La santidad de las familias es la pastoral verdaderamente evangelizadora
El profesor español Juan José Pérez-Soba, docente de Pastoral Familiar en el Pontificio Instituto Juan Pablo II, es autor, junto con Stephen Kampowski, de El verdadero Evangelio de la familia. Perspectivas para el debate sinodal (leerÍndice general, Prólogo e Introducción).
Como complemento a la citada publicación ofrecen, dentro de la colección Iglesia y familia del sitio web del citado Instituto Pontificio, las "30 preguntas clave sobre los sínodos de la familia", distribuidas en los bloques temáticos en que se dividen:
I. El desafío de la cultura pansexualista. II. Misericordia y pastoral de la Iglesia. III. Divorciados «casados civilmente» o que viven en situación de una nueva convivencia. IV. La ley canónica y la flexibilidad. V. Indisolubilidad del matrimonio: justicia y misericordia. VI. El testimonio de la tradición de la Iglesia. VII. La benevolencia pastoral en las situaciones concretas.
1. ¿Cuál es el auténtico desafío de la familia cristiana en la actualidad?
En la actualidad el mayor desafío de la familia es de orden cultural. Es debido a la revolución sexual de los años 60 del siglo pasado, que, al cambiar el modo de comprensión de la sexualidad, ha extendido una ideología que debilita la comprensión de la familia al compararla con otros presuntos modelos familiares y dificulta a las personas el vivir de verdad lo que desea su corazón: una familia verdadera.
Esto se evidencia en que los datos sociológicos nos muestran que la familia, tal como la enseña la Iglesia, en la opinión de la gente es con mucho la institución más valorada en muchos países, mientras que culturalmente es combatida. Sin duda, esta es la gran cuestión a la que la Iglesia en su evangelización debe responder so pena de producir un cortocircuito entre lo que dice y lo que las personas comprenden y viven. Se evidencia una correlación entre crisis de la familia y debilitamiento de la fe.
2. ¿Qué es una “revolución sexual”? ¿Cuántas ha habido a lo largo de la historia?
Una revolución sexual es un cambio cultural radical en el modo de comprender las relaciones entre el hombre y la mujer, en los significados fundamentales de la diferencia sexual, en lo referente a la unión de amor y la procreación.
Si nos referimos a la época del cristianismo la primera de ellas fue la revolución moral y sexual del helenismo con la cual se encontró la primera Iglesia. Después hemos de mencionar la del s. XII, con el cambio de la Alta a la Baja Edad Media y el influjo gnóstico de cátaros y albigenses, que dio lugar al amor cortés que era siempre adulterino. En el inicio del renacimiento se produjo la exaltación de ciertas costumbres paganas de una sensualidad sin trascendencia. El iluminismo dio lugar a un libertinismo de carácter cínico que tuvo un influjo extendido que hizo que el movimiento romántico hiciera una crítica muy fuerte al matrimonio como “cárcel del amor”. En el siglo XX la primera revolución sexual fue, junto con la que se dio en la Unión Soviética por la aplicación de un comunismo que consideraba la familia un invento burgués, la de los años 20 en los países occidentales, que propugnaba una separación ideológica entre el cuerpo que se considera algo biológico sin más significado y lo personal que puede imponer cualquier significado al cuerpo.
La revolución sexual de los años 60 del s. XX ha dado lugar a una cultura pansexualista que es la actual.
3. ¿Qué es el pansexualismo? ¿Cómo puede responder la Iglesia al mismo?
El pansexualismo es un modo ideológico de comprender la sexualidad que se extiende culturalmente y que impregna nuestra sociedad. Su propuesta es sencilla: 1º reducir la sexualidad a sexo, esto es, a excitación sexual, sin más significado. 2º Introducir la sexualidad en una sociedad de consumo, de modo que se comercia con ella en todos los niveles. Y 3º considerar positiva esta realidad, como un progreso social que libera a las personas.
Todo cambia cuando consideramos la sexualidad como una dimensión personal, por medio de la cual las personas se comunican y establecen relaciones firmes. No se puede comerciar con personas, tampoco con afectos. La Iglesia ha de saber ofrecer el Evangelio del matrimonio y la familia como una profunda verdad del hombre, una “antropología adecuada” como la llamaba San Juan Pablo II, el “Papa de la Familia”, en sus Catequesis sobre el amor humano. En ellas se nos ofrece un lenguaje y un camino claro de superación del pansexualismo.
4. ¿A qué llamamos sujeto emotivo? ¿Por qué el sujeto emotivo tiene tantas dificultades en su matrimonio?
El emotivismo es una forma inadecuada de comprender la identidad del sujeto personal. Quien es emotivo se identifica de tal modo con la emoción que siente que valora la moralidad de las acciones según la emoción que le despierta. Un acto es bueno si lo “siento bueno”, es malo si lo “siento malo”. Es un tipo de relativismo radical, que ha impregnado la conciencia como ya vio proféticamente Newman. El emotivista niega cualquier tipo de razón objetiva que pueda guiar a la persona en sus juicios morales. Sobre todo, encierra al hombre en la cortedad de emociones que cambian, colisionan una con otras, se contradicen entre sí, etc.
El emotivismo se transmite en la actualidad por el sistema educativo, que no educa los afectos y, por la imposición de una falsa idea de autonomía, deja la persona encerrada en sus emociones cómo único criterio de vida.
El emotivista tiene una gran dificultad en pensar la vida como un todo, porque la emoción falsifica el tiempo que se ve siempre como un enemigo y el espacio, ya que fragmenta la persona en los distintos ámbitos vitales. Una persona emotivista es distinta en su casa, en su trabajo, en su tiempo libre, con sus amigos, etc. Además, el puro emotivismo impide aprender de las propias experiencias pues se las juzga simplemente como positivas o negativas sin percibir su significado. Produce así lo que se denomina “analfabetismo afectivo” que impide entender lo que los afectos nos dicen para construir nuestra historia.
