Artículo publicado recientemente por la Pontificia Academia Theologica 13 (2014) 429-438, en el que el autor reflexiona sobre el alcance y significado de palabras como proselitismo, evangelización, y atracción, usadas por el Papa en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium.
En el n. 14 de la Evangelii gaudium[1] se hace referencia a tres ámbitos de la nueva evangelización: los destinatarios de la pastoral ordinaria; las personas bautizadas pero que no viven las exigencias del Bautismo; y finalmente, los que no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado.
En relación al tercer ámbito, el Papa Francisco afirma: La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”; y, en una nota, remite a una homilía de Benedicto XVI: La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por "atracción": como Cristo "atrae a todos a sí" con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en que, asociada a Cristo, realiza su obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor[2].
Dos son los conceptos centrales de la afirmación: atracción y proselitismo. ¿Qué forma de atracción? ¿Qué tipo de proselitismo? Ya que no se trata de conceptos unívocos. Por ejemplo, en otro lugar el mismo Benedicto XVI rechaza cierto género de proselitismo[3].
La atracción que la Iglesia ejerce sobre los hombres es la atracción ejercida por el amor de Cristo, que culminó en el sacrificio de la cruz. Así se lee en Jn 12,32: Yo, cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Como el mismo san Juan afirma en el versículo siguiente, esa elevación de la tierra hace referencia a la cruz. En el original griego, el verbo traducido por elevar es ύψοῦν, empleado cinco veces por Juan, y siempre dentro de un contexto cristológico, no solo como elevación física sino también como exaltación gloriosa[4]. En ese sentido, se entiende la gloria de la cruz en el anuncio de la glorificación del Hijo del Hombre, a propósito del discurso de la última cena (cf. Jn 13,32).
Jn 12,32 tiene una evidente relación con Jn 3,14-15: Como Moisés alzó la serpiente en el desierto, así será levantado el Hijo del hombre, para que quien crea en él tenga vida eterna. Mirar la serpiente levantada por Moisés en el desierto para curarse, como signo profético de la salvación realizada por Cristo en la cruz, nos lleva a considerar que, para ser atraídos por Cristo −y, por tanto, salvados por él−, es necesario mirar a Cristo crucificado[5]. En ese sentido podemos leer también Jn 8,28: Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy. Tanto en Jn 3 como en Jn 8 el verbo empleado es ύψοῦν, alzar, elevar, el mismo de Jn 12,32.
Así pues, para saber quién es Cristo hay que mirar al Crucificado, y ver en él al que puede decir Yo Soy. Viendo a Cristo en la cruz, se sabe que es Dios y que Dios es amor, porque nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos (Jn 15,13). El amor es la fuerza más grande de atracción. Atraer es el significado que, en el griego de Jn 12,32, tiene el verbo ἔλκω[6] que, en el cuarto Evangelio, adquiere un sentido especial. De hecho, de las ocho veces que el verbo aparece en el Nuevo Testamento, cinco son de Juan. Dos de los pasajes son especialmente significativos: el primero, ya mencionado, está en relación con el anuncio de la pasión cuando Jesús atraerá a todos hacía sí (cf. Jn 12,32). El segundo es Jn 6,44: Nadie puede venir a mí si no lo trae [las traducciones castellanas suelen decir “traer” en vez de “atraer”, pero significa lo mismo. Ndt.] el Padre que me envió. La atracción que Cristo crucificado ejerce no es el resultado puramente humano de ver la cruz: es obra de Dios Padre y comporta también el don de la fe.
La atracción que ejerce el misterio de Cristo en la cruz no es simplemente una invitación a participar en sus sufrimientos: es ver que, en la pasión y muerte de Jesús, se realiza el arcano del amor divino por la humanidad y nuestra salvación mediante la nueva vida en Dios que se nos ha dado por la resurrección de Cristo (cf. Rm 4,25).
