Comencé a interesarme por las personas encarceladas a raíz de que el Capellán de la cárcel de Pamplona viniera a mi parroquia a dar una charla al respecto. Y en mí se quedó grabado un versículo del Evangelio de San Mateo que ya conocía, aunque hasta entonces no había reparado en él: "estaba en la cárcel y vinisteis a verme" (Mt 25,36). Decidí hacerme voluntaria y empezar a trabajar, dentro de la Pastoral Penitenciaria, con los presos.
Cuando entré por primera vez a visitar a los internos de la cárcel comprendí que Jesucristo caminaba por aquellas galerías, por el patio; se encontraba en la capilla, en los chabolos y en los rostros de las personas que estaban allí. Algunos de ellos, enfermos de sida, toxicómanos, con su familia rota, indigentes, con mucho dolor, sin libertad y con deseo de afecto y de una palabra de aliento.
En la cárcel he encontrado personas de muy buen corazón, ni peores ni mejores que los que estamos al otro lado de las verjas; y más de uno te da buenos consejos. Ellos te reciben bien, te acogen y enseguida se entabla una relación. Poco a poco se te van colando en el corazón y entran a formar parte de tus seres más queridos. Ahora que ya llevo cuatro años, aún me sigue llamando la atención el sentido del humor que se respira dentro; la persona, incluso en situaciones límites, crece y sabe sacar sabor a las cosas. También hay tiempo para el arrepentimiento y para hacer planes de futuro, primordiales para no perder la esperanza nunca. Aquello no es más que un mal paso.
Es curioso cómo la cárcel es un submundo dentro del nuestro, apartado y rechazado por la mayoría y, sin embargo, la de Pamplona se encuentra en pleno centro de la ciudad. Estamos acostumbrados a tropezarnos con ella, pero sin cuestionarnos nada acerca de las personas que conviven allí. Son personas de carne y hueso como nosotros, que ansían afecto, aprobación y valoración, como tú y como yo. Ellos no pertenecen a la cárcel, sino al mundo tuyo y mío. Como dice un interno, "yo también soy persona”.
El voluntario nunca entra a juzgar a las personas privadas de libertad, pues ya han sido juzgadas y sentenciadas; así que éste no es nuestro papel. El voluntario no ve el delito, sino a la persona. Acompañamos y sobre todo escuchamos al interno. Se nos hace difícil verles como personas porque han cometido delitos, crímenes y el perdón, precisamente en nuestra sociedad, sencillamente no está de moda y, sin embargo, el perdón y el amor son el eje central de los evangelios. Es una realidad sangrante que no debe dejarnos tibios, la compasión es algo que Dios ejercita con cada uno de sus hijos y sobre todo con aquellos que más lo necesitan, porque "no necesitan médico los sanos sino los enfermos".
Nuestra labor es fundamentalmente cristiana. Los sábados por la tarde acudimos a la misa que se celebra en primer lugar para los jóvenes y autoprotegidos y, a continuación, vamos al módulo de mujeres para celebrar con ellas la Eucaristía. Los domingos a la mañana la misa se celebra con los adultos.
Son unas misas muy vividas y muy esperadas. Además hay un "coro" que anima y ayuda a rezar a quien lo necesita y pone mucho empeño en su labor. Ya nos gustaría que muchas de nuestras celebraciones fueran tan sencillas, participativas y vividas como éstas.
Sólo una cosa más: las cárceles son una prolongación de lo que hay fuera de ellas y las personas que allí habitan, son como nosotros, y desean que el día que salgan al mundo, que es el suyo y el nuestro, sepamos acogerlos y perdonarlos como lo haría el propio Jesús.
Paloma Pérez. Voluntaria
(Extracto de un artículo aparecido en "La Verdad", semanario de la Iglesia en Navarra)