Segunda meditación del Retiro predicado por el Santo Padre en el Jubileo de los sacerdotes, el jueves, 2 de junio de 2016, en la Basílica de Santa María la Mayor
“El receptáculo de la Misericordia es nuestro pecado. Pero suele suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se escurre la gracia en poco tiempo”. Lo afirmó el Santo Padre Francisco en su segunda meditación del Retiro Espiritual dirigido a los seminaristas y presbíteros de todo el mundo en el ámbito del Jubileo de los Sacerdotes y en vísperas de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada de Santificación Sacerdotal.
Tras haber meditado sobre la “dignidad vergonzosa” y “vergüenza digna”, que es el fruto de la Misericordia, sigamos adelante en esta meditación sobre el “receptáculo de la Misericordia”. Es sencillo. Yo podría decir una frase e irme, porque es uno solo: el receptáculo de la Misericordia es nuestro pecado. Es así de simple. Pero a menudo sucede que nuestro pecado es como un colador, como una vasija rota que pierde la gracia en poco tiempo: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua» (Jer 2,13). De ahí la necesidad de que el Señor explicita a Pedro que “perdone setenta veces siete”. Dios no se cansa de perdonar, sino que somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Dios no se cansa de perdonar, aunque vea que su gracia parece no lograr arraigar fuertemente en la tierra de nuestro corazón, cuando ve que la senda es dura, llena de yerbajos y pedregosa. Es simplemente porque Dios no es pelagiano, y por eso no se cansa de perdonar. Él vuelve nuevamente a sembrar su misericordia y su perdón, y vuelve y vuelve y vuelve… setenta veces siete.
Sin embargo, podemos dar un paso más en esta misericordia de Dios, que es siempre “más grande que nuestra conciencia” de pecado. El Señor no solo no se cansa de perdonarnos, sino que repara también el odre en el que recibimos su perdono. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su misericordia, para que no sea como un vestido remendado o un odre viejo. Y ese odre es su misma misericordia: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a los demás. El corazón que ha recibido misericordia no es un corazón remendado sino un corazón nuevo, re-creado. Eso que dice David: «Crea en mí un corazón puro, renuévame con espíritu firme» (Sal 50,12). Ese corazón nuevo, re-creado, es un buen recipiente. La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace pronunciar aquella bonita oración: «Oh Dios, que de modo admirable nos has creado a tu imagen, y de modo más admirable nos has renovado y redimido» (Vigilia Pascual, Oración después de la Primera Lectura). Por tanto, esta segunda creación es aún más maravillosa que la primera. Es un corazón que sabe que ha sido recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios, y por eso “es un corazón que ha recibido misericordia y da misericordia». Es así: experimenta los beneficios de la gracia sobre su herida y sobre su pecado, siente que la misericordia pacifica su culpa, inunda con amor su aridez, renciende su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y con la misma gracia, perdona a quien tiene alguna deuda con él y se apiada de los que también son pecadores, esa misericordia arraiga en tierra buena, en la que el agua no se pierde sino que da vida. En el ejercicio de esta misericordia que repara el mal ajeno, nadie es mejor, para ayudar a curarlo, que el que mantiene viva la experiencia de haber sido objeto de misericordia sobre el mismo mal. Mírate a ti mismo; acuérdate de tu historia; cuéntate tu historia; y hallarás ahí tanta misericordia. Vemos que, entre los que trabajan para combatir las dependencias, los que se han recuperado son habitualmente los que mejor comprenden, ayudan y saben pedir a los demás. Y el mejor confesor es a menudo el que se confiesa mejor. Y podemos preguntarnos: ¿yo cómo me confieso? Casi todos los grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, eran conscientes de que era por pura gracia no haberlo sido.
Así, el verdadero recipiente de la misericordia es la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón, eso es «el odre nuevo» del que habla Jesús (cfr. Lc 5,37), el “pozo reparado”.
