Debemos meditar seriamente si perseguir unos determinados objetivos (fortuna, posición social, poder…) merece según qué precios
Hoy quiero que pensemos juntos si trabajamos para vivir o… vivimos para trabajar. Si nuestra labor profesional monopoliza nuestra vida hasta el punto de convertirse casi −o no tan casi− en una adicción: si somos lo que los anglohablantes llaman un workaholic.
A veces ello es solo culpa nuestra; otras no, o no tanto. La presencia en esta reflexión de Nuria Chinchilla, profesora del IESE, aportaría mucho: yo le hablaría del consumismo que se nos inyecta en vena (y que hay que pagar −y no me refiero solo a lo económico−). Ella, entre otras cuestiones, nos expondría su empeño en que se facilite la conciliación de la vida laboral y familiar. Su compromiso para lograr que las empresas y otras entidades propicien unos horarios razonables. Su ilusión de que todo ello llegue a buen puerto.
Al hablarte de empresas y de puerto, deseo compartir contigo algo que leí hace tiempo
Cuentan que un potentado empresario se encontraba en un pueblecito costero, cuando llegó un pescador en su pequeña barca.
Dentro de ella había abundantes peces. El empresario elogió al pescador por la calidad del pescado y le preguntó:
−¿Cuánto tiempo le costó pescarlos?
−Muy poco, respondió el otro.
−¿Por qué no se quedó más tiempo faenando? Podría haber traído muchos más peces, comentó el empresario.
−Sí −respondió el otro−, pero con esto me basta para sostener a mi familia y dar una buena educación a mis hijos.
−Pero dijo el empresario ¿qué haces con el resto de tu tiempo?,
−Después de pescar, descanso un rato, como con mi familia, acompaño a mi mujer a la compra y por la tarde suelo pasar un buen rato charlando con los hijos, con los amigos. Llevo una vida tranquila y despreocupada.
−Mire, dijo el empresario: soy consejero delegado de una gran industria y especialista en marketing. Podría ayudarle a desarrollar un gran negocio. Tendría usted que dedicar más tiempo a la pesca y con mayores ingresos podría adquirir una barca más grande. Así podría pescar mucho más que ahora, hasta duplicar las ganancias. Con el tiempo podría comprar varias barcas y contratar empleados que pesquen para usted.
El siguiente paso es que usted, en lugar de vender a través de un intermediario, podría hacerlo directamente a la empresa que distribuye el pescado una vez envasado. Con el tiempo podría tener la distribución para toda la provincia o incluso el país.
Cuando eso ocurra, tendría que dejar este pequeño pueblo para instalarse en la gran ciudad, desde donde manejaría su empresa, sin tener que salir a pescar.
−Pero, preguntó el pescador, ¿cuánto tiempo hace falta para que todo eso se produzca?
−Entre diez y doce años, calculó el empresario.
El pescador dijo:
−Y luego, ¿qué?
−Después puede vender las acciones de su negocio al público. Se hará millonario.
−¿Y luego? Preguntó sonriendo al empresario.
−Luego se puede retirar. Se compra una casita en un pueblecito de la costa, donde puede descansar, pescar un poco, disfrutar de su familia, compartir buenos momentos con sus amigos…
−¿Acaso no es eso lo que ya tengo?
Sabia reflexión para que nadie gaste su vida −la dilapide− a un ritmo de vértigo, con un esfuerzo sobrehumano, desbordado por la ambición de alcanzar algo que no importa tanto como las muchas cosas valiosas que se dejan en el camino… Me recuerda a ese Groucho Marx que decía al camarero: “Hoy no tengo tiempo para almorzar. Tráigame directamente la cuenta”.
Debemos meditar seriamente si perseguir unos determinados objetivos (fortuna, posición social, poder…) merece según qué precios.
Nos decía Walt Disney: “Pregúntate si lo que estás haciendo hoy te acerca al lugar en el que quieres estar mañana”. Hazlo, eso sí, teniendo en cuenta lo que escribía Freud[1] “uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros: poder, éxito y riquezas es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida…”.
Una última reflexión: piensa que el ejemplo que tú des cala en tus hijos: una acción, la mejor lección. Por ello… no eduques a tu hijo para que sea rico; hazlo para que sea feliz. Así, cuando crezca, conocerá el valor de las cosas, más que su precio. La sabia frase no es ni de Disney, ni de Freud, ni mía.
Acabo con este breve e inspirador vídeo:
Y con un guiño de alegría, de humor: un breve chiste de Scherman.
Tumbado en el diván, lleno de estrés, un empresario dice a su psiquiatra:
−Doctor, soy workaholic.
−Trabajemos sobre eso… Le responde el médico.
José Iribas, en dametresminitos.wordpress.com.
[1] Sigmund Freud. Obras Completas. Bs. As. Amorrortu 2009, Vol XXI. ‘El Malestar en la Cultura’, p. 65.
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