Desde los primerísimos tiempos, la comunidad cristiana vio el misterio de la cruz no como una derrota, sino como la entrega del Hijo de Dios que, venciendo a la muerte, trasforma un hecho oprobioso en una victoria. El mensaje de la cruz era algo inaceptable para los destinatarios de la predicación apostólica. Pablo se lo tiene que aclarar a la comunidad de Corinto: Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, sean judíos o griegos, predicamos a Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios (1Cor 1,23-24). Para el Apóstol, Jesús en la cruz es todo el Evangelio: Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado (1Cor 2,2), porque predicar a Cristo crucificado es también predicar a Cristo resucitado y hacerlo presente en la Palabra y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
La insistencia en la cruz solo se puede explicar si se piensa que la Iglesia primitiva la veía iluminada por la luz de la resurrección. Al mismo tiempo, la cruz manifiesta el amor de Jesús, que le lleva a dar su vida por cada uno de los que luego creerían en él. Cuando Pablo dice a los Gálatas, refiriéndose a la persona de Jesucristo: He sido crucificado con Cristo, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20), expresa en primer lugar el amor que Jesús despertó en él. La contemplación del sacrificio del Hijo de Dios, la entrega de su vida, atrajo el pensamiento y la voluntad del Apóstol de tal modo que le llevó a ser imitador de Cristo. Pablo no duda en decir que ha sido crucificado con Cristo, penetrando, con la ayuda de la gracia divina, en el misterio de la redención hasta identificarse con Cristo mismo: Ya no soy yo el que vive. La fuerza de atracción de ese misterio de amor se manifiesta en toda su amplitud.
La justificación parte de la fe: El hombre no es justificado por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo (Gal 2,16). Esa fe, el conocimiento del misterio divino de salvación y la adhesión a Cristo, convierte al hombre en justo, de pecador que era. En seguida aparece el amor que ayuda a hacer propia la realidad que se contempla, y este es el punto de partida de la imitación de Cristo e identificación con él. La atracción hace referencia al amor, insta al corazón humano en todas sus dimensiones: inteligencia, voluntad y sentimientos.
San Lucas emplea también el verbo ύψοῦν, en el discurso de Pedro la mañana de Pentecostés, para indicar la ascensión de Cristo: Exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís (Hch 2,33). También en este caso, el concepto de elevar comporta una atracción. San Pedro dice que, como fruto de ser elevado, Jesús ha derramado el Espíritu Santo sobre los creyentes, haciendo brotar en ellos el deseo de seguir las huellas de Jesús, de ser sus discípulos.
Esa atracción del poder divino se atribuye al Padre, pero Jesús mismo se apropia la gracia de la salvación, que es derramada en los corazones de los fieles por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). Pero antes de que miremos a Cristo en la cruz, Cristo nos mira a nosotros desde la cruz, como miró a María, su Madre, y a Juan (cf. Jn 19,26-27)[7]. El Padre y el Hijo atraen a Cristo crucificado mediante el Espíritu Santo. La atracción comporta un acto de correspondencia a esa iniciativa divina, a la invitación a contemplar al Hijo muerto por nosotros: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,10).
El encuentro con Cristo en la fe requiere también la libre aceptación del creyente, que no puede ser fruto de violencia o engaño. La fe da lugar al amor, pero al mismo tiempo es precisamente el amor el que mueve a creer, a aceptar las verdades de Dios. Por eso, la dignidad de la persona humana excluye el proselitismo en el sentido empleado por el Papa Francisco: La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”. A eso se refería también Benedicto XVI, afirmando que un tipo de proselitismo que buscase imponer la fe no sería cristiano[8].
El sentido negativo de la palabra proselitismo, es decir, el uso de métodos impositivos, no respetuosos de la libertad e intimidad de las personas, para la captación de seguidores, fue siempre rechazado por la Iglesia. En el contexto de la libertad religiosa, el Concilio Vaticano II lo confirmó con particular claridad[9].
A pesar de esto, el significado originario del proselitismo no es negativo. El proselitismo es la labor de quien busca hacer prosélitos, o procura acercar a otros individuos a una religión o doctrina, o cuando una persona tiende espontáneamente a comunicar a otras el descubrimiento de una verdad que le llena de alegría. El término προσήλυτος pasó del judaísmo a la tradición cristiana. El vocablo deriva del griego πρόσ (hacia) ἔρχομαι (venir). Se trata de la traducción griega del nombre hebreo ger. La raíz verbal gūr significa alojarse [alojarse con intención de quedarse, permanecer. Ndt]. Por tanto, ger asume el significado de extranjero que viene a quedarse en el territorio, distinto del nativo, es decir ‘ezrāh y del nokhri o ben-nēkhār, o sea extranjero de paso. En la literatura talmúdica gēr se usa siempre para prosélito, que indica una persona convertida al judaísmo, siguiendo el sentido usado en el Antiguo Testamento.
