Prepararse a emprender un viaje para toda la vida exige escoger el compañero adecuado. ¿Qué orientaciones da la fe cristiana? ¿Cómo combinar cabeza y corazón?
Prosigue la serie de artículos sobre el amor humano:
Uno de los cometidos más importantes del noviazgo es poder transitar del enamoramiento (la constatación de que alguien origina en uno sentimientos singulares que le inclinan a abrir la intimidad, y que dan a todas las circunstancias y sucesos un color nuevo y distinto: es decir, un fenómeno típicamente afectivo), a un amor más efectivo y libre. Este tránsito se realiza gracias a una profundización en el conocimiento mutuo y a un acto neto de disposición de sí por parte de la propia voluntad.
En esta etapa es importante conocer realmente al otro, y verificar la existencia o inexistencia entre ambos de un entendimiento básico para compartir un proyecto común de vida conyugal y familiar: “que os queráis −aconsejaba san Josemaría−, que os tratéis, que os conozcáis, que os respetéis mutuamente, como si cada uno fuera un tesoro que pertenece al otro"[1].
A la vez, no basta con tratar y conocer más al otro en sí mismo; también hay que detenerse y analizar cómo es la interrelación de los dos. Conviene pensar cómo es y cómo actúa el otro conmigo; cómo soy y cómo actúo yo con él; y cómo es la propia relación en sí.
En efecto, una cosa es cómo es una persona, otra cómo se manifiesta en su trato conmigo (y viceversa), y aún otra distinta cómo es tal relación en sí misma, por ejemplo, si se apoya excesivamente en el sentimiento y en la dependencia afectiva. Como afirma san Josemaría, “el noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Es una escuela de amor, inspirada no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza"[2].
Ahondar en el conocimiento mutuo implica hacerse algunas preguntas: qué papel desempeña −y qué consecuencias conlleva− el atractivo físico, qué dedicación mutua existe (tanto de presencia, como de comunicación a través del mundo de las pantallas: teléfono, SMS, Whatsapp, Skype, Twitter, Instagram, Facebook, etc.), con quién y cómo nos relacionamos los dos como pareja, y cómo se lleva cada uno con la familia y amigas o amigos del otro, si existen suficientes ámbitos de independencia en la actuación personal de cada uno −o si, por el contrario, faltan ámbitos de actuación conjunta−, la distribución de tiempo de ocio, los motivos de fondo que nos empujan a seguir adelante con la relación, cómo va evolucionando y qué efectos reales produce en cada uno, qué valor da cada uno a la fe en la relación...
Hay que tener en cuenta que, como afirma san Juan Pablo II, “muchos fenómenos negativos que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de que los jóvenes no sólo pierden de vista la justa jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de comportamiento, no saben cómo afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia enseña en cambio que los jóvenes bien preparados para la vida familiar, en general van mejor que los demás"[3].
Lógicamente, importa también conocer la situación real del otro en algunos aspectos que pueden no formar parte directamente de la relación de noviazgo: comportamiento familiar, profesional y social; salud y enfermedades relevantes; equilibrio psíquico; disposición y uso de recursos económicos y proyección de futuro; capacidad de compromiso y honestidad con las obligaciones asumidas; serenidad y ecuanimidad en el planteamiento de las cuestiones o de situaciones difíciles, etc.
Es oportuno conocer qué tipo de camino deseo recorrer con mi compañero de viaje, en su fase inicial; el noviazgo. Comprobar que vamos alcanzando las marcas adecuadas del sendero, sabiendo que será mi acompañante para la peregrinación de la vida. Los meeting points se han de ir cumpliendo. Para eso podemos plantear ahora algunas preguntas concretas y prácticas que se refieren no tanto al conocimiento del otro como persona, sino a examinar el estado de la relación de noviazgo en sí misma.
¿Cuánto hemos crecido desde que iniciamos la relación de noviazgo? ¿Cómo nos hemos enriquecido −o empobrecido− en nuestra madurez personal humana y cristiana? ¿Hay equilibrio y proporción en lo que ocupa de cabeza, de tiempo, de corazón? ¿Existe un conocimiento cada vez más profundo y una confianza cada vez mayor? ¿Sabemos bien cuáles son los puntos fuertes y los puntos débiles propios y del otro, y procuramos ayudarnos a sacar lo mejor de cada uno? ¿Sabemos ser a la vez comprensivos −para respetar el modo de ser de cada uno y su particular velocidad de avance en sus esfuerzos y luchas− y exigentes: para no dejarnos acomodar pactando con los defectos de uno y otro? ¿Valoro en más lo positivo en la relación? A este respecto, dice el Papa Francisco: “convertir en algo normal el amor y no el odio, convertir en algo común la ayuda mutua, no la indiferencia o la enemistad"[4].
