(Aceprensa 163/95)Las decisiones del Magisterio de
la Iglesia ¿son sólo opiniones autorizadas que hay que tener en cuenta o
exigen un asentimiento completo por parte de los fieles? Una decisión
magisterial vinculante ¿no pondría en peligro la libertad de investigación
teológica y la libertad de conciencia de los fieles? Estas cuestiones han sido
tratadas en un discurso de Juan Pablo II a la asamblea plenaria de la Congregación
para la Doctrina de la Fe (24-XI-95), que abordó en sus trabajos el tema de la
recepción de los pronunciamientos del Magisterio. Ofrecemos la traducción,
menos los párrafos de saludo.
Vuestro
constante diálogo con los Pastores y teólogos de todo el mundo os permite
prestar atención a las exigencias de comprensión y de profundización de la
doctrina de la fe, de la que la teología se hace intérprete, al tiempo que os
ilumina para promover iniciativas que puedan favorecer y reforzar la unidad de
la fe y el papel de guía del Magisterio en la inteligencia de la verdad y en la
edificación de la comunión eclesial en la caridad.
La
unidad de la fe es el valor primario que, si se respeta, no sofoca la
investigación teológica sino que le confiere un fundamento estable. El
Magisterio tiene, en función de la unidad de la fe, la autoridad y la potestad
deliberativa última en la interpretación de la Palabra de Dios escrita y
transmitida. La teología, en su tarea de explicitar el contenido inteligible de
la fe, pone de manifiesto la orientación intrínseca de la inteligencia humana
a la verdad y la exigencia insuprimible del creyente por explorar racionalmente
el misterio revelado.
Para
alcanzar tal objetivo, la teología no puede nunca reducirse a la reflexión
"privada" de un teólogo o de un grupo de teólogos. El ambiente vital
del teólogo es la Iglesia, y la teología, para permanecer fiel a su identidad,
no puede prescindir de participar íntimamente en el tejido de la vida de la
Iglesia, de su doctrina, de su santidad, de su oración.
En
este contexto resulta plenamente comprensible, y perfectamente coherente con la
lógica de la fe cristiana, la persuasión de que la teología necesita de la
palabra viva y clarificadora del Magisterio. El significado del Magisterio en la
Iglesia hay que considerarlo en orden a la verdad de la doctrina cristiana. Es
lo que vuestra Congregación [para la Doctrina de la Fe] ha expuesto y precisado
claramente en la Instrucción Donum veritatis a propósito de la vocación
eclesial del teólogo.
El
hecho de que el desarrollo dogmático, que culminó con la definición solemne
del Concilio Vaticano I, haya subrayado el carisma de la infalibilidad del
Magisterio, aclarando las condiciones de actuación, no debe conducir a
considerar el Magisterio sólo desde ese punto de vista. En realidad, su
potestad y su autoridad son la potestad y la autoridad de la verdad cristiana,
de la que da testimonio. El Magisterio, cuya autoridad se ejercita en nombre de
Jesucristo (cfr. Dei Verbum, 10), es un órgano al servicio de la verdad, al que
compete actuar de tal modo que ésta no deje de transmitirse fielmente a lo
largo de la historia humana.
Debemos
constatar que hoy existe una difundida incomprensión sobre el significado y el
papel del Magisterio de la Iglesia. Eso está en la raíz de las críticas y de
las contestaciones en relación con las tomas de posición [del Magisterio].
Algo que vosotros mismos habéis puesto de relieve, especialmente a propósito
de las reacciones de no pocos ambientes teológicos y eclesiásticos ante los más
recientes documentos del Magisterio: las encíclicas Veritatis splendor, sobre
los principios de la doctrina y de la vida moral, y Evangelium vitae, sobre el
valor e inviolabilidad de la vida humana; la carta apostólica Ordinatio
sacerdotalis, sobre la imposibilidad de conferir la ordenación sacerdotal a las
mujeres; y también en relación con la carta de la Congregación para la
Doctrina de la Fe sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de
fieles divorciados y vueltos a casar.
