El Papa frecuentemente recomendaba a los pastores de la Iglesia que no abajaran la montaña, sino que ayudaran a los creyentes a subirla con su proprio paso; por su parte, los fieles no deben renunciar a subir a la cúspide; deben buscar sinceramente el bien y la voluntad de Dios
Sumario: 1. Premisa. 2. La posición doctrinal y disciplinar hasta ahora vigente. 3. Perfectibilidad de la praxis vigente. 4. Las propuestas innovadoras. 5. Objeciones contra la admisión de los conviventes irregulares a la Eucaristía. 6. Verdad y responsabilidad. 7. La indisolubilidad del matrimonio sacramental. 8. Amor, indisolubilidad, validez. 9. Por una Iglesia en misión.
El tema «La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo» hace pensar que la próxima Asamblea general ordinaria del Sínodo (4‐25 de octubre de 2015) busque sobre todo proponer positivamente la belleza y la eficacia evangelizadora de la familia cristiana. Por mi parte estoy firmemente convencido de que hoy la principal urgencia pastoral es la formación de familias cristianas ejemplares, capaces de manifestar concretamente que el matrimonio cristiano es hermoso y posible de realizar. Estas familias son las que pueden anunciar el evangelio de la familia, «no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte un gozo» (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 14).
Desde mi punto de vista, en un contexto cultural post cristiano como el nuestro, los esfuerzos de la pastoral familiar en los que la Iglesia en todos sus niveles debería concentrar sus energías, son los siguientes:
a. La educación teórica y práctica de los adolescentes y de los jóvenes para vivir el amor cristiano, entendido como don de sí mismo a los otros y como comunión en el respeto de las diferencias;
b. La preparación seria de los novios al matrimonio, para que sea válido y fructuoso, mediante itinerarios adecuados a las diversas situaciones espirituales, culturales y sociales;
c. La formación permanente de los cónyuges, especialmente de las parejas de matrimonios jóvenes, a través de encuentros periódicos, programados dentro de los planes pastorales anuales, coordinados por figuras ministeriales idóneas (por ejemplo parejas de esposos preparadas), valorando a las pequeñas comunidades, movimientos y asociaciones.
Con esta premisa, abordaré a continuación el argumento, difícil e importante, sobre el que quiero ofrecer mi propia contribución a la reflexión que se está haciendo en preparación de la próxima Asamblea Sinodal: la posibilidad de admitir a la comunión eucarística a las personas divorciadas vueltas a casar civilmente y a los conviventes.
Mi discurso quiere atenerse a esas dos actitudes, obligatorias y sabias, que el Papa Francisco ha sugerido oportunamente, la parresía y la humildad. Expresar con franqueza el propio pensamiento y escuchar a los demás con respeto y con la disponibilidad a dejarse corregir y completar. Sólo de esta manera es posible enriquecerse recíprocamente y caminar juntos hacia la verdad y el bien.
Los principales temas que entrarán en mi reflexión son: la coherencia y la perfectibilidad de la praxis pastoral autorizada hasta ahora; la variedad de las propuestas de cambio y las objeciones en contra; la incapacidad de la llamada ley de la gradualidad para sugerir criterios generales para la admisión de las personas divorciadas vueltas a casar civilmente y de los conviventes a la Eucaristía; el punto firme de la indisolubilidad del matrimonio cristiano; la oblatividad del amor con relación a la validez del matrimonio y en último término la autenticidad evangélica para la fecundidad misionera. De manera especial me permito llamar la atención de los números 4, 5, 6 y 9.
El matrimonio sacramental, rato y consumado, es indisoluble por voluntad de Jesucristo. La separación de los cónyuges es contraria a su voluntad. La nueva unión de un cónyuge separado es ilegítima y constituye un grave desorden moral permanente; crea una situación que contradice objetivamente la alianza nupcial de Cristo con la Iglesia, que se significa y actúa en la Eucaristía. Por ello las personas divorciadas que se han vuelto a casar civilmente no pueden ser admitidas a la comunión eucarística, ante todo por un motivo teológico y después por un motivo de orden pastoral. «La Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio». (San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 84).
La exclusión de la comunión eucarística permanece todo el tiempo que dura la convivencia conyugal ilegítima. «Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación». (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1650). Esta exclusión no discrimina a los divorciados vueltos a casar civilmente respecto a otras situaciones de grave desorden objetivo y de escándalo público. Quien tiene el hábito de blasfemar debe empeñarse seriamente en corregirse; quien ha cometido un robo debe restituir; quien ha dañado al prójimo material o moralmente, debe reparar. Sin un empeño concreto de conversión, no hay absolución sacramental y admisión a la Eucaristía. No deben ser admitidos todos los que «perseveran con obstinación en un pecado grave manifiesto» (CIC, 915). No parece que sea posible hacer una excepción para las personas divorciadas y vueltas a casar civilmente que no se comprometen a cambiar su forma de vida, bien sea separándose o renunciando a las relaciones sexuales.
La exclusión de la comunión eucarística no significa que se les excluya de la Iglesia, sino que la comunión con ella es incompleta. Las personas divorciadas vueltas a casar civilmente siguen siendo miembros de la Iglesia; pueden y deben participar en su vida y en sus actividades. De otra parte los demás creyentes y sobre todo los pastores deben acogerlos con amor, respeto y solicitud, involucrándolos en la vida eclesial, animándolos a realizar el bien con generosidad y a tener confianza en la misericordia de Dios. «Ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza... La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad». (San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 84).
La posición doctrinal y pastoral de la Familiaris Consortio ha sido confirmada 26 años después por la Sacramentum Caritatis de Benedicto XVI, sin cambios importantes (Cfr. n. 29).
En cambio, hay alguna indicación más en otro texto de san Juan Pablo II, la Exhortación apostólica Reconciliatio et poenitentia, que es muy poco posterior a la Familiaris Consortio, a la cual se refiere explícitamente. El Papa habla de los cristianos que llegan a encontrarse en situaciones «que se presentan como particularmente delicadas y casi insolubles», entre las que coloca la de las personas divorciadas y vueltas a casar civilmente y cuantos «conviven irregularmente». Ante ellos es necesario atenerse a dos principios complementarios, «el principio de la compasión y de la misericordia» y «el principio de la verdad y de la coherencia». A la luz de estos principios se puede caminar «hacia una reconciliación plena en la hora que sólo la Providencia conoce». «Basándose en estos dos principios complementarios, la Iglesia desea invitar a sus hijos, que se encuentran en estas situaciones dolorosas, a acercarse a la misericordia divina por otros caminos, pero no por el de los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, hasta que no hayan alcanzado las disposiciones requeridas» (San Juan Pablo II, Reconciliatio et Poenitentia, n. 34).
