1. De las diversas acepciones que tiene esta palabra nos referimos aquí
a aquella doctrina antropológica que interpreta al hombre desde un punto de
vista exclusivamente zoológico, reduciendo en él lo natural a lo animal.
Respecto a esta base meramente biológica la cultura no sería más que un
suplemento añadido, que habría adoptado formas diversas según las épocas
históricas y los lugares. Opresiva e injusta unas veces, adecuada y razonable
otras, la cultura vendría a ser en cualquier caso un aditamento postizo. Este
prejuicio, típico de la modernidad, es consecuencia de restringir el horizonte
del saber a la mera ciencia experimental. Con semejante filtro el estudio del
hombre está viciado de raíz, pues todo se reduce en última instancia a lo
menos humano que hay en él, que su estructura biológica. Ciertamente la
ciencia experimental tiene mucho que decir sobre lo
que el hombre es, pero no acierta a explicar lo
que hace con lo que es. En otras palabras, lo que cada cual recibe por
naturaleza es sólo el principio de lo que hace de sí con su libertad. El ser
humano, en efecto, se ve forzado en todo momento a decidir quién pretende ser,
por quién se toma, de qué va, etc., lo cual escapa a la óptica miope del
naturalismo. Con esto no queremos decir que el espíritu haya de entenderse como
opuesto dialécticamente a la naturaleza. Al contrario, el verdadero saber científico,
cuando está libre de prejuicios, sabe advertir en el cuerpo humano el indicio,
la pista, la insinuación de su apertura constitutiva al mundo del espíritu.
Pensemos por ejemplo en la morfología humana, que manifiesta tan a las claras
la orientación de la persona al diálogo y a la convivencia.
2.
Naturalismo y relativismo cultural.--- Del naturalismo que acabamos
de esbozar deriva una noción de igualdad entre los hombres muy extendida hoy.
Como es sabido, el ideal de la igualdad, que figura en el lema de la Revolución
Francesa, se considera una de las bases del estado moderno. El prestigio de este
ideal proviene de la autoridad de la ciencia positiva, que es la que dictamina
la común estructura biológica de los individuos de nuestra especie. Lo biológico
se convierte así en fundamento de la igualdad, mientras que todo
lo demás, o sea la cultura, lo sería de la diversidad. Esta diversidad
esencialmente accesoria incluiría cosas como la ética y la religión, que
pasarían de este modo a la categoría de costumbres, usanzas y tradiciones
populares, más o menos pintorescas. En absoluto cabría esperar, según tales
presupuestos, que unos principios éticos o un patrimonio espiritual aporten
nada sustancioso a la esencia del vínculo universal; todo lo más se admitiría
cierto consenso entre las diversas posturas, con el fin de evitar conflictos.
Esta extraña forma de “consenso de cultura”, que es en el fondo sustituir
lo uno por lo otro, lo llamamos relativismo
cultural, que se traduce en la práctica en relativismo ético.
3. Naturalismo y mujer.---
Otra consecuencia del naturalismo es una nueva forma de postergación de la
mujer, típicamente moderna, que aflora paradójicamente en algunos intentos de
superar las anteriores discriminaciones. Lo mismo que con la igualdad de todos
los humanos, también se ha pretendido fundar la igualdad entre varón y mujer
en esa abstracción científica que llamamos “lo biológico”. Tal hace el
feminismo radical (Simone de Beauvoir, 1908-1986), llamado de la igualdad, en el
que se advierte un claro carácter masculinizante. Si el ser humano, en efecto,
despojado de ropajes culturales no pasa de simple animal, entonces hemos de
distinguir en él al macho, mejor dotado para la vida, de la hembra, lastrada
con un cuerpo incómodo y débil; todo lo demás, el genio femenino y hasta el
concepto mismo de mujer, no sería sino elaboración artificial y, en la mayoría
de los casos, represiva. No obstante otros sectores feministas han rechazado
esta postura alegando que la mujer no es sin más la hembra de la especie
humana, sino una forma de humanidad distinta y complementaria a la del varón,
cuyas peculiaridades radican en su misma condición personal, y por tanto
rebasan el mero análisis zoológico.
4. Naturalismo y moral.---
Existe también una versión moralizante del naturalismo, cuyo antecedente clásico
es la doctrina de Rousseau sobre la bondad natural del hombre. Sorprende
comprobar hasta qué punto sigue vigente hoy. Según ella el “lo natural” no
sólo es principio de igualdad sino también de bondad, ya que la naturaleza es
noble de por sí, mientras que lo falso, opresivo y corruptor proviene de la
civilización. La educación vendría a ser, por decirlo con palabra de
resonancia actual, una cuestión de profilaxis: preservar el corazón del niño de todo vicio o error,
pero absteniéndonos de inculcarle ideal alguno, pues supondría gravar su mente
con artificios sociales. Lo adecuado sería fomentar la espontaneidad del niño,
para que, libre de coacciones, afloren los valores genuinos que laten en su
naturaleza.
En contra de lo que parece, sin embargo, esta exaltación de la
naturaleza encierra un exceso de intelectualismo, porque el concepto mismo de
naturaleza, aquí utilizado, es un invento cultural típico del siglo XVIII
europeo. Por otro lado, el modelo de educación y moral que se propone adolece
de ingenuidad, pues desconoce la verdadera tensión dramática del hombre, que
pugna por librarse de una opresión aún más honda que la social, y que otros
llamamos pecado. En el fondo, toda moral de cuño naturalista (en la cual cabe
incluir los movimientos de tipo inmanentista-dualista, como el gnosticismo, el
esoterismo, el New Age, etc.) no reconoce una verdadera espiritualidad del alma
(por mucho que empleen la palabra alma,
espíritu, psique, etc.) sin la cual el hombre no podría asumir su
naturaleza para modelarla, apersonarla, orientarla. Además, esperando que el
bien “brote” por sí solo de la espontaneidad, el sujeto relega el diálogo,
fuente principal de humanización, y con él la vocación fundamental al amor.
Pablo Prieto