En
este sentido, es necesario ciertamente distinguir la actitud de los teólogos
que, con espíritu de colaboración y de comunión eclesial, presentan sus
dificultades e interrogantes, de la actitud de pública oposición al
Magisterio, que se califica como "disenso". Mientras la primera
contribuye positivamente a que madure la reflexión sobre el depósito de la fe,
la segunda tiende a instituir una especie de contra-magisterio, formulando
posiciones y modos de comportamiento alternativos para los creyentes.
El
pluralismo de culturas e incluso de los planteamientos y sistemas teológicos sólo
es legítimo si presupone la unidad de la fe en su significado objetivo. La
misma libertad propia de la investigación teológica no es nunca libertad con
relación a la verdad, sino que se justifica y se construye en el conformarse de
la persona con la obligación moral de obedecer a la verdad, que es propuesta
por la Revelación y acogida con la fe.
Al
mismo tiempo, se hace necesario hoy favorecer un clima de recepción y acogida
positiva de los documentos del Magisterio, prestando atención al estilo y al
lenguaje, de modo que se armonice la solidez y la claridad de la doctrina con la
preocupación pastoral de usar formas de comunicación y modos de expresión
incisivos y eficaces para la conciencia del hombre contemporáneo.
No
es posible, de todas formas, descuidar uno de los aspectos decisivos en la base
del malestar e incomodidad de algunos sectores del mundo eclesiástico: se trata
del modo de concebir la autoridad. En el caso del Magisterio, la autoridad no se
ejerce sólo cuando interviene el carisma de la infalibilidad; su ejercicio
tiene un ámbito más amplio, requerido por la conveniente tutela del depósito
revelado.
Para
una comunidad que se funda esencialmente sobre la adhesión compartida de la
Palabra de Dios y sobre la consiguiente certeza de vivir en la verdad, la
autoridad en la determinación de los contenidos que se deben creer y profesar
es algo a lo que no se puede renunciar. Que la autoridad incluya grados diversos
de enseñanza se dice claramente en dos recientes documentos de la Congregación
para la Doctrina de la Fe: la Professio fidei y la instrucción Donum veritatis.
Esta jerarquía de grados debería considerarse no como un impedimento sino como
un estímulo para la teología.
Sin
embargo, esto no autoriza a considerar que los pronunciamientos y las decisiones
doctrinales del Magisterio requieran un asentimiento irrevocable sólo cuando se
enuncian con un juicio solemne o con un acto definitivo y que, en consecuencia,
en todos los demás casos haya que tener en cuenta sólo las argumentaciones o
las motivaciones que se aducen.
En
las encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae, así como en la carta
apostólica Ordinatio sacerdotalis, he querido proponer una vez más la doctrina
constante de la fe de la Iglesia con un acto de confirmación de la verdad
claramente anclado en la Escritura, en la Tradición apostólica y en la enseñanza
unánime de los Pastores. Por consiguiente, tales declaraciones, en virtud de la
autoridad transmitida al Sucesor de Pedro de "confirmar a los
hermanos" (Lc 22, 32), expresan la certeza común presente en la vida y en
las enseñanzas de la Iglesia.
Parece
urgente, por tanto, recuperar el concepto auténtico de autoridad, no sólo bajo
el perfil formal jurídico, sino más profundamente como recurso de garantía,
de custodia y de guía de la comunidad cristiana, en fidelidad y continuidad con
la Tradición, para hacer posible a los creyentes el contacto con la predicación
de los Apóstoles y con el manantial de la misma realidad cristiana.
En el anterior discurso, Juan
Pablo II se refiere a los diversos grados de enseñanza del Magisterio, y remite
a este propósito a lo dicho en la instrucción Donum veritatis sobre la vocación
eclesial del teólogo (24-V-90). Recogemos los números 23 y 24 de este
documento, dedicados a este asunto, que distinguen cuatro niveles en la enseñanza
magisterial.
1) Doctrinas divinamente
reveladas
Cuando
el Magisterio de la Iglesia se pronuncia de modo infalible declarando
solemnemente que una doctrina está contenida en la Revelación, la adhesión
que se pide es la de la fe teologal. Esta adhesión se extiende a la enseñanza
del Magisterio ordinario y universal cuando propone para creer una doctrina de
fe como de revelación divina (n. 23).
