La Inquisición, más que una institución abolida, se ha convertido para la opinión pública en un símbolo de antitestimonio y escándalo. ¿En qué medida esta imagen es fiel a la realidad? El 12 de marzo del año 2000, el Papa Juan Pablo II, dentro de la celebración del Jubileo de ese año, quiso reconocer los errores cometidos por la Iglesia en el pasado con la Jornada del Perdón. Antes de pedir perdón es necesario conocer exactamente los hechos; por este motivo se estableció una investigación teológica e histórica por parte de expertos de todo el mundo sobre la Inquisición. Después de cinco años se han publicado las Actas del Simposio Internacional sobre la Inquisición
Un Miércoles de Ceniza, el 12 de marzo de 2000, la Iglesia celebraba, por iniciativa del Papa, la Jornada del Perdón. Fue ahí donde el Santo Padre reconoció los pecados y errores cometidos por los miembros y representantes de la Iglesia en el tema de la Inquisición. Y, como apunta el teólogo de la Casa Pontificia, cardenal Cottier, «una petición de perdón sólo puede afectar a hechos verdaderos y reconocidos objetivamente. No se pide perdón por algunas imágenes difundidas a la opinión pública, que forman parte más del mito que de la realidad».
Es muy amplia la novela negra que ha generado la Inquisición. La idea difundida, ya no sólo sobre ella, sino sobre toda la actuación histórica de la Iglesia, hace que los católicos educados por la televisión y el cine tengan la impresión de que su Iglesia ocupa un lugar en el museo de los horrores de la Historia.
Hecho histórico
En enero de 1998 acontece un hecho relevante para la Historia como ciencia. La Congregación del Santo Oficio y la Congregación del Índice abren sus archivos al público general. Ya se podía acceder a ellos con anterioridad, pero de forma restringida y con un permiso especial. Ahora, cualquier historiador, estudioso, investigador, puede cotejar datos, leer originales y dejar de aludir a secretismos vaticanistas. «Esta iniciativa –recuerda el cardenal Etchegaray– demuestra que la Iglesia no teme someter el propio pasado al juicio de los historiadores». Meses después de este hecho, y para poder hacer una profunda y sincera reflexión sobre los errores, infidelidades, incoherencias y retrasos a lo largo de los siglos, de los cuales los creyentes se podían haber sentido responsables, se organizó en el Vaticano un Simposio Internacional sobre la Inquisición. El encuentro tuvo lugar del 29 al 31 de octubre de 1998, y en él destacó la presencia de historiadores, ya que se trataba de conocer la verdad de una institución de la Iglesia de la que se había escrito mucho, sin atender, en muchos casos, al rigor histórico.
Se convirtió en un acontecimiento histórico. No sólo era la única manera de hacer una verdadera y auténtica purificación de la memoria; fue una de las raras ocasiones en que medievalistas, modernistas y contemporáneos se encontraban reunidos para estudiar el tema específico de la Inquisición. «A ellos –puntualiza en las Actas el cardenal Etchegaray– no se les pedía otra cosa que exponer, con el máximo rigor metodológico posible, pero también con la máxima libertad, el resultado de sus investigaciones».
«Fue una institución de la Iglesia –comentaba el cardenal, días después de celebrado el Simposio–, nacida en una época en que la unidad de la fe constituía el elemento integrador de la sociedad civil. En el curso de los siglos, la tolerancia religiosa ha supuesto un largo, sinuoso y doloroso aprendizaje no sólo para los cristianos, sino para todos los hombres».
El historiador profesor Arturo Bernal Palacios apuntaba una salvedad lógica y fundamental: «Para comprender la institución que nos ocupa, hemos de situarnos en el tiempo, en la mentalidad, en la antropología, en la sociología, en las concepciones teológicas y jurídicas de los momentos de su nacimiento y de su aplicación durante su historia».
Para el teólogo de la Casa Pontificia, cardenal Cottier, «combatió un mal real, la herejía, que amenazaba la fe y destruía la unidad de la Iglesia». Nació para defender la verdad; el problema fue el recurso a métodos violentos para combatir el mal; se equivocó en los medios. «Los instrumentos utilizados en la época eran los comunes –observa monseñor Rino Fisichella, Vicepresidente de la Comisión Teológico-Histórica–, eran los que la sociedad empleaba».
La tortura, por ejemplo, no comenzó a aplicarse –en los tribunales civiles ya se empleaba este procedimiento– hasta 1252, cuando el Papa Inocencio IV la autorizó, teniendo en cuenta algunos límites, como el de prohibir llegar al extremo de la mutilación o poner en peligro la vida del imputado. «En el derecho inquisitorial –puntualiza el profesor Agostino Borromeo, miembro del comité científico del Simposio sobre la Inquisición–, la tortura no era un procedimiento para arrancar una confesión, sino, según la mentalidad de la época, un medio de prueba: quien, bajo los tormentos, se afirmaba en sus declaraciones precedentes y continuaba proclamando su inocencia, no podía ser condenado».
La novedad de la Inquisición
La novedad que aportaron los tribunales de la Inquisición se basan en la responsabilidad que recaía sobre los jueces de dichos tribunales. Anteriormente, el Derecho canónico contemplaba un solo procedimiento para los procesos, el acusatorio: el juez iniciaba la acción judiciaria solamente ante una acusación, y el peso de la prueba recaía sobre el acusador. Si éste no conseguía probar los hechos, se hacía merecedor de la misma pena que hubiera sido impuesta al acusado si hubiera sido encontrado culpable. En la Alta Edad Media, el hereje era castigado con sanciones que variaban desde las simples penas espirituales a la exclusión de la comunidad de los fieles –la excomunión–, el exilio y la confiscación de los bienes, según la gravedad de los casos.