Por tanto, quien se compromete seriamente en un camino de vida cristiana recibirá antes o después la gracia de la plena conversión y reconciliación de modo que pueda recibir los sacramentos o al menos la gracia de alcanzar la salvación eterna al término de la vida terrena. En esta perspectiva se armonizan la confianza firme en la misericordia de Dios y el respeto a la verdad.
De acuerdo con el mismo documento, el camino que prepara la plena reconciliación comprende también «la repetición frecuente de actos de fe, de esperanza y de caridad, de dolor lo más perfecto posible» (Ivi). Son actos íntimos que sólo Dios puede ver y juzgar. Quizás no llegan a aquella perfección necesaria para obtener la justificación del pecador, pero sirven al menos para prepararla. Una cosa análoga se debe decir sobre la llamada comunión espiritual. Con este nombre se indica ante todo la participación en la vida divina que es fruto de la comunión sacramental eucarística. Pero este significado no entra en este momento en nuestra argumentación, porque más bien estamos considerando lo que ocurre en los casos en los que falta el sacramento. En este caso se llama comunión espiritual al deseo de recibir la Eucaristía o de parte de un justo que no puede recibirla por una circunstancia accidental o de parte de un pecador que se encuentra impedido por una situación de vida incompatible con ella. En el primer caso, la persona justa a través del deseo recibe un aumento de gracia santificante; en el segundo, el pecador recibe una ayuda que lo prepara a la plena conversión y a la justificación. En ambos casos el deseo de la Eucaristía es bueno e idóneo para intensificar la relación personal con el Señor.
La posición pastoral vigente hasta ahora que acabo de presentar se refiere sobre todo a las personas divorciadas vueltas a casar civilmente; pero la Familiaris Consortio da indicaciones semejantes con respecto a los conviventes sin ningún vínculo institucional (FC 81) y a los católicos casados sólo civilmente (FC 82). Si bien su situación éticamente desordenada, por ciertos aspectos es más grave, el tratamiento que se reserva a ellos es prácticamente el mismo: no se les admite a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, han de ser acogidos en la vida eclesial, se les debe ofrecer una cercanía respetuosa y personalizada para conocer concretamente a las personas individualmente, orientarlas y acompañarlas hacia una posible regularización.
La actual posición actual de la Iglesia en materia doctrinal y disciplinar respecto a las personas divorciadas y vueltas a casar civilmente y a los conviventes es coherente y fundada sólidamente en la Escritura y en la Tradición. Sin embargo existe un amplio malestar frente a ella. Muchas parejas irregulares perciben la exclusión de la comunión eucarística como una exclusión total de la Iglesia. Se sienten rechazadas por la Iglesia y les impide advertir la cercanía misericordiosa de Dios. Se sienten tentadas a alejarse de la comunidad eclesial y a perder la fe.
Es obvio que el primer remedio frente a esta situación debe ser un mayor empeño en la puesta en práctica de las sabias indicaciones del Magisterio. Pero también hay quienes proponen que se añadan modalidades más concretas y específicas para la atención de las parejas irregulares, de manera que se dé mayor resalto y visibilidad a su pertenencia eclesial y se sostenga más eficazmente su vida espiritual. Sugieren que se podrían confiar con mayor amplitud algunas tareas eclesiales que hasta ahora les son prohibidas, al menos cuando no lo desaconsejen exigencias inderogables de ejemplaridad. Así mismo, se sugiere la posibilidad de crear para ellos (y también para los conviventes) celebraciones orientadas a su progreso espiritual. También se propone el sustituir con un gesto de bendición su no admisión a la Eucaristía, como se hace en algunas ocasiones con los cristianos no católicos. La propuesta más compleja se refiere a la institución de un itinerario específico, con la finalidad de discernir y cumplir cada vez mejor la voluntad de Dios en la propia vida: un camino personal y en pequeñas comunidades, de reflexión y diálogo, de oración y escucha de la Palabra, de compromiso eclesial, familiar y social, de servicio caritativo; un camino prolongado, hasta la superación de la situación incompatible con la Eucaristía o incluso hasta el final de la vida terrena, manteniendo elevada la confianza en la misericordia de Dios y la esperanza de la vida eterna. Estas y otras propuestas análogas seguramente tienen aspectos positivos; pero comportan también el riesgo de humillar a las personas y de marginarlas en una categoría en sí misma. En todo caso exigen prudencia, respeto y atención delicada.
Muchos acusan a la actual praxis pastoral de la Iglesia que, al excluir de modo general de la comunión eucarística a todos los matrimonios irregulares, no tendría suficientemente en cuenta la llamada ley de la gradualidad, enunciada con claridad por el mismo Magisterio (Cfr. San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 34). Se pregunta si no sería posible hacer excepciones, al menos en algunos limitados casos particulares. Dentro de poco retomaré la reflexión sobre este argumento, que por ahora dejo aparte.
Los medios de comunicación social promueven fuertemente un decidido cambio pastoral; muchos católicos, laicos y clérigos, así como la opinión pública en general esperan ampliamente este cambio. La reciente Asamblea extraordinaria del Sínodo de los obispos (5‐19 de octubre de 2014) lo ha hecho objeto de un encendido debate. «En orden a un acercamiento pastoral hacia las personas que han contraído un matrimonio civil, que se han vuelto a casar después de un divorcio, o que simplemente conviven, compete a la Iglesia mostrarles la divina pedagogía de la gracia en sus vidas y ayudarlos a alcanzar la plenitud del plan de Dios en ellos [...] Se ha reflexionado sobre la posibilidad de que los divorciados y vueltos a casar accedan a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía [...] Esta cuestión debe ser profundizada todavía más, teniendo bien presente la distinción entre la situación objetiva de pecado y las circunstancias atenuantes, dado que la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden ser disminuidas o anularse por diversos factores psíquicos o sociales» (Relatio Synodi, nn. 25 y 52).