Nos ponemos así en el ámbito del misterio del Hijo, de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del Señor resucitado, imagen de la impronta del pecado restaurado por Dios, que no se borra totalmente ni se infecta: es una cicatriz, no una herida purulenta. Las llagas del Señor. San Bernardo tiene dos sermones bellísimos sobre las llagas del Señor. Ahí, en las llagas del Señor encontramos la misericordia. Él es valiente, dice: ¿Te sientes perdido? ¿Te sientes mal? Entra ahí, entra en las entrañas del Señor y encontrarás misericordia. En esa “sensibilidad” propia de las cicatrices, que nos recuerdan la herida sin mucho dolor y la cura sin que nos olvidemos de la fragilidad, ahí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices. Las llagas del Señor, que permanecen todavía, las lleva consigo: el cuerpo bellísimo, los moratones no están, pero las llagas ha querido llevarlas consigo. Y nuestras cicatrices. A todos nos sucede, cuando vamos a hacer una visita médica y tenemos alguna cicatriz, el médico nos dice: “¿Esta intervención porqué fue?”. Miremos las cicatrices del alma: esa intervención que has hecho Tú, con Tu misericordia, que has curado Tú… En la sensibilidad de Cristo resucitado que conserva sus llagas, no solo en los pies y en las manos, sino en su corazón que es un corazón llagado, encontramos el justo sentido del pecado y de la gracia. Ahí, en el corazón llagado. Contemplando el corazón llagado del Señor nos reflejamos en Él. Se parecen, nuestro corazón y el suyo, porque ambos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y fue llagado porque aceptó ser herido; nuestro corazón, en cambio, era pura llaga, que fue sanada porque aceptó ser amada. En esa aceptación se forma el receptáculo de la Misericordia.
Nos puede hacer bien contemplar a otros que se han dejado recrear el corazón por la misericordia, y observar en qué “receptáculo” la han recibido.
Pablo la recibe en el duro e inflexible receptáculo de su juicio modelado por la Ley. Su dureza de juicio lo llevaba a ser un perseguidor. La misericordia lo trasforma de tal modo que, mientras se convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por otro lado es el más comprensivo y misericordioso con los que eran como él fue. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los suyos. Su juicio se consolida “no juzgando ni a sí mismo”, sino dejándose justificar por un Dios que es más grande que su conciencia, apelando a Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicionada de Dios, que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes (la de la carne y la del Espírito), es tal para que recibiese una mentalidad sensible a lo absoluto de la verdad, herida precisamente donde la Ley y la Luz se convierten en una trampa. La famosa “espina” que el Señor no le quita es el receptáculo donde Pablo recibe la misericordia de Dios (cfr. 2Cor 12,7).
Pedro recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato con el sólido y experimentado sentido común de un pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuando no. Es la sensatez de quien, cuando se entusiasma caminando sobre las aguas y obteniendo una pesca milagrosa y fija demasiado la mirada en sí, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más profunda que se puede tener: la de negar al amigo. Quizá el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, esté ligado a esto. Parecería que Pablo sintiese haber sido el peor “antes” de conocer a Cristo; pero Pedro, después de haberlo conocido, lo había negado… sin embargo, ser sanado precisamente en eso, trasformó a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la que se puede siempre edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no una piedra que en su fuerza hace tropezar al más débil. Pedro es el discípulo al que el Señor en el Evangelio más corrige. ¡Es el más “castigado”! Lo corrige constantemente, hasta aquello último: «¿A ti que te importa? Tú sígueme» (Jn 21,22). La tradición dice que se le apareció de nuevo cuando Pedro estaba huyendo de Roma. La señal de Pedro crucificado cabeza abajo es quizá lo más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para poder recibir misericordia, se pone abajo incluso mientras ofrece el supremo testimonio de amor a su Señor. Pedro no quiere concluir su vida diciendo: “He aprendido la lección”, sino diciendo: “Ya que mi cabeza no aprenderá nunca, la pongo abajo». Y en lo más alto de todo los pies lavados por el Señor. Esos pies son para Pedro el receptáculo a través del cual recibe la misericordia de su Amigo y Señor.
Juan será curado en su soberbia de querer reparar el mal con el fuego y acabará por ser el que escribe «hijitos míos», y parece uno de esos abuelitos buenos que hablan solo de amor, él que había sido «el hijo del trueno» (Mc 3,17).
Agustín fue curado en su nostalgia de haber llegado tarde a la cita: esto le hacía sufrir mucho, y en esa nostalgia fue curado. «Tarde te amé»; y encontrará el modo creativo de llenar de amor el tiempo perdido, escribiendo sus Confesiones.
Francisco recibe siempre más misericordia, en muchos momentos de su vida. Quizá el receptáculo definitivo, que se convirtió en llagas reales, más que besar al leproso, casarse con la señora pobreza y sentir a toda criatura como hermana, habrá sido el deber custodiar en misericordioso silencio la Orden que había fundado. Aquí encuentro yo la gran heroicidad de Francisco: el tener que custodiar en misericordioso silencio la Orden que había fundado. Ese es su gran receptáculo de la misericordia. Francisco ve que sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma pobreza. El demonio nos hace pelearnos entre nosotros al defender las cosas más santas, pero con mal espíritu.
