Puede parecer que avanzamos en las libertades, y lo que hacemos es deshumanizarnos al perder lo conseguido en dignidad humana
Parece que este reality show tiene bastante impacto. Se habla de él, está presente en las redes. Se ve que, al menos, creemos en las tentaciones y en los tentadores. Este domingo, el Evangelio nos habla de las que tuvo Jesús al finalizar su propia Cuaresma: “Fue conducido por el Espíritu al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo”.
No deja de sorprendernos que el diablo que se enfrentará con Jesús, quisiera ponerle a prueba sabiendo que era el Hijo de Dios. Quizás, Jesús quiso someterse a esas tentaciones por solidaridad con nosotros; para mostrarnos que, como Él, también nosotros seremos tentados.
En el programa citado, se pone a prueba la fidelidad conyugal, se juega con la tentación y, sin haberlo visto nunca, supongo que pocos pasan el examen. No es muy aconsejable probar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos; no vaya a ser que… El proverbio ya nos dice: “Quien quita la ocasión, quita el pecado”.
De las tres tentaciones que sufre Jesús, quiero fijarme en la última: “Entonces lo llevó a Jerusalén, lo puso sobre el pináculo del Templo y le dijo: -Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo desde aquí, porque escrito está: Dará órdenes a sus ángeles sobre ti para que te protejan y te lleven en sus manos, no sea que tropiece tu pie contra alguna piedra”. Podemos llamarla la del “no pasa nada”, ya lo arreglará Dios; total, es una tontería.
Nos hemos vuelto muy descuidados y confiados. El clima de relativismo y permisivismo lo invade todo, también lo más sagrado y valorado: lo referente a la fe y a la salvación; la familia y costumbres. Puede parecer que avanzamos en las libertades, y lo que hacemos es deshumanizarnos al perder lo conseguido en dignidad humana y en comportamiento. Pensar que nuestros actos y elecciones son indiferentes, es desconocer lo que somos, es puro infantilismo.
¿Qué pretende el tentador y sus secuaces? ¿Qué busca? Nos ofrece libertad, poder, independencia de Dios y de los límites de nuestra naturaleza. Aparentemente, nos da alas; pero, como al imprudente Ícaro, estas, mal manejadas, nos pierden hundiéndonos en lo más profundo.
"Dios perdona siempre, los hombres a veces y la naturaleza nunca". Este dicho castellano se escuchó en 2014, en un encuentro entre el Papa Francisco y el entonces presidente de Francia, François Hollande. "Cuando se desencadena esta destrucción de la naturaleza, es muy difícil detenerla", explicaba el Santo Padre. No podemos jugar a ser dioses, no podemos ir en contra de la naturaleza, no podemos olvidar que toda causa tiene su efecto. "No somos Dios. La Tierra nos precede y nos ha sido dada", nos recuerda el Pontífice también en Laudato si. Al igual que podemos atentar contra la ecología, contra esta tierra tan bonita que hemos recibido, podemos dañar la ecología humana. Hay unas reglas naturales que nos definen como humanos.
Los detalles de educación, el trabajo bien hecho y acabado, el orden, la empatía: conectar con el otro, con sus preocupaciones, necesidades, gustos, estado anímico…, condicionan nuestras relaciones. Podemos dejar heridas en los demás, sin darnos apenas cuenta, si los descuidamos.
En las relaciones matrimoniales importa mucho afinar en el trato ordinario. Hay que guardarse para el otro: somos suyos, le hemos entregado nuestro corazón, nuestra vida. También los afectos, los pensamientos, el tiempo e ilusiones le pertenecen. La fidelidad no es una opción, entre otras, por mucho que se empeñen en decir que es imposible. Cuando nos enamoramos y nos comprometemos, nos juramos amor eterno y exclusivo. Es lo propio de la criatura humana, lo que nos hace personas. Esta fidelidad prometida hay que renovarla todos los días: en las alegrías y las penas, en las circunstancias difíciles de prever; es una tarea que precisa ser humildes, pacientes; exige comprender y perdonar.
En el trato con Dios también importan los detalles, la constancia en la oración, en la asistencia a la misa dominical, la frecuencia de la confesión. Si nos descuidamos, si pensamos que Dios es muy bueno y nos comprende, que no le importa que deje la misa por un compromiso, por un viaje o excursión; que este mandamiento es secundario, lo importante es el amor… poco a poco vamos rompiendo nuestra coherencia cristiana.
El Papa Francisco nos dice: "Cuánto bien nos hace, como Simeón, tener al Señor en brazos (Lc 2, 28). No solo en la cabeza y en el corazón, sino en las manos, en todo lo que hacemos: en la oración, en el trabajo, en la comida, al teléfono, en la escuela, con los pobres, en todas partes. Tener al Señor en las manos es el antídoto contra el misticismo aislado y el activismo desenfrenado, porque el encuentro real con Jesús endereza tanto al devoto sentimental como al frenético factótum. Vivir el encuentro con Jesús es también el remedio para la parálisis de la normalidad, es abrirse a la cotidiana agitación de la gracia". Estar con Jesús y no solo utilizarlo nos ayudará a no caer en la tentación.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es/