2) Declaraciones definitivas
Cuando
propone de "modo definitivo" unas verdades referentes a la fe y a las
costumbres, que, aun no siendo de revelación divina, sin embargo están
estrecha e íntimamente ligadas con la Revelación, deben ser firmemente
aceptadas y mantenidas (n. 23).
Lo
concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico, porque el
Evangelio, que es Palabra de vida, inspira y dirige todo el campo del obrar
humano. El Magisterio, pues, tiene el oficio de discernir, por medio de juicios
normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son
conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como
también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con
estas exigencias. Debido al lazo que existe entre el orden de la creación y el
orden de la redención, y debido a la necesidad de conocer y observar toda la
ley moral para la salvación, la competencia del Magisterio se extiende también
a lo que se refiere a la ley natural (n. 16).
3) Doctrinas no definitivas
Cuando
el Magisterio, aunque sin la intención de establecer un acto
"definitivo", enseña una doctrina para ayudar a una comprensión más
profunda de la Revelación y de lo que explicita su contenido, o bien para
llamar la atención sobre la conformidad de una doctrina con las verdades de fe,
o, en fin, para prevenir contra concepciones incompatibles con esas verdades, se
exige un religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia. Este último
no puede ser puramente exterior y disciplinar, sino que debe colocarse en la lógica
y bajo el impulso de la obediencia de la fe (n. 23).
4) Intervenciones prudenciales
En
fin, con el objeto de servir del mejor modo posible al Pueblo de Dios,
particularmente al prevenirlo en relación con opiniones peligrosas que pueden
llevar al error, el Magisterio puede intervenir sobre asuntos discutibles en los
que se encuentran implicados, junto con principios seguros, elementos
conjeturales y contingentes. A menudo sólo después de un cierto tiempo es
posible hacer una distinción entre lo necesario y lo contingente.
La
voluntad de asentimiento leal a esta enseñanza del Magisterio en materia en sí
no irreformable debe ser la norma. Sin embargo, puede suceder que el teólogo se
haga preguntas referentes, según los casos, a la oportunidad, a la forma o
incluso al contenido de una intervención. Esto lo impulsará sobre todo a
verificar cuidadosamente cuál es la autoridad de estas intervenciones, tal como
resulta de la naturaleza de los documentos, de la insistencia al proponer una
doctrina y del modo mismo de expresarse.
En
este ámbito de las intervenciones de orden prudencial, ha podido suceder que
algunos documentos magisteriales no estuvieran exentos de carencias. Los
Pastores no siempre han percibido de inmediato todos los aspectos o toda la
complejidad de un problema. Pero sería algo contrario a la verdad si, a partir
de algunos determinados casos, se concluyera que el Magisterio de la Iglesia se
puede engañar habitualmente en sus juicios prudenciales, o no goza de la
asistencia divina en el ejercicio integral de su misión.
En
realidad, el teólogo, que no puede ejercer bien su tarea sin una cierta
competencia histórica, es consciente de la decantación que se realiza con el
tiempo. Esto no debe entenderse en el sentido de una relativización de los
enunciados de la fe. Él sabe que algunos juicios del Magisterio podían ser
justificados en el momento en el que fueron pronunciados, porque las
afirmaciones hechas contenían aserciones verdaderas profundamente enlazadas con
otras que no eran seguras. Solamente el tiempo ha permitido hacer un
discernimiento y, después de serios estudios, lograr un verdadero progreso
doctrinal (n. 24).
Del Catecismo de la Iglesia
Católica
N.
891. "El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta
infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo
de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto
definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral... La infalibilidad prometida
a la Iglesia reside también en el Cuerpo episcopal cuando ejerce el magisterio
supremo con el sucesor de Pedro", sobre todo en un concilio ecuménico
(Lumen gentium, 25; cf Vaticano I: DS 3074). Cuando la Iglesia propone por medio
de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar "como revelado por Dios
para ser creído" (Dei Verbum, 10) y como enseñanza de Cristo, "hay
que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe" (Lumen gentium,
25). Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina (cf.
Lumen gentium, 25).