(Alfa y Omega, 5-VI-2003)
De todo el mensaje que ha dejado la visita del Papa Juan Pablo II,
parece que lo que está dando más que hablar es la invitación que hizo a ser
creyentes y modernos a la vez: «Modernos y profundamente fieles a Jesucristo».
De lo que hasta el momento he leído sobre el tema, me ha llamado la atención
el no rotundo a ese maridaje de modernidad y fe que firma –con el mismo título–
mi admirado Francisco Umbral, en el diario El Mundo.
Coincido con él en lo que hay que entender por fe. También coincido
en que la modernidad es una cuestión cuyo sentido no se encuentra en modas más
o menos pasajeras, ni en otros aspectos superficiales. Hay que ir al
pensamiento, a las ideas. Aquí, sin embargo, acaban las coincidencias.
Yendo al grano: ¿qué es la modernidad?, ¿qué es ser moderno? Para
muchos, es ése el paso adelante que arrincona en el olvido los dogmas del
presente. Si es así, la fe queda englobada en ese pasado que ya no tiene nada
que decir. Como claves, da dos nombres. Permítaseme detenerme en ellos.
El primero es Nietzsche. «Nietzsche y todos los demás que sabemos
clausuran el mundo viejo decretando la muerte de Dios y la soledad del hombre.
Eso es la modernidad y no ha sido superado». Pero resulta que quien más alardeó
de utilizar las ideas del filósofo alemán fue el régimen nazi. Él fue el
creador del mito del superhombre, que sirvió de justificación a unos cuantos
que creyeron encarnar el ario de raza superior, y terminaron masacrando en masa
judíos, gitanos y otros calificados como Untermenschen, infrahombres. Por
fortuna, eso sí que ha sido superado. Esa modernidad sí que era incompatible
con la fe –en realidad, era otra fe sin Dios–, pero es una modernidad de la
cual la cultura contemporánea se avergüenza.
El segundo es Sartre: «La modernidad es Jean Paul Sartre cuando
plantea el existencialismo como una negación del humanismo». Ya asumido el
decreto que suprimía a Dios, aquí se suprime al hombre mismo. Sartre definía
al hombre como una pasión inútil, describía la vida humana en términos de náusea
y asco, porque hay que vivir con los demás y el infierno son los demás. «Fe
es renunciar a la conquista de nada», comenta Umbral, pero la conquista de la
nada no es otra cosa que despojarse del ser propio: renunciar a uno mismo,
aniquilarse. Tampoco esta modernidad es compatible con la fe, pues más que una
conquista es una negación. En realidad esa negación inclina hacia la fe, ya
que viene a decir que el precio de eliminar a Dios es eliminar también al
hombre. En otras palabras: que fuera de la creencia en Dios sólo queda el vacío.
Lo que la vida nos enseña
es que el hombre no se conforma con una modernidad de este tipo, y busca algo a
lo que agarrarse, algo en lo que creer. Así, en este mundo tan racional vuelven
a aflorar viejas supersticiones, y se ve por todas partes esa extraña mezcla de
técnica moderna y supercherías milenarias que vuelven a resurgir: modernos
reactores sin fila número 13, teléfonos celulares e Internet para consultar
adivinos, coches último modelo que llevan ejecutivos a ceremonias que pretenden
reavivar paganismos antiguos de culto y naturaleza, y un largo etcétera. Si por
moderno entendemos lo más racional, resulta que admitir a Dios parece
razonable, al menos más que entregarse a creencias y prácticas irracionales.
En realidad, muchos pensadores actuales afirmarían que el mismo
planteamiento de la cuestión está equivocado, porque ya no vivimos en la
modernidad sino en la llamada postmodernidad. En este viejo escepticismo, tan
cercano a los sofistas griegos que ahora adopta la etiqueta de pensamiento débil,
y en el que la verdad –¿Y qué es la verdad?, repiten con Pilatos– queda
sustituida por lo útil, lo que parece que funciona en la práctica. Es, en el
fondo, conformarse con que el pensamiento moderno de Nietzsche, Sartre, Marx y
los demás no ha sido capaz de dar sentido a la vida de las personas. Nietzsche
y Sartre ya estaban abandonados. Quedaba Marx, y con la caída del muro de Berlín
también cayó el último dogmatismo racionalista; ahí cifran el comienzo de la
nueva era postmoderna. ¿Y qué da de sí? Pues un mundo al que es difícil
encontrarle sentido; un mundo próspero pero triste, en el que se ha hecho hábito
vivir en la confusión o la incertidumbre; un nuevo siglo en que la angustia
florece en dosis masivas. Como decía no hace mucho un diputado francés, «ofrecemos
un modelo nuevo de coche, pero no una respuesta a la cuestión de para qué
vivir». Un nuevo coche, indudablemente mejor que el anterior…, sin que se
sepa qué dirección tomar una vez al volante.
La cuestión, me parece, no es si son compatibles modernidad y fe. La
verdadera cuestión es que el hombre moderno necesita la fe. Necesita respuestas
a unas pocas cuestiones a las que no puede responder la técnica, precisamente
las más fundamentales, las que permiten vivir con un sentido, con una
esperanza, con una ilusión. La modernidad realza el valor de la persona, de
cada persona singular. Y si asumimos ese valor, vemos que el hombre no se
conforma con quedarse sin respuesta a la pregunta de Y después de la vida, ¿qué?
Voltaire, a quien Umbral cita, vaticinó una vez que en veinte años desaparecería
la Iglesia católica en Francia. Veinte años después murió Voltaire, y la
Iglesia lleva veinte siglos anunciando su mensaje y siendo escuchada. Tal vez
por ello algunos denuncian, pero no se atreven a vaticinar. Quizá porque veinte
años después murió Voltaire…