Todo lo que hemos vivido en Semana Santa no tendría sentido sin la resurrección de Cristo; sería solo un bello ejemplo de aceptación del sufrimiento
Un chico me preguntaba por qué los apóstoles y las mujeres, como María Magdalena, no reconocían a Jesús resucitado, a pesar de haber convivido tanto con él. También le extrañaba que no viviera con ellos, apareciéndose solo de vez en cuando hasta su ascensión a los cielos. La Sagrada Escritura relata los hechos tal y como sucedieron, sin rechazar los episodios oscuros o incluso negativos, como la negación de Pedro. Los cuatro evangelistas recogen los hechos de la resurrección, aportan numerosos detalles y dejan claro que fue un acontecimiento muy especial.
“Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”, dice san Pablo. Todo lo que hemos vivido estos días de Semana Santa no tendría sentido sin la resurrección de Cristo; sería solo un bello ejemplo de aceptación del sufrimiento, un testimonio del triunfo del mal y la injusticia, un suceso lamentable de nuestra historia. Una vez más vencerían los poderosos, triunfaría la injusticia y ganarían la falsedad y la mentira. Pero no es así: la resurrección lo transforma todo, porque Dios le da un giro aceptando la entrega de su Hijo. Con su gloriosa resurrección, redime al mundo y hace nuevas todas las cosas: lo terreno y caduco entra en la eternidad del amor.
Dice Ratzinger: “Sabemos que Cristo, por su resurrección, no volvió otra vez a su vida terrena anterior, como, por ejemplo, el hijo de la viuda de Naím o Lázaro. Cristo ha resucitado a la vida definitiva, a la vida que no cae dentro de las leyes químicas y biológicas y que, por tanto, cae fuera de la posibilidad de morir; Cristo ha resucitado a la eternidad del amor. Por eso los encuentros con él se llaman apariciones; por eso sus mejores amigos, que hasta hacía dos días se habían sentado con él a la misma mesa, no le reconocen; lo ven cuando él mismo les hace ver; solo cuando él abre los ojos y mueve el corazón, puede contemplarse en nuestro mundo mortal la faz del amor eterno que ha vencido a la muerte, y su mundo nuevo y definitivo, el mundo del futuro”.
El gran teólogo continúa diciendo que el amor busca eternizarse, le repugna la caducidad, no entiende la mezquindad ni la temporalidad. Como nosotros experimentamos la limitación, tanto en el tiempo como en la calidad, debemos fundamentar esa eternidad fuera de nosotros. Solo el éxodo nos hace perdurables: “La supervivencia, entendida humanamente, solo puede ser posible mediante la permanencia en los demás”. Nuestros mayores lo intentaban a través del bien de los hijos y de la fama, pero esta pervivencia se limita al recuerdo y no a la realidad.
“El amor funda la inmortalidad, la inmortalidad nace del amor. Esto significa que quien ha amado a todos ha fundado para todos la inmortalidad. Este es el sentido de la expresión bíblica que afirma que su resurrección es nuestra vida”. Cristo se entregó al Padre por amor a Él y a nosotros. Dios Padre acepta esta ofrenda resucitándolo, acogiéndolo a la Vida, la verdadera, la eterna: “La vida del resucitado ya no es bios, es decir, la forma biológica de nuestra vida mortal intrahistórica, sino zoe, vida nueva, distinta, definitiva, vida que mediante un poder más grande ha superado el espacio mortal de la historia del bios”.
María Magdalena, testigo primera de la resurrección, quien amó mucho porque mucho se le perdonó, la que ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos, no puede tocar los pies del Resucitado: “No me toques”. Ahora la relación con Jesús es distinta: ya no se trata de ver y tocar, sino de creer.
Pienso que no terminamos de entender la esencia del cristianismo; que los creyentes no captamos el misterio de Dios, y es lógico, porque es un misterio. La Pascua trasciende la historia, lo meramente humano y temporal; nos introduce en el mundo de la gracia, de la fe. La resurrección ocurrió en un momento y lugar concretos, pero excede nuestra capacidad de comprensión y nuestras fuerzas. Tampoco el amor es algo propio, es un don divino. Cambiar el mundo, superar nuestros límites, avanzar en el camino del bien y de la santidad son tareas que nos exceden; requieren gracia y nuestra correspondencia.
Los discípulos de Emaús, tras una larga conversación con el Maestro, solo lo reconocen al partir el pan: pan y palabra. “La liturgia se funda en el misterio pascual; hay que comprenderla como el acercamiento del Señor a nosotros, que se convierte en nuestro compañero de viaje, que nos abrasa el corazón endurecido y que nos abre los ojos nublados. Siempre nos acompaña, se acerca a nosotros cuando estamos meditabundos y desanimados, tiene la valentía de hacerse visible”.
Dice san Josemaría: “Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y pasiones, con tristezas y alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa”.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es