El término es frecuente en la versión de los LXX (77 veces), y designaba principalmente al extranjero que, viviendo establemente en la comunidad hebrea, tenía los mismos derechos y deberes que los hebreos[10], participando también en el culto religioso de la comunidad, y habiendo pasado por una serie de ritos de iniciación. Los que se sometían a esta adhesión completa recibían el nombre de prosélitos de la justicia, a diferencia de los que, aun teniendo domicilio en Israel, habían aceptado solo algunas prescripciones alimentarias para hacer posibles las relaciones sociales con los israelitas.
El término prosélito pasó también al Nuevo Testamento, indicando el pagano que se ha convertido al judaísmo. La palabra προσήλυτος se encuentra solo cuatro veces en el Nuevo Testamento: en Mt 23,15 y en tres pasajes de los Hechos (2,11; 6,5; 13,43). Mt 23,15 pertenece al discurso en el que Jesús pronuncia los siete «Ayes» contra los escribas y fariseos. Se refiere, por una parte, a su celo para ganar una persona que pudiese abrazar la fe de Israel, y por otra hace ver la influencia perniciosa que ejercían sobre sus convertidos, porque insistían en el cumplimiento externo de los preceptos sin preocuparse de la intención del corazón.
Los escribas y fariseos se afanaban en buscar personas capaces de entender y vivir la fe en el único Dios. En buena medida, fue su actividad proselitista lo que permitió al judaísmo sobrevivir después de la destrucción del templo y la dispersión del pueblo. Está claro que la crítica de Jesús a los escribas y fariseos en Mt 23,15 no iba dirigida a que hicieran prosélitos sino al modo de hacerlo y, sobre todo, a que llevaban a los prosélitos a ser hijos de la Gehena[11]. No han faltado interpretaciones, especialmente en el contexto del protestantismo liberal, según las cuales Cristo en Mt 23,15 estaría rechazando el proselitismo en cuanto tal, porque su actividad se dirigía exclusivamente a Israel (como podría inferirse de Mt 10,6; 15,24). Aparte de que Israel buscaba y aceptaba con gusto a los paganos que se querían convertir al judaísmo, Jesucristo no rechazó el proselitismo hebreo en su significado positivo originario; es más, la universalidad de su misión estaba en continuidad con el proselitismo de los judíos; una continuidad que se vislumbraba en el horizonte de la peculiar relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
En Hch 2,11 se hace referencia a la variedad de proveniencias geográficas de las personas que escuchaban el discurso de Pedro la mañana de Pentecostés, y se mencionan judíos y prosélitos. La afirmación toma en consideración no ya la nacionalidad sino la pertenencia religiosa; probablemente el texto se refiere tanto a los romanos como a todas las regiones geográficas de la lista[12] en relación con la religión hebrea. En Hch 6,5 se cuenta la elección de los siete diáconos para resolver la fricción entre helenistas y hebreos. Entre estos se nombra a Nicolás, prosélito antioqueno: era probablemente un pagano convertido al judaísmo[13] que llegó a ser miembro de Israel antes de acoger la fe cristiana. La tercera vez que el término aparece en los Hechos es a propósito del discurso de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia. Al terminar de hablar Pablo y Bernabé, al salir de la sinagoga, los invitaron a que el siguiente sábado les hablaran más de estas cosas. Cuando se disolvió la asamblea, muchos judíos y prosélitos fieles acompañaron a Pablo y a Bernabé, los cuales en su conversación con ellos les instaron a perseverar en la gracia de Dios (Hch 13,42-43).
Lucas se detiene en el grupo de σεβομένων προσηλύτων, prosélitos devotos o creyentes, que luego abrazaron el cristianismo. No eran los gentiles que frecuentaban la sinagoga, sino personas devotas que habían aceptado la ley en su totalidad. Se aprecia el celo proselitista de los judíos de la diáspora por la integración de los paganos en la fe de Israel. En los Hechos de los Apóstoles el concepto de «prosélito» es claramente positivo.
En la época patrística el término proselitismo no es muy frecuente, pero también suele tener un sentido positivo[14]. Algo similar se puede decir de los siglos siguientes, hasta tiempos recientes, cuando el término ha adquirido también un sentido negativo −sobre todo en ambientes de diálogo ecuménico−, pero sin excluir su empleo en sentido positivo, como se puede deducir también de los diccionarios de las principales lenguas. De hecho, el significado originario positivo del término proselitismo está aún en uso en ambientes tanto eclesiales como civiles. Se trata de una realidad presente en muchos niveles (religioso, político, deportivo, económico, etc.), en sí positiva y natural al hombre, aunque, como cualquier otra actividad humana puede degenerar moralmente y perder aspectos propios de su significado genuino[15].
