La expresión y perfección del amor conyugal en los actos propios de los esposos
El acto conyugal es el lenguaje con el que los esposos se dicen mutuamente: “yo te amo incondicionalmente, fielmente, para siempre y con todo mi ser”. Así lo explica este editorial sobre el amor humano.
El matrimonio, como unión conyugal, se ordena hacia la mutua ayuda interpersonal de los cónyuges y hacia la procreación, recepción y educación de los hijos. Las fuerzas instintivas, emocionales y racionales que se hallan presentes en la dimensión sexual de los esposos se ordenan y se transforman en dignas de la persona humana, y del amor matrimonial, cuando se realizan presididas por las características esenciales del amor y la unión conyugales: en el contexto de un amor indisolublemente fiel y abierto a la vida. En el matrimonio, en este sentido, también se da una escuela de la inclinación sexual en la que no cabe el libertinaje.
El acto conyugal es el acto propio y específico de la vida matrimonial. Es el modo típico con el que los esposos se expresan como “una sola carne”[1], y llegan a conocerse mutuamente en su condición específica de esposos. Es el acto en el que los cónyuges se comunican, de hecho, la mutua donación que han confirmado de palabra al contraer matrimonio; es el lenguaje con el que los esposos se dicen mutuamente: ‘yo te amo incondicionalmente, fielmente, para siempre y con todo mi ser. Estoy comprometido a formar contigo una familia’.
La unión sexual es un acto de entrega, y por eso es un gesto exclusivamente marital. Supone el compromiso matrimonial previo, y la decisión real de expresar y realizar cada relación conyugal como un acto de verdadera entrega, donde cada cónyuge busque primero y sobre todo el bien y la satisfacción del otro[2]. En ese contexto, es normal y bueno que dentro del matrimonio haya muestras del amor que los une y les hace felices por estar juntos. Estas muestras de amor son muy diversas e íntimas, son un don de Dios y del cónyuge. Sólo por razones justas sería aceptable dentro de la relación matrimonial prescindir de este tipo de unión entre los esposos.
Pero la intimidad física no solo es uno de los medios más altos de expresar amor y unidad; también es la forma en que los hijos llegan al hogar familiar. “La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador”; por esto es hermosa y sagrada[3]. Como espacio de la acción creadora de Dios en la trasmisión de la vida, la unión de los esposos debe ser signo del amor de Dios.
En consecuencia, “los actos mediante los cuales los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y si se llevan a cabo de modo verdaderamente humano, manifiestan y fomentan la mutua donación y enriquecen a los esposos con espíritu de gozo y agradecimiento”[4]. El acto conyugal no solo es moralmente bueno, sino que, cuando está presidido por la caridad, es santo y fuente de santificación para los casados[5]. Es una consecuencia inmediata de la doctrina del matrimonio como camino de santidad. En este contexto, san Josemaría señalaba: “Lo que pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos”[6].
El acto conyugal servirá a la realización del bien de los cónyuges si es verdaderamente conyugal; esto es, si es expresión de la mutua donación, que, como elementos esenciales, comporta: la actitud de apertura a la paternidad o maternidad; el respeto a la persona del otro y el dominio de los propios instintos, que se encauzan de tal modo que el deseo no esclaviza, sino que deja la libertad necesaria para poder donarse al otro. Esta es una de las razones por las que la castidad es un elemento necesario de la verdad del amor conyugal[7].
La castidad, en palabras del Catecismo, es “una virtud moral y también un don de Dios”[8]. Una virtud para cultivar y un don que se nos regala: es un don y una tarea. La sexualidad en el matrimonio debe ser vivida desde la castidad. La castidad como virtud de estado implicará, en el caso de los casados, actuar conforme a su realidad vital: buscar el bien del cónyuge, practicar la fidelidad conyugal y estar abiertos al don de la vida.
Vivir la castidad es vivir el amor en plenitud[9]. A veces, los esposos pueden ver la llamada a ser castos y puros como algo que limitaría su cariño: ¿hasta dónde podemos llegar?; ¿qué permite la Iglesia, y qué prohíbe? Pero la castidad en el matrimonio no es un no a ciertas cosas. Si bien excluye ciertos comportamientos que no son dignos, ésta es sobre todo un sí radical, hondo y sencillo al otro[10]. Es el cuidado del amor único y exclusivo hacia el otro.
