Una señora, bastante emperifollada, le preguntó al padre Francisco cómo podía hacer para entrar en el cielo. Le respondió que, por lo pronto, debía adelgazar porque Nuestro Señor había anunciado que la senda era estrecha y la puerta angosta. La idea no gustó a la señora, que corrió a dolerse ante el obispo quien envió un visitador al padre Francisco. Éste escuchó la queja y le regaló unas frambuesas. Por lo demás, el hombre ya estaba curtido de su experiencia en China y no era muy dado a la discusión sobre las postrimerías. Así, detalle más o menos, lo cuenta Cronin en «Las llaves del Reino», uno de esos libros que ha sido absorbido por la censura subterránea y que a mí me llegó a través de Ferran, un profesor que aún no había calado el daño que podía provocar en los niños y seguía recomendando su lectura. Si el padre Francisco respondió así es porque a aquella señora tan acicalada lo único que le interesaba del cielo eran los tocinillos.
Juan Pablo II aclaró que el cielo no era un lugar sino un estado y que, por tanto, no había que preocuparse demasiado por el volumen. Para evitar interpretaciones sesgadas, frecuentemente heréticas, beatificó a Juan XXIII, que tenía mucho de bueno, y la enseñanza se ilustró con un ejemplo. Que un cura de novela responda de esa manera resulta adecuado, porque ayuda a resituar las preguntas y hacer que éstas sean verdaderas.
Agustín, el santo que convirtió los ojos de su madre en surtidores de lágrimas, explica que cada día le pedía a Dios el don de la continencia. Pero después añadía, «dámelo mañana, no hoy». Y lo ponía como ejemplo de las peticiones no verdaderas con las que a veces atosigamos a Dios. Era una especie de oración tómbola, que si tocaba bien y si no a seguir disfrutando de la feria.
Y santo Tomás, tan apacible que lo apodaban el buey mudo, se enfadó un día por que le preguntaron cómo era la estrella que se había aparecido a los Magos. «Hasta ahí podíamos llegar», dijo y para vencer la irritación escribió otras veinte cuestiones de la Suma, ejemplo de orden y precisión de lenguaje. No sobra nada y sólo falta lo que no le dio tiempo a escribir. No queda claro si todavía hay alguien capaz de formular una pregunta relevante. Por lo general, perdemos el tiempo con lo accidental mientras se nos escapa lo único que importa.