Es importante señalar que en algunos ambientes es incluso repudiado el término proselitismo, no solo en su actual frecuente sentido negativo, sino también en su significado positivo originario, sinónimo de la actividad misionera[16]. A este propósito, San Juan Pablo II escribió: Hoy la llamada a la conversión, que los misioneros dirigen a los no cristianos, se pone en tela de juicio o pasa en silencio. Se ve en ella un acto de «proselitismo»; se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Pero se olvida que toda persona tiene el derecho a escuchar la «Buena Nueva» de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación (RM 46).
Proselitismo y evangelización se podrían considerar conceptos sinónimos si se usan en el contexto del cristianismo, pero de hecho se emplean con diferentes implicaciones que requieren ser adecuadamente interpretadas en sus contextos.
¿De qué modo el Crucificado se hace verdaderamente visible, para que mirándolo, Dios −Padre, Hijo y Espíritu Santo− atraiga a los hombres a Cristo? Cuando Judas Tadeo preguntó a Jesús en la última cena, ¿cómo es que te manifiestas a nosotros y no al mundo?, le respondió Jesús: Si uno me ama, observará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él (Jn 14,22-23). Cristo quiere manifestarse, hacerse ver, en sus discípulos y a través de sus discípulos. Jesús, desde el principio de su vida pública, predicó a todos la conversión, porque el reino de Dios está cerca (cf. Mc 1,14-15). Tras sus pasos, la predicación apostólica, cumpliendo la misión confiada por el Señor (cf. Mt 28,19; Mc 16,15-16), incluía también la invitación a recibir el Bautismo a los que estaban libremente dispuestos (cf. Hch 2,38; 8,36; 19,1-15). Primero se les presentaba a Cristo para que, mirando al Crucificado, los oyentes fueran atraídos por él y abriesen sus corazones para unirse a la Iglesia naciente mediante el Bautismo. Los primeros cristianos eran bien conscientes de su misión de comunicar a todos −primero a los judíos y luego también a los gentiles− el mensaje salvífico de Cristo, con el fin de ganar almas para el Señor (cf. 1Cor 9,19-22).
Toda la misión de la Iglesia se puede resumir en el concepto de evangelización, que está dirigida a todos y tiene una gran riqueza de contenido[17]. La Iglesia se siente empujada por el mandamiento del mismo Jesús a llevar el anuncio evangélico a todas las gentes y hacer de ellos discípulos. Se trata de la traditio Evangelii, trasmisión del Evangelio en cuanto poder de Dios para salvación de todo aquel que cree (Rm 1, 16)[18]. Cristo en la cruz es ese Evangelio, ese poder de Dios.
El proselitismo es, y era desde los inicios de la Iglesia, no solo la presentación de una doctrina, sino también una precisa invitación a la conversión personal[19]; el concepto aparece entonces en su significado originario, que no es el proselitismo en sentido negativo, rechazado desde siempre por la Iglesia y, recientemente, por el Papa Francisco, en la ya citada afirmación de EG 14: La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción. El Papa, poco después, en la misma exhortación apostólica, recuerda: La evangelización obedece al mandato misionero de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). En estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra (EG 19).
En estas palabras del Evangelio de Mateo se recoge la exhortación de Jesucristo a sus fieles para que vayan por el mundo haciendo discípulos, los bauticen y les comuniquen las enseñanzas de Jesús. De acuerdo con el último mandamiento del Resucitado, no pocos cristianos consideran el proselitismo un deber moral mediante el cual se siguen las huellas de los apóstoles en su compromiso de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Toda actividad misionera es una forma de proselitismo. No se trata, pues −según las mismas palabras de Jesús−, de una simple proposición y proclamación de la doctrina, sino también de hacer discípulos, que es precisamente la definición de proselitismo en el sentido original del término. La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo (EG 24).