A la hora de querer y expresar el cariño, ¿tenemos como primer criterio no tanto las manifestaciones sensibles, sino la búsqueda del bien del otro por delante del propio? ¿Existe una cierta madurez afectiva, al menos incoada? ¿Compartimos realmente unos valores fundamentales y existe entendimiento mutuo respecto al plan futuro de matrimonio y familia? ¿Sabemos dialogar sin acalorarnos cuando las opiniones son diversas o aparecen desacuerdos? ¿Somos capaces de distinguir lo importante de lo intrascendente y, en consecuencia, cedemos cuando se trata de detalles sin importancia? ¿Reconocemos los propios errores cuando el otro nos los advierte? ¿Nos damos cuenta de cuándo, en qué y cómo se mete por medio el amor propio o la susceptibilidad? ¿Aprendemos a llevar bien los defectos del otro y a la vez a ayudarle en su lucha? ¿Cuidamos la exclusividad de la relación y evitamos interferencias afectivas difícilmente compatibles con ella? ¿Nos planteamos con frecuencia cómo mejorar nuestro trato y cómo mejorar la relación misma?
El modo de vivir nuestra relación, ¿está íntimamente relacionado con nuestra fe y nuestras virtudes cristianas en todos sus aspectos? ¿Valoramos el hecho de que el matrimonio es un sacramento, y compartimos su alcance para nuestra vocación cristiana?
Los aspectos tratados, es decir, el conocimiento del matrimonio −de lo que significa casarse, y de lo que implica la vida conyugal y familiar derivada de la boda−, el conocimiento del otro en sí y respecto a uno mismo, y el conocimiento de uno mismo y del otro en la relación de noviazgo, pueden ayudar a cada uno a discernir sobre la elección de la persona idónea para la futura unión matrimonial. Obviamente, cada uno dará mayor o menor relevancia a uno u otro aspecto pero, en todo caso, tendrá como base algunos datos objetivos de los que partir en su juicio: recordemos que no se trata de pensar “cuánto le quiero" o “qué bien estamos", sino de decidir acerca de un proyecto común y muy íntimo de la vida futura. El Papa Francisco, al hablar de la familia de Nazaret da una perspectiva nueva que sirve de ejemplo para la familia, y que ayuda al plantearse el compromiso matrimonial: “los caminos de Dios son misteriosos. Lo que allí era importante era la familia. Y eso no era un desperdicio"[5]. No podemos cerrar un contrato con cláusula de éxito con el matrimonio, pero podemos adentrarnos en el misterio, como el de Nazaret, donde construir una comunidad de amor.
Así se pueden detectar a tiempo carencias o posibles dificultades, y se puede poner los medios −sobre todo si parecen importantes− para tratar de resolverlas antes del matrimonio: nunca se debe pensar que el matrimonio es una “barita mágica" que hará desaparecer los problemas. Por eso la sinceridad, la confianza y la comunicación en el noviazgo puede ayudar mucho a decidir de manera adecuada si conviene o no proseguir esa relación concreta con vistas al matrimonio.
Casarse significa querer ser esposos, es decir, querer instaurar la comunidad conyugal con su naturaleza, propiedades y fines: “esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad"[6].
Este acto de voluntad implica a su vez dos decisiones: querer esa unión −la matrimonial−, que procede naturalmente del amor esponsal propio de la persona en cuanto femenina y masculina, y desear establecerla con la persona concreta del otro contrayente. El proceso de elección da lugar a diversas etapas: el encuentro, el enamoramiento, el noviazgo y la decisión de contraer matrimonio. “En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar (…). La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo"[7].
Juan Ignacio Bañares, en opusdei.es.
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ePub: Noviazgo y matrimonio: ¿cómo acertar con la persona?
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Artículos relacionados:
[1] San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar, 11-2-1975.
[2] San Josemaría, Conversaciones, n. 105.
[3] San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 66.
[4] Cfr. Papa Francisco, Audiencia, Nazaret, 17-12-2014.
[5] Cfr. Papa Francisco, Audiencia, Nazaret, 17-12-2014.
[6] Gaudium et Spes, n. 48.
[7] San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 66.
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