Escribe el Presidente de E-cristians y de la Convención de Cristianos por Europa
Una cuestión clave, y no resuelta, del catolicismo español –y, con excepciones notables, del europeo– es la del papel de los laicos en la vida pública, por tanto en la política, y en los otros ámbitos que inciden en el espacio público: el asociacionismo de todo tipo, la comunicación, la difusión cultural. La existencia de un nuevo Gobierno socialista puede hacer más perentoria la cuestión –o, al menos, parecerlo–, aunque en realidad el déficit existía ya antes. La idea de que con el Partido Popular quedaba en buena medida salvada la necesidad es, obviamente, errónea. La necesidad nace de una razón general y válida para todos y en cualquier tiempo: la Iglesia no puede depender del Gobierno de turno. En términos más concretos, es cierto que el PP ha actuado como salvaguarda en determinados aspectos, pero también lo es que en otros las cosas empeoraron notablemente.
Pero el error importante, en cualquier tipo de diagnóstico sobre el futuro, sería reducir el papel del catolicismo a la relación bilateral obispos-Gobierno. Porque no se trata de si los obispos van a impulsar o no una movilización social ante determinadas medidas del Gobierno –porque los obispos no actúan como líderes políticos de los laicos–, sino que son éstos mismos quienes, de acuerdo con su conciencia autónoma y el vínculo de Fe, Magisterio y Tradición por el que están unidos a la Iglesia, deciden hacerlo. Corresponderá a los obispos, como pastores que son, el tutelar y guardar en el proceso lo que corresponde a la fe. Obviamente, entre laicos y obispos hay un vínculo estrecho, un terreno común de juicio sobre la acción concreta determinado por el Magisterio, pero eso no significa que los papeles puedan confundirse o intercambiarse.
Porque el problema de fondo de nuestro tiempo es, como anunció hace ya algunos años Juan Pablo II ante el Sínodo de los obispos italianos, que el legítimo pluralismo se ha convertido en diáspora católica que nace, y ésa es ya una afirmación personal, de la falta de acción en la vida pública, de la atrofia de nuestro músculo social. Los laicos llevamos demasiado tiempo fragmentados, sin unidad de propósito y acción. El resultado, entre otros aspectos, determina que el voto católico no sopese, por ineducación y por falta de cauces y perspectiva, su orientación en función de los aspectos que quedan afectados en razón de la fe que dice profesar. Circunstancia, a su vez, favorecida por un sistema electoral basado en listas cerradas y bloqueadas, que si bien pudo tener un sentido en la transición, hoy resulta dañino para la democracia.
Existen dos planos en los que es urgente organizarse y actuar. Uno es el de la defensa y promoción de la libertad religiosa, y esto incluye desde la educación religiosa confesional en la enseñanza a una efectiva protección al respeto de lo sagrado, pasando por otras muchas cuestiones relacionadas con el proyecto de imponernos la falsedad de una sociedad laica y un Estado laicista, cuando en realidad la sociedad es plural, y, en ella, el catolicismo mayoritario; y el Estado es aconfesional y, por tanto, garante de la libertad y derechos de las diversas realidades religiosas que se dan en la vida social, de acuerdo con su importancia y vinculación a nuestra historia y cultura. Todas portadoras de los mismos derechos, pero no objeto del mismo trato por la evidencia de que resulta siempre injusto tratar de la misma manera lo que es por naturaleza distinto.
Pero existe otro plano autónomo del anterior, aunque unido a él por profundas corrientes culturales e ideológicas, sobre el que es necesario actuar. Se trata de afrontar la sociedad de la desvinculación que están construyendo, desde la propuesta de la comunidad responsable, en la que los católicos tenemos un papel decisivo pero no único. Una sociedad fundada en la ruptura que genera el sujeto desvinculado, donde la realización del yo resulta el único bien a considerar, sin lazos de religión, familia, comunidad, tradición e historia, y que está en la base de hechos tan aparentemente distintos como, por ejemplo, la creciente y destructora tasa de divorcialidad y aborto, el trabajo-basura o el feminicidio de pareja. Una sociedad que genera la ruptura antropológica y en la que la expansión del consumismo se configura dramáticamente como sucedáneo de los vínculos destruidos. «Los hombres –dijo el Zorro– no tienen ya tiempo para conocer nada. Compran cosas ya hechas en los almacenes. Pero como no existen almacenes de amigos, los hombres ya no tienen amigos» (Saint-Exupéry, en El Principito).
Actuar en estos dos planos forma parte del quehacer urgente y necesario, y la proximidad del Congreso de laicos, la ocasión oportuna para concretarlo.
Josep Miró i Ardèvol