Por eso, evangelizar no es solamente hablar; es iluminar, bendecir, vivificar, levantar, curar (EG 273). Obviamente, este hacer discípulos nunca es una labor solo ni principalmente humana −mucho menos realizada con métodos no respetuosos de la libertad e intimidad de las personas: el tipo de proselitismo que hay que rechazar−, sino que se lleva a cabo invitando a contemplar a Cristo crucificado y resucitado, para que sea él quien atraiga a las personas a sí con la fuerza del Espíritu Santo. Se hacen discípulos mediante el alegre anuncio del Evangelio con la gracia de Dios, porque el amor de Cristo nos urge (2Cor 5,14). Pablo notaba el impulso del amor divino, como una invitación y como un deber que hay que cumplir: Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! (1Cor 9,16).
Mons. Fernando Ocáriz es Vicario auxiliar del Opus Dei
[1] FRANCISCO, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013) (EG), n. 14.
[2] BENEDICTO XVI, Homilía, 13-V-2007.
[3] «Nuestra fe no la imponemos a nadie. Semejante género de proselitismo (Diese Art von Proselytismus) es contrario al cristianismo» (BENEDICTO XVI, Homilía, 10-IX-2006).
[4] Cf. G. Lüdeman, hypsoõ, en H. Balz – G. Schneider (ed.), Dizionario esegetico del Nuovo Testamento, Paideia, Brescia 2004, 1159.
[5] Sobre la recepción de este versículo en la Iglesia primitiva y en la patrística puede verse el estudio de J.L. González Gullón, La fecundidad de la cruz: una reflexión sobre la exaltación y la atracción de Cristo en los textos joánicos y la literatura cristiana antigua, EDUSC, Roma 2003. Cf. también J.F. Herrera Gabler, Cristo exaltado en la cruz: exégesis y teología contemporáneas, Eunsa, Pamplona 2012.
[6] Cf. J. Wanke, helkõ, in Balz – Schneider (edd.), Dizionario esegetico, 1159.
[7] Cf. P. Rodríguez, «Omnia traham ad meipsum». El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, en «Annales Theologici» 6 (1992) 5-34. El autor, tras una exposición sintética de la exégesis del testo joaneo, ofrece un interesante comentario teológico de una experiencia espiritual de san Josemaría Escrivá: una locución interior, que sintió el 7 de agosto de 1931, en la que Jn 12,32 era entendido en el sentido de levantar a Cristo en la cima de todas las actividades de los hombres para que el Señor atraiga a todos hacia sí. Cf. G. Derville, La liturgia del trabajo. «Levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32) en la experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer, en «Scripta Theologica» 38 (2006) 821-54; E. Burkhart - J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría: estudio de teología espiritual, vol. 1, Rialp, Madrid 2010, 424-433.
[8] Cf. Benedicto XVI, Homilía, 10-IX-2006. Es sabido que el término «proselitismo» actualmente tiene un sentido negativo predominante en la lengua alemana, y también en inglés; no es así, en cambio, en otras lenguas, como el español y el italiano.
[9] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae (7-XII-1965), n. 4; S. Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio (7-XII-1990) (RM), n. 55.
[10] Cf. K.G. Kuhn, prosélytos, en G. Kittel – G. Friedrich (ed.), Grande Lessico del Nuovo Testamento, vol. 11, Paideia, Brescia 1980, 303.
[11] Cf. H. Kuhli, prosélytos, in Balz – Schneider (ed.), Dizionario esegetico, 1151-1154. Sobre las diversas hipótesis acerca del motivo por el que los prosélitos se volvían peores que su maestro, cf. E. Lerle, Proselytenwerbung und Urchristentum, Evangelische Verlagsanstalt, Berlín 1960, 64-65.
[12] Cf. G. Rossé, Atti degli Apostoli, Città Nuova, Roma 1998, 137.
[13] Cf. E. Haenchen, The Acts of the Apostles, Westminster, Philadelphia 1971, 264.
[14] Cf., por ejemplo, S. Justino, Dialogus cum Tryphone, 121,4 y 122,1, en PG 6, 758-759; Flavio Josefo, Contra Apionem, 2,10,39 (CSEL 37, 99); S. Juan Crisóstomo, Exp. in Psalmos, CXIX, 2, 5, en PG 55, 341; S. Agustín, Contra Faustum, 16, 29, en PL 42, 336.
[15] Sobre toda esta temática, cf., por ejemplo, F. Ocáriz, Evangelización, Proselitismo y Ecumenismo, en «Scripta Theologica» 38 (2006) 617-636.
[16] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la Evangelización (3-XII-2007), nota 49.
[17] Cf. Cf. B. Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (8-XII-1975), n. 17; cf. EG 176.
[18] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal, n. 2.
[19] Cf. RM 47; Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal, n. 1.
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