Ignacio es curado en su vanidad y, si ese fue el recipiente, podemos intuir lo grande que era ese deseo de vanagloria, que fue trasformado en una búsqueda de la mayor gloria de Dios.
En el Diario de un cura rural, Bernanos nos presenta la vida de un párroco de pueblo, inspirándose en la vida del santo Cura de Ars. Hay dos pasajes muy hermosos, que narran los íntimos pensamientos del cura en los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios me conceda continuar sosteniendo la responsabilidad de la parroquia… procuraré actuar menos preocupado por el futuro, trabajaré solamente por el presente. Este tipo de trabajo parece hecho a medida para mí... Y luego, no tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado por la inquietud, debo reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías». O sea, un recipiente de la misericordia pequeñito, unido a las minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, donde podemos recibir y ejercer la misericordia infinita del Padre con pequeños gestos. Los pequeños gestos de los curas.
El otro pasaje dice: «Todo está ya acabado. Esa especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, se acaba de disolver, creo que para siempre. La lucha se acabó. Ya no le veo la razón. Me he reconciliado conmigo mismo, con esta ruina que soy. Odiarse es más fácil de cuanto se cree. La gracia consiste en olvidarse. Pero, si cada orgullo muriese en nosotros, la gracia de las gracias sería solo amarse a sí mismos humildemente, como uno cualquiera de los miembros que sufren de Jesucristo». Es el recipiente: «Amarse humildemente a sí mismos, como a cualquier miembro que sufre de Jesucristo». Es un recipiente común, como un viejo cántaro que podemos pedir prestado a los más pobres.
El Cura Brochero ─¡es de mi patria!─, el Beato argentino que pronto será canonizado, “se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios”. Su receptáculo acabó por ser su mismo cuerpo leproso. Él, que soñaba morir galopando, vadeando algún río de la sierra para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay gloria completa en esta vida». Esto nos hará pensar: «No hay gloria completa en esta vida». «Yo estoy muy contento de lo que ha hecho conmigo respecto a la vista y se lo agradezco mucho por eso”. La lepra lo había vuelto ciego. «Cuando era capaz de servir a la humanidad, conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha privado de uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria completa, y estamos llenos de miserias». Muchas veces nuestras cosas se quedan a medias y, por tanto, salir de sí mismos es siempre una gracia. Nos viene concedido “dejar las cosas” para que las bendiga y perfeccione el Señor. Nosotros no debemos preocuparnos mucho. Esto nos permite abrirnos a los dolores y a las alegrías de nuestros hermanos. Era el Cardenal Van Thuan quien decía que, en la cárcel, el Señor le había enseñado a distinguir entre “las cosas de Dios”, a las que se había dedicado en su vida cuando estaba en libertad como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se dedicaba mientras estaba encarcelado (cfr. Cinco panes y dos peces, San Pablo 1997). Y así podríamos continuar, con los santos, buscando cómo era el receptáculo de su misericordia. Pero ahora pasemos a la Virgen: ¡estamos en su casa!
Subiendo la escalera de los santos, en la búsqueda de los recipientes de la misericordia, llegamos a la Virgen. Ella es el recipiente sencillo y perfecto, con el que recibir y distribuir la misericordia. Su “sí” libre a la gracia es la imagen opuesta respecto al pecado que condujo al hijo pródigo a la nada. Ella lleva en sí una misericordia que es al mismo tiempo muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como afirma en el Magnificat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios llega a todas las generaciones. Ella sabe ver las obras que dicha misericordia despliega y se siente “acogida” junto a todo Israel por esa misericordia. Ella custodia la memoria y la promesa de la infinita misericordia de Dios con su pueblo. Suyo es el Magnificat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y a cada persona con su materna misericordia.
En aquel momento que pasé solo con María, que me regaló el pueblo mexicano, con la mirada dirigida a la Virgen, la Virgen de Guadalupe, y dejándome mirar por Ella, le pedí por vosotros, queridos sacerdotes, para que seáis buenos curas. Lo he dicho tantas veces. Y en el discurso a los Obispos les dije que había reflexionado mucho sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos alcanzar por la misericordia de Dios. Ahora quisiera recordaros algunos “modos” que tiene la Virgen de mirar, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.