El cambio pastoral está inspirado en el deseo de que la Iglesia sea más acogedora y atrayente para tantas personas heridas por la crisis del matrimonio, que se ha difundido ampliamente en la sociedad contemporánea, testimoniando de manera concreta la misericordia de Dios para ellos y para todos, reconociendo los valores positivos que también están presentes en las convivencias irregulares y presentando el evangelio como un don más que como una obligación.
Las propuestas con mayor autoridad no ponen en discusión la indisolubilidad del matrimonio cristiano. Incluso afirman que los mismos divorciados vueltos a casar deberían profesarla, admitiendo que con la ruptura de la precedente unión conyugal han pecado, por lo que piden perdón y se someten a la penitencia. No se considera la segunda unión como un matrimonio natural, porque para los bautizados uno solo es el matrimonio válido, el sacramental. Mucho menos se le considera como un segundo matrimonio canónico, porque, siendo el primero indisoluble se tendría una bigamia. Se prefiere hablar, más bien, de unión imperfecta, casi matrimonial, o de vida común, basada en algunos valores humanos y cristianos (por ejemplo el afecto, la ternura, la ayuda recíproca y el cuidado de los hijos). Sin embargo, algunos hablan también abiertamente de segundo matrimonio natural, no sacramental, o de matrimonio civil. En síntesis, más allá de las variaciones terminológicas, se considera que la segunda unión podría ser compatible con la indisolubilidad de la primera, al menos en algunos casos, y que incluso debería ser apreciada como un bien que tutelar, renunciando tanto a exigir la separación como a la continencia sexual, que sería excesivamente gravosa y difícil.
En la Asamblea extraordinaria del 2014, la parte de los padres sinodales que se han mostrado favorables al cambio solo han admitido como aceptable «una acogida a la mesa eucarística no generalizada, en algunas situaciones particulares y con condiciones bien precisas» (Relatio Synodi, n. 52). La comunión eucarística se concedería a las personas divorciadas vueltas a casar civilmente sólo en los casos irreversibles, después de que se hubiesen satisfecho las obligaciones que derivan del primer matrimonio y una vez que hubiesen cumplido un camino penitencial disciplinado por el obispo.
Por su parte, algunos expertos sugieren la hipótesis de una admisión parcial a la Eucaristía, sólo en circunstancias particulares, muy significativas para la vida personal o familiar, o sólo una vez al año, en la Pascua. Otros afirman que la nueva disciplina debería quedar circunscrita sólo a las personas divorciadas vueltas a casar civilmente, dejando excluidos a quienes están unidos en convivencias de hecho, a los que viven en convivencias registradas civilmente, y a los conviventes homosexuales registrados o no.
Personalmente pienso que esta última limitación sea poco realista, porque los conviventes son mucho más numerosos que los divorciados vueltos a casar. Dada la presión social y la lógica interna de las cosas sin duda terminarían prevaleciendo las opiniones orientadas a un amplio permisivismo.
Muchos pastores con gran autoridad moral y también muchos expertos calificados han presentado varias objeciones, que son dignas de la máxima atención, contra las propuestas innovativas, que revolucionan la praxis de la Iglesia.
a. No debe infravalorarse el riesgo de comprometer la credibilidad del Magisterio del Papa, que también recientemente con san Juan Pablo II y con Benedicto XVI, ha excluido repetida y firmemente la posibilidad de admitir a los sacramentos a las personas divorciadas vueltas a casar civilmente y a los conviventes. Con la del Papa, se debilitaría también la autoridad de todo el episcopado católico, que por siglos ha compartido la misma posición.
b. La acogida eclesial de las personas divorciadas vueltas a casar civilmente y más en general de los conviventes irregulares no significa necesariamente acogida eucarística. Es verdad que la Eucaristía es necesaria para la salvación, pero eso no significa que de hecho sólo se salvan quienes reciben este sacramento. También la Iglesia es necesaria para la salvación, pero ello no significa que de hecho solo se salvan quienes pertenecen a ella de modo visible. La Eucaristía es la expresión suprema de la comunión con Cristo, para la santificación de los cristianos individualmente y para la edificación de la Iglesia. Es verdad que todos tenemos defectos y que no somos dignos de recibir el Santísimo Sacramento; pero hay defectos y defectos; hay indignidades e indignidades. «Quien come o bebe el cáliz del Señor de modo indigno, será culpable de frente al cuerpo y a la sangre del Señor [...] come y bebe su propia condena» (1Cor 11, 27.29). La Iglesia ha enseñado constantemente que el pecado mortal excluye de la comunión eucarística y que debe ser remitido mediante el sacramento de la penitencia (Cfr. por ejemplo el Concilio de Trento, DH 1647; 1641; el Catecismo de la Iglesia Católica n. 1415).
Además la admisión a la comunión eucarística no es sólo una cuestión de santidad personal. Un cristiano no católico o incluso un creyente de otra religión que no está bautizado, podría estar espiritualmente más unido a Dios que un católico practicante y, sin embargo, no puede ser admitido a la comunión eucarística, porque no está en plena comunión visible con la Iglesia.
La Eucaristía es el vértice y la fuente de la comunión espiritual y visible. La visibilidad también es esencial, en cuanto la Iglesia es el sacramento general de la salvación y el signo público de Cristo Salvador en el mundo. Pero, desgraciadamente, las personas divorciadas vueltas a casar civilmente y las demás personas conviventes irregulares se encuentran en una situación objetiva y pública de grave contraste con el evangelio y con la doctrina de la Iglesia.
