escuchar la llamada de Dios y luego aceptar su voluntad. Pero para cumplirla sin vacilación debemos hacernos esta pregunta: ¿cuál es la voluntad de Dios?
La respuesta la encontramos en el mismo texto sapiencial: «Los hombres aprendieron lo que te agrada» (v. 18). Para reconocer la llamada de Dios, debemos preguntarnos y comprender qué es lo que le gusta. En muchas ocasiones, los profetas anunciaron lo que le agrada al Señor. Su mensaje encuentra una síntesis admirable en la expresión: «Misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6,6; Mt 9,13). A Dios le agrada toda obra de misericordia, porque en el hermano que ayudamos reconocemos el rostro de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18). Cada vez que nos inclinamos ante las necesidades de los hermanos, damos de comer y de beber a Jesús; vestimos, ayudamos y visitamos al Hijo de Dios (cf. Mt 25,40). En definitiva, tocamos la carne de Cristo.
Estamos llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la oración y profesamos en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios (cf. 1Jn 3,16-18; St 2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple ayuda que se presta en un momento de necesidad. Si fuera así, sería sin duda un bonito sentimiento de humana solidaridad que produce un beneficio inmediato, pero sería estéril porque no tiene raíz. Al contrario, el compromiso que el Señor pide es el de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de Cristo le sirve con su propia vida, para crecer cada día en el amor.
Hemos escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14, 25). Hoy esa «gente» está representada por el amplio mundo del voluntariado, presente aquí con ocasión del Jubileo de la Misericordia. Vosotros sois esa gente que sigue al Maestro y que hace visible su amor concreto a cada persona. Os repito las palabras del apóstol Pablo: «He experimentado gran gozo y consuelo por tu amor, ya que, gracias a ti, los corazones de los creyentes han encontrado alivio» (Flm 1,7). Cuántos corazones confortan los voluntarios. Cuántas manos sostienen; cuántas lágrimas secan; cuánto amor derramo en el servicio escondido, humilde y desinteresado. Este loable servicio da voz a la fe −¡da voz a la fe!− y expresa la misericordia del Padre que está cerca de quien pasa necesidad.
El seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso; requiere radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro en los más pobres y descartados de la vida y ponerse a su servicio. Por eso, los voluntarios que sirven a los últimos y a los necesitados por amor a Jesús no esperan ningún agradecimiento ni gratificación, sino que renuncian a todo eso porque han descubierto el verdadero amor y cada uno puede decir: «Igual que el Señor vino a mi encuentro y se inclinó sobre mí en el momento de necesidad, así también yo salgo al encuentro de él y me inclino sobre quienes han perdido la fe o viven como si Dios no existiera, sobre los jóvenes sin valores ni ideales, sobre las familias en crisis, sobre los enfermos y encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los débiles e indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores abandonados a su suerte, como también sobre los ancianos dejados solos. Dondequiera que haya una mano tendida que pide ayuda para ponerse en pie, allí debe estar nuestra presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y da esperanza». Y, esto, hacerlo con la viva memoria de la mano tendida del Señor sobre mí cuando estaba por tierra.
Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, fue una generosa dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la abandonada y descartada. Se comprometió en la defensa de la vida proclamando incesantemente que «el no nacido es el más débil, el más pequeño, el más pobre». Se inclinó sobre las personas desfallecidas, que mueren abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les dio; hizo oír su voz a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus culpas ante los crímenes −¡ante los crímenes!− de la pobreza creada por ellos mismos. La misericordia fue para ella la «sal» que daba sabor a cada obra suya, y la «luz» que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera lágrimas para llorar su pobreza y sufrimiento.
Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias existenciales permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la cercanía de Dios a los más pobres entre los pobres. Hoy entrego esta emblemática figura de mujer y de consagrada a todo el mundo del voluntariado: que ella sea vuestro modelo de santidad. Pienso, quizás, que tendremos un poco de dificultad en llamarla Santa Teresa. Su santidad es tan cercana a nosotros, tan tierna y fecunda que espontáneamente continuaremos llamándola «Madre Teresa».
Que esta incansable trabajadora de la misericordia nos ayude a comprender cada vez más que nuestro único criterio de acción es el amor gratuito, libre de toda ideología y de todo vínculo, y derramado sobre todos sin distinción de lengua, cultura, raza o religión. A la Madre Teresa le gustaba decir: «Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír». Llevemos en el corazón su sonrisa y entreguémosla a todos los que encontremos en nuestro camino, especialmente a los que sufren. Abriremos así horizontes de alegría y esperanza a toda esa humanidad desanimada y necesitada de comprensión y ternura.
Queridos hermanos y hermanas, mientras nos disponemos a concluir esta celebración, deseo saludar y agradecer a todos los que habéis participado.
Ante todo a las Misioneras y Misioneros de la Caridad, que son la familia espiritual de la Madre Teresa. Que vuestra santa Fundadora vele siempre sobre vuestro camino y os obtenga ser fieles a Dios, a la Iglesia y a los pobres.
Con grata deferencia saludo a las altas Autoridades presentes, en particular las de los países más ligados a la figura de la nueva Santa, así como a las Delegaciones oficiales y a los numerosos peregrinos venidos de esos países en esta feliz circunstancia. Que Dios bendiga vuestras naciones.
Y con cariño saludo a todos vosotros, queridos voluntarios y agentes de misericordia. Os confío a la protección de la Madre Teresa: que ella os enseñe a contemplar y adorar cada día a Jesús Crucificado para reconocerlo y servirle en los hermanos necesitados. Pidamos esta gracia también para todos los que están unidos a nosotros a través de los medios, en todas partes del mundo.
En este momento quisiera recordar a cuantos se gastan al servicio de los hermanos en contextos difíciles y arriesgados. Pienso especialmente en tantas Religiosas que dan su vida sin descanso. Pidamos en particular por la monja misionera española, Sor Isabel, que fue asesinada hace dos días en la capital de Haití, un país tan probado, para el que deseo que cesen dichos actos de violencia y haya mayor seguridad para todos. Recordemos también a otras monjas que, recientemente, han padecido violencias en otros países.
Lo hacemos dirigiéndonos en oración a la Virgen María, Madre y Reina de todos los santos.
Fuente: romereports.com / vatican.va / news.va.
Traducción de Luis Montoya.
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