Es una auténtica enfermedad de la personalidad humana que hay que curar para poder afrontar adecuadamente el matrimonio. Se evidencia así la necesidad de una educación afectiva verdadera que permita a las personas, integrar en un camino de amor sus emociones y sentimientos con toda la positividad que tienen, en la medida que encuentran un cauce en los vínculos personales que conforman. En la tradición de la Iglesia hay autores que han valorado muy positivamente los afectos como un lenguaje de Dios y cuenta por ello con una gran riqueza de sabiduría humana y divina que ofrecer en este campo.
5. ¿Hasta qué punto es un problema pastoral que las parejas se casen con personalidad adolescente y con un amor romántico?
La realidad del sujeto emotivo es la causa de la duración excesiva de la adolescencia en nuestra sociedad occidental. Se ha llegado al caso que las personas llegan al matrimonio con una mentalidad adolescente que no se hace cargo de las verdaderas dificultades de la vida común.
Esta fragilidad se agrava por la interpretación romántica del amor entre el hombre y la mujer que impide ver la fuente verdadera del amor esponsal.
La conjunción de las dos realidades debilita mucho las parejas para poder construir una vida en común según el plan de Dios. Construyen su vida en la arena y quedan expuestas a las circunstancias externas que en muchas ocasiones son contrarias.
Superar estas carencias es una tarea que requiere un seguimiento pastoral, no basta con un cursillo de preparación. Cuando esto no se da, lo que la Iglesia ha de ofrecer es un acompañamiento posterior en los problemas, sabiendo que a las parejas actuales les cuesta mucho pedir ayuda. Nos ha de hacer pensar cómo tantos matrimonios perciben la Iglesia como lejana a sus problemas reales, precisamente cuando pastoralmente es más urgente afrontarlos.
6. ¿Por qué el amor romántico es contrario al matrimonio?
El amor romántico surgió como respuesta cultural a un racionalismo que ignoraba los afectos, por eso aparece como una explosión afectiva irracional. Por ello, el amor se considera meramente espontáneo fuera de toda obligación y se piensa que la verdad del amor se mide sólo por su intensidad. Cuando esto ocurre el tiempo se convierte en enemigo del amor, parece que lo desgasta internamente, lo persigue hasta acabar con él. Por último, el amor romántico es intimista se encierra en la inmediatez de la relación de pareja y es refractario a cualquier ayuda externa.
El matrimonio como institución y realidad social se ve, entonces, como contrario al amor, pues lo encierra en obligaciones formuladas en normas jurídicas positivas.
El cristianismo cree, en cambio, que el amor es un acto de libertad que implica toda la persona y que su verdad está en el bien que promete, no en la intensidad con la que lo siente. Por eso mismo, la fórmula del consentimiento del matrimonio es una promesa. El vínculo matrimonial, por consiguiente, se genera en el intercambio de promesas en la medida que remiten a una autoridad mayor, al mismo Dios. Por eso, el tiempo ayuda a ver que la fuente del amor de los esposos reside en un Amor más grande que los precede, es este el que les da la roca firme donde construir una relación firme sostenida por el don divino.
7. ¿En qué se diferencia la misericordia de la compasión?
La misericordia es el más grande de los atributos divinos, porque nos habla de lo íntimo de Dios. Sólo podemos acceder a su auténtico contenido por medio de la revelación que Dios ha realizado al hombre en la historia. En ella, el atributo de la misericordia aparece como fidelidad a la Alianza a pesar de la infidelidad del hombre. En esta revelación, el mayor mal del hombre es vivir fuera de la Alianza y volver a ella es el contenido real de la salvación que Dios promete al creyente.
La compasión, en cambio, indica la reacción afectiva que nos permite poder salir de nuestros propios afectos para hacernos cargo de los de otra persona, lo cual es especialmente importante en lo que corresponde al sufrimiento, dentro de una medida humana. La misericordia supera con mucho la mera compasión pues nos muestra lo más profundo de la omnipotencia divina que Dios es capaz de vencer toda miseria humana, en especial lo que toca el pecado y la muerte.
8. ¿Por qué hemos de distinguir misericordia y tolerancia?
La tolerancia nace de la dificultad de convivir con el mal. Hemos de tolerar algunos males, para poder perseverar en la búsqueda del bien, pues de otro modo la experiencia enseña que sobrevienen males mayores. La misericordia, por el contrario, no habla de tolerancia con el mal, sino de la victoria sobre el mismo.
Es cierto que el amor a una persona es lo que nos hace tolerar algunos defectos suyos, pero siempre con el deseo de que los supere, pues queremos para ella el bien máximo. La misericordia, al contrario de la mera tolerancia, lo que hace es perdonar el mal, esto es dona un amor que supera la ofensa y permite la reconciliación.
Nos aparece ahora la diferencia fundamental: un dios sólo tolerante sería aquel al que no afectarían nuestras ofensas que no le importan porque está muy lejos de nuestro pequeño mundo. Un Dios misericordioso es el que se sabe ofendido por nuestros actos y quiere curarnos del mal de estar separados de nuestra Alianza con Él. Es un Dios sorprendentemente cercano que supera cualquier componenda con el mal.
En un mundo como el nuestro, radicalmente individualista, en el que el solo respeto se propone como norma suprema de relación humana, la confusión entre misericordia y tolerancia es una tentación próxima y una auténtica falsificación de la misericordia.
9. ¿Qué significa que la misericordia es la “justicia suprema” como afirma Santo Tomás de Aquino?
