Con ocasión del vigésimo año internacional de la familia (2014), la ONU ha definido la solidaridad intergeneracional como una cuestión de interés internacional
Este año es también el vigésimo aniversario de la Carta a las Familias que Juan Pablo II envió a todas las familias del mundo precisamente para celebrar el Año internacional de la familia promovido por la ONU, y donde el papa Wojtyła reflexiona −entre otros temas− sobre las relaciones familiares y la solidaridad entre ellas.
El objetivo de este estudio es arrojar luz sobre los fundamentos antropológicos y teológicos de la solidaridad familiar intergeneracional y sus exigencias morales a partir de la Carta a las familias.
Con ocasión del vigésimo año internacional de la familia, la ONU (2014)[1] ha definido la solidaridad intergeneracional como una cuestión de interés internacional y ha alentado a los gobiernos y a los agentes sociales a invertir en programas intergeneracionales para ayudar a las familias en sus tareas de cuidado y facilitar el intercambio y el apoyo intergeneracional.
Este año es también el vigésimo aniversario de la Carta a las Familias que Juan Pablo II envió a todas las familias del mundo precisamente para celebrar el Año internacional de la familia promovido por la ONU, y donde el Papa Wojtyła reflexiona −entre otros temas− sobre las relaciones familiares y la solidaridad entre ellas.
Cualquier programa que sostenga la solidaridad intergeneracional es bien recibido, pero los primeros responsables y proveedores de la solidaridad son las mismas familias.
En este estudio se comentan las definiciones de “familia como comunión de generaciones” y de “solidaridad familiar intergeneracional” formuladas por Juan Pablo II en la Carta a las Familias.
Juan Pablo II define la familia como comunión de generaciones en la Gratissimam sane. Así lo expresa en el epígrafe n.10: “mediante la genealogía de las personas, la comunión conyugal se hace comunión de generaciones”.
El tiempo de la familia es constituido por el presente, por el pasado −donde tiene sus raíces− y por el futuro −el proyecto de la pareja de dar vida a una nueva generación−, ya que “la lógica de la entrega total del uno al otro implica la potencial apertura a la procreación: el matrimonio está llamado así a realizarse todavía más plenamente como familia” (Juan Pablo II, 1994, n. 12).
En la familia se da una co-pertenencia entre sus miembros: entre los cónyuges por compartir el cuerpo del otro como propio, entre padres e hijos y entre hermanos por compartir el origen genealógico de la vida. Esta co-pertenencia es la razón del amor incondicional de cada uno para los otros.
En la familia se dan también una serie de vínculos. Los principales son cuatro: el conyugal, el de consanguinidad, el de fraternidad, y el vínculo intergeneracional entre abuelos y nietos.
Además de los diversos vínculos que la componen, cada familia es un conjunto, una particular “comunión de personas”. Ser familia es ser una armonía, ser una unidad entre los diversos lazos familiares, entre esposos, padres, hijos y abuelos.
La familia humana se desarrolla en plenitud si sabe conservar, desarrollar, curar y restaurar la armonía y la comunión entre sus miembros. El máximo bien de la familia es su unidad, que se realiza a través del amor incondicional y la solidaridad entre sus miembros.
Es tarea de cada uno y de cada generación conectar pasado y futuro en una síntesis original. Pero principalmente la unidad de la familia es responsabilidad de gobierno de la pareja de esposos-padres, para lo cual disponen de la correspondiente autoridad, que tiene que ser respetada por los demás miembros de la familia.
El amor familiar −en sus diferentes vínculos− es un amor al que tenemos derecho y un amor que debemos en estricta justicia.
Sobre la relación entre amor y justicia volveré más adelante.
Juan Pablo II ahonda en el aspecto familiar de la solidaridad intergeneracional en el epígrafe 15, cuando comenta el cuarto mandamiento del Decálogo.
Como ya he comentado anteriormente, san Juan Pablo II definía la familia como comunión de generaciones donde la pertenencia familiar, afectiva y efectiva, se extiende también a los abuelos y a los nietos, o mejor, a “los padres de los padres y a los hijos de los hijos”.