En el contexto cultural actual marcado por el relativismo existe el riesgo de banalizar la Eucaristía y reducirla a un rito de socialización. Ya ha sucedido que personas que ni siquiera están bautizadas se acercan a la mesa eucarística, pensando que cumplen un gesto de cortesía, o que personas no creyentes hayan reclamado el derecho de comulgar con ocasión de matrimonios o funerales, simplemente como signo de solidaridad con sus amigos.
c. Se querría conceder la Eucaristía a los divorciados y vueltos a casar civilmente afirmando la indisolubilidad del primer matrimonio sin reconocer la segunda unión como un verdadero matrimonio (de manera que se evite la bigamia). Esta posición es distinta de la de las Iglesias Ortodoxas que conceden a los divorciados vueltos a casar civilmente un segundo (y tercer) matrimonio canónico, aunque connotado de un sentido penitencial. Por ciertos aspectos, esta propuesta aparece más peligrosa, pues lógicamente conduce a admitir como lícito el ejercicio de la sexualidad genital fuera del matrimonio, también porque los conviventes son mucho más numerosos que los divorciados vueltos a casar. Los más pesimistas prevén que por este camino se terminaría por considerar lícitas desde el punto de vista ético las convivencias prematrimoniales, las convivencias de hecho registradas y no registradas, las relaciones sexuales ocasionales, y quizás las convivencias homosexuales e incluso el poliamor y la polifamilia.
d. Desde luego es deseable que la pastoral asuma una actitud constructiva, buscando «descubrir los elementos positivos presentes en los matrimonios civiles y, con las debidas diferencias, en las convivencias» (Relatio Synodi, n. 41).
Ciertamente también las uniones ilegítimas contienen valores humanos auténticos, como el afecto, la ayuda recíproca, el empeño compartido hacia los hijos, etc., porque el mal siempre está mezclado con el bien y no existe nunca el mal en estado puro. Sin embargo, es necesario evitar presentar tales uniones en sí mismas como valores imperfectos, cuando se trata en realidad de graves desórdenes. «No se hagan ilusiones: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los depravados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los bebedores, ni los difamadores, ni los usurpadores heredarán el Reino de Dios» (1Cor 6, 9‐10).
La ley de la gradualidad se refiere sólo a la responsabilidad subjetiva de las personas y no debe ser transformada en gradualidad de la ley, presentando el mal como bien imperfecto. Entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal, no hay gradualidad. En tanto la Iglesia se abstiene de juzgar a las conciencias, que sólo Dios ve, y acompaña con respeto y paciencia los pasos hacia el bien posible, no debe cesar de enseñar la verdad objetiva del bien y del mal, mostrando que todos los mandamientos de la ley divina son exigencias del amor auténtico (Cfr. Gal 5, 14; Rm 13, 8‐10) y que el amor, ayudado por la gracia del Espíritu Santo, puede observar los mandamientos e incluso ir más allá de ellos. Por eso la castidad, aunque sea difícil, es posible para todos, de acuerdo con su condición: casados, célibes, divorciados vueltos a casar. En el caso de estos últimos, aunque por necesidad propia o de los hijos, no interrumpan la vida común, al menos pueden recibir la gracia y la fuerza de practicar la continencia sexual, viviendo una relación de amistad y ayuda recíproca como hermano y hermana renunciando a tener relaciones sexuales, que son propias del matrimonio y que caracterizan el amor conyugal (Cfr. San Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 84).
e. La admisión a la mesa eucarística de los divorciados vueltos a casar civilmente y de los conviventes comporta una separación entre misericordia y conversión, que no parece en sintonía con el Evangelio.
Este sería el único caso de perdón sin conversión. La misericordia de Dios opera la conversión de los pecadores, no sólo los libera de la pena, sino que los sana de la culpa; no tiene nada que ver con la tolerancia. Dios siempre concede el perdón; pero sólo lo recibe quien es humilde, se reconoce pecador y se empeña en cambiar de vida. Por el contrario el clima de relativismo y de subjetivismo ético‐religioso, que hoy se respira, favorece la autojustificación, particularmente en el ámbito afectivo y sexual. El bien es aquello que se siente como gratificante y que responde a los propios deseos instintivos. Honestidad y rectitud de ánimo se consideran como autenticidad, entendiéndola como espontaneidad. Además se tiende a disminuir la responsabilidad personal, atribuyendo los eventuales fracasos a los condicionamientos sociales. Se difunde la opinión de que si los matrimonios fallan la responsabilidad principal no es de los mismos cónyuges, sino de las condiciones económicas y de trabajo, de la mobilidad profesional, de las exigencias de la carrera, en síntesis de la sociedad. Por otra parte es fácil atribuir al otro cónyuge la culpa del fracaso y proclamar la propia inocencia. Sin embargo, no se debe callar el hecho de que, aunque la culpa del fracaso puede ser alguna vez de uno solo, por lo menos la responsabilidad de la nueva unión (ilegítima) es de ambos conviventes y es ésta, sobre todo, la que impide mientras perdura el acceso a la Eucaristía.
No tiene fundamento teológico la tendencia a considerar positivamente la segunda unión y a circunscribir el pecado solamente a la precedente separación. No basta hacer penitencia sólo por la separación. Es necesario cambiar de vida.
f. Quienes son favorables a la comunión eucarística de los divorciados vueltos a casar y de los conviventes, normalmente afirman que no se pone en discusión la indisolubilidad del matrimonio. Pero, más allá de sus intenciones, teniendo en cuenta la incoherencia doctrinal entre la admisión de estas personas a la Comunión eucarística y la indisolubilidad del matrimonio, se terminará por negar en la práctica concreta lo que se continuará afirmando teóricamente en línea de principio, con el riesgo de reducir el matrimonio indisoluble a un ideal, quizás hermoso, pero realizable solo para algunos afortunados.
A este propósito es ilustrativo Io que se ha desarrollado en la práctica pastoral en las Iglesias Ortodoxas. En la doctrina ellas afirman la indisolubilidad del matrimonio cristiano. Pero en su praxis se han ido multiplicado progresivamente los motivos de disolución del matrimonio precedente y de concesión de un segundo (o tercer) matrimonio. Además quienes lo solicitan han llegado a ser numerosísimos. Prácticamente todo aquél que presenta un documento de divorcio civil obtiene también la autorización para el nuevo matrimonio de la autoridad eclesiástica, sin pasar ni siquiera por una investigación canónica de la causa.
Es previsible que también la comunión eucarística para las personas divorciadas y vueltas a casar civilmente y para los conviventes rápidamente llegaría a ser un hecho generalizado. Entonces ya no tendrá mucho sentido hablar de indisolubilidad del matrimonio y perderá relevancia práctica la misma celebración del sacramento del matrimonio.