Significa que Dios no olvida nunca la justicia y que es el gran garante de la justicia entre los hombres. Por tanto, no existe ninguna misericordia injusta, que ofenda la justicia, porque esto daña la dignidad humana.
La justicia es tan importante que en la Biblia alcanza un valor trascendente, significa vivir según la voluntad de Dios, “ajustarse” a su voluntad. Esto nos abre a una medida mayor que la justicia humana, pues nace de lo profundo del amor de Dios y puede obrar aquello que la sola justicia es incapaz de hacer, esto es, puede reparar cumplidamente la ofensa producida y reconciliar al pecador.
Por eso, mientras la sangre de Abel clama justicia, la de Cristo concede misericordia y cumple de modo excelente la petición de Abel (cfr. Heb 12,24).
No hay mayor falsificación de la misericordia que la que se atribuye en derecho inexistente de obrar contra justicia, aunque sea movida por compasión.
10. ¿Es una adecuada pastoral de la misericordia buscar excepciones a una ley moral?
Buscar excepciones a una ley moral es en sí misma una tergiversación de la misericordia y una falta de comprensión de la ley en su sentido moral, por confundirla con una ley positiva humana. Se debe a un legalismo que sólo ve en la ley la imposición de la voluntad del legislador y que, por eso mismo, podría interpretarse de modos distintos y concebir que está abierta a excepciones puntuales. Es la posición de Ockham: “es bueno, porque está mandado; es malo porque está prohibido” (bonum quia iussum, malum quia prohibitum). Ahora bien, la ley en realidad es la expresión de una verdad del bien que guía nuestras acciones hacia la unión con Dios. Como afirmaba Santo Tomás: “está mandado, porque es bueno; está prohibido, porque es malo” (iussum quia bonum, prohibitum quia malum). Por eso, no caben excepciones a esta verdad, simplemente se puede aclarar más profundamente su contenido.
La misericordia en sí misma es “mayor” que cualquier ley, porque siempre existe la posibilidad de un bien mayor que no puede ser nunca mandado, pero nunca puede entenderse como recurso para ir contra la ley, esto es, para excusar un mal. De aquí que la lógica de la misericordia sea siempre la de vencer el mal y no encubrirlo o considerarlo menos importante.
El poder humano que impone leyes se reserva la posibilidad de restringir el alcance de su mandato para mostrar su benevolencia, con ello muestra su imperfección que no puede tener en cuenta todos los casos particulares. En cambio, el poder divino usa de la misericordia para hacer al hombre capaz del bien contenido en sus mandatos. En muchos casos, fuera de su condición de servicio, la piedad de la autoridad humana tiende a exaltarse a sí misma; Dios, por el contrario, exalta al humilde, al hacer justo al pecador.
11. ¿Se puede negar alguna vez el perdón o la misericordia a alguien?
La enseñanza que Jesucristo hace de la misericordia, como se ve especialmente en la parábola del buen samaritano, es universal y activa pues contiene el imperativo “haz tú lo mismo”. Nadie está excluido del don de la misericordia “que llena la tierra” (Sal 33,5), ni del ofrecimiento consiguiente del perdón. Es un don divino que hay que ofrecer siempre (Mt 18,22), incluso a los enemigos (Mt 5,44), por lo que no podemos aplicarle nunca un límite humano.
Por ser dones divinos, la misericordia y el perdón han de ser recibidos por el hombre, y es aquí donde pueden encontrar una negativa humana que los haga imposibles por alguna razón. Es imposible que reciba el perdón quién no está arrepentido de verdad de su falta, pues esto implica un rechazo interior del pecado. Igualmente, la misericordia no llega a ser recibida de verdad cuando no se vence el mal, cuando no se produce la conversión de aquél a quien se ofrece.
En estos casos, aunque parezca que se niega el perdón o la misericordia a una persona, en verdad lo que ocurre es que ellos mismos se hacen incapaces de recibirla.
12. Por qué no se puede dar la absolución a un divorciado vuelto a casar y sí a los demás pecadores, ¿no es una discriminación?
Es un ejemplo de lo que hemos dicho anteriormente, no se puede nunca dar la absolución a un pecador que de hecho no esté arrepentido. El arrepentimiento verdadero no es un simple sentimiento de pena por lo que ha sucedido o por las consecuencias que se ha producido; es un rechazo de la acción pecaminosa de forma que deja de ser propia. Así el sacramento de la penitencia exige siempre una verdadera conversión: la aversión al pecado y la unión con Dios.
El pecado en el que incurre un divorciado al unirse sexualmente a otra persona fuera de su cónyuge, es el del adulterio, así lo califica Jesucristo en el Evangelio (Mt 19,9) y lo atestigua San Pablo a los discípulos (cfr. Rom 7,3). Arrepentirse de este pecado no es sólo dolerse de la ruptura realizada, que en algunos casos puede ser irreversible, sino el rechazar realmente en la actualidad una unión sexual pecaminosa, fuera de la consideración de si se es culpable o no de la ruptura de la primera relación. Si esto no se da, no hay margen para recibir la absolución, porque no se halla en condiciones adecuadas para ello. En este sentido, se ha de valorar adecuadamente la circunstancia particular de que el matrimonio constituye un “estado de vida”, es decir, en sí es una situación permanente que debe ser cambiada de algún modo para poder reconocer en el pecador la conversión necesaria. Sin el compromiso firme y comprobado de, al menos, no realizar actos de adulterio, no se puede absolver al pecador. Este es un punto que debe ser tenido en cuenta en cualquier proceso penitencial propuesto a estas personas.