Hace veinte años, cuando Wojtyła escribía esta carta, y hoy aún más, se observa la tendencia a restringir el núcleo familiar al ámbito de dos generaciones.
La reducción del núcleo familiar a dos generaciones ocurre a menudo por problemas logísticos y económicos. Pero muchas veces esto se debe también a la convicción de que varias generaciones juntas son un obstáculo para la intimidad y hacen demasiado complicada la vida.
Pero −pregunta el Pontífice (1994, n. 10)−, ¿no es precisamente este el punto más débil? Hay poca vida verdaderamente humana en las familias de nuestros días. Faltan las personas con las que crear y compartir el bien común; y sin embargo el bien, por su naturaleza, exige ser creado y compartido con otros.
El valor de la propuesta de Juan Pablo II −la familia como comunión de generaciones− ha sido confirmado por los estudios psicológicos que afirman que para comprender y aprovechar positivamente las dinámicas familiares es preciso operar al menos con tres generaciones.
Las influencias intergeneracionales, aunque actúen en formas diferentes que en el pasado, son extremadamente relevantes. Las investigaciones empíricas evidencian cómo las familias sanas realizan intensos intercambios también “a distancia” entre los miembros de distintas generaciones.
Además, como la experiencia clínica con las familias demuestra, la pareja es el punto de convergencia de dos historias familiares que transmiten y dan significado a todas las formas de contacto y de distanciamiento.
La pareja actual tiene la tendencia a prescindir de la referencia a las generaciones anteriores. Pero como observa Scabini (2005, p. 278):
El espacio de la pareja y aún más el de la familia, no es un espacio aislado y privado, sino una trama relacional muy sofisticada que se desarrolla en un contexto plurigeneracional. La relación entre cónyuges surge como confrontación entre dos historias familiares y no es un refugio romántico y una fuga de un mundo sin corazón.
3.1. La honra recíproca
El Pontífice (1994, p.15) afirma que el cuarto mandamiento “se refiere a la familia, a su cohesión interna; y, podría decirse, a su solidaridad”, donde cohesión y solidaridad hacen referencia tanto a la unión de la familia, su bien más preciado, como a la virtud necesaria a sus miembros para actuar con el fin de mantener esta unidad.
Juan Pablo II reflexiona sobre el término “honra”, que el autor sagrado utiliza para expresar el tipo de relación esperado entre las generaciones (Ex 20, 12).
La elección de este término deja clara la máxima importancia de la familia y el deber de respetar su subjetividad y de garantizar sus derechos, debido a que se trata de una comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas entre cónyuges, padres e hijos y entre generaciones.
El Santo Pontífice evidencia cómo es muy significativo que el cuarto mandamiento sigue a los tres preceptos fundamentales que conciernen la relación del hombre con Dios, estableciendo así una cierta analogía con el culto debido a Dios. Los padres han cooperado con Dios en dar la vida a sus hijos, por lo tanto después de Dios son sus primeros bienhechores.
Juan Pablo II explica que “honra” quiere decir: reconocer, dejarse guiar por el reconocimiento convencido de la persona, de la del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los demás miembros de la familia. La honra es una “actitud esencialmente desinteresada”. Se trata de “una entrega sincera de la persona a la persona y, en este sentido, la honra coincide con el amor”.
El Papa Wojtyła hace referencia al vínculo que hay entre el cuarto mandamiento y el mandamiento del amor. “Es profunda la relación entre ‘honra’ y ‘amor’. La honra está relacionada esencialmente con la virtud de la justicia, pero esta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin referirse al amor a Dios y al prójimo”.
Parece interesante profundizar en la relación entre el amor familiar, la “honra”, −caracterizada por la reciprocidad y el don de sí− y la justicia, porque a veces se perciben como realidades contradictorias y no lo son.
Los amores familiares −entre esposos, entre padres e hijos, entre hermanos, entre abuelos y nietos− son amores justos o, lo que es lo mismo, son vínculos de amor a los que tienen derecho y que se deben los unos a los otros en justicia.
En la familia las personas se aman incondicionalmente porque ese amor es lo justo. El amor justo define la naturaleza de los vínculos familiares.
La justicia es una virtud que consiste en dar a cada uno lo suyo y, como tal, la virtud es una energía de la voluntad cuya perseverancia genera un hábito.
En el caso de las relaciones familiares, la vinculación entre ciertos derechos y ciertos deberes es muy profunda y biográfica: vincula, entrelazando y confiriendo recíprocas identidades, a las personas para todas sus vidas. Es así entre padres e hijos, entre hermanos, entre abuelos y nietos, y entre esposos.
Lo justo en el don y en la acogida de las relaciones familiares es el propio ser, la pertenencia íntima, que constituye la persona en lo que es durante toda su vida.
Las más graves anomalías de los lazos familiares surgen de la injusticia: de un darse y acogerse en lo que se tiene pero no en lo que se es, de un participarse y comunicarse provisional u ocasionalmente durante un tiempo, mientras dura la utilidad o el provecho que uno busca en el otro.
Hay dos formas de comunicación familiar, en las que las personas se comunican lo que son constitutivamente como participación íntima biográfica: la conyugalidad y la consanguinidad.
Entre padres e hijos se da una comunicación de vida que es íntima, específica y exclusiva. Para nuestros fines, es interesante concretar las implicaciones de esta comunicación.
Viladrich y Lizárraga (2003, p. 69) apuntan que la principal responsabilidad de los padres, su derecho y deber de justicia con los hijos, es el servicio a la vida engendrada.
Esta tarea tiene tres vertientes: la crianza, que consiste en empeñarse en la conservación y maduración física y psíquica de los hijos; la socialización, que estriba en procurar el aprendizaje necesario para su incorporación en la vida social; la personalización ética, que se concreta en enseñar el significado moral de ser persona y las consecuencias de ello en su comportamiento.
Cuando los padres cumplen con estas responsabilidades hacen justicia hacia sus hijos, pues dan a sus hijos lo que les corresponde como suyo. ¿Cómo corresponden los hijos a los padres?
La relación paterno-filial es asimétrica. Por dicha asimetría padres e hijos no tienen entre sí los mismos e iguales derechos y deberes.
El amor justo de los hijos hacia los padres (amor filial) es el amor incondicional de veneración −la “honra” retomada del Decálogo por Juan Pablo II−.
El amor de veneración es el que merece una persona por poseer una extraordinaria dignidad y virtud. Los padres procreando y educando la persona del hijo se hacen dignos de su honra. Una honra que tienen que ganarse a lo largo de la vida, como les recuerda Juan Pablo II (1994, n.15):
¡Padres −parece recordarles el precepto divino−, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No dejéis caer en un “vacío moral” la exigencia divina de honra para vosotros!
El amor filial se encarna en una serie de amores cuyas principales formas son el amor de agradecimiento, el amor de respeto, el amor de obediencia y el amor de protección solidaria.
La “honra” es justa si es filial y no genérica. Viladrich y Lizárraga (2003, p. 70) ponen el siguiente ejemplo para entender la diferencia entre una honra realmente filial y una honra genérica. Contratar una enfermera para que cuide de un padre mayor o ingresar al padre mayor en una residencia no es filial. Lo específicamente filial, lo justo como hijos, es darle directamente aquel trato y aquella compañía íntima para protegerles y solidarizarse con su desvalimiento. Esto es lo propio del amor incondicional de filiación, que es el amor familiar.
El buen funcionamiento de los vínculos familiares genera comunión. La energía que alimenta la comunión es el amor incondicional, cuando ese amor se vincula con la justicia: “Así, este mandamiento, expresando el vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su cohesión interior” (Juan Pablo II, 1994, n.15).
3.2. Las ventajas de la “honra recíproca”
Juan Pablo II (1994, n.15) comenta otro pasaje del cuarto mandamiento: “para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar (Ex 20, 12)”. El Pontífice observa que este pasaje no hay que interpretarlo como un cálculo “utilitarista”: honrar con miras a la futura longevidad. El amor de veneración para los padres es una actitud desinteresada. Sin embargo, desde la honra se desprenden consecuencias positivas para la misma familia y para la sociedad. “La ‘honra’ es ciertamente útil, como ‘útil’ es todo verdadero bien”.
La primera consecuencia positiva es la unidad de la familia, que es el bien por excelencia del matrimonio y de la comunidad familiar.
La segunda consecuencia positiva se revela en la importancia de este mandamiento para el sistema moderno de los derechos del hombre. Juan Pablo II observa que los ordenamientos institucionales usan el lenguaje jurídico. “En cambio, Dios dice: “honra”. Todos los “derechos del hombre” son, en definitiva, frágiles e ineficaces, si en su base falta el imperativo: “honra”. En otras palabras, si falta el reconocimiento del hombre por el simple hecho de que es hombre, “este” hombre. Por sí solos, los derechos no bastan”.
Por último, Juan Pablo II relaciona la familia con la “civilización del amor”. Este tipo de civilización en la que a todos −más o menos conscientemente− nos gustaría vivir se puede edificar sólo sobre la communio vivida en el matrimonio, en la familia y en los otros ámbitos donde cada hombre desarrolla su existencia.
La solidaridad no es un sentimiento o una actividad que realizamos para sentirnos bien, a pesar de que sea normal que tenga esta consecuencia debido a que la persona se realiza a sí misma justamente a través de la entrega. Cuando ayudamos a los demás, a menudo estamos contentos.
La solidaridad −como nos enseña Juan Pablo II (1987, n. 38)− es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común que se realiza cuando se considera la interdependencia como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como virtud, es la solidaridad.
La solidaridad familiar es la actitud moral y la virtud que mantiene unida la familia mediante la entrega recíproca de sus miembros. Juan Pablo II retoma el término “honra” del cuarto mandamiento para definir la solidaridad familiar intergeneracional, iluminando así la naturaleza de la familia como una comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas y de especial dignidad entre cónyuges, entre padres e hijos y entre generaciones.
En efecto, en las distintas relaciones familiares sus miembros entregan y acogen desinteresadamente su propio ser, su propia pertenencia íntima, que los constituye en lo que son durante toda su vida. Se trata de relaciones amorosas a las que se tiene derecho y que se deben en justicia.
En una sociedad marcada por un fuerte individualismo −basado en un concepto de libertad carente de responsabilidad, donde cada uno hace lo que quiere, estableciendo él mismo la verdad de lo que le gusta o le resulta útil (Juan Pablo II, 1994, n.14)− se puede hacer difícil vivir las exigencias del amor auténticamente familiar.
Para muchos, hacer de la propia familia una communio personarum basada en la reciprocidad y el don de sí mismo es una pura utopía.
Pero Juan Pablo II (1994, n 15) nos recuerda que el amor no es una utopía sino que: “ha sido dado al hombre como un cometido que cumplir con la ayuda de la gracia divina”.
Así lo expresa Karol Wojtyła poeta (2003, p. 849): “El amor es un desafío continuo. Dios mismo tal vez nos desafía a fin de que nosotros mismos desafiemos al destino”.
Juan Pablo II (1987). Sollicitudo rei socialis.
− (1995). Carta a las mujeres.
Scabini, E. (2005) Identità e compiti della famiglia (Lettera alle famiglie-1994) en Borgonovo, G. y Cattaneo, A. (Eds.). Prendere el largo con Cristo. Esortazioni e Lettere di Giovanni Paolo II. Siena: Cantagalli.
UN, General Assembly, Economic and Social Council (2014), Preparations for and observance of the twentieth anniversary of the International Year of the Family in 2014. Recuperado de http://undesadspd.org/Family/UNReportsandResolutions.aspx.
Viladrich, P.J. y Lizarraga, P. (2003), Ética de los valores matrimoniales y familiares. Manuscrito no publicado, Instituto de Ciencias para la Familia, UNAV, Pamplona.
Wojtyła, K. (2003). Metafisica della persona, tutte le opere filosofiche e saggi integrativi, en Reale, G. y Styczeń, T. (eds.). Milán: Bompiani.
Rita Cavallotti
Prof. de Pensamiento Social y Sociología
Universitat International de Catalunya
Fuente: upsa.es.
[1] UN. General Assembly, Economic and Social Council (2014). Preparations for an observance of the twentieth anniversary of the International Year of the Family in 2014. Recuperado de http://undesadspd.org/Family/UNReportsandResolutions.aspx.
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