La lucha de la Iglesia contra la heterodoxia se radicaliza cuando, en el siglo XII, surgen amplios movimientos heréticos colectivos: los cátaros o los valdenses. Resurge entonces una nueva forma de proceso, en el que el juez podía proceder de oficio ante los delitos graves en cuanto le llegase la noticia del hecho; y –aquí está la novedad– ahora correspondía al juez recoger las pruebas.
«Al vincular a los inquisidores a la aplicación del procedimiento inquisitorio –señala el profesor Borromeo–, el Papado acabó adoptando también la correspondiente normativa secular. En particular, adoptó la equiparación de la herejía al delito de lesa majestad, el más grave previsto por la legislación civil, y que establecía la pena de muerte en la hoguera para los herejes».
La Inquisición tuvo su mayor actividad en los siglos XIII y XIV, contra las herejías ya citadas. En el siglo XV comenzaron a desaparecer los grandes movimientos heréticos y, por tanto, muchos de los tribunales. En este momento se comienza a hablar de una segunda fase de la historia de la Inquisición. En 1478, los Reyes Católicos obtienen del Papa Sixto IV la autorización para designar inquisidores contra una nueva herejía, el criptojudaísmo, cometida por los conversos del judaísmo que no dejaban de practicar los ritos judíos en secreto. «La Inquisición en España –aclara el profesor Borromeo– celebró, entre 1540 y 1700, 44.674 juicios. Los acusados condenados a muerte fueron del 1,8%, y de ellos el 1,7% fueron condenados en contumacia, es decir, no pudieron ser ajusticiados por estar en paradero desconocido; en su lugar se quemaba o ahorcaba a muñecos». Los tribunales fueron suprimidos entre la segunda mitad del siglo XVIII y en las primeras décadas del siglo XIX. El último tribunal que desapareció fue el español, abolido en 1834.
Caza de brujas
«En el año 1080 –apunta el historiador Gustav Henningsen, participante del Simposio– escribió el Papa Gregorio VII al rey Harald de Dinamarca quejándose de la costumbre de los daneses de hacer responsables a ciertas mujeres de las tempestades, epidemias y toda clase de males, y matarlas luego del modo más bárbaro. Asimismo, en una crónica eclesiástica se habla de tres mujeres quemadas por los vecinos de Vötting, cerca de Munich, en 1090, por envenenadoras de hombres y perdedoras de cosechas. Diez años más tarde, en el reino católico de Hungría, se intentó por edicto de ley extirpar la creencia en las brujas».
La Iglesia –y menos los tribunales inquisitores– no se había interesado por estas ejecuciones y persecuciones de brujas, a menos para alertar a las autoridades del mal que se les producía. La única razón era que la Inquisición fue creada para detener herejías, y las brujas no eran herejes; es más, la Iglesia no creía que existieran las brujas y, por tanto, no podía condenarlas. Sin embargo, pasados los siglos, esto cambiaría.
Pánico social
Las primeras actas conocidas sobre brujería en los tribunales de la Inquisición datan de 1400. Se refieren a una secta de brujas que renuncian al cristianismo y adoran al diablo. «Uno puede preguntarse –afirma Henningsen–: ¿por qué la Iglesia dio este giro con respecto a su opinión en este punto?» El investigador intenta explicarlo basándose en los estudios de otros muchos expertos, como el americano Erich Goode, el israelita Nachman Ben-Yehuda, o Carlo Ginzburg –el que aplicó el término de moral panic (pánico social) para responder a este cambio– . «Mediante una reinterpretación por parte de los teólogos –dice Henningsen–, vemos que, de repente, la noción popular de la brujería viene a resultar plausible también desde un punto de visa teológico». Y es así como se comienzan a juzgar a hombres y mujeres, por ser pertenecientes a una secta, que más tarde llamarían brujería.
Cuando los inquisidores comenzaron a mezclar teología con brujería, en lugares donde se daba crédito a ésta última, los tribunales civiles ya hacía tiempo que practicaban las torturas y ejecuciones salvajes contra las brujas. De ellas se conservan aún en algunas exposiciones itinerantes los materiales de tortura, a los que erróneamente se les atribuye su pertenencia a los tribunales de la Inquisición.
Según el historiador Agostino Borromeo, coordinador de la edición de las Actas del Simposio Internacional sobre la Inquisición, al referirse a este tema en una entrevista para la agencia Zenit, constata que los tribunales eclesiásticos fueron mucho más indulgentes que los civiles. De los 125.000 procesos de su historia, la Inquisición española condenó a muerte a 59 brujas. En Italia fueron 36, y en Portugal 4. «Si sumamos estos datos –comentó el historiador– no se llega ni siquiera a un centenar de casos, contra las 50.000 personas condenadas a la hoguera, en su mayoría por los tribunales civiles, en un total de unos cien mil procesos (civiles y eclesiásticos) celebrados en toda Europa durante la edad moderna».
Despejados los mitos y las exageraciones, las nuevas Actas son, en boca del cardenal Cottier, un estudio histórico que sirve para que los teólogos puedan tener elementos de respuesta a preguntas como ¿Qué significa la paradoja: la Iglesia santa comprende en su seno a los pecadores? ¿Cuál es el sentido del testimonio evangélico como dimensión de la existencia cristiana y de los comportamientos antitéticos de antitestimonio y de escándalo? Era tiempo de volver a poner los relojes en hora respecto a las leyendas negras; ahora queda sacar una conclusión de los datos reales.
Una primera conclusión, dada ya en 1998, al concluirse los estudios, la ofreció el mismo Juan Pablo II: «De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener en cuenta el principio de oro dictado por el Concilio Vaticano II: La verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas».
Carmen María Imbert
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