13. Si la misericordia es el principio de toda la pastoral, ¿por qué limitarla con leyes de la Iglesia?
La ley moral es una indicación del mínimo a partir del cual una acción es siempre mala, por eso es un límite en el sentido de ayudar a que el hombre no se desvíe del camino de crecimiento moral. Por la objetividad propia de la ley, fundada en el objeto moral que está implicado en las acciones concretas, indica una comunicación positiva del bien con un alcance universal. En este sentido, más que un límite a la libertad, la ley es una ayuda a la misma para alcanzar su fin auténtico, amar. Es en este significado, por la conexión entre la ley, la libertad y el amor, donde la misericordia armoniza plenamente con la ley moral.
La formulación adecuada de las leyes morales evita la arbitrariedad de quien quiere sobreponer su voluntad a los demás, lo cual acaba siempre en una injusticia. De hecho, es algo usual que quien se salta las leyes de la autoridad, suele imponer luego las suyas a los demás. La Iglesia ayuda a sus fieles a discernir su camino moral con una enseñanza autorizada de aquello que corresponde a la ley natural como una responsabilidad propia de guiar a los cristianos a la salvación dada por Dios. A partir de ella propone leyes eclesiales con la intención de especificar cómo respetar en las circunstancias actuales los bienes morales implicados.
14. Si la misericordia consiste en curar las heridas de las personas, ¿por qué no aplicarlo a los divorciados?
La misericordia nos permite como al Buen Samaritano “ver con el corazón”, esto es, descubrir las auténticas heridas y untarnos con el aceite verdadero que las puede curar. En eso la distinguíamos de la sola compasión, que no cura. Es esencial entonces curar las heridas de los divorciados. La misericordia nos permite ver así que todo divorcio es una herida, tanto en el que ofende, por romper un compromiso culpablemente; como en el que es ofendido que sufre esa injusticia. Es falsa la pretendida visión romántica de que se puede “empezar de cero” si aparece otro afecto intenso que haga olvidar o desaparecer todos los anteriores. Quien tras el divorcio busca una nueva unión hace todavía más profunda la herida pues pretende taparla y le es más difícil de reconocer.
Por eso mismo, lo primero a lo que obliga la misericordia es a reconocer que se está herido. Desde un punto de vista pastoral para curar, no basta nunca un cambio de norma, pensando que con ello se soluciona el problema, sino un cambio real de corazón capaz de encontrar el sentido profundo a los dones recibidos de Dios. En la persona ofendida, la misericordia le hace capaz de perdonar, que es el modo más divino de reconocer que sigue existiendo un vínculo basado en el perdón de Dios que permanece. En la persona culpable, la misericordia cura su infidelidad para que pueda ser fiel a la Alianza que Dios ha sellado con su amor, con los cambios que sean precisos para ello.
Toda curación requiere un tiempo, esto es lo que se llama ley de la gradualidad, ya que normalmente es poco a poco como una persona llega a “ver con el corazón” la plenitud de exigencia de la misericordia. Esto reclama el acompañamiento en un proceso a partir de esta medida divina. Es lo contrario de una gradualidad de la ley, que sin tener en cuenta el movimiento conversivo de la misericordia, quiere adaptar la ley a las supuestas capacidades de la persona sin contar con la gracia, en una pura medida humana.
15. Si las personas son irrepetibles, y las leyes genéricas, ¿por qué no aplicar la epikeia en casos concretos de divorciados vueltos a casar?
Toda persona es única, y también son únicas las relaciones personales esenciales para que descubra su identidad. Son los vínculos de amor que toda persona establece para poder alcanzar una vida plena y que se sostienen en la objetividad de determinados bienes. Sin la fidelidad a estos vínculos, la persona pierde su identidad moral y su camino de plenitud.
La ley moral se fundamenta en la comprensión de la verdad del bien que permite comunicar objetivamente a las personas y conforma la identidad de esos vínculos personales como es la paternidad, la filiación, la amistad, la esponsalidad, la cooperación, la solidaridad. Sin estos bienes relacionales la vida del hombre se deshumaniza gravemente.
La epikeia es la virtud de encontrar excepciones a una ley por considerar que la intención del legislador no la quería aplicar a un caso concreto a pesar de la letra de la ley. De aquí se desprende inmediatamente que no puede aplicarse la epikeia a la ley natural, porque ésta es universal, pero dentro de la comunicación del bien de la acción humana concreta. Las pretendidas excepciones de la ley natural remiten a una idea de un Dios arbitrario que beneficia a unos y exige a otros.
La ley moral propia del matrimonio pertenece a la ley natural, tiene una universalidad evidente por estar arraigada en “la naturaleza de la persona y de sus actos” (GS 51). No hay cabida a la epikeia en el caso del divorcio, quien en esta situación se casa con otro cónyuge, en todos los casos, adultera. No hay excepciones a “no adulterarás”, como no hay excepciones a “no matarás”.
16. ¿Por qué tantas leyes para el matrimonio, que es una cuestión de amor? ¿No es el Derecho Canónico algo contrario al espíritu de una pastoral de la misericordia que es flexible por naturaleza?
El amor en cuanto personal es fuente de vínculos estables que fundan obligaciones, basadas en relaciones de justicia. Por ello, el amor exige para ser verdadero el cumplimiento de la justicia. El amor esponsal que funda el matrimonio es el que explica sus características en cuanto institución, que por su carácter objetivo y universal, no dependen de los avatares propios de los afectos humanos, sino de la verdad del bien implicado.
El Derecho Canónico matrimonial es expresión de los bienes de justicia que pertenecen a esta institución querida por Dios y los defiende. El recto derecho es el modo de defender la posición de los más débiles respecto de la de los más poderosos, y esto mismo pone al derecho en la línea de la misericordia.