De acuerdo con la Relatio Synodi la cuestión de la admisión a la Eucaristía de los divorciados vueltos a casar civilmente debe estudiarse a la luz de la situación objetiva de pecado y a la responsabilidad personal, que puede ser atenuada por múltiples factores internos y externos (Cfr. Relatio, n. 52).
El Magisterio de la Iglesia enseña que existe una distinción entre la verdad objetiva del bien moral y la responsabilidad subjetiva de las personas, entre la ley y la consciencia, entre el desorden y el pecado. Reconoce que en la responsabilidad personal existe una ley de la gradualidad, mientras que en la verdad del bien y del mal no existe una gradualidad de la ley.
«El hombre, llamado a vivir responsablemente el designio sabio y amoroso de Dios, es un ser histórico, que se construye día a día con sus opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento» (San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 34).
La capacidad subjetiva de conocer, apreciar y querer el bien es propia de cada uno y está condicionada por muchos factores internos y externos. «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1735).
Normalmente la responsabilidad se desarrolla progresivamente. En cambio no se puede «mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro»; no se puede hablar de gradualidad de la ley «como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones» (San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 34); la norma moral obliga siempre y a todos; no debe ser considerada «como un ideal que después debe ser adaptado» a las concretas posibilidades del hombre (Idem, Veritatis Splendor, n. 103). No es gradual la obligación de hacer el bien, sino que es gradual la capacidad de hacerlo.
Para evocar la distinción entre la verdad objetiva de la vida cristiana de acuerdo con el Evangelio y la responsabilidad subjetiva de las personas, San Juan Pablo II acuñó una imagen muy sugestiva que luego repitió varias veces a partir del discurso que pronunció en Kinshasa el 3 de mayo de 1980. El Papa frecuentemente recomendaba a los pastores de la Iglesia que no abajaran la montaña, sino que ayudaran a los creyentes a subirla con su proprio paso. Por su parte, los fieles no deben renunciar a subir a la cúspide; deben buscar sinceramente el bien y la voluntad de Dios. Solamente al interno de esta actitud fundamental se puede desarrollar un camino positivo de conversión y de crecimiento, sin que sea obstáculo que los pasos sean pequeños e, incluso, en ocasiones hasta desviados. «Se pide una conversión continua, permanente, que, aunque exija el alejamiento interior de todo mal y la adhesión al bien en su plenitud, se actúa sin embargo concretamente con pasos que conducen cada vez más lejos» (Idem, Familiaris Consortio, n. 9).
El Papa Francisco usa un tono diferente, más apasionado, pero en sustancia procede sobre la misma línea. «Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas» (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 44).
En la perspectiva de la ley de la gradualidad se comprende cómo es que puede existir una conciencia buena y recta aun en presencia de una situación objetiva de pecado, de un comportamiento gravemente erróneo y desordenado. Puede haber quien simplemente ignora que un cierto comportamiento está mal; quien sabe teóricamente que es malo pero personalmente no lo considera como tal; quien a pesar de reconocerlo como un mal no es suficientemente libre para evitarlo. Sólo Dios ve el corazón de las personas y juzga directamente su responsabilidad moral. La Iglesia solamente puede hacer un discernimiento, en cuanto se manifiesta la actitud interior, aunque en manera parcial, a través de las palabras, las acciones, los hábitos, los estilos de vida. Su primera tarea es enseñar la verdad objetiva, válida para todos, y con base en ella regular la vida cristiana, personal y comunitaria. En cuanto a los fieles cristianos individuales, tiene el deber de acompañarlos pacientemente hacia el bien que les es posible realizar, iluminando su situación de vida, urgiéndoles a perseverar en el camino de conversión y de crecimiento, respetando la libertad de las conciencias y confiando la fragilidad humana a la misericordia infinita de Dios.
Las uniones ilegítimas de las personas divorciadas que han vuelto a casarse civilmente y de quienes conviven son hechos públicos y manifiestos. La Iglesia las desaprueba como situaciones objetivas de pecado. Si las aprobara como si fuesen el bien que en este momento es posible para ellos, se desviaría de la ley de la gradualidad a la gradualidad de la ley, condenada por san Juan Pablo II.
Lo que está mal no puede convertirse en el bien actualmente posible. El robar menos no se convierte jamás en algo lícito, ni siquiera para quien estaba habituado a robar mucho; el blasfemar raramente no se convierte jamás lícito, ni siquiera para quien estaba habituado a blasfemar frecuentemente. De la misma manera una unión conyugal ilegítima no puede convertirse en buena moralmente por las condiciones previstas por quienes sostienen la comunión eucarística para los divorciados (matrimonio civil, irreversibilidad, cumplimiento de las obligaciones precedentes, realización de un itinerario penitencial para expiar la infidelidad al matrimonio sacramental indisoluble y vivir auténticos valores humanos en la segunda unión).
Debido a que las uniones ilegítimas son hechos públicos y manifiestos, la Iglesia no puede tampoco atrincherarse en el silencio y en la tolerancia. Ella está obligada a intervenir para desaprobar abiertamente tales situaciones objetivas de pecado.
No obstante es posible que los conviventes subjetivamente no sean plenamente responsables, a causa de los condicionamientos existenciales y culturales, psíquicos y sociales. Hasta sería posible que estén en gracia de Dios y tuvieran las condiciones interiores necesarias para recibir la Eucaristía. Pero todo esto no se puede presumir; debe verificarse mediante un discernimiento atento de acuerdo con la ley de la gradualidad. Se necesita discernir si los conviventes están verdaderamente decididos a subir a la cima de la montaña, que para ellos es la perfecta continencia sexual. Sólo si existe este empeño sincero de conversión, los posibles pasos en falso, las eventuales recaídas en las relaciones sexuales podrían comportar una responsabilidad atenuada. La ayuda necesaria para la difícil ascensión de la montaña puede provenir del acompañamiento personal y de la participación concreta en la vida de la Iglesia según las indicaciones de la Familiaris Consortio y de la Sacramentum Caritatis, que serán integradas próximamente en las futuras Conclusiones del Sínodo y en la enseñanza del Papa Francisco.