La castidad no es menosprecio ni rechazo de la sexualidad o del placer sexual, sino fuerza interior y espiritual que libera a la sexualidad de los elementos negativos (egoísmo, agresividad, atropello, cosificación del otro, narcisismo, lujuria, violencia…) y la promueve a la plenitud del amor auténtico. Es la virtud que permite tener señorío o dominio sobre esta dimensión humana[11].
La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La castidad conyugal permite a los esposos integrar los sentimientos, los afectos y las pasiones en un bien superior que les libera del egoísmo y les capacita para amar de verdad respetándose mutuamente. En otras palabras, la castidad es la puesta en valor de la sexualidad como afectividad comprometida, fiel, leal y respetuosa de la situación de cada uno[12].
No pocas personas confunden la intimidad conyugal con las relaciones maritales, pero la verdadera intimidad es mucho más que eso: es esa relación que mantiene fuerte y unida la relación de los esposos, es la unión profunda entre dos personas que se aman[13]. La intimidad conyugal exige y se manifiesta en la entrega mutua y se extiende desde las diferencias, incluso discusiones, sobre los detalles de la vida diaria a los instantes en que uno confía los sentimientos más íntimos, aquellos que no compartiría con nadie más. Para que exista esa intimidad, los esposos deben crear conjuntamente un puente de unión profundo −formado por pilares de conocimiento mutuo, de confianza, de dialogo, de generosidad, de respeto, de admiración, de comprensión, de atracción física, de ternura, de sentido del humor, de cercanía, etc.− que es posible cruzar cuando hay dos seres que se desean y se aman incondicionalmente.
Los esposos que viven esa intimidad con generosidad buscan una unión más completa y profunda de todo su ser, de sus cuerpos, de sus mentes y de sus espíritus. Ambos cónyuges tienen ese deseo de complicidad, de conocerse y de entregarse mutuamente. Estos esposos comparten pasión, sentimientos y emociones, hacen planes y toman decisiones juntos; en pocas palabras, tienen una vida en común, esa vida es de los dos, algo que les hace únicos, que hace única su relación matrimonial. Esa intimidad conyugal transciende a los cónyuges y les lleva a formar una familia en la que se da la apertura a la vida y se intenta también ser fecundos socialmente.
Todos los fines se implican unos a otros y, si se quieren obtener plena y equilibradamente, hay que buscarlos todos, conjunta y armoniosamente, sin contradicciones artificiosas. Al mismo tiempo, conviene tener muy claro que la mutua ayuda no es un medio para la obtención de otros fines, sino un fin en sí mismo. Esposo y esposa no solamente se complementan y ayudan en cuanto a la generación y educación de los hijos habidos; también se complementan hacia sí mismos, en tanto que cada uno es el bien del otro.
“El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural…. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar”[14].
Javier Escrivá Ivars
Fuente: opusdei.es.
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[1] Cfr. Gn 2, 24.
[2] De ahí que cualquier acto contrario a esta fidelidad y exclusividad conyugal implique un atentado gravísimo contra el ser propio de los esposos.
[3] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2335.
[4]Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 49.
[5] Cfr. san Josemaría, Amigos de Dios, n. 184.
[6] Es Cristo que pasa, n. 25. Lo mismo hay que decir sobre el uso del matrimonio cuando se sabe que, por causas ajenas a la voluntad de los cónyuges, no se da lugar a la procreación.
[7] Cfr. A. Sarmiento, El matrimonio cristiano, p. 387.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2345. Además el Catecismo explica que: “La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana” (n. 2341). Pero, ¿en qué consiste realmente la castidad? El Catecismo dice que: “La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona y por ello, en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual” (n. 2337). Esta es una virtud que se adquiere a través de “Un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana” (n. 2339).
[9] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2331-2391.
[10] Cfr. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado (8-12-1995); Idem., Vademecum para los confesores sobre algunas cuestiones de moral conyugal (12-02-1997).
[11] No se trata de un ejercicio ascético de renuncia; en su esencia es un don de Dios. Ciertamente supone lucha, como toda virtud moral; pero es gracia que el Espíritu Santo concede en el bautismo y en el sacramento del matrimonio (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2345). De ahí la necesidad absoluta de la oración humilde para pedir a Dios la virtud de la castidad.
[12] “Todo bautizado es llamado a la castidad. El cristiano se ha ‘revestido de Cristo’ (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Todos los fieles de Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida particular. En el momento de su Bautismo, el cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2348).
[13] Cfr. Erich Fromm, El arte de amar.
[14] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 22.
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