La defensa real de dichos derechos no es contraria a una flexibilidad y creatividad en el amor conyugal, que es esencial para la superación de los distintos problemas que pueden surgir y para el crecimiento del mismo. Esto es lo que se denomina dimensión pastoral del Derecho Canónico.
17. ¿Qué pasa cuando un divorciado vuelto a casar piensa en conciencia que su primer matrimonio no fue válido?
Por su misma naturaleza, objetiva y jurídica, el matrimonio como institución es una realidad social. Por ello, si bien es una cuestión de conciencia, ya que implica a toda la persona, no se reduce a ella, pues emerge de una relación interpersonal que comunica con otra persona. La propia convicción de la invalidez del matrimonio no puede considerarse como un dato definitivo para sentenciar su inexistencia, ha de someterse al juicio de quien en la Iglesia representa la autoridad también respecto del matrimonio.
Es un punto esencial para la comprensión de esta dimensión social superar la privatización del matrimonio, de la libertad y del amor, que no son sino consecuencias de la privatización de la conciencia, que se interpreta a modo de un juicio solipsista, puramente autorreferencial, que absolutiza su juicio frente al de cualquier otra persona.
En el caso de tener serias dudas respecto de la validez del primer matrimonio, se ha de resolver esa duda, acudiendo a personas expertas que aconsejen bien y al juicio de los tribunales eclesiásticos de la Iglesia. Lejos de dejarlo todo al arbitrio de la sola conciencia individual, se acompaña así a la persona en un discernimiento eclesial como corresponde a una realidad social y no privada como es el matrimonio.
18. ¿Qué significa que el matrimonio es un sacramento, si es algo natural que el hombre y la mujer se unan de modo estable con la intención de fundar una familia?
Significa que en el matrimonio se da una especial manifestación del plan de Dios sobre el hombre, en la medida en que se revela y se realiza mediante el amor humano de un hombre y una mujer. Este amor se manifiesta a sí mismo en su valor único, en cuanto exclusivo, para siempre, abierto a la vida. En él el hombre descubre una presencia trascendente que supera con mucho un mero acuerdo de voluntades. Esta dimensión de trascendencia que corresponde de forma natural al amor esponsal, está radicalmente abierta a una revelación más profunda de la presencia real del Amor de Dios en este amor humano.
El Amor de Dios hacia su pueblo ha sido presentado por los profetas como un amor esponsal en vistas de una Nueva Alianza definitiva e indestructible (cfr. p.ej. Ez 16). Es la que ha realizado Jesucristo con la entrega de su cuerpo en la Cruz para unirse eucarísticamente a su Iglesia en “una carne”. Es lo que los esposos cristianos significan y realizan con su propia entrega exclusiva e indisoluble (cfr. Ef 5,32). Se trata, por tanto, de un don de Dios que nace de dentro del amor que hace entregarse el uno al otro y confirma en una nueva dimensión el vínculo que el amor natural hombre significa por sí mismo.
Creer en la carne de Cristo (cfr. 2 Jn 7) exige así creer en la gracia del sacramento del matrimonio como unión indisoluble, es una expresión de gracia y no un problema al que encontrar excepciones. Posiblemente, la secularización del matrimonio ha sido el peor ataque a la naturaleza misma de esta unión. Comenzó con la negación de Lutero a su significado sacramental, y continuó con la “invención” de un matrimonio civil sin referencia alguna a la trascendencia que es algo distinto y contrario al “matrimonio natural”.
19. Por qué el matrimonio puede ser indisoluble si el amor es algo sujeto a tantas variaciones. ¿Qué significa la indisolubilidad cuando ha “muerto el amor”?
El matrimonio es naturalmente indisoluble porque el amor esponsal, el que se prometen los esposos, está dirigido a la persona y su capacidad de amar y no a sus cualidades que son las que pueden variar. Por eso el “para siempre” de esa promesa contiene un profundo sentido humano que va más allá de las emociones y los sentimientos y constituye y asegura un vínculo entre los esposos que en sí mismo es permanente hasta la muerte.
El “amor romántico” es el que puede morir, y de hecho muere en tantas ocasiones, pero eso no tiene que ver con la permanencia en el amor conyugal que es signo de su verdad. Curar a las personas de la debilidad del amor romántico es necesario para que descubran el amor como una fuente en el que regenerar las relaciones.
A pesar de la enorme fuerza del amor humano en su apertura a la trascendencia, se comprende que por la debilidad de pecado, la “dureza de corazón” (Mt 19,8), se pueden dar situaciones en las que se hace humanamente imposible seguir viviendo la convivencia que ese amor implica. Es allí donde aparece la fuerza de Cristo, de un “amor crucificado” (San Ignacio de Antioquía) que en el bautizado implica que “es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20), por lo que podemos participar de la misericordia de su corazón que “si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2,13). Así lo vivimos en el bautismo que permanece para siempre aunque seamos infieles, es una verdad de un don irrevocable del amor de Dios en nosotros. El amor de Dios permanece en el misterio de su donación aun cuando los actos del hombre lo quieran “matar”.
Cuando el matrimonio alcanza su plena significación sacramental de ser “una carne” en Cristo (matrimonio rato y consumado) participa de tal modo del don del amor de Dios que significa esa Alianza irreversible de Dios aunque el hombre sea infiel a ese amor. Cuenta siempre con el don de la gracia, que le permitirá vivir de acuerdo con las exigencias a la fidelidad a ese amor, por la promesa de Cristo, que es fiel.
20. Ante una separación irreversible, ¿no es inhumano obligar a las personas a vivir solas sin posibilidad de “rehacer su vida”? ¿No podría la autoridad eclesial disolver el vínculo como hace con religiosos y sacerdotes?
“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6). Es una exigencia tan fuerte que a los mismos discípulos les parecía excesiva: “Si esa es la situación del hombre con la mujer no trae cuenta casarse” (Mt 19,10). Sólo comprenden la profunda verdad que encierran las palabras de Cristo “los que han recibido ese don” (Mt 19,11). Es el don de la misericordia divina que cura la dureza de corazón para que sean capaces de vivir en Cristo su matrimonio.
Esto significa siempre “rehacer” la vida, pero desde la verdad de la propia existencia, pues “quien se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19,9). Se trata de la “vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3), una vida según el don de la gracia que participa de la fidelidad de Cristo ante la infidelidad de los hombres. Es la que hace posible vivir la fidelidad en situaciones difíciles, también dentro del matrimonio, como es una continencia prolongada por enfermedad.
La prohibición de una nueva unión, es el testimonio de una fidelidad nueva que sólo Cristo hace posible. Los que permanecen fieles a su vínculo matrimonial en el difícil estado de separación irreversible de su cónyuge son eminentes testigos de la verdad del Amor de Dios en este mundo. Necesitan para ello un apoyo y reconocimiento de la comunidad cristiana para que comprendan que Dios no los abandona a la soledad.
La Iglesia, por tratarse de la verdad de un vínculo sacramental que recibe de Cristo, no tiene sobre la indisolubilidad del matrimonio plenamente sacramental otro poder que el de administrarla, no puede disolver “lo que Dios ha unido”. En cambio sí puede revocar lo que la Iglesia ha recibido como son los votos religiosos o las promesas sacerdotales que dependen de la autoridad eclesial y pueden ser levantadas por motivos graves. No así el sacramento del sacerdocio que permanece para siempre aunque el sacerdote sea infiel al don recibido e incluso apostate y pierda la fe, será “sacerdote para la eternidad” (Heb 5,6) y la Iglesia no puede nunca quitarle su sacerdocio.
21. ¿Por qué negar la comunión eucarística a un divorciado vuelto a casar que esté arrepentido de haber roto su primer matrimonio? ¿Cómo se puede decir que la Iglesia no discrimina a los divorciados que conviven maritalmente, si es a los únicos que les niega la comunión?
La Iglesia tiene la misión de custodiar la buena recepción de los sacramentos para que sean fructíferos. Por ello, tiene el deber de negar la comunión a los que públicamente no están en la disposición adecuada para recibirla. Esto sucede en los que están en situación pública irregular como ocurre con los divorciados que conviven con otra persona distinta de su cónyuge. La Iglesia no puede admitirlos a la comunión mientras no cambien su situación objetiva de pecado. Por su significación sacramental existe una estrecha relación entre la Eucaristía y el vínculo matrimonial (Sacramentum caritatis, n. 29).
No ayuda para nada a un pecador recibir la eucaristía en su estado de alejamiento de Dios, pues entonces como dice San Pablo “come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11,29). Además, esto produce un escándalo para las personas que ven la incongruencia entre permanecer el estado de vida irregular y acercarse a la comunión. Existe una contradicción objetiva entre la unión sacramental de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa que se realiza en la Eucaristía y la condición de infidelidad del divorciado que convive con otra persona.
El arrepentimiento que se pide al divorciado en situación irregular es el mismo que al que cualquier penitente: que rechace no sólo un pecado cometido en el pasado, sino cualquier pecado que pueda cometer en el presente, como es la situación de adulterio en la que está viviendo.
La Iglesia no comete ninguna discriminación al negar la comunión a una persona que vive en un estado contrario a su unión con Dios. La convivencia marital fuera del sacramento del matrimonio no es la única situación de pecado en que esto sucede; la Iglesia sólo puede admitir a un apóstata a la comunión si vuelve a proclamar la integridad de la fe de modo público.
No por eso la Iglesia abandona al pecador que muestra signos de arrepentimiento aunque todavía no sean plenos. Quiere ser cercana a él y puede hasta proponerle la comunión espiritual en el sentido, no de realizar una unión plena con Dios imposible mientras exista un impedimento, sino en aumentar el deseo de recibirle como un camino penitencial.
22. ¿Es cierto que el Concilio de Nicea exigía la aceptación a la comunión también de los divorciados vueltos a casar para evitar “males mayores”?
No es verdad. Cuando el Concilio en su canon 8 dice: “coloro che si definiscono puri… rimanere in comunione con chi si è sposato due volte e con chi è venuto meno durante la persecuzione” (DH 127), cuando habla de los “casados dos veces” (di,gamoi) se refiere a los viudos que se han vuelto a casar. El contexto del canon que es la exigencia mínima para la reintegración de los novacianos a la comunión eclesial, la terminología propia de los padres que nunca usan di,gamoi para esa situación irregular, los testimonios anteriores y posteriores que atestiguan que es un error novaciano rechazar las segundas nupcias de los viudos, dejan muy claro el sentido del texto. Existen pues muy buenos motivos para rechazar la interpretación de Cereti que pretendía por medio de una argumentación manipulada y sin criterio histórico aplicar el canon a los divorciados vueltos a casar. El canon del Concilio de Nicea no ofrece ningún apoyo a una pastoral de tolerancia con los divorciados vueltos a casar.
23. ¿Por qué Orígenes considera “no irracional” la tolerancia de un segundo matrimonio a los divorciados?
Orígenes habla en un pasaje del Comentario a San Mateo de la tolerancia de “capi della Chiesa” para permitir las segundas nupcias de una mujer divorciada cuyo marido vivía. Hasta tres veces dice que esto es: “contrariamente alla legge primitiva riferita dalle Scritture”, es decir, da a este hecho un juicio negativo proveniente de la máxima autoridad. Establecido esto, explica la razón del abuso y dice “non hanno agito completamente senza ragione”, algo diferente a lo simplemente “no irracional”. Tienen alguna razón: evitar “males peores”, pero claramente insuficiente ante la autoridad de la Sagrada Escritura. La exposición del alejandrino da constancia de cómo los padres consideran las razones humanas, lo que llamaríamos circunstancias atenuantes, a la luz de la autoridad mayor de las Escrituras, que es el motivo del juicio negativo fundamental. De ningún modo se puede considerar testimonio de una
tolerancia, cuanto una argumentación contraria a la misma. Orígenes la considera una práctica que sobrepasa lo que es lícito.
24. ¿El número y la importancia de los textos patrísticos que atestiguan una tolerancia con los divorciados vueltos a casar, no obliga a replantear la disciplina actual de la Iglesia por ser demasiado rígida?
En verdad son pocos textos (no más de diez) y, en casi todos los casos, confusos. En general, se refieren a casos muy concretos de los que se desconoce el contexto que les daría todo su sentido. Se trata de un número mínimo en comparación con los numerosos textos en que se habla de una disciplina que considera adúlteros a los que en vida del cónyuge se casan con otra persona y no los admite a la comunión mientras no cambien de vida. Siempre se hace con una conciencia muy clara de ofrecer una práctica específicamente cristiana, distinta de la del derecho romano y del mundo pagano en general. Se considera que es una cuestión básica del fiel cristiano y un testimonio muy necesario en ese momento.
El conjunto de estos textos, todo lo más, pide una aclaración de las fuentes, pero no atestiguan de ningún modo “che nella Chiesa dei primordi, in molte Chiese locali, per diritto consuetudinario c’era, dopo un tempo di pentimento, la pratica della tolleranza pastorale, della clemenza e dell’indulgenza”. Esta afirmación es del todo infundada. Más bien los pasajes aludidos son expresión de la necesidad de resolver jurídicamente y de acuerdo a la verdad de la Escritura los casos más difíciles que necesitaban ser aclarados. El valor jurídico del matrimonio es muy claro en esta etapa de la Iglesia.
En conclusión, estos textos, por sí solos, no tienen el peso doctrinal necesario para plantear un cambio en la disciplina actual de la Iglesia católica.
25. La práctica de la oikonomía por parte de los ortodoxos, ¿tiene su origen en los padres?
Hay que distinguir el concepto de oikonomía ortodoxo, de su aplicación al caso de los de las segundas nupcias de los divorciados. Existe un concepto teológico de oikonomía plenamente válido y con fundamento patrístico, que consiste en ver el valor de las acciones pastorales en el conjunto del plan divino que se desarrolla progresivamente a modo de discernimiento sapiencial. Es una perspectiva perfectamente enriquecedora para la Iglesia católica.
En cambio, la práctica de la admisión jurídica de las segundas nupcias de los divorciados nace en Bizancio por la imposición de la legislación de los emperadores bizantinos sobre la disciplina eclesial. Es decir, por motivo de una prevalencia del poder temporal sobre la vida eclesial. Es un caso típico de cesaropapismo, algo en todo punto sin fundamento alguno en los Padres, y contrario a cualquier visión del Evangelio.
Es erróneo pensar, en lo que respecta a los divorciados vueltos a casar, que la oikonomía ortodoxa fuera más próxima a la Iglesia primitiva, mientras la práctica de la Iglesia latina sería una versión rígida y tardía de San Agustín. En verdad, ha sido el gran desarrollo dogmático sobre los sacramentos realizados en la primera escolástica el apoyo principal para un esclarecimiento del valor real del vínculo matrimonial que ha servido para dejar todavía más claro el fundamento de la práctica actual de la Iglesia latina.
De hecho, la Iglesia latina, nunca ha aceptado la práctica griega, si bien en Trento, donde se declara explícitamente la validez de la práctica actual de la Iglesia, no se rechaza absolutamente la posición ortodoxa, en la actualidad se exige la retractación de la misma para la admisión a la comunión católica.
26. ¿Qué pensar de esa flexibilidad pastoral ortodoxa que acepta esos segundos matrimonios tras un adecuado proceso penitencial?
Se ha de pensar que en sí misma es un abuso de un poder civil que, por motivos fundamentalmente de conveniencia política, ha exigido su aceptación a las Iglesias ortodoxas. De aquí que exista una variedad grandísima de prácticas y legislaciones al respecto. En muchos casos, se ha convertido en una cuestión de una mera dispensa. Se paga una tasa para que el obispo del lugar, sin mayor discernimiento de las razones de la petición y de la situación de los cónyuges, dé permiso para un segundo o un tercer matrimonio.
La práctica penitencial que se propone en estas Iglesias, supone ya desde el inicio la aceptación del matrimonio, por lo que no tiene sentido de discernimiento alguno de la verdad de la situación de los contrayentes. Sirve para testimoniar que este segundo matrimonio no tiene el mismo valor sacramental que el primero, es decir, que hay cristianos de primera categoría y de segunda. Es muy difícil aceptar esto dentro de la verdad de la oikonomía definitiva que Cristo ha instaurado con su gracia, pues es definitiva y no podemos esperar otra.
Sólo una presentación interesada y espiritualista de esta práctica puede hacer aparecer en ella un modelo a seguir por los católicos, cuando es en verdad un claro ejemplo de como si se abre la puerta a pequeñas excepciones se sigue prácticamente siempre una práctica del todo liberal.
27. ¿Por qué no se permite una benignidad pastoral que vea en los casos concretos motivos suficientes para no aplicar una ley doctrinal demasiado rigurosa? ¿No es acaso la rigidez actual un motivo de alejamiento de muchas personas y un antitestimonio cristiano? ¿Se puede prever que muchos se acercarían a la Iglesia si ésta cambiara su disciplina?