La ley de la gradualidad es preciosa para el acompañamiento de las personas individualmente. Pero no es posible recabar de ella criterios generales para la admisión a la Eucaristía de quienes viven en situaciones irregulares, a menos de que no se confunda con la inaceptable gradualidad de la ley. En efecto, una cosa es discernir la responsabilidad subjetiva y otra identificar el bien objetivo posible para cada persona individual. Una cosa es comprometer a las personas a superar progresivamente su situación irregular, tendiendo seriamente a la continencia perfecta, y otra orientarlos a que permanezcan en la unión ilegítima, indicando a qué condiciones puede convertirse en el bien posible para ellos. La ley de la gradualidad sirve para discernir las conciencias, no para clasificar como más o menos buenas las acciones que se realizarán y mucho menos para elevar el mal a la dignidad de bien imperfecto.
Respecto a las personas divorciadas y vueltas a casar civilmente, lejos de favorecer propuestas innovadoras, hace falta confirmar en definitiva la praxis pastoral tradicional.
La responsabilidad subjetiva de los eventuales actos desordenados es más o menos atenuada sólo en quienes tienden seriamente a la plena continencia y se empeñan en vivir como hermano y hermana, aunque a veces, encontrándose por necesidad en ocasión próxima de pecado, puedan ceder en el empeño.
La actitud habitual que es necesaria para atenuar la responsabilidad personal, es substancialmente la misma que, según San Juan Pablo II, permite recibir la reconciliación sacramental y la comunión eucarística. «La reconciliación en el sacramento de la penitencia −que les abriría el camino al sacramento eucarístico− puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, −como, por ejemplo, la educación de los hijos− no pueden cumplir la obligación de la separación, “asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos”» (San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 84).
La indisolubilidad es el punto firme en torno al cual gira toda la cuestión pastoral de la admisión de las parejas ilegítimas a la comunión eucarística. Por coherencia con la indisolubilidad, la praxis tradicional no concede tal admisión. En cambio pensando en una posible compatibilidad, las propuestas innovadoras más dignas de atención están abiertas a una admisión limitada, en ciertos casos y con ciertas condiciones. Sin embargo, desgraciadamente también hay algunos teólogos que desde varios puntos de vista y con diversos métodos interpretativos llegan a poner en discusión la misma indisolubilidad. Obviamente aquí no es posible desarrollar un estudio profundizado sobre el argumento. Pero me parece oportuno llamar la atención sobre algunas líneas de orientación.
En la Iglesia Católica la práctica pastoral debe ser coherente con la doctrina de la fe, de la cual el fundamento puesto de una vez y para siempre es la Sagrada Escritura y cuyo principal criterio hermenéutico es la enseñanza del Papa y de los obispos en comunión con él. La verdad puede surgir gradualmente en la conciencia eclesial, iluminada por el Espíritu Santo, hasta llegar a ser enseñada, a veces, de un modo infalible. El auténtico desarrollo doctrinal ocurre considerando perspectivas y elaborando síntesis nuevas, pero siempre en coherencia con las precedentes tomas de posición definitivas. Ni inmobilismo ni ruptura, sino fidelidad creativa.
La enseñanza de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio y sobre la paridad del hombre y la mujer era revolucionaria y desconcertante respecto al judaísmo de su tiempo (Cfr. Mt 5, 31‐32; 19, 3‐10; Mc 10, 2‐12; 1Cor 7, 2‐5, 10‐11, 39). De acuerdo con la ley de Moisés, el marido tenía permitido repudiar a su mujer, dándole un libelo de liberación, para que pudiera eventualmente volver a casarse. Jesús rechaza decididamente el divorcio, yendo más allá de la ley de Moisés hasta el proyecto originario de Dios Creador. Ve el matrimonio como un don divino irrevocable que crea un vínculo indisoluble y por lo tanto un imperativo categórico: «Que el hombre no separe lo que Dios ha unido» (Mt 19, 6; Mc 10, 9). La unidad es un don y un deber; es gracia y también por ello un empeño que es realizable. La eventual nueva unión después de la separación es condenada como adulterio, porque el precedente matrimonio permanece como vínculo siempre válido: «Quien repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra de ella; y, si ella, habiendo repudiado a su marido se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11‐12). También en el caso de que ocurra una separación, se está obligado a evitar una nueva unión, que sería ilegítima: «A los casados les ordeno, no yo, sino el Señor: la mujer no se separe de su marido −y en el caso de que se separe, permanezca sin casarse o se reconcilie con él− y el marido no repudie a su mujer» (1Cor 7, 10‐11).
Para muchos israelitas devotos parecía escandaloso que Jesús calificara como adulterio lo que consentía la ley de Moisés. Pero también más allá de los confines del mundo hebraico la posición de Jesús sobre el divorcio se contraponía a la praxis comúnmente aceptada en los pueblos antiguos, como por lo demás todavía se acepta actualmente. Es comprensible que la enseñanza evangélica haya encontrado y siga encontrando fuertes dificultades.
El Evangelista Mateo habría introducido ya una primera atenuación de la rígida prohibición del divorcio, incertando en las palabras de Jesús el inciso «excepto en el caso de impudicia (porneia)» (Mt 5, 32; 19, 9). Sin embargo, de este texto se pueden hacer varias interpretaciones y los católicos deben evitar aquellas que son incompatibles con la doctrina de la Iglesia. Debido a que el término porneia parece indicar una situación prolongada más que un acto esporádico de adulterio (para el cual existe la palabra moicheia), se puede considerar que la excepción se refiere a las uniones ilegítimas, es decir a los matrimonios prohibidos en la ley de Moisés y por esa razón inválidos (Cfr. Lv 18, 6‐18; At 15, 29).
En cuanto a los Padres de la Iglesia, es necesario recordar que para los católicos es normativo su consenso general En materia de divorcio, ellos admiten que en ciertos casos la separación de los cónyuges es lícita, e incluso a veces hasta obligatoria; pero jamás consideran lícita una nueva unión y, se hablan de ella, la condenan como adulterio. A este respecto, aparte algunos textos de interpretación incierta, hay una sola excepción segura: el llamado Ambrosiaster que concede a los separados volverse a casar.
En cuanto al Canon 8° del Concilio Ecuménico de Nicea, que obliga a los Novacianos a «mantener la comunión con quien se ha casado dos veces y con quien ha caído durante la persecución» (DH 127), debe considerarse referido a los viudos vueltos a casar y no a los divorciados vueltos a casar.
En efecto, los Novacianos extendían a los laicos la prohibición que era válida para el clero de volverse a casar en caso de viudez (Cfr. 1Tim 3, 2.12; Tito 1, 6), y se ponían en abierta contradicción con la Escritura que por el contrario autorizaba las nuevas nupcias a los laicos viudos (Cfr. 1Cor 7, 8‐9, 28‐40; Rom 7, 2‐3); por tanto eran heréticos en la doctrina y no solamente rigoristas en la praxis pastoral. Esto se deduce de varios testimonios, entre los cuales este de San Agustín: «Tu viudez no es una condena para las segundas nupcias y para quien las contrae. De esta doctrina (negadora) se hicieron grandes de modo especial las herejías de los Montanistas y de los Novacianos [...] no te dejes confundir en la sana doctrina por ninguna argumentación, por docta o indocta que sea. No exageres los méritos de tu viudez hasta condenar en los otros, como mal, lo que no es malo» (La dignidad del estado de viudez 4, 6), es decir, las segundas nupcias de los viudos.
Si la documentación fragmentaria que poseemos del primer milenio, a veces no nos permite interpretar con certeza los textos, las situaciones y los episodios, por el contrario en el segundo milenio la doctrina de la indisolubilidad se ha esclarecido y precisado definitivamente en la consciencia eclesial, configurándose en estos términos: el matrimonio sacramental, rato y consumado, es expresión cumplida de la unión esponsal de Cristo con la Iglesia, no puede ser disuelto ni por voluntad de los cónyuges, ni por intervención de la autoridad eclesial o de cualquier otra autoridad humana, sino sólo por la muerte de uno de los cónyuges.
Los principales momentos del desarrollo coherente de esta doctrina han sido: el Concilio de Florencia (DH 1327), el Concilio de Trento (DH 1805; 1807), la Encíclica Casti Connubii de Pio XI (DH 3712), el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes, nn. 48 y 49) y la exhortación apostólica Familiaris Consortio de san Juan Pablo II (nn. 13; 19; 20).
El Concilio de Trento ha definido directamente que el vínculo del matrimonio no puede ser disuelto por la herejía, la dificultad de cohabitación, la ausencia intencional del cónyuge (Can. 5). Además ha definido que la Iglesia no se equivoca cuando enseña que ni siquiera por el adulterio se puede disolver el matrimonio y proceder a una nueva unión legítima que no sea adulterio (Can. 7).
Con esta fórmula indirecta el Concilio ha querido aprobar, como conforme al Evangelio, la doctrina y la praxis de la Iglesia Católica y, para no provocar agitaciones, ha querido evitar tanto condenar como aprobar la praxis de las Iglesias Ortodoxas que, a pesar de admitir la intrínseca indisolubilidad del matrimonio, consideran que puede ser disuelto por el obispo con la concesión de las segundas o incluso de las terceras nupcias. No obstante, los Papas han intervenido sucesivamente muchas veces para corregir la praxis oriental (Clemente VIII, Urbano VIII, Benedetto XIV, Pio VII, Gregorio XVI, Beato Pio IX), hasta el punto en que Pio XI ha declarado resolutivamente que la facultad de disolver el vínculo conyugal «no podrá caer nunca por ningún motivo en el matrimonio rato y consumado. En efecto en esto, como el vínculo conyugal obtiene la plena perfección, así resplandece por voluntad de Dios la máxima firmeza e indisolubilidad, tal que no puede ser disuelta por ninguna autoridad humana [...] en efecto el matrimonio de los cristianos, según el testimonio del Apóstol, representa aquella unión perfectísima que subsiste entre Cristo y la Iglesia [...] , unión que, mientras vivirá Cristo y la Iglesia para Él, no podrá disolverse nunca por separación alguna» (DH 3712).
San Juan Pablo II, en el Discurso del 21 de enero del 2000 al Tribunal de la Rota Romana, correctamente concluía que el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto ni siquiera por intervención del Papa.
«Ni la Escritura ni la Tradición conocen una facultad del Romano Pontífice para la disolución del matrimonio rato y consumado; más aún, la praxis constante de la Iglesia demuestra la convicción firme de la Tradición según la cual esa potestad no existe. Las fuertes expresiones de los Romanos Pontífices son sólo el eco fiel y la interpretación auténtica de la convicción permanente de la Iglesia. Así pues, se deduce claramente que el Magisterio de la Iglesia enseña la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios sacramentales ratos y consumados como doctrina que se ha de considerar definitiva, aunque no haya sido declarada de forma solemne mediante un acto de definición. En efecto, esa doctrina ha sido propuesta explícitamente por los Romanos Pontífices en términos categóricos, de modo constante y en un arco de tiempo suficientemente largo. Ha sido hecha propia y enseñada por todos los obispos en comunión con la Sede de Pedro, con la convicción de que los fieles la han de mantener y aceptar. En este sentido la ha vuelto a proponer el Catecismo de la Iglesia católica. Por lo demás, se trata de una doctrina confirmada por la praxis multisecular de la Iglesia, mantenida con plena fidelidad y heroísmo, a veces incluso frente a graves presiones de los poderosos de este mundo».
La afirmación es clarísima: la indisolubilidad absoluta del matrimonio sacramental rato y consumado, aunque no haya sido proclamada con una definición dogmática formal, es enseñada por el magisterio ordinario, que también es infalible, pertenece a la fe de la Iglesia y por ello los católicos no pueden ponerla en discusión.
La indisolubilidad conserva todo su significado y su urgencia aun dentro de una visión personalista del matrimonio, como ha sido propuesta por el Concilio Vaticano II. «La íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable... Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios... Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia... Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad» (Gaudium et Spes, n. 48).
En esta visión del Concilio el matrimonio no se puede reducir a un contrato jurídico; pero tampoco a una sintonía afectiva espontánea sin vínculos. El matrimonio claramente se delinea como una forma de vida común, plasmada por el amor conyugal, que por su naturaleza está ordenado a la procreación y a la educación de la prole, y por ello comporta la intimidad sexual y la donación recíproca totalizante, fiel e indisoluble.