María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Lo que encanta y atrae, lo que doblega y vence, lo que abre y suelta de las cadenas no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los Obispos de México, 13-II-2016). Lo que vuestra gente busca en los ojos de María es «un regazo donde los hombres, siempre huérfanos y desheredados, van buscando una protección, una casa». Y eso está unido a su modo de mirar: el espacio que sus ojos abren es el de un regazo, no el de un tribunal o de un consultorio “profesional”. Si alguna vez notáis que se ha endurecido vuestra mirada ─por el trabajo, por cansancio… nos sucede a todos─, que cuando os acercáis a la gente sentís fastidio o no sentís nada, paraos y mirad de nuevo a Ella, miradla con los ojos de los más pequeños de vuestra gente, que mendigan un regazo, y Ella os purificará la mirada de toda “catarata” que no deja ver a Cristo en las almas, os curará de toda miopía que haga fastidiosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y os curará de toda presbicia que pierde los detalles, la “letra pequeña”, donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de la Virgen cura.
Otro “modo de mirar de María” está unido al tejido: María observa “tejiendo”, viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que vuestra gente le lleva. Dije a los Obispos mexicanos que «en el manto del alma mexicana Dios ha tejido, con el hilo de las improntas mestizas de vuestra gente, y ha tejido el rostro de su manifestación en la “Morenita”» (ibid.). Un Maestro espiritual enseña que lo que se afirma de María de manera especial, se afirma de la Iglesia de modo universal y de cada alma singularmente (cfr. Isaac de la Stella, Serm. 51: PL 194, 1863). Viendo cómo Dios ha tejido el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego, podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está “pintada” la imagen. Es como si fuese estampada. Me gusta pensar que el milagro no haya sido solo el de “estampar o pintar la imagen con un pincel”, sino que “se ha recreado todo el manto”, transfigurado de la cabeza a los pies, y cada hilo ─esos que las mujeres desde pequeñas aprenden a tejer, y para las prendas de vestir más finas se sirven de las fibras del corazón del maguey (de cuyas hojas se extraen los hijos)─ , cada hilo que ocupaba su sitio fue transfigurado, asumiendo esos trazos que resaltan en su sitio establecido y, tejido con los demás hilos, de igual modo transfigurados, hacen aparecer el rostro de la Virgen y toda su persona y lo que la rodea. La misericordia hace lo mismo con nosotros: no nos “pinta” desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que con los mismo hilos de nuestras miserias ─¡con esos!─ y de nuestros pecados ─¡con esos!─, tejidos con amor de Padre, nos teje de tal modo que nuestra alma se renueva recuperando su verdadera imagen, la de Jesús. Sed, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios, eligiendo lo que es humilde para manifestar la majestad de su rostro, y capaces de imitar esa paciencia divina al tejer, con el hilo sutil de la humanidad que encontréis, ese hombre nuevo que vuestro país espera. No os dejéis llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo ─es nuestra tentación: “Pediré al obispo que me transfiera…”─ como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los Obispos de México, 13-II-2016).
El tercer modo en que mira la Virgen es el de la atención: María observa con atención, se dedica toda y se implica enteramente con quien tiene en frente, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. Y también las madres cuando el niño es muy pequeño, imitan la voz del hijo para sacarle las palabras: se hacen pequeñas. «Como enseña la bella tradición guadalupana ─y sigo con la referencia a México─, la “Morenita” custodia las miradas de los que la contemplan, refleja el rostro de los que la encuentran. Hay que aprender que hay algo irrepetible en cada uno de los que nos miran buscando a Dios ─no todos nos miran del mismo modo─. Nos toca a nosotros no volvernos impermeables a dichas miradas» (ibid.). Un sacerdote, un cura que se hace impermeable a las miradas está encerrado en sí mismo. «Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservándoles en el corazón, protegiéndoles. Solo una Iglesia capaz de proteger el rostro de los hombres que llaman a su puerta es capaz de hablarles de Dios» (ibid.). Si tú no eres capaz de custodiar el rostro de los hombres que te llaman a la puerta, no serás capaz de hablarles de Dios. «Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuento de sus necesidades, no podremos ofrecerles nada. La riqueza que tenemos fluye únicamente cuando encontramos la poquedad de los que mendigan, y ese encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de Pastores» (ibid.). A los Obispos les dije que presten atención a vosotros, sus sacerdotes, «que no os dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón» (ibid.). El mundo nos observa con atención pero para “devorarnos”, para transformarnos en consumidores… Todos necesitamos ser mirados con atención, con interés gratuito, digamos. «Estad atentos ─decía a los Obispos─ y aprended a leer las miradas de vuestros sacerdotes, para alegraros con ellos cuando sienten la alegría de contar los que “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco humillados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque han negado al Señor (cfr. Lc 22,61-62), y también para sostenerlos, […] en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido, saldrá con Judas “en la noche” (cfr. Jn 13,30). En esas situaciones, que no falte nunca la paternidad de los Obispos con los sacerdotes. Promoved la comunión entre ellos; llevad a perfección sus dones; integradlos en las grandes causas, porque el corazón del Apóstol no ha sido hecho para cosas pequeñas» (ibid.).
Finalmente, ¿cómo mira María? María mira de modo “íntegro”, uniendo todo, nuestro pasado, el presente y el futuro. No tiene una mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad e intuye lo que es más necesario. Como María en Caná, que es capaz de sentir compasión anticipadamente por lo que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que le ponga remedio, sin que nadie se dé cuenta. Así, toda nuestra vida sacerdotal la podemos ver como “anticipada por la misericordia” de María que, previendo nuestras carencias, ha provisto todo lo que tenemos. Si en nuestra vida hay un poco de “vino bueno”, no es por mérito nuestro, sino por su “anticipada misericordia”, esa que Ella ya canta en el Magníficat: como el Señor “miró con bondad su pequeñez” y “se acordó de su alianza de misericordia”, una “misericordia que se extiende de generación en generación” sobre los pobres y los oprimidos (cfr. Lc 1,46-55). La lectura que hace María es la de la historia como misericordia.
Podemos concluir rezando la Salve Regina, en cuyas invocaciones se refleja el espíritu del Magnificat. Ella es la Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Y cuando vosotros sacerdotes tengáis momentos oscuros, malos, cuando no sepáis cómo apañaros en lo más íntimo de vuestro corazón, no digo solo “mirad a la Madre”, eso debéis hacerlo, sino: “id allá y dejaos mirar por Ella, en silencio, también cuando os quedéis dormidos. Esto hará que en esos momentos feos, quizá con tantos errores que habéis hecho y que os han llevado a ese punto, toda esa suciedad sea receptáculo de misericordia. Dejaos mirar por la Virgen. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de que podemos “beber” en ellos esa mirada indulgente y buena, de la que tenemos sed como solo se puede tener sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver las obras de misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir a Jesús en sus rostros. En María encontramos la tierra prometida ─el Reino de la misericordia instaurado por el Señor─ que viene, ya en esta vida, después de cada destierro al que nos lleva el pecado. Cogidos de la mano por Ella y agarrándonos a su manto. Yo en mi estudio tengo una bonita imagen, que me regaló el Padre Rupnik, la hizo él, de la “Synkatabasis”[1]: es Ella la que hace descender a Jesús y sus manos son como escaleras. Pero lo que más me gusta es que Jesús en una mano tiene la plenitud de la Ley y con la otra se agarra al manto de la Virgen: hasta Él se agarró al manto de la Virgen. Y la tradición rusa, los monjes, los viejos monjes rusos nos dicen que en las turbulencias espirituales hay que tener refugio bajo el manto de la Virgen. La primera antífona mariana de Occidente es esta: “Sub tuum praesidium”. El manto de la Virgen. No tengáis vergüenza, no hagáis grandes discursos, estar ahí y dejarse cubrir, dejarse mirar. Y llorar. Cuando encontremos un cura que es capaz de eso, de ir a la Madre y llorar, con tantos pecados, yo puedo decir: es un buen cura, porque es un buen hijo. Será un buen padre. Da la mano de Ella y bajo su mirada podemos cantar con alegría las grandezas del Señor. Podemos decirle: mi alma te canta, Señor, porque has mirado con bondad la humildad y la pequeñez de tu siervo. ¡Feliz yo, que he sido perdonado! Tu misericordia, la que has tenido con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. Me perdí, siguiéndome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún trono, Señor, y mi única gloria es que tu Madre me coja en brazos, me cubra con su manto y me tenga cerca de su corazón. Deseo ser amado por ti como uno entre los más humildes de tu pueblo, saciar con tu pan a los que tienen hambre de ti. Acuérdate Señor de tu alianza de misericordia con tus hijos, los sacerdotes de tu pueblo. Que con María podamos ser signo y sacramento de tu misericordia.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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[1]La bajada de Dios la llamaron los Padres griegos synkatabasis, y los latinos tradujeron condescentia. Dios condesciende para que nosotros ascendamos hasta Él (ndt).
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