En definitiva, la cuestión de la admisión a la comunión de los divorciados vueltos a casar no es un tema de encontrar un término medio entre una pastoral rigorista y otra laxista. Se trata de reconocer una cuestión de justicia debida a razones doctrinales de mucho peso, como es la indisolubilidad real y absoluta del matrimonio rato y no consumado. Querer esconder estas es un ejemplo de lo que Benedicto XVI llamó: “tentaciones pseudo-pastorales que sitúan las cuestiones en un plano meramente horizontal, en el que lo que cuenta es satisfacer las peticiones subjetivas”.
La verdad puede parecer rígida si se entiende de un modo extrínseco a los propios deseos. La tarea curativa pastoral tiene que ver precisamente con estos deseos. Como Jesucristo ante la Samaritana (cfr. Jn 4,1-45), lo primero que hizo es despertar su deseo del don de Dios, para luego enfrentarla ante la realidad de su vida, y finalmente, descubrirle el camino de conversión a la fe. Esto sí, este don de Dios tiene un sentido absoluto que entra en conflicto con el relativismo ambiental. Al que todo lo considera relativo, tomará cualquier verdad absoluta como muestra de rigidez.
La experiencia de las comunidades cristianas no católicas que han incorporado el relativismo moral a su práctica eclesial, muestra sin duda alguna que esta decisión, lejos de atraer las personas, hace que se alejen más de la vida cristiana que ya no cuenta con ninguna fuerza especial, ninguna grandeza humana que la haga atractiva.
Por ello, jamás hay que confundir el “sensus fidelium” de los cristianos en el momento de creer, del que habló Newman y recoge el Concilio Vaticano II (LG 25), con una consulta electiva sobre las cuestiones morales que no tiene sentido. Nace siempre de una valoración de unos mínimos comunes que implican necesariamente un relativismo. Así lo mostró claramente Weber con su teoría del politeísmo ético. Es la vida de los esposos santos la que brilla como testimonio real de la vida de la fe en este mundo.
28. ¿Qué camino de conversión se puede proponer a los divorciados vueltos a casar? ¿Existe alguna propuesta positiva?
La misericordia eclesial hacia los divorciados vueltos a casar se expresa en la cercanía a sus personas para proponerles y acompañarles en un camino de conversión verdadera. La intención de esta práctica es curarles de verdad de las heridas propias de su situación. De hecho, en muchos lugares se está llevando a cabo y existe un interés generalizado por facilitar esta realidad.
Siempre ha de consistir en el reconocimiento en un ámbito eclesial y comunitario de la verdad de su situación ante Dios. Deben reconocer la posible culpabilidad de la ruptura, que ha sido la propia decisión el que les ha introducido en la situación de pecado, pues supone una infidelidad respecto a la promesa anterior. Han de asumir la necesidad de reparar todos los daños que de ello se desprenden, en especial hacia los hijos. Deben confesar la permanencia del vínculo y la necesaria fidelidad a él, la necesidad de vivir en la Iglesia y del Evangelio para seguir en este camino. Se trata de un proceso que ha de ser a la vez comunitario y personalizado.
La mayor dificultad para ello es que en la Iglesia apenas si se llevan a cabo este tipo de procesos. Por ejemplo, algo semejante es muy necesario para los matrimonios con problemas y para los separados que quieren ser fieles al matrimonio y no existe apenas atención alguna a estas cuestiones tan graves. En particular hay un abandono casi total de a los esposos en los primeros años del matrimonio, precisamente en los que se produce más de un 50% de las separaciones. Atender la pastoral de los divorciados vueltos a casar sólo es posible si se atienden muchos más
29. ¿No sería un buen testimonio a los hijos permitir, como excepción, la comunión a sus padres aunque estén en situación irregular?
La gran víctima de las separaciones y divorcios son los hijos, que desean ante todo que sus padres se quieran entre sí, porque este es el mayor bien que les dan. Las carencias afectivas que padecen normalmente se agravan con el divorcio en cuanto la situación se hace difícilmente reversible.
Los hijos han de conocer en un momento la verdadera situación de sus padres. La aceptación de la misma es algo mucho más complejo que una simple admisión a la comunión. Pensar lo contrario es un ejemplo más de una pastoral basada más en los deseos subjetivos que en la realización del plan de Dios en las personas y la conversión que esto supone. Nunca podemos poner en segundo lugar el testimonio de la verdad que supone también dejar de comulgar cuando se sabe que no se puede. De otro modo, los hijos deducirían que se puede separar la comunión eucarística de la vida, lo que al final haría peligrar su misma fe, o la haría irrelevante.
30. Dada la importancia de atender la situación de los divorciados vueltos a casar, ¿por qué no centrar el Sínodo en este tema?
Atender a unos enfermos con exclusión de otros no es nunca una buena práctica. Esto todavía es peor en el caso de una epidemia si se quiere atender simplemente a los que tienen un brote específico ignorando que el foco de infección común tiene muy distintas manifestaciones. El divorcio de hecho, no es sino una de las muchas dificultades que brotan de un sujeto emotivo débil dentro de una cultura pansexualista.
Es una mentalidad legalista pensar que si se cambia una norma y se es flexible con la situación irregular, el problema desaparecería. Los casos relativos al matrimonio y la familia son debidos a una enfermedad profunda que produce muchos males. Tratar sólo uno de sus casos con exclusión de los otros corre el gran peligro de agravarlos todos.
Hemos partido de la constatación de que el gran desafío es cultural por una disolución del significado del amor conyugal en la vida de las personas. Un paso de la Iglesia que suponga la aceptación implícita de este hecho, sería una especie de suicidio cultural que hace irrelevante el Evangelio del matrimonio y la familia.
Fuente: Pontificio Instituto Juan Pablo II.
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