La apertura a los hijos y la intimidad sexual caracterizan el amor conyugal respecto a otro tipo de amor. Este incluye la amistad, la colaboración y la convivencia con sus múltiples dimensiones, pero todo orientado y organizado con relación a la generación y educación de la prole. Sin la común donación a los hijos la relación recíproca entre los cónyuges degenera fácilmente en búsqueda de una precaria coincidencia de intereses y gratificaciones egoístas. En todo caso, el vínculo conyugal indisoluble, que ningún divorcio puede disolver, está personificado en los hijos. En vista de ello surge el vínculo moral y jurídico de la indisolubilidad. Precisamente porque están llamados a estar unidos para siempre en la persona del hijo como padre y madre, los cónyuges son llamados a permanecer unidos ante todo como marido y mujer. En esta perspectiva se intuye porqué la alianza conyugal que se establece con el consentimiento, se perfecciona definitivamente con la relación sexual. «Este amor se expresa y perfecciona particularmente con los actos que son propios del matrimonio» (Gaudium et Spes, n. 49).
La comunión conyugal se expresa a través de «sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida» (Gaudium et Spes, 49); abarca a las personas y sus actividades, a las almas y a los cuerpos, a la inteligencia, la voluntad y la afectividad; es antes de todo un don de Dios y después un empeño del hombre, don irrevocable que acoger en un proyecto de vida común para siempre. Los creyentes que en el bautismo han sido incorporados a Cristo individualmente, en el matrimonio se incorporan a él como pareja llamados a ser un símbolo concreto, representación y participación, de la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. El vínculo conyugal, come el carácter bautismal y como otros dones, puede ser rechazado pero no anulado. Es un don que exige un deber y da la capacidad de cumplirlo.
A este propósito, viene espontáneo recordar la enseñanza de San Juan Pablo II acerca de la practicabilidad de las normas dadas por Dios: «junto con los mandamientos, el Señor nos da la posibilidad de observarlos» (Veritatis Splendor, n. 102); «el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves» (Veritatis Splendor, n. 103). En esta perspectiva la indisolubilidad del matrimonio aparece como una vocación realizable en la vida concreta. El don irrevocable de Dios se convierte en un vínculo indisoluble, que puede y debe ser respetado.
La visión del matrimonio como comunión de amor conyugal, que es donada por Dios y vivida por los cónyuges en un correspondiente proyecto de vida en común, tiene consecuencias para la validez o nulidad de la celebración nupcial. Para la validez, parece necesario que el eros no se reduzca solamente a la búsqueda de la gratificación individual, sino que se integre con el don de sí al otro. Sólo con el recíproco amor oblativo se realiza una verdadera comunión interpersonal, distinta de una precaria coincidencia de egoísmo. «Que os améis unos a otros, como yo os he amado» (Jn 13, 34). Para celebrar válidamente el sacramento, que es representación y participación del amor nupcial de Cristo por la Iglesia, parece necesario el amor conyugal oblativo, por lo menos como proyecto de vida, de parte de los prometidos. Este amor comprende tanto el afecto, el respeto y el servicio al otro cónyuge, como la apertura de ambos a la procreación y educación de los hijos.
Para la válida celebración del matrimonio se necesita por lo menos la fe implícita (Cfr. San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 68), sobre la cual la Tercera Asamblea General Extraordinaria del Sínodo ha comenzado a reflexionar (Cfr. Relatio, n. 48). Sin embargo, considero que en el actual contexto cultural dominado por el individualismo egocéntrico, también se deba tener en consideración, en orden a una eventual declaración de nulidad, el propósito y la capacidad de amar de manera oblativa. Pero considero también que antes sea necesario ante todo promover decididamente una seria educación de los jóvenes a la verdad del amor y una adecuada preparación de los novios al matrimonio.
En muchos países la secularización está poniendo en crisis la pertenencia a la Iglesia en masa. Es necesario tomar consciencia de la amplitud y profundidad de este cambio de época, afrontar con energía el desafío duro y peligroso, mirar hacia adelante con confianza, sin quedarse con nostalgia en el pasado. Hace algunos años el cardenal Joseph Ratzinger escribió: «La Iglesia de masa (como era en el pasado) puede ser algo hermoso, pero no es necesariamente el único modo de ser de la Iglesia. La Iglesia de los primeros tres siglos era pequeña, sin que por esto fuese una comunidad sectaria. Al contrario, no estaba encerrada en sí misma, sino sentía una gran responsabilidad frente a los pobres, frente a los enfermos, frente a todos» (Joseph Ratzinger, Prima di tutto noi dobbiamo essere missionari).
La Iglesia está llamada por Jesucristo, único salvador de todos los hombres, a cooperar con él para la salvación tanto de los cristianos que están en plena comunión espiritual y visible, como de los cristianos que están en comunión parcial, tanto de los creyentes que pertenecen a las religiones no cristianas, como a los no creyentes que tienen solamente una orientación implícita hacia Dios. Para desarrollar eficazmente tal misión salvífica, si bien el número de fieles tiene su importancia, sin duda es más importante y necesaria la autenticidad de la comunión eclesial en la verdad y en el amor.
Al respecto así se expresa el Concilio Vaticano II: «Este pueblo mesiánico aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (Cfr. Mt 5,13‐16)» (Lumen Gentium, 9). La misión de la Iglesia siempre es universal, independientemente de cual sea su consistencia numérica. La Iglesia coopera con Cristo Salvador como signo que acoge, transmite y manifiesta en el mundo su presencia, su amor y su acción salvífica, como «Sacramento universal de salvación» (Lumen Gentium, n. 48).
Sería fuera de lugar perseguir la pertenencia numérica, mediante la falta de empeño formativo y la apertura indiferenciada, que concede todo a todos, provocando una homologación hacia abajo. Por el contrario es necesario una pastoral dirigida a todos, pero diferenciada, cuidando en primer lugar a pocos, los más disponibles, para llegar a todos a través de ellos. «Se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace» (San Juan Pablo II, Redemptoris Missio, n. 23).
Es necesario acoger a todos e ir a todos, pero de modo específico; es necesario valorar con convicción y perseverancia la religiosidad popular, pero es todavía más urgente formar cristianos y familias cristianas ejemplares, como ya he afirmado al inicio de mi escrito. Para iluminar y dar calor, lo primero que hay que hacer es encender el fuego.
Cardenal Ennio Antonelli
Presidente emérito del Consejo Pontificio para la Familia
